Hermana agua, hermano fuego
Junio. Nos dicen que el invierno ha sido muy duro y en primavera han prodigado inusualmente las flores. Quedan aún amapolas y la fragancia de la retama impregna todavía el ambiente. La casa tiene el aspecto de haber seguido empapándose de sol durante los meses que he estado ausente. El acabado que todos los pintores han intentado conseguir desde el principio de los tiempos, las estaciones lo manejan admirablemente. Aparte de eso, todo sigue igual, y siento como si no hubieran pasado más que unos días desde que me marché. Hace apenas un instante estaba cortando malezas, y aquí estoy otra vez, aunque me detengo con frecuencia. Estoy esperando al hombre de las flores.
Un ramito de adelfa, un puñado de dauco vulgar e hinojo, atado todo con un tallo; un ramo entero de escaramujo, vilanos de dientes de león, botones de oro y minúsculas flores de lavanda… cada día aguardo para ver qué ha traído al altar que hay situado al principio del sendero de acceso a mi casa. Cuando vi las flores por primera vez, pensé que quien las traía era una mujer. Que pronto la vería con su bonito vestido estampado, con una cesta de la compra colgada de los manillares de una bicicleta desvencijada.
Una mujer encorvada con un chal rojo viene temprano algunas mañanas. Besa las yemas de sus dedos, luego toca con ellos a la María de cerámica. También he visto a un hombre joven detener su coche: baja un momento y desaparece rápidamente en su coche. Ninguno traía flores. Entonces, un día, vi que un hombre se acercaba por el camino que viene de Cortona. Su paso era lento y digno. Oí el crujir de sus pies detenerse un momento. Más tarde encontré una mata recién cortada de guisantes de olor en el altar, y los ásteres silvestres de ayer tirados en la pila con otros ramos marchitos o mustios.
Ahora le espero. Él examina lo que ofrecen los campos y el margen del camino, se inclina y coge lo que le apetece. Siempre aparece con algo diferente, y trae nuevas plantas a medida que florecen. Yo estoy más arriba, en una terraza, cortando la hiedra de los muros de piedra y tronchando las ramas secas de árboles descuidados. La profusión de flores me impulsa a detenerme cada pocos minutos. No conozco muchas flores en inglés, mucho menos en italiano. Una planta, con la forma de un pequeño árbol de Navidad, está salpicada de flores blancas. Creo que tenemos gladiolos rojos silvestres. Las laderas de la colina están cubiertas literalmente de un manto de robustas amapolas, cuya desbordante exuberancia se ve atemperada por la presencia de pequeños grupitos de lirios azules que ahora, al marchitarse, se tornan de un gris plomizo. La hierba roza mis rodillas. Cuando me detengo un momento, veo que el peregrino se acerca. Se detiene en el camino y me mira. Le saludo con la mano, pero él no devuelve el saludo, se limita a mirarme con expresión indiferente, como si yo, una extranjera, fuera una criatura que no es consciente de que la miran, un animal del zoo.
El altar es la primera cosa que ves cuando vienes a la casa. Este tipo de altares son comunes por aquí, cavados en muros de piedra, con una María de porcelana sobre fondo azul, al estilo de Della Robbia, centrada en un nicho en forma de arco. He visto otros altares por el campo, polvorientos y olvidados. Ésta, por alguna razón, está activa.
Este caminante, con su abrigo echado sobre los hombros y su paso lento y contemplativo, es un hombre mayor. Una vez me crucé con él en el parque de la ciudad y me dijo con expresión grave: «Buon giorno», pero sólo después de que yo hablara primero. Se quitó la gorra de la cabeza y pude ver una franja de pelo blanco rodeando su coronilla, que reluce como una bombilla. Sus ojos parecen nebulosos y remotos, de un azul pétreo. También lo he visto en la ciudad. No es un hombre gregario, no se reúne con los amigos en el bar para tomar un café, no se detiene cuando cruza la calle mayor para saludar a nadie. Empiezo a pensar que posiblemente sea un ángel, porque siempre lleva el abrigo echado sobre los hombros y parece que nadie lo ve, excepto yo. Recuerdo un sueño que tuve la primera noche que pasé aquí: yo iba a descubrir cien ángeles uno a uno. Sin embargo, este ángel tiene cuerpo. Se seca la frente con un pañuelo. Tal vez nació en esta casa, o amó a alguien que vivía aquí. O puede que los puntiagudos cipreses que bordean el camino, cada uno en memoria de uno de los jóvenes de la ciudad que murieron en la primera guerra mundial (tantos para una ciudad tan pequeña), le recuerden a algún amigo. Su madre era una belleza y un carruaje la atropello en este lugar. O su padre era inflexible como el látigo y le prohibió volver a entrar en la casa. Cada día da las gracias a Jesús por haber salvado a su hija de las manos de los médicos en Parma. O tal vez éste sea simplemente el punto donde concluye su paseo diario, un bonito hábito, un tributo al dios del paseo. Sea como fuere, no sé si debo quitar el polvo del rostro de María, o limpiar el azul con un trapo para que luzca más, o incluso perturbar el montón de ramos rígidos que se amontonan en el suelo, aún intactos. Hay vida en los lugares antiguos, y nosotros siempre los profanamos. Ese hombre me hace sentir que hay amplios círculos rodeando la casa. Con los años, aprenderé lo que puedo tocar y lo que no, y cómo debo tocarlo. Me imagino a las cinco hermanas de Perugia que conservaron esta propiedad familiar dejando que se formara una capa de moho blanco y mullido en las habitaciones de piedra cerradas, permitiendo que las parras estrangularan los árboles, que las ciruelas y las peras cayeran maduras al suelo verano tras verano. No querían desprenderse de ella. ¿Se levantaban todas a la misma hora cuando eran más jóvenes, abrían los postigos de sus cinco habitaciones y aspiraban la misma bocanada de aire fresco? Éste o algún otro, era el recuerdo que la casa conservaba para ellas.
Finalmente venden la casa y yo, que pasaba por casualidad, tengo ahora mapas del siglo XVIII que indican los límites de la propiedad. Poco más abajo de donde estoy ahora, descubrí unos escalones que sobresalían de un muro de piedra construido con la perfección de un puzzle. La integridad escultórica de los peldaños de piedra caliza que se elevan hacia el cielo no es más que un ingenioso método que ideó algún campesino para pasar de una terraza a otra. El delicado gris y azul de los líquenes ha borrado con los años la evidencia de pisadas, pero cuando paso la mano por un peldaño, percibo una ligera hondonada en el centro.
Desde esta elevada terraza, miro hacia la casa. En los lugares donde el yeso se ha agrietado, asoma una piedra llamada pietra serena, cuadrada y sólida. Las dos palmeras que se elevan a ambos lados de la puerta principal hacen que parezca una casa más propia de Costa Rica o de Tánger. Me gustan las palmeras, su susurro seco al viento, su toque de exotismo. Sobre la doble puerta principal, con su montante de abanico, veo el balcón de piedra con balaustrada de hierro forjado, lo bastante grande para que pueda uno salir y admirar los geranios desbordantes y los jazmines que plantaré.
Desde esta terraza, no puedo ver ni oír el ajetreo de los hombres que trabajan abajo. Veo nuestros olivos, algunos atrofiados o muertos por la famosa helada de 1985, otros en flor, con destellos de verde y plata. Cuento tres higueras, con sus hojas enormes e inverosímiles, e imagino debajo de ellas el amarillo de las azucenas. Aquí puedo descansar, maravillándome ante las colinas onduladas, el camino bordeado de cipreses, los cielos cerúleos con grandes nubes barrocas detrás de las que casi parece que algún querubín nos observa, distantes casas de piedra apenas esbozadas, pulcras terrazas de olivos y viñas (¿tendrán las nuestras ese aspecto alguna vez?).
Me resulta curioso pensar que he adquirido un altar. Y lo más gracioso es que también yo me he sumado al ritual del hombre de las flores. Dejo las tijeras de podar entre la hierba. Él se acerca lentamente, con el ramo casi a la espalda. Cuando está en el altar nunca miro. Después, atravesaré la terraza y me acercaré para ver qué ha dejado. ¿La brillante retama, que ellos llaman ginestra y amapolas? ¿Lavanda y trigo? Siempre toco el tallo con el que ata su ramo.
Ed está dos terrazas más arriba, salvando un algarrobo negro de la hiedra invasora. A cada siniestro crujido o chasquido, espero verlo caer rodando terraza abajo. Tiro de las resistentes plantas del muro. La hiedra mata. Tenemos a montones. Hace que los muros de piedra se desmoronen. Algunas de las raíces son tan gruesas como mi tobillo. Pienso en la hiedra que tengo en mis bonitas jardineras en San Francisco. Imagino que en mi ausencia se desbocarán, ahogarán el mobiliario, cubrirán las ventanas. A medida que avanzo siguiendo el muro, percibo que hay una cierta inclinación en la terraza. Hasta mi nariz llega el aroma fresco del toronjil y la nepitella, «menta silvestre», que estoy pisando. Me inclino sobre el muro, corto una raíz de hiedra, luego la arranco. Un poco de tierra me salta a la cara y me caen pequeñas piedrecitas sobre los zapatos. Procuro no molestar a una larga serpiente que está haciendo la siesta. Tiene la cabeza metida en el muro (¿será muy larga?) y la cola se balancea en el exterior unos sesenta centímetros. ¿Por qué lado saldrá? ¿Retrocederá o seguirá avanzando hasta salir por otro sitio? Dejo unos tres metros a cada lado y empiezo a dar tijeretazos otra vez. Y entonces el muro desaparece y yo casi desaparezco en un agujero. Llamo a Ed para que venga.
—Mira… —¿Es un pozo? Pero, ¿cómo puede haber un pozo dentro de un muro? Ed baja hasta la terraza que queda justo encima de la mía y se inclina para mirar. Donde él está, la hiedra y los zarzales son anormalmente tupidos.
—Desde aquí parece una abertura. —Pone en marcha la desbrozadora, pero los zarzales hacen que se atasque continuamente, así es que vuelve a su guadaña. Lentamente, descubre una especie de canalón rodeado de piedras. Por abajo, la inmensa piedra se curva como un tobogán y desaparece bajo tierra, abriéndose en el muro que estoy desbrozando. Miramos en la terraza en la que está él… Nada. Pero dos terrazas más arriba, a la misma altura, vemos otra mata inusualmente tupida de zarzales.
Tal vez estamos demasiado obsesionados con el agua y los pozos. Unos días antes, cuando llegamos, fuimos recibidos por una caravana de coches y camiones en el camino principal y una montaña de tierra en el camino de acceso a la casa. El nuevo pozo, construido por un amigo del signor Martini, casi estaba acabado. De alguna forma, Giuseppe, el fontanero que estaba instalando la bomba, había acabado con su venerable cinquecento atascado en un pequeño reborde de piedra. Se presentó él mismo educadamente y acto seguido se puso a darle patadas al coche y a insultarlo. «Madonna serpente! Porca Madonna!» ¿La Madonna es una serpiente? ¿Una cerda? Intentó poner en marcha el motor, pero las tres ruedas que seguían en el suelo no podían coger suficiente impulso para elevar el eje fuera de la piedra. Ed intentó sacar el coche a empujones. Giuseppe le dio otra patada. Los tres hombres que trabajaban en la perforación del pozo se rieron de él y después ayudaron a Ed a levantar literalmente la miniatura de coche y ponerlo de nuevo en el camino. Giuseppe sacó la nueva bomba del coche y se dirigió hacia el pozo, hablando todavía por lo bajo de la Madonna. Nos quedamos a mirar cómo lo bajaban los noventa y un metros. Debe de ser el pozo más profundo de toda la cristiandad. Enseguida encontraron agua, pero el signor Martini les dijo que siguieran, que no queríamos volver a quedarnos sin agua nunca más. Encontramos al signor Martini en la casa, supervisando el trabajo del ayudante de Giuseppe. Sin que nosotros hayamos dicho nada, han puesto el calentador que había en el viejo cuarto de baño en la cocina, así que este verano tendremos agua caliente en nuestra improvisada cocina. Me conmueve ver que ha hecho que limpien la casa y ha plantado margaritas y petunias en torno a las palmeras…, un toque de civilización en el jardín descuidado.
Ya se le ve moreno y su pie está curado.
—¿Cómo le va el negocio? —pregunto—. ¿Ha vendido muchas casas a turistas desprevenidos?
—Non ce male —«no está mal». Nos pide que le sigamos. En el viejo pozo, se saca un peso del bolsillo y lo introduce por la abertura. Inmediatamente oímos que toca agua. Él se ríe. «Pieno, tutto pieno». Durante el invierno el viejo pozo se ha llenado del todo.
En el registro de la historia local leo que Torreone, la zona de Cortona en la que está situada Bramasole, es una cuenca de agua. A un lado de donde estamos, el agua corre hacia el Val di Chiana. Por el otro, el agua desciende hacia el valle del Tíber. Estamos intrigados por la cisterna subterránea que hemos encontrado cerca del camino de acceso. Con ayuda de una linterna, hemos visto el arco de piedra, lo bastante alto para poder ponerse de pie, y un profundo pozo que ni el palo más largo podría medir. Recuerdo un libro de Nancy Drew que leí cuando tenía nueve años, Misterio en el viejo pozo, aunque no recuerdo su argumento. Los túneles subterráneos de los Medici parecen más emocionantes. Mirar en el interior de la cisterna me trae a la memoria el primer recuerdo histórico que guardo de Italia: la señora Bailey, mi profesora de sexto, dibujando en la pizarra los altísimos arcos de un acueducto romano, explicando el ingenio de los antiguos romanos con el agua. El de Acqua Marcia tenía casi cien kilómetros de longitud… —dos tercios de la distancia que separa Fitzgerald, Georgia, de Macón, señaló— y algunos de ellos han estado en pie desde el año 140 d. C. Recuerdo que intenté hacerme a la idea de lo que significaba el año 140, mientras superponía aquellos arcos a la autopista de Ben Hill County norte.
La abertura de la cisterna parece desaparecer en un túnel. Aunque hay espacio para pasar a ambos lados del pozo, ninguno de los dos es lo suficientemente valiente para bajar los cuatro metros y medio bajo tierra necesarios para investigar. Clavamos la vista en la oscuridad, preguntándonos lo grandes que serán los escorpiones y las víboras que no vemos. Sobre la cisterna, una bocca, «una boca», se abre en el muro de piedra, como si desde allí tuviera que verterse agua en la cisterna.
A medida que arrancamos la maraña de gruesas raíces y hojas de hiedra, nos damos cuenta de que el canalón que estamos destapando debe de ir conectado a la abertura que queda sobre la cisterna. En los días siguientes, descubrimos otros cuatro canalones de piedra que bajan por la colina de terraza en terraza y terminan en una gran boca cuadrada que se adentra en la tierra durante unos siete metros y medio y reaparece en la terraza más baja sobre la cisterna, tal como sospechábamos. En su parte final, todos los canalones se curvan hacia abajo para que el agua caiga. Cuando se despejen los canales, el agua de las lluvias caerá en cascadas a la cisterna. Empiezo a preguntarme si, con una pequeña bomba conectada a la cisterna, no podríamos lograr que cayera agua permanentemente. Después de la experiencia del pozo seco, el sonido del agua que cae sería música para nuestros oídos. Afortunadamente, no tropezamos con estos canalones el año pasado cuando vagábamos alegremente entre las terrazas admirando las flores silvestres e identificando los árboles.
Mientras estamos arrancando los zarzales de la pared de piedra de la terraza del tercer nivel, vemos asomar una tubería oxidada. En la base, hay una piedra plana, cuyo tamaño aumenta a medida que sacamos la tierra con las palas y echamos agua. Aquí hay algo enorme enterrado. Levantamos con cuidado la pila de piedra toscamente tallada que se utilizó en su momento en la cocina, antes de que se instalara el fregadero «moderno» de hormigón que hay ahora. Me temo que está rota, pero limpiamos el barro que la cubre y la sacamos del agujero donde está atascada con la ayuda de un pico. La pieza de piedra que la forma está intacta: un metro veinte de largo, unos cuarenta y cinco centímetros de ancho y unos veinte de profundidad, con una pila poco profunda y dentada para fregar y pequeños canalones de drenaje tallados a cada lado. El agujero del desagüe de la esquina está atascado por las raíces. Nos da pena que nuestra casa no tenga este objeto tan original y característico. Muchas casas viejas conservan aún estas pilas que desaguan directamente por la pared de la cocina a una venera de piedra que hay fuera y de ahí al suelo. Me gustaría lavar mis vasos en un fregadero como éste. La pondremos fuera, apoyada en la pared, entre los árboles, para poner el hielo y las bebidas en las fiestas, y para lavarnos después de trabajar en el jardín. En su día, ya se utilizó para fregar suficientes botes sucios. A partir de ahora, ocupará un lugar de honor para llenar un vaso, para poner un jarrón con rosas en la piedra. Volverá a ser de utilidad después de muchos años de permanecer enterrada en la tierra.
Unos minutos después, cuando estoy de nuevo desbrozando, a unos tres metros y medio de donde hemos encontrado la pila, aparecen dos ganchos oxidados bajo las hojas. Por debajo nos parece entrever una vez más una losa de piedra. Ed quita un montón de tierra con la pala. En medio toca un pestillo, atado con unas hebras de hilo metálico, y ante nuestros ojos aparece una abertura circular. Ed tiene que introducir el borde de la pala en el resquicio para poder abrir la tapa de piedra haciendo palanca.
Es media tarde, después de la tormenta, cuando la luz se torna de ese dorado luminoso que tanto me gustaría poder conservar. Al levantar la piedra, con la linterna iluminamos una cavidad natural de piedra caliza llena de agua clara. También aquí vemos una ondulación en la piedra, donde el agua se convierte en aqua. Nos tumbamos en el suelo sobre el estómago y asomamos la cabeza por turnos para mirar con la linterna. Las raíces de una higuera, buscando humedad, se deslizan por el muro. En el fondo, vemos un gran bidón volcado, y leemos con facilidad las grandes letras verdes Olio d’Oliva. No es exactamente lo mismo que encontrar un torso romano o una ánfora con sátiros que bailan.
Hay una tubería oxidada que reposa contra la piedra caliza y advertimos que reaparece justo bajo los dos ganchos… Alguien la ha taponado con un corcho. Resulta obvio que los ganchos sujetaron en su día una bomba manual de agua y que estamos ante un arroyo natural perdido, oculto durante años. ¿Cuántos? Bajo la tapa de piedra pueden verse los restos de otra abertura. Lo que parece una esquina de dos capas de un dintel tallado de travertino se curva por algo menos de un metro y luego desaparece en la roca. Si excaváramos la parte de arriba, ¿sería esto una charca abierta? He leído sobre un hombre de la zona que en nochevieja fue a su huerto a coger unas lechugas para la cena y descubrió una tumba etrusca con elaborados sarcófagos. ¿Es ésta una abertura fortuita que suministraba agua para las tareas del campo? ¿Por qué el tallado? ¿Por qué se tapó el dintel tallado con una piedra normal? Seguramente la taparon cuando hicieron el otro pozo. Ahora tenemos tres pozos. Somos la tercera capa de buscadores de agua, con una tecnología —las inmensas perforadoras capaces de atravesar la roca más sólida— tan distante ya de la del descubridor de esta secreta abertura en la piedra.
Llamamos al signor Martini para que venga a ver este milagroso hallazgo. No se molesta ni en inclinarse a mirar. Con las manos en los bolsillos dice: «Boh —boh es una palabra que sirve para todo, algo así como decir Bien, Oh, ¿Quién sabe?, o para descartar algo. Seguidamente agita la mano—. Acqua.» Para él nuestra fascinación por las casas abandonadas y los pozos antiguos es una mayor evidencia de que somos como niños y deben complacernos en nuestras excentricidades. Le mostramos la pila de piedra y le explicamos que pensamos desenterrarla, limpiarla y colocarla de nuevo. Él se limita a menear la cabeza.
Giuseppe, que se ha acercado, demuestra más entusiasmo. Hubiera debido ser un actor shakespeariano. Recalca cada frase con tres o cuatro gestos, su cuerpo participa por completo en cada palabra que dice. Prácticamente se apoya sobre la cabeza en su afán por mirar por el agujero. «Molto acqua.» Señala en ambas direcciones. Nosotros pensábamos que el pozo sólo se abre en una, pero él está colgando cabeza abajo y ve que el declive natural de la piedra se extiende también en la otra dirección. «O.K., yes.» Éstas son las únicas palabras que sabe en inglés, y siempre las pronuncia abriendo mucho los brazos, como si abrazara una idea. Quiere instalar una nueva bomba manual para usarla en el jardín. Ya hemos visto flamantes bombas verdes de la ferretería diseminadas por los campos del Val di Chiana. Compramos una al día siguiente, destapamos la tubería y colocamos la bomba entre los ganchos. Giuseppe nos enseña a ponerla en marcha, echando agua encima mientras accionamos la palanca rítmicamente. Este suave movimiento hace ya mucho que desapareció de la vida de los míos, pero me resulta natural. Después de accionar la palanca sin resultado unas cuantas veces, empieza a caer agua helada en el cubo. Tenemos la suficiente entereza para no beber sin saber si el agua es potable. En vez de eso, abrimos una botella de vino. Giuseppe quiere que le hablemos de Miami y Las Vegas. Contemplamos las marañas que se extienden sobre las colinas. Giuseppe cree que lo que realmente tendría que preocuparnos son las palmeras. ¿Cómo vamos a podarlas? Son más altas que ninguna escalerilla. Después de dos vasos de vino, Giuseppe se sube a la más alta. Al llegar arriba luce la sonrisa más amplia que he visto nunca. El árbol se inclina y Giuseppe baja rápidamente, demasiado rápidamente, y aterriza sobre un montón de porquería. Ed abre enseguida otra botella.
Por lo que se ve, el anterior propietario tenía razón sobre el agua. Si bien la disposición del agua no puede rivalizar exactamente con la de los jardines de Villa d’Este, es lo bastante ingeniosa para tenernos ocupados cavando y explorando durante algunos días. El elaborado sistema subterráneo hace que comprendamos lo preciosa que es el agua en el campo. Cuando hay, buscas la manera de conservarla; cuando abunda, como ahora, debes respetarla. San Francisco de Asís debía de saberlo. En su poema «El cántico de las criaturas» escribió: «Alabado seas, oh, Señor, por la hermana agua, tan útil, humilde, preciosa y casta.» Nos convertimos instantáneamente a las duchas cortas, cerramos el grifo enseguida cuando fregamos los platos o nos lavamos los dientes.
Es curioso que este pozo más viejo tenga canales a ambos lados para desviar el excedente, de modo que si sobra agua vaya a parar a la cisterna. Mientras limpiamos los alrededores de la cisterna, encontramos dos barreños de piedra para lavar la ropa y más ganchos en el muro de piedra que hay encima, donde seguramente había otra bomba colgada. No hay que desperdiciar una gota. Y allá, a poco menos de metro y medio del pozo natural, el viejo pozo que se secó el año pasado, ahora completamente lleno por las lluvias del invierno. La bomba manual será para las plantas de las jardineras y los tiestos, decide Ed, el viejo pozo, para el césped y, para la casa, nuestro bonito nuevo pozzo, con sus cien metros de profundidad abiertos a través de roca sólida.
«El agua es sorprendente —nos asegura el pozzoaiolo, el responsable de la perforación del pozo, mientras le pagamos la fortuna que nos pide—. Sale del infierno pero está fría como el hielo.» Contamos el efectivo. No quiere cheques. ¿Por qué iba a querer alguien utilizar un cheque si no es que no tiene dinero? «Acqua, acqua —dice, abarcando con los brazos la propiedad—. Agua suficiente para una piscina.»
Cuando compramos la casa, notamos vagamente que un muro de piedra perpendicular al frente de la casa se había desmoronado en varios puntos. Las malas hierbas, el zumaque y las higueras se abrían paso entre las rocas caídas. La primera vez que vimos la casa, la parte del jardín que quedaba por encima de ese muro estaba cