El jardín salvaje
La hora de la sandía…, una pausa deliciosa a mediodía. El de la sandía es seguramente el mejor sabor del mundo, y debo admitir que las sandías toscanas rivalizan en sabor con las que recogíamos en los campos del sur de Georgia cuando era niña. Yo nunca he llegado a dominar el arte de la sandía. Tanto si la sandía está madura como si no, a mí me suena igual. Y, sin embargo, cada sandía que abro parece estar en su punto…, dulce y crujiente. Cuando compartimos una sandía con los trabajadores, observo que ellos se comen la parte blanca y, al terminar, sólo les queda una peladura rala y verde. Aquí, sentada sobre el muro de piedra, con el sol en la cara y una gran tajada de sandía en las manos, es como si tuviera otra vez siete años, absorbida quitándome las pepitas de entre los dedos y dando bocados a esta media luna que chorrea.
De pronto me doy cuenta de que los cinco pinos que bordean el camino de acceso están llenos de actividad. Por el sonido parece como si las ardillas estuvieran rasgando hojas de papel, o mordiendo panini, esos duros bollitos italianos. Un hombre baja de un salto de un coche, coge tres o cuatro piñas y sigue rápidamente su camino. El signor Martini. Espero que traiga noticias y haya encontrado a alguien que pueda arar las terrazas. Elige una de las piñas y la golpea contra el muro de piedra. Caen piedrecitas negras. Abre una con una piedra y sostiene un óvalo recubierto de una piel oscura. «Pinolo», anuncia. Entonces señala las oscuras cuentas que están esparcidas por el camino de acceso. «Torta della nonna», declara, por si acaso no he captado el sentido. Mejor aún, pienso, pesto para hacerlo con la abundante albahaca que ha resultado de las seis plantas que he plantado. Me encantan los piñones en la ensalada. ¡Piñones! Y los he estado pisando.
Desde luego, ya sabía que los piñones vienen de los pinos. Hasta he inspeccionado los árboles del patio del edificio donde vivo para ver si encontraba piñones por algún sitio. Pero no se me hubiera ocurrido pensar en los árboles que bordean el camino; hasta ahora, para mí no eran más que árboles que no necesitaban atención inmediata. La imagen que he tenido siempre de los pinos era más bien pictórica, como esos árboles a veces atrofiados por los vientos marinos que abundan en muchas ciudades costeras del Mediterráneo, entre los que deambulaba Dante en su exilio de Rávena. En cambio, los árboles que bordean el camino son ligeros y altos. Imagínatelo, ese simple pino domestico (lo veo en mi guía de árboles) dará sus frutos mantecosos, tan deliciosos cuando se tuestan. Aquí debió de vivir una de esas nonne que hacen pesadas tartas adornadas con pinolo, y hacía deliciosos ravioli con relleno de nocciole molidas, avellanas, y macarrones y otras forte, porque también hay veinte almendros y un avellano que da sombra y se inclina bajo el peso de su cosecha. La nocciola crece con una parte aplanada en la base, como si fuera un broche y pudieras sujetarlo a la solapa. Las almendras están envueltas en suave terciopelo canela. Incluso el árbol que cayó sobre la terraza y seguramente se está muriendo ha producido una abundante cosecha.
Tal vez el signor Martini debiera haber vuelto ya a su oficina y tenga que prepararse para enseñar a otros clientes extranjeros casas sin tejado o sin agua, pero se pone a recoger pinoli conmigo. Como la mayoría de los italianos que he conocido, parece tener tiempo de sobras. Me encanta ver la intensidad con la que viven cada momento. La superficie hollinosa de los piñones pronto ennegrece nuestras manos. «¿Cómo sabe tantas cosas? —le pregunto—. ¿Ha nacido en el campo? ¿Las piñas caen siempre el mismo día?» Con anterioridad me ha dicho que las avellanas están maduras para el 22 de agosto, festivo en honor del extranjero san Filberto.
