El zumbido del sol
La casa, a sólo dos kilómetros de la ciudad, produce la impresión de estar perdida en el campo. No vemos a ningún vecino, aunque oímos al hombre que vive más arriba diciéndole vieni qua, «ven aquí», a su perro. El sol golpea como una convicción religiosa. Puedo saber la hora que es por el lado de la casa donde da el sol, como si fuera un reloj de sol gigante. A las cinco y media, los primeros rayos golpean la puerta del balcón, impulsándonos a levantarnos de la cama para disfrutar del amanecer. A las nueve, un bloque de luz entra en mi estudio por la ventana lateral, mi ventana favorita de la casa, por la vista que tiene de los cipreses, los grupos de arbolillos del valle y, más allá, los Apeninos. Me gustaría pintar eso en una acuarela, pero mis acuarelas son horrendas, y sólo sirven para olvidarlas en un trastero. Hacia las diez, el sol se eleva sobre el frente de la casa y allí permanece hasta las cuatro, cuando una franja de sombra sobre la hierba señala que el sol se dirige hacia el otro lado de la colina. Si vamos a la ciudad por ese lado a media tarde, podemos ver una prolongada y grandiosa puesta de sol sobre el Val di Chiana, hasta que el sol se disuelve, dejando tras de sí suficiente dorado y azafrán para iluminar nuestra vuelta a casa hasta las nueve y media, cuando el cielo se tiñe de un azul violáceo.
Las noches sin luna está oscuro como boca de lobo. Ed ha vuelto a Minnesota para las bodas de oro de sus padres. Oigo el sonido constante de un postigo que golpea; aparte de eso, el silencio es tan pronunciado que me parece oír la sangre que corre por mis venas. Creo que permaneceré despierta, imaginando un tarado con una sierra mecánica que sube sigilosamente las escaleras. En vez de eso, sobre las sábanas estampadas con flores de la amplia cama esparzo libros, postales y papel de cartas y me entrego al raro placer de escribir a los amigos. Un segundo capricho que me permito se remonta a mis días de escuela: comer bizcocho de chocolate y nueces con Coca-Cola mientras copio párrafos y versos que me gustan en mi cuaderno de notas. Si por lo menos Sister estuviera aquí. Es una buena compañera en los momentos de soledad. Aquí hace demasiado calor para que se ponga a dormir a mis pies, como a ella le gusta hacer. Tendría que ponerla en un cojín a los pies de la cama. Duermo como una recién nacida y por la mañana tomo mi café en el balcón, bajo a la ciudad a comprar, trabajo la tierra y, cuando entro a tomar un vaso de agua, son sólo las diez. Las horas pasan sin que sienta la necesidad de hablar.
A los pocos días, mi vida adquiere su propio ritmo. Me despierto y leo durante una hora a las tres de la mañana; pico un poco —un tomate maduro que como cual si fuera una manzana— a las once y a las tres en vez de comer a la una. A las seis ya estoy levantada, pero para la hora de la siesta, en pleno calor, me apetece dormir un par de horas. El sopor que me invade, con el zumbido de un pequeño ventilador de fondo, parece más pesado que el sueño profundo. Al final, tengo tiempo para coger una manta y tumbarme fuera con una linterna y un mapa de las estrellas. Teniendo la Osa Mayor tan claramente situada sobre la casa, no tardo en localizar a Pólux en Géminis y a Proción en Can Menor. Me olvido de las estrellas y, sin embargo, aquí están, siempre tan vivas, titilando, cayendo.
Una francesa y su marido inglés se acercan a la casa y se presentan como vecinos. Han oído que unos estadounidenses han comprado la casa y sienten curiosidad por conocer a alguien lo bastante loco para meterse en una restauración. Me invitan a comer al día siguiente. Dado que ambos son escritores y están restaurando su pequeña casa, enseguida surge entre nosotros la camaradería. ¿Tendrían que poner la escalera aquí o allí? ¿Qué pueden hacer con esa pequeña habitación? ¿Sería una habitación situada donde estaba el establo en la planta baja demasiado oscura? El comune no permite que se abran nuevas ventanas, ni siquiera en granjas sin ninguna ventilación. Los exteriores deben conservarse intactos en fincas históricas. Me invitan a cenar a la noche siguiente y me presentan a otros dos escritores extranjeros, uno francés y otro asiático americano. Para cuando Ed vuelva una semana después, estamos invitados a la casa de estos escritores.
La mesa está dispuesta bajo un emparrado. Ensaladas frescas, vino frío, fruta, un excelente suflé de queso hecho al vapor sobre la cocina. El calor reverbera a lo lejos entre los olivos. En la terraza de piedra estamos frescos. Nos presentan a los otros invitados: novelistas, periodistas, traductores, una escritora…, todos viejos expatriados que se han instalado en estas colinas y han restaurado casas. Vivir por completo en otro país me fascina. Siento curiosidad por saber cómo el viaje o la misión a Italia se convirtió en toda una vida para cada uno de ellos y pregunto a Fenella, la periodista internacional que tengo a mi derecha.
—No te lo puedes imaginar. En los años cincuenta Roma era mágica. Me enamoré de la ciudad, como hubiera podido enamorarme de una persona, y busqué la manera de quedarme allí para siempre. No fue fácil. Entonces yo trabajaba como corresponsal para Reuters. Si miras las viejas películas, verás que casi no había coches. El final de la guerra aún estaba muy reciente e Italia estaba devastada…, ¡pero qué vida! Y todo era increíblemente barato. Desde luego, no teníamos mucho dinero, pero vivíamos en enormes apartamentos de grandes palazzi por nada. Cada vez que viajaba a Estados Unidos, no veía el momento de volver. No era rechazo… o tal vez si. De todos modos, ya no he querido vivir en ningún otro sitio.
—Nosotros nos sentimos igual —digo yo, y me doy cuenta de que eso no es del todo cierto. He sucumbido por completo a la «magia» de este lugar, pero sé que, para mí, parte de su atractivo radica en el equilibrio que devuelve a la vida que llevo en Estados Unidos. No tengo intención de marcharme de allí, aunque pudiera. Intento arreglar lo que he dicho—. Mi trabajo en casa es duro, pero me encanta…, me absorbe por completo. Y aunque San Francisco no es mi verdadero hogar, es un lugar bonito para vivir, con terremotos y todo. Pasar un tiempo aquí me permite escapar de la vertiginosidad y la violencia y otros aspectos totalmente surrealistas de la vida en Estados Unidos, y del exceso de saturación de mi vida. Tres semanas después de llegar, me doy cuenta de que he bajado unas defensas que son tan instintivas, viviendo en una ciudad estadounidense, que ni siquiera sé que las tengo. —Me mira con simpatía. En este lugar, a todos nos resulta difícil pensar en la violencia en Estados Unidos—. Literalmente, mi pulso se ralentiza. Pero a pesar de todo, siento que donde mi pensamiento se desarrolla de un modo más espontáneo es allí… Es mi cultura, mi punto de referencia, mi pasado. —No estoy segura de haberme explicado correctamente. Ella alza su vaso.
—Esatto, mi hija siente lo mismo. Lástima que no puedas conocer la Roma de aquellos tiempos. Ahora es terrible. Pero en aquel entonces era una ciudad irresistible. —De pronto me doy cuenta de que están doblemente exiliados, de Estados Unidos y de Roma.
Max se suma a la conversación. Tuvo que ir a Roma la semana pasada y el tráfico era infernal, luego las gitanas se pusieron a acosarlo como si fuera un turista, pegándose a él en un intento por distraerle mientras intentaban quitarle la cartera del bolsillo.
—Hace mucho tiempo aprendí a echar el mal de ojo —nos dice a Ed y a mí—. Eso las ahuyenta enseguida.
Todos están de acuerdo, Italia ya no es lo que era. ¿Y qué es, entonces? Durante toda mi vida de adulta no he hecho más que oír que antes Silicon Valley estaba cubierto de huertos, que Atlanta era muy distinguida, que el negocio editorial lo llevaban caballeros, que las casas costaban lo que cuesta ahora un coche… Todo cierto, pero ¿qué puedes hacer sino vivir en el presente? Unos amigos que han comprado un apartamento en Roma están locos por la ciudad. A Ed y a mí nos encanta. Quizá sea que después del tráfico de Bay Bridge y los precios de San Francisco cualquier cosa nos sorprende.
Una de las invitadas es una escritora a quien admiro hace mucho tiempo. Se instaló aquí hará unos veinte años, después de vivir durante años en el salvaje sur de la Italia de la posguerra y después en Roma. Yo ya sabía que vivía aquí y hasta había conseguido su teléfono a través de un conocido común en Georgia, donde pasa parte del año. Las llamadas de compromiso nunca se me han dado bien y esta mujer, que escribió en una prosa luminosa y austera sobre las vidas oscuras y convulsas de las mujeres de la región devastada de la Basilicata, me impone demasiado respeto.
Elizabeth está sentada al otro lado de la mesa, a un lado. Veo que tapa su vaso con la mano cuando Max intenta ponerle más vino.
—Sabes que nunca bebo con las comidas. —Ah, qué austeridad. Lleva una camisa de algodón azul y un medallón de aspecto vagamente religioso en torno al cuello. Tiene una mirada de un intenso azul, piel clara y en su voz me parece percibir un toque de mi propio acento.
Me inclino hacia delante y aventuro:
—¿Es eso un deje de acento del Sur?
—Espero que no —me suelta (¿me ha parecido ver una media sonrisa?) y rápidamente se vuelve hacia el famoso traductor que está sentado junto a ella. Clavo los ojos en mi ensalada.
Para cuando Richard sirve su helado de limón con mascarpone, la reunión ha empezado a relajarse. Hay varias botellas de vino vacías a un lado de la mesa. El intenso sol queda prendido entre las ramas del castaño. Ed y yo intervenimos donde podemos, pero éste es un animado grupo de viejos amigos con años de experiencias compartidas. Fenella habla de sus viajes de investigación por Bulgaria y Rusia; su esposo, Peter, cuenta que una vez trajo una cotorra gris en el bolsillo de su chaqueta cuando volvió de una misión en África. Cynthia habla de una disputa familiar por los famosos cuadernos de su madre. Max nos hace reír al contarnos la increíble suerte que tuvo al coincidir con un productor de cine en un vuelo a Nueva York; después de explicarle su guión al productor cautivo, consiguió que éste aceptara que se lo enviara. Ahora el productor va a venir de visita y ha comprado los derechos del guión. Elizabeth parece divertida.
Cuando la reunión empieza a disolverse, me dice:
—Se suponía que tenías que llamarme. He intentado conseguir tu número, pero no hay listín. Irby [un amigo de mi hermana] me dijo que habías comprado una casa aquí. De hecho, he conocido a tu hermana en una cena en Roma… Georgia, eso es. —Me excuso por la confusión y, de modo impulsivo, la invito a cenar el domingo. Impulsivo porque no tenemos muebles, platos, mantelería…, sólo una cocina rudimentaria con unos pocos tarros y platos.
Elijo un mantel de lino en el mercado para cubrir la desvencijada mesa que ha quedado en la casa, dispongo unas flores silvestres en una jarra y la coloco en un tiesto, planifico la cena cuidadosamente, aunque procuro que sea sencilla: ravioli con salvia y mantequilla, pollo salteado y rollitos de prosciutto, frutas y verduras frescas. Cuando Elizabeth llega, Ed está sacando la mesa a la terraza. Toda la parte de arriba y una pata se caen… Un desastre. Elizabeth nos ayuda a recomponer la mesa y Ed la asegura con unos cuantos clavos. Con el mantel y la comida, queda bastante bien. La llevamos en un recorrido por la casa y empezamos a hablar de tubos de desagüe, pozos, chimeneas, encalados. Ella restauró de arriba abajo una noble casa colonica cuando se instaló aquí. El día que llegó, un muro se vino abajo y se encontró con una cerda rabiosa que los granjeros se habían dejado. Enseguida queda claro que lo sabe todo sobre Italia. Ed y yo empezamos lo que acabará por convertirse en un millón de preguntas. ¿Quién viene a verificar la potabilidad del agua? ¿Cuánto medía una milla romana? ¿Cuál es el mejor carnicero? ¿Pueden encontrarse tejas antiguas para el tejado? ¿Es conveniente empadronarse? Ella ha sido una aguda observadora del país desde 1954 y tiene una cantidad sorprendente de conocimientos de historia, idioma, política, además del número de teléfono de buenos fontaneros y el nombre de una mujer que prepara gnocchi con un leve toque personal al norte de Roma. Una larga cena a la luz de la luna, rezando para que la mesa no se caiga. Tenemos una amiga.
Cada mañana, Elizabeth baja a la ciudad, compra un periódico y toma su espresso en el mismo café. Yo también me levanto temprano, y me gusta ver cómo la ciudad cobra vida. Voy caminando con mi libro de verbos en la mano, memorizando las conjugaciones del italiano. A veces llevo conmigo un libro de poesía, porque caminar es algo que va con la poesía. Leo unas pocas líneas, las saboreo, las analizo, leo unas cuantas más; o a veces me limito a repetir unas palabras del poema; este caminar meditativo parece liberar las palabras. El ritmo de mis pasos se adapta a la cadencia del poema. Ed cree que es una excentricidad, que acabarán por conocerme como la «americana rara», así que cuando llego a la entrada de la ciudad, cierro mi libro y me concentro en Maria Rita, que arregla sus verduras, el tendero que barre la calle con una de esas viejas escobas de brujas, el barbero, que enciende su primer cigarrillo inclinándose hacia delante en su silla, con un gato atigrado sobre el regazo. Me encuentro con frecuencia con Elizabeth. Sin planearlo, nos encontramos una o dos mañanas cada semana.
Ed y yo estamos empezando a sentirnos más a gusto en la ciudad. Intentamos comprarlo todo en las tiendas locales: material de ferretería, transformadores eléctricos, limpiador para las lentillas, velas antimosquitos, carretes de fotos. No queremos ir al supermercado de Camucia, aunque sea más barato. Vamos de la panadería a la frutería o la carnicería, cargándolo todo en nuestras cestas de lona azul. Últimamente, Maria Rita va siempre a la trastienda para sacarnos las lechugas recién cogidas, la fruta selecta. «Oh, ya me pagarás mañana», nos dice si llevamos billetes demasiado grandes. En la oficina de correos, la administradora pone varios sellos en nuestras cartas y luego les estampa el timbre de correos uno a uno con energía, whack, whack. «Buon giorno, signori.» En la pequeña y atestada tienda de comestibles, contabilizo treinta y siete tipos diferentes de pasta y, en el mostrador, veo gnocchi, pici, pasta gruesa en largas tiras, fettuccini y dos clases de ravioli, todo recién hecho. Ya nos conocen y saben qué pan queremos, que queremos la búfala, mozzarella de leche de búfala, no la normale, de leche de vaca.
Compramos otra cama para la visita inminente de mi hija. Aquí no existen los colchones de muelles. La estructura de metal de la cama sostiene una base de madera entrelazada sobre la que descansa el colchón. Pensé en los listones de la cama que tenía cuando era pequeña, y el colchón, que con muelles y todo se hundía cuando me ponía a saltar encima. Pero ésta está hecha a conciencia, es una cama segura y confortable. Una mujer muy joven con rizos negros despeinados y ojos negros vende sábanas en el mercadillo de los sábados. Para la cama de Ashley compro una pesada sábana de lino con los bordes de ganchillo y grandes fundas cuadradas de encaje para las dos almohadas. Estoy segura de que acompañaron a alguna novia el día de su boda. Están en tan buen estado que me pregunto si alguna vez han salido de su baúl. Unas líneas de polvo han quedado marcadas por donde estaban dobladas, así que las sumerjo en agua tibia y jabonosa en el baño de asiento y después las tiendo fuera para que se sequen al sol del mediodía, una fuerte lejía natural que les devuelve su blanco original.
Elizabeth ha decidido vender su casa y alquilar la antigua vicaría adosada a la iglesia del siglo XIII llamada de Santa Maria del Bagno, «Santa María del Baño». Aunque no se mudará hasta el invierno, empieza a organizar sus pertenencias. Tal vez en recuerdo de aquella primera cena, nos da una mesa de jardín de hierro y cuatro sillas. Años atrás, cuando trabajaba en un programa de televisión sobre Moravia, pidió un lugar donde descansar entre las tomas. Fue entonces cuando las compró. Le doy a la «mesa Moravia» una capa de la misma pintura verde negruzca que utilizan en París en los parques. También somos los destinatarios de varias estanterías y un par de cestas de la compra llenas de libros. Los ermitaños del siglo XIV que vivieron en esta montaña probablemente aprobarían nuestras habitaciones blancas: camas, libros, estanterías, unas cuantas sillas, una mesa primitiva. Grandes canastas de sauce para guardar nuestra ropa.
El tercer sábado de cada mes, hay un pequeño mercado de antigüedades en la piazza de Castiglione del Lago. Encontramos una gran fotografía de color marrón oscuro de un grupo de panaderos, y dos percheros de madera de castaño. Pero fundamentalmente nos limitamos a mirar, sorprendidos por los excesivos precios que piden por unos muebles de saldo. De camino a casa, vemos que ha habido un accidente: alguien que iba en un pequeño Fiat intentó adelantar en una curva, el patrimonio de los italianos, y se estrelló contra un Alfa Romeo nuevo. El Fiat está boca abajo, aplastado; una rueda sigue girando y están intentando sacar a los dos pasajeros del interior. Se oye la sirena de una ambulancia. El Alfa se mantiene en pie, con las puertas abiertas. No hay ningún pasajero delante. Cuando pasamos lentamente, vemos que hay un muerto en el asiento de atrás, un chico de unos dieciocho años. Aún está derecho, con el cinturón de seguridad, pero se ve que está muerto. El tráfico se detiene. No nos separa ni un metro de la remota mirada de sus ojos azules, del hilo de sangre que le cae por la comisura de la boca. Ed conduce hasta casa con sumo cuidado. Al día siguiente, cuando volvemos a Castiglione para bañarnos en el lago, preguntamos al camarero del bar si el chico que murió en el accidente era de aquí. «No, no, era de Terontola.» Terontola está a ocho kilómetros.
Los permisos llegarán pronto. Entre tanto, el proyecto más importante que esperamos poder finalizar antes de volver a casa a finales de agosto es la limpieza de las vigas. Cada habitación tiene dos o tres grandes vigas y veinticinco o treinta pequeñas. Mucho trabajo.
Ferragosto, el 15 de agosto, no sólo es la fiesta de la Virgen, es una señal para que el trabajo cese y se interrumpa en toda Italia antes y después. Habíamos subestimado el efecto de ese día festivo. Después de terminar el muro de piedra, cuando empezamos a buscar un sabbiatrice, alguien que haga la limpieza con chorro de arena, sólo encontramos a uno que aceptara considerar siquiera hacer el trabajo en agosto. Tenía que llegar el día 1. El trabajo duraría tres días. El día 2 empezamos a llamarle y no hemos conseguido nada. Una mujer que suena muy vieja nos grita que está de vacanze al mare, está en la costa paseando por las playas arenosas en lugar de limpiar nuestras vigas pegajosas con el chorro de arena. Seguimos esperando que aparezca.
Aunque no podemos pintar hasta que la calefacción central esté instalada, empezamos a preparar las paredes. Los sábados, y en los raros días en que no trabajan en algún otro sitio, los polacos vienen a ayudarnos. El endeble encalado se nos pega a la ropa si lo rozamos. A medida que limpian las paredes con trapos húmedos y esponjas, van apareciendo las capas de pintura anterior, en su mayoría de un puro azul que debió de inspirarse en la túnica azul de María. Los pintores del Renacimiento sólo podían conseguir ese raro color machacando el lapislázuli que traían de las canteras del actual Afganistán. Destapamos el débil motivo de hojas de acanto que decoraba en otro tiempo el borde superior de las paredes. La habitación del contadino estaba pintada a franjas blancas y azules de unos treinta centímetros. Dos de las habitaciones de arriba eran de un pálido amarillo, como el giallorino que tanto gustaba a los pintores del Renacimiento, hecho a base de cristal amarillo cocido, minio, y arena de las orillas del Arno.
Desde la segunda planta, oigo que Cristoforo llama a Ed, luego a mí. Suena exaltado. Riccardo y él hablan a la vez, en polaco, señalando la parte central de la pared del comedor. Vemos un arco, entonces pasa un trapo húmedo y aparecen restos de azul, luego una granja, ligeros toques marrón verdoso de lo que podría ser un árbol. ¡Han destapado un fresco! Cogemos cubos y esponjas y empezamos a limpiar las paredes con suavidad. Cada pasada desvela más detalles: dos personas junto a una orilla, agua, colinas distantes. Para el lago se utilizó el mismo azul que en las paredes, un azul más claro para el cielo y un suave amarillo rosado para las nubes. Las casas tienen los mismos colores que las casas que vemos a nuestro alrededor, intensos cuando están mojados, más apagados cuando están secos. Un cable de la luz, enterrado en algún punto de la pared, estropea una clásica escena de ruinas en un panel que hay sobre la puerta. Pasamos toda la tarde frotando. El agua nos chorrea por los brazos, forma pequeños charcos en el suelo. Me siento los brazos muy flojos. La escena del lago continúa en la pared contigua y resulta ligeramente familiar, como los pueblos y el paisaje que rodean el lago Trasimeno. El estilo naive no revela el descubrimiento de ningún nuevo Giotto, pero resulta encantador. Alguien pensó que no lo era y encaló las paredes. Es una suerte que no utilizaran una pintura más fuerte. Creo que podremos vivir con estas leves pinturas en el interior de nuestra casa.
Cien años quizá no sean suficientes para restaurar esta casa y las tierras que la rodean. Froto las ventanas de los pisos de arriba con vinagre, realzando la curva de las verdes colinas contra el cielo. Veo a Ed en la tercera terraza, bandeando una larga cuchilla. Lleva unos pantalones cortos rojos que destacan como una bandera, botas negras para protegerse de las espinas del algarrobo y una visera para protegerse los ojos por si le saltan piedras. Podría ser un poderoso ángel venido para proclamar una última Anunciación, pero no es más que el último en una larga lista de mortales que han luchado para evitar que esta granja vuelva a la pronunciada pendiente que una vez fue, tal vez mucho antes de los etruscos, cuando Toscana era un denso bosque.
El feo zumbido de la máquina de desbrozar ahoga los relinchos de los dos caballos blancos que hay al otro lado del camino, y el canto de los pájaros que nos despiertan cada mañana. Pero las malezas secas deben cortarse por si se produjera algún fuego, así que Ed trabaja bajo el ardiente sol sin camiseta. Cada día su piel es más oscura. Hemos aprendido a comprender la gravedad de la colina, los rápidos saltos de agua que arrastran la tierra consigo, y el empuje de los muros de piedra, que deben contener la tierra durante las lluvias y tener la fuerza suficiente para contrarrestar la inclinación natural de la tierra. Ed se inclina y arroja los restos de la poda de los olivos a un montón que utilizará para alimentar el fuego en las noches frescas. Cuánto trabajo da este lugar. La madera de olivo prende fácilmente. Después se devuelven las cenizas a los árboles como fertilizante. Al igual que el cerdo, el olivo puede aprovecharse en todas sus partes.
El viejo cristal se comba por algunos puntos —qué curioso que un cristal que parece tan sólido retenga una lenta liquidez—, distorsionando la nítida imagen del paisaje en un acuoso impresionismo. Normalmente, en casa, cuando abrillanto la plata, plancho o paso la aspiradora, soy muy consciente de que estoy «perdiendo el tiempo», de que tendría que estar haciendo cosas más importantes: preparando informes, clases, escribiendo… Mi trabajo en la universidad es muy absorbente. Las tareas de la casa se convierten en una carga. Las plantas de mi casa conocen el hambre y la abundancia. ¿Qué es lo que tarareo mientras limpio las ventanas…, el estribillo de uno de los abominables top ten? Estoy planificando un gran jardín. ¡Y mi lista incluye coser! Al menos una pequeña cortina de lino para cubrir la puerta de cristal del baño. Esta casa, cada ladrillo y cada cerrojo, llegará a ser tan familiar para mí como mi propio cuerpo o el cuerpo del amado.
Restauración. Me gusta la palabra. La casa, la tierra, tal vez nosotros mismos. Pero ¿restaurar qué? Tenemos una vida plena. Es el celo que demostramos por este trabajo lo que me asombra. ¿Se trata tan sólo de que, una vez metidos en el proyecto, somos incapaces de ver lo que todo esto significa realmente? ¿O es que la exaltación y la fe no admiten preguntas? ¿Tiene la amplia rueda del molino un lugar para nuestros hombros y nosotros nos limitamos a empujar? Lo único que sé es que sea cual sea la raíz de todo esto es tan poderosa como la raíz gigante que se había enroscado en la piedra.
He soñado con La poética del espacio, de Bachelard, aunque no lo tengo conmigo, tan sólo unas frases copiadas en un cuaderno de notas. Bachelard describía la casa como una «herramienta para el análisis» del alma humana. Al recordar las habitaciones de las casas en las que hemos vivido, aprendemos a morar (bonita palabra) en nosotros mismos. Me siento muy próxima a su definición de casa. Bachelard escribió sobre el extraño zumbido del sol al penetrar en una habitación en la que uno está solo. Pero sobre todo, recuerdo haber reconocido su idea de que la casa protege al que sueña: las casas que son importantes para nosotros nos permiten dormir en paz. Cuando algún invitado pasa aquí una noche o dos, la primera mañana baja siempre deseando explicarnos sus sueños. A menudo son sueños del padre o la madre. «Yo iba en el coche y mi padre conducía, aunque en el sueño yo tenía la misma edad que ahora, y mi padre murió cuando yo tenía doce años. Conducía muy deprisa…» Nuestros invitados caen en largos sueños, igual que nos pasa a nosotros cada vez que volvemos. Éste es el único sitio del mundo en el que he sentido el deseo de estirarme un rato a las nueve de la mañana. ¿Será eso a lo que Bachelard se refería cuando hablaba del «reposo derivado de toda profunda experiencia onírica»? Cuando llevo aquí una semana, tengo la energía de un niño de doce años. Para mí, la casa, enmarcada en su paisaje, siempre ha sido la representación de la imagen oculta de la tierra. Bachelard me ayudó a comprender que las casas que experimentamos profundamente nos llevan de vuelta a la primera casa. Sin embargo, en mi caso, no es sólo a la primera casa, sino a la conciencia que se tiene por vez primera del yo. Los del Sur tenemos un gen, todavía no detectado en las cadenas de ADN, que nos hace creer que lugar es destino. Eres el lugar en que te encuentras. Cuando más se adentre en ti un sitio, más estará ligada tu identidad a él. La elección de un lugar, que nunca es algo fortuito, es la elección de algo que deseas.
Un viejo recuerdo: una noche de verano. Estoy en mi pequeña habitación con seis ventanas, todas abiertas. Tengo tres o cuatro años. Todos duermen, pero yo estoy despierta. Me inclino sobre la ventana para mirar las hortensias azules, grandes como pelotas de playa. El ventilador me trae el aroma de las flores y vuela las finas cortinas blancas. Me pongo a jugar con el cerrojo de la tela metálica de la ventana y de pronto se abre. Recuerdo el tacto del cerrojo de metal y la armella, por donde casi puedo pasar el dedo. Me encaramo sobre el alféizar y salto al exterior. Estoy en el oscuro patio trasero. Echo a correr, sintiendo el ímpetu de algo que ahora sé que se llama libertad. Hierba húmeda, el blanco de las camelias contra el arbusto oscuro, el nuevo pino, de mi misma altura. Voy hasta mi columpio en la pacana. Acabo de aprender a impulsarme yo sola. ¿Cuán arriba? Rodeo la casa corriendo, pasando ante las habitaciones de mi familia, que duerme, y me paro en medio de la calle que no se me permite cruzar. Entro por la puerta de atrás, que nunca está cerrada, y vuelvo a mi habitación.
Esa pura oleada de placer, un gozo desbordante, la sacudida que produce encontrar el lugar externo que se corresponde con nuestro interior, eso es.
En San Francisco, salgo al pequeño patio lleno de flores de mi apartamento y miro la terraza que hay en la planta baja, tres pisos más abajo. Una terraza enorme rodeada de lechos de flores de los que se ocupa un jardinero. No me atrae. Pero estoy agradecida por el jazmín, que ha trepado hasta mi casa desde las altas vallas de abajo. Ahora hay infinidad de flores que se enroscan por la baranda de la escalera. Después del trabajo, por la noche, puedo salir a regar mis plantas y buscar las estrellas y aspirar el intenso aroma de la parra. Esas flores —jazmín, madreselva, gardenias— son el Sur para mí, una casa metabólica. Y, sin embargo, son una conexión fragmentaria…, mis pies están tres pisos por encima de la tierra. Y cuando salgo de casa, continúan separados de la tierra por el hormigón. La gente que ha comprado los pisos de las plantas uno y dos son amigos. Nos reunimos para discutir cuándo hacer arreglos en la escalera o cuándo pintar. Puedo ver el interior de las copas de los árboles, maravillosos árboles. Mi casa da a los jardines privados que ni siquiera se insinúan por las fachadas victorianas que se suceden una tras otra en mi barrio. El interior de la manzana es verde. Si todos echáramos abajo nuestras vallas, podríamos vagar por un hermoso vergel. Mi apartamento me gustaba tanto, que no me había dado cuenta de lo que me estaba perdiendo.
¿Había realmente una nonna, un espíritu que presidía y centraba este lugar? Esta casa de dos pisos arraigada en la tierra restaura ciertos niveles en mis horas de sueño y de vigilia. ¿O es la casa? Un indicio: elegir es restaurador cuando te ayuda a avanzar hacia un reconocimiento instintivo del yo más temprano. Tal como reconoció Dante al principio de su Infierno: «¿Qué debemos hacer para crecer?»
En casa, sueño con casas en las que he vivido antes, con habitaciones que no sabía que estaban. Muchos amigos me han dicho que también ellos tienen este sueño. En una casa del siglo XVIII en la que viví encantada durante tres años en Somers, Nueva York, subo las escaleras hasta el ático y descubro que hay tres nuevas habitaciones. En una encuentro un geranio aletargado; lo bajo conmigo y, como en los dibujos de Disney, en el instante en que lo riego, empiezan a brotar hojas y enormes flores. En cada casa (en las de mis mejores amigos en el instituto, la de mi infancia, la casa donde se crió mi padre), abro una puerta y descubro más de lo que conocía. Todas las luces están encendidas en la casa de Nueva York. Yo paso por la calle, observando la vida que se ve desde cada ventana. Nunca sueño con el minúsculo apartamento que tuve en Princeton. Ni tampoco con mi querido apartamento de San Francisco…, aunque tal vez sea porque antes de dormirme oigo las sirenas de los barcos en la bahía. Esas voces profundas desplazan los sueños, llamando de espíritu a espíritu, apelando a alguna voz interior que todos tenemos pero no sabemos cómo utilizar.
En Vicchio, en una casa que alquilé hace algunos veranos, se hizo realidad un sueño recurrente. Era una casa inmensa, con una ama de llaves que vivía en un ala adyacente. Un día, abrí lo que supuse sería un trastero olvidado en un dormitorio y me encontré ante un largo corredor con habitaciones vacías a ambos lados. Dentro había palomas blancas que iban y venían. Era la primera planta del ala del ama de llaves, y no me había dado cuenta de que estaba deshabitada. Desde entonces, he abierto la puerta a la luz pétrea de aquel corredor en muchos momentos de vigilia, a los paneles oblongos de luz en el suelo, he captado el destello del aleteo de unas alas blancas.
Aquí, veo restaurado el placer elemental de relacionarme con lo que hay fuera de la casa. Las ventanas están abiertas a las mariposas, tábanos, abejas o cualquier otro insecto que quiera entrar por una y salir por otra. Casi siempre comemos en la terraza. Siento que se ha restaurado en mí el interés de mi madre por respetar el ritmo de las estaciones, y el sentido del tiempo, tiempo incluso para disfrutar sacando brillo a una ventana. Se ha restaurado en mí la seguridad que la casa ofrece al sueño. Un extremo de la casa queda pegado al costado de la colina. ¿Un presagio de reconexión? Aquí no sueño con casas. Aquí soy libre de soñar con ríos.
Aunque los días son largos, en cierta manera, el verano es corto. Llega mi hija Ashley, y pasamos unos días calurosos y ajetreados llevándola a sitios bonitos. Cuando llegó y empezó a andar hacia la casa, se detuvo y la estuvo contemplando un rato, y entonces dijo: «Qué extraño. Esta casa se convertirá en parte de los recuerdos de todos nosotros.» Y en sus palabras reconocí la certeza que a veces sentimos cuando viajamos o nos mudamos a otra ciudad: este lugar sabrá hacerse un hueco en mi vida.
Naturalmente, me encantaría que la casa le gustara, pero no necesito convencerla. Empieza a hablar de pasar las Navidades aquí. Elige su habitación. «¿Tienes máquina para hacer pasta?» «¿Podemos comer siempre sandía de postre?» «Podríais poner una piscina en esa segunda terraza.» «¿Tenéis el horario de los trenes para Florencia? Necesito comprarme unos zapatos.»
En el momento en que se licenció en la universidad, se marchó a Nueva York. Vida bohemia, trabajos eventuales, el largo y cálido verano, problemas de salud… Ahora está preparada para la piscina que hay al otro lado de la colina. Se alimenta con el agua helada de la montaña y la lleva un cura. Está preparada para viajar a la costa tirrena, donde alquilamos unas tumbonas y nos pasamos el día tostándonos al sol, para pasear de noche por ciudades pedregosas de las colinas después de cenar en trattorie estrictamente locales.
Los días se escurren con rapidez y pronto llega el momento de partir. Yo tengo que empezar a trabajar ya, pero Ed se quedará otros diez días. Tal vez venga el hombre del chorro de arena.