Me explica que se crió en Teverina, siguiendo el camino que pasa ante la localitá de Bramasole. Vivió allí hasta la guerra. Me encantaría preguntarle si se hizo partisano o le fue fiel a Mussolini hasta el final, pero me limito a preguntar si la guerra pasó cerca de Cortona. Él me señala la fortaleza de los Medici.
—Los alemanes la ocuparon y la utilizaron como centro de comunicaciones. Algunos de los oficiales que se acuartelaron en las granjas de por aquí volvieron después de la guerra y las compraron. —Se ríe—. Nunca entendieron por qué los campesinos colaboraban tan poco. —Ya hemos apilado unas veinte piñas junto al muro.
No pregunto si los nazis ocuparon la casa.
—¿Qué me dice de los partisanos?
—Por todas partes —dice, gesticulando—. Incluso niños de trece años… Los mataban mientras estaban recogiendo moras o cuidando del rebaño. Les disparaban. Había minas por todas partes. —No continúa. De pronto dice que su madre murió a los noventa y tres años unos años atrás—. Se acabaron las torte della nonna.
Hoy está de un humor muy agrio. Después de verme destrozar varios pinoli con una piedra, me enseña cómo hacerlo para que el fruto quede entero. Le digo que mi padre está muerto, y mi madre permanece ingresada desde que tuvo una embolia. Él me dice que ahora está solo. No me atrevo a preguntarle por su mujer o sus hijos. Hace dos veranos que le conozco, y ésta es la primera vez que compartimos una información personal. Ponemos las piñas en una bolsa de papel y, cuando se va, dice: «Ciao.» A pesar de lo que he estudiado en las clases de italiano, entre los adultos, en la Toscana rural, ciao no es muy frecuente. Arrivederla o el más familiar arrivederci son las despedidas más comunes. Algo ha cambiado.
Después de pasar media hora abriendo piñones, tengo alrededor de cuatro cucharadas. Tengo las manos pegajosas y negras. No me extraña que las bolsitas de celofán de sesenta gramos que compro en casa sean tan caras. Se me ha ocurrido hacer una de esas omnipresentes torte della nonna, que a veces parece que son el único postre que conocen los italianos. La variedad de los postres estadounidenses y franceses, sencillamente, no tiene ningún interés en la cocina local. Estoy convencida de que tienes que haberte criado comiendo los dulces italianos para poder apreciarlos. Sus bizcochos y pastelillos normalmente son demasiado secos para mi paladar. Torte della nonna, tartas de fruta, tal vez un tiramisú (un postre que aborrezco)…, excepto en los restaurantes caros, claro. Estas tortas de la abuela se venden en la mayoría de las pastelerías, y también en muchos bares. Aunque pueden estar muy buenas, a veces parece que entre los ingredientes utilizan intonaco, «yeso». No me extraña que los italianos pidan fruta para el postre. Hasta el gelato, que antes era un postre delicioso en toda Italia, ya no es ni medianamente bueno. Son muchos los que proclaman que sus helados son de fabricación casera, pero lo que no dicen es que para hacerlos a veces utilizan los sobrecitos de preparado en polvo. Cuando encuentras el verdadero gelato de melocotón o fresa es inolvidable. Por suerte, la fruta sumergida en cuencos de agua fría parece perfecta al final de una cena de verano, sobre todo con el pecorino local, gorgonzola o una porción de parmigiano.
Traduciendo los gramos a tazas lo mejor que sé, copio una receta de un libro de cocina. Existen cientos de versiones de la torta della nonna. A mí me gustan las que llevan polenta en el bizcocho y una fina capa de relleno en medio. No me importa la hora de más que tengo que pasar abriendo piñones, cuando en casa me hubiera limitado a sacarlos de la nevera. Primero, hago unas espesas natillas con dos yemas de huevo, 1/3 de taza de harina, 2 tazas de leche y 1/2 taza de azúcar. Esto es demasiado para lo que quiero, así que vierto dos porciones en unos cuencos para tomarlas después. Mientras las natillas se enfrían, preparo la masa: 1-1/2 tazas de polenta, 1-1/2 tazas de harina, 1/3 de taza de azúcar, 1-1/2 cucharaditas de levadura en polvo, 100 gramos de mantequilla añadidos a los ingredientes en seco, 1 huevo entero mezclado con una yema. Divido la masa en dos partes y extiendo una de ellas sobre el molde, lo recubro con las natillas y extiendo la segunda parte de la masa encima, uniendo los bordes de las dos. Esparzo un puñado de piñones por encima y lo pongo al horno a 175 grados durante veinticinco minutos. La cocina se llena enseguida con un aroma prometedor. Cuando está hecho, coloco la torta dorada en el alféizar de la ventana y llamo al signor Martini por teléfono. «Mi torta della nonna está lista», le digo.
Cuando llega, preparo una cafetera de espresso y le sirvo una generosa porción de pastel. Después del primer bocado, su mirada adquiere un aire soñador. «Perfetto», es su veredicto.
Aparte de los frutos secos, la nonna que vivió aquí planificó un Edén. Lo que queda: tres tipos de ciruelo (las ciruelas Santa Rosa, más rellenitas, se denominan aquí coscia di monaca, «muslo de monja»), higueras, manzanos, albaricoqueros, un cerezo (medio muerto) y diferentes tipos de perales. Las peras que ahora están madurando son pequeñas, verde tirando a rojo, y son dulces y crujientes. Los nudosos manzanos —me encantaría saber de qué variedad son— tal vez no puedan salvarse, pero están produciendo un fruto enano que me recuerda a las fotos de antes en los anuncios de pesticidas para las cosechas. Muchos de los árboles deben de ser espontáneos; son demasiado jóvenes para haber existido cuando aún había aquí alguien, y con frecuencia están en lugares extraños. Hay cuatro ciruelos que quedan justo bajo una línea de diez ciruelos de otra terraza, así que es obvio que han brotado a partir de la fruta caída.
Estoy segura de que aquella mujer recogía hinojo silvestre, dejaba secar sus flores amarillas y agitaba los ramitos aún verdes sobre el fuego cuando asaba carne. Destapamos unas parras que han quedado enterradas bajo la maleza que se acumula en los márgenes de las terrazas. Algunas, más agresivas, aún resisten con largas marañas de tallos. Se están formando pequeños racimos. A lo largo de las terrazas, pueden verse todavía las antiguas piedras de las parras, como si el lugar fuera un extraño cementerio…, piedras en forma de lápida que llegan a la altura de la rodilla, con un agujero para un rodrigón de acero que se eleva por encima del límite de la terraza. De ese modo, el agricultor dispone de más espacio. Ed pasa un alambre de un rodrigón a otro y levanta las parras para que crezcan siguiendo el cable. Nos maravilla comprobar que el lugar era antes un viñedo.
En la gran enoteca de Siena, una sala de degustación subvencionada por el Estado en la que se exponen y sirven vinos de toda Italia, un camarero nos dijo que en Italia la gran mayoría de viñedos tienen menos de dos hectáreas, más o menos la extensión de nuestras tierras. Muchos pequeños productores se agrupan en cooperativas locales para producir sus diferentes vinos, incluyendo el vino da tavola, «vino de mesa». Mientras sacamos las malas hierbas de los viñedos, empezamos a pensar de forma espontánea en el Bramasole Gamay o Chianti de la cosecha del 2000. Las parras descubiertas explican la gran cantidad de botellas que heredamos. Tal vez produzcan el tosco vino tinto que sirven en todos los restaurantes locales. O quizá el Grechetto, un vino de un frío amarillo de esta zona. Oh, sí: esta tierra nos estaba esperando. O nosotros a ella.
El ingrediente más esencial de la nonna era sin duda el aceite de oliva. Su horno de leña se alimentaba con los restos de las podas; mojaba su pan en aceite antes de tostarlo; aderezaba sus sopas y sus ensaladas de pasta con su adorable aceite puro de oliva. Sacos de tela llenos de olivas colgaban de la chimenea para que se ahumaran durante el invierno. Hasta su jabón lo hacía con aceite y con las brasas de la chimenea. Su marido o el hombre que trabajara para ella pasaba semanas cuidando las terrazas de olivos. La tradición aconsejaba podar de modo que un pájaro pudiera volar entre las ramas sin rozar las hojas con sus alas. Había que saber exactamente cuándo recoger las olivas.
Los árboles no tienen que estar húmedos o de lo contrario el mildiu atacará a las olivas antes de que hayan llegado siquiera al molino. Para preparar las olivas para el consumo, hay que lixiviar el glucósido más amargo curándolas en sal, poniéndolas en salmuera o en lejía. Aparte de los aspectos prácticos, un sinfín de antiguas supersticiones determinan el mejor momento para recoger o plantar. La luna tiene días buenos y días malos. En su día, Virgilio se dedicó a observar las creencias de los granjeros: elige el día que haga diecisiete después de la luna llena para plantar, evita el que hace cinco. También recomienda segar por la noche, cuando el rocío reblandece el rastrojo. Me temo que Ed no sabría por dónde iba si hiciera eso.
De nuestros olivos, algunos resultan paradigmáticos: antiguos, retorcidos, nudosos. Muchos son grupos de brotes jóvenes que han crecido en torno a algún tronco dañado. En la benigna media luna de esta colina, es difícil imaginar que la temperatura pueda bajar hasta seis bajo cero, como sucedió en 1985, pero algunos huecos entre los árboles revelan grandes tocones muertos. Los olivos tendrán que recuperarse de su larga dejadez. Habrá que liberar a cada árbol del zumaque invasor, la retama y las malas hierbas. Luego se podará y fertilizará. Las terrazas deben ararse y limpiarse. Es mucho trabajo, pero tendrá que esperar. Dado que los olivos son prácticamente inmortales, otro año nos les hará daño.
«Trae una hoja de olivo, señal de paz.» Son las palabras que Milton escribió en su Paraíso perdido. La paloma que regresó al arca con la rama en el pico hizo una buena elección. El olivo transmite una sensación de paz. Supongo que es por el modo en que participa en el tiempo. Estos árboles están aquí y seguirán estándolo. Estaban aquí. Tanto si estamos nosotros u otra persona, como si no hay nadie, sus hojas seguirán agitándose cada mañana, en su lenta búsqueda del sol.
Unos veranos atrás, un amigo y yo hicimos una excursión más allá de Soller, en Mallorca. Atravesamos kilómetros y kilómetros de grandes terrazas de olivos impresionantes y enormes. Muy arriba ya, encontramos algunas casetas de piedra de las que usan los hombres que cuidan los olivos para resguardarse. Aunque nos perdimos y topamos con un toro en un prado, caminar durante todo el día entre aquellos árboles de aspecto centenario nos produjo una profunda sensación de paz. Caminar por estas pocas hectáreas me produce la misma sensación. Las terrazas son producto de la mano del hombre y, sin embargo, hay algo natural en ellas. Uno de los métodos de escritura más antiguos, llamado bustrófedon, consistía en escribir una línea de derecha a izquierda y la siguiente de izquierda a derecha. Si aprendiéramos a hacerlo así, seguramente leer nos resultaría más fácil. Etimológicamente, la palabra es de origen griego, y las raíces que la componían significaban «volverse como un buey cuando ara». Esa manera de escribir es como las terrazas escalonadas: el buey se vuelve en U y de pronto saltas un nivel y te encuentras yendo en la dirección contraria.
Los cinco tigli, «tilos» del viejo mundo, no dan fruto. Proporcionan sombra a lo largo de la amplia terraza que queda al lado de la casa cuando el sol no nos permite ponernos en la de delante. Comemos bajo los tigli casi cada día. Sus flores son como pendientes nacarados que cuelgan de las hojas, y cuando se abren —al parecer, todas lo hacen el mismo día—, su aroma impregna la colina entera. Nos sentamos en el balcón de la primera planta, a la altura de las flores, tratando de identificar el olor. A mí me recuerda el olor de la sección de perfumería del hipermercado; Ed cree que huele como el aceite que su tío Syl usaba para el pelo. Sea como sea, atrae a todas las abejas de la zona. Incluso por la noche, cuando subimos a tomar el café al balcón, están ocupadas con las flores. Su zumbido colectivo suena como si un enjambre viniera hacia aquí. Es a la vez tranquilizador y alarmante. Al principio Ed se queda en el umbral porque es alérgico a la picadura de abeja, pero nosotros no les interesamos. Tienen que llenar sus cestillas, cubrir sus patas de polen.
Alérgico o no, Ed adora las colmenas. Trata de convencerme para que me convierta en apicultora. Toma el hecho de que nunca me ha picado una abeja como prueba de que no me picarán. Le señalo que una vez me picó un nido entero de avispas, pero al parecer eso no cuenta. Ya se imagina una hilera de colmenas donde terminan los tilos.
—Si pudieras mirar al interior de las colmenas, verías cosas fascinantes —me dice—. Cuando hace calor, docenas de obreras estacionadas en la entrada agitan sus alas para refrescar a la reina.
He observado que Ed ha ido recogiendo muestras de diferentes mieles locales. Con frecuencia me encuentro una olla de agua caliente al fuego y un tarro de miel dura y cerosa al baño de María. La de acacia es pálida; la del castaño es tan espesa que si clavaras una cuchara podría sostenerse en pie. Ed tiene un tarro de timo, miel de tomillo, y, por supuesto, de tiglio. La más extravagante es la macchia, de los arbustos salados de la costa de Toscana.
—La vida de la abeja reina se sobreestima. Lo único que hace es poner huevos y más huevos. Hace un único vuelo nupcial. Y le proporciona la suficiente fertilidad para permanecer para siempre encerrada en la colmena. Las obreras, abejas hembra no desarrolladas sexualmente, son las que mejor viven. Pueden recorrer campos y campos de flores. Imagínate, poder retozar tranquilamente en el interior de una rosa.
Se ve que está entusiasmado con la idea. Yo también empiezo a sentir interés.
—¿Qué comen en la colmena durante todo el invierno?
—Pan de abeja.
—¿Pan de abeja? ¿Lo dices en serio?
—Es una mezcla de polen y miel. Y las obreras excretan cera dorada de sus estómagos para hacer el panal. ¡Esos perfectos hexágonos!
Intento imaginar el tamaño del sistema intestinal de una abeja obrera, las veces que tendrá que volar de la colmena al tiglio para producir siquiera una cucharada de miel. ¿Mil veces? Un tarro debe de representar un millón de vuelos de abejas llevando un pesado cargamento de zumo dulce, con las patas cubiertas de polen. En las Geórgicas, que es una especie de almanaque sobre los antiguos granjeros, Virgilio escribe que las abejas levantan pequeñas chinas para que el fuerte viento del este no se las lleve. Demuestra sabiduría en el tema de las abejas, pero no es del todo de fiar: creía que las abejas se generaban espontáneamente a partir del cuerpo en descomposición de una vaca. Me gusta la imagen de una abeja aferrando una pequeña piedra, como un jugador de rugby que sostiene la pelota pegada a su pecho mientras intenta atravesar el campo.
—Sí, puedo imaginar cuatro colmenas pintadas de verde. Me gusta el velo del apicultor, de aspecto tan medieval, cómo levanta los oscuros panales… Podríamos hacer nuestras propias velas con la cera. —Ahora me siento por completo arrastrada por la idea.
Pero Ed se levanta y se inclina sobre la baranda del balcón para aspirar la aturdidora fragancia de las flores. El pragmatismo lo ha abandonado.
—Las avispas son anárquicas, mientras que las abejas…
Recojo las tazas del café.
—Tal vez deberíamos esperar a que la casa esté arreglada.
Donde hay higueras, hay agua. En las terrazas crecen cerca de los conductos de agua que descubrimos. Hay una maraña de raíces que se arrastran hacia el pozo natural desde la higuera. Tengo muchas ideas mezcladas sobre los higos. Su carácter carnoso les confiere una cierta tenebrosidad. En italiano, il fico, «el higo», tiene un giro coloquial en la fica, que significa «la vulva». Imagino que será por la famosa hoja de higuera del éxodo del Edén, pero da la sensación de ser el más antiguo de los frutos. Otra cosa curiosa: la flor de la higuera está dentro del higo. Abrir uno es mirar al interior de un complejo retablo del ciclo de la vida, infinitamente sofisticado y primitivo. En la higuera, la polinización se produce a través de la interacción con un tipo determinado de avispa de unos tres milímetros de largo. La hembra se abre paso hasta la flor en desarrollo que hay dentro del higo. Una vez dentro, se pone a hurgar con su oviscapto, una nariz curva y fina como una aguja, en el ovario femenino de la flor y deposita sus huevos. Si el oviscapto no puede alcanzar el ovario (algunas flores tienen largos estilos), puede fertilizar la flor de todos modos con el polen que ha recogido de sus viajes. En cualquier caso, la mitad de este sistema simbiótico está servida: las larvas de la avispa se desarrollan tanto si ha dejado sus huevos como si la flor polinizada produce semilla. Si la reencarnación existe, por favor, que no vuelva yo a la vida convertida en avispa de higuera. Si la hembra no consigue encontrar un nido apropiado para sus huevos, normalmente muere de agotamiento en el interior del higo. Si lo encuentra, los huevos se abren en el interior del higo y los machos nacen sin alas. Su única y breve función es el sexo. Se levantan y fertilizan a las hembras, luego las ayudan a salir del higo y mueren. Las hembras emprenden el vuelo, llevando consigo el suficiente esperma para fertilizar todos sus huevos. ¿Resulta tan atractivo saber que por muy exquisito que sea el sabor del higo, cada uno de ellos no deja de ser un pequeño cementerio de avispas macho sin alas? O tal vez la sensualidad del higo procede del sabor que dejan esos machos al disolverse después de sus vidas breves y dulces.
Las mujeres de mi familia siempre han hecho encurtidos caseros, gelatina de moscatel, peladura de sandía confitada y confituras de melocotón y crema de ciruela. Me fascinan las ollas de agua hirviendo, la imagen de las frambuesas reblandeciéndose con rapidez y rezumando sobre el poyo, los cuencos especiados con clavo de los melocotones en almíbar a punto de sumergirse en un baño de vinagre astringente, los pepinillos del tamaño del dedo anular. Y en California he llorado por sellos herméticos de goma que parecían chicle, por conservas que no se conservaban, por una caldera de guayabas de la que saqué dos docenas de tarros de gelatina gris en vez del claro y exótico amarillento que esperaba. Pero no siento el delirio que sentía mi madre por las hileras de tarros de confitura de frutas carmesí y esmeralda y los pequeños encurtidos, que aquí llaman sottaceto («en vinagre»). Cuando miro el resultado de una tarde de sudor, lo único que soy capaz de pensar es: «¿Botulismo?»
Esa propietaria, desaparecida hace ya tanto tiempo y que plantó en una terraza los árboles frutales que ahora se agitan dulcemente sobre un camino cubierto de hierba…, ella, estoy segura, tenía estantes bajo las escaleras para sus confituras, y no le dolía abrir uno de sus aromáticos tarros de ciruela en una mañana de enero. Aquí, me digo, aprenderé el arte que mi madre debiera haberme transmitido con la misma facilidad con la que me transmitió su pasión por la porcelana pintada a mano y los zapatos caros.
Desde el mercadillo del sábado, cargo hasta el coche con una caja de melocotones selectos. Son tan bonitos que en realidad lo que me apetece es ponerlos en la canasta y contemplar sus deliciosos colores. En el único libro de cocina que tengo aquí por el momento, encuentro la receta de Elizabeth David para hacer mermelada de melocotón. No podría ser más sencillo: las dos mitades de los melocotones se hierven con un poco de azúcar y agua, se dejan enfriar, se vuelven a poner al fuego al día siguiente, hasta que la conserva se asienta. Elizabeth David comenta: «Con este método se consigue una confitura extravagante pero deliciosa. Desgraciadamente, tiende a formarse por encima una ligera capa de moho al poco tiempo, pero eso no afecta al resto de la mermelada, que a veces he llegado a conservar durante casi un año, y en casas húmedas.» Me preocupa un poco este comentario, y no habla de la esterilización de los tarros, ni menciona que hay que fijarse en el sonido del sello hermético como hacía mi madre cuando sus grandes tarros de conservas de tomate se enfriaban. Recuerdo que mi madre daba unos golpecitos en la tapa para asegurarse de que se habían cerrado correctamente. Por la manera en que lo cuenta, parece que Elizabeth David se limita a meter la conserva en los tarros y se olvida de ellos, y quita tranquilamente la capa de moho antes de ponerse un poco en la tostada. Y sin embargo, dice: «extravagante pero deliciosa», y si Elizabeth David dice eso, yo la creo. Ya que tengo todos estos melocotones, decido usar unos tres kilos para la confitura y comernos el resto. Nos comeremos las confituras este verano, antes de que pueda formarse un moho poco apetitoso, incluso en esta casa húmeda. Daré algún tarro a los nuevos amigos, que se preguntarán por qué no estoy pintando postigos en vez de andar trajinando con la fruta.
Pongo los melocotones en agua hirviendo, observando cómo se intensifican sus colores, luego los saco y les quito la piel fácilmente. Esta receta es fácil, ni siquiera hay que añadir unas gotas de limón o un par de rayaduras de nuez moscada. Recuerdo que mi madre añadía la pepita del interior del hueso del melocotón, un fruto secreto con aroma a almendra. Pronto la cocina se llena de un dulzor que atrae a las moscas. Al día siguiente, hiervo los tarros, mientras la fruta hierve otra vez. Luego coloco la fruta dentro. Tengo cinco adorables tarros de confitura de melocotón, aunque no demasiado dulce.
El forno de Cortona hace un pan crujiente en su horno de leña. La hora del desayuno es uno de mis momentos favoritos del día, porque las mañanas son frescas y no hay el menor indicio del calor que vendrá después. Me levanto temprano y tomo café y tostadas en la terraza del frente de la casa, donde permanezco sentada alrededor de una hora, leyendo, con las hileras verde oscuro de los cipreses recortadas contra el cielo, las colinas plisadas con sus terrazas de olivos, que no han cambiado desde que las estaciones se describieron en los salterios medievales. A veces, más abajo, el valle parece un cuenco cubierto de niebla. Puedo ver higos verdes en dos árboles y peras en un árbol que tengo justo debajo. Habrá una buena cosecha. Olvido mi libro. Tarta de pera, salsa picante de pera, helado de pera, higos verdes (¿estarán ya las avispas en los higos aún verdes?) con carne de cerdo, buñuelos de higo, higo y tarta de nocciola. Que el verano dure cien días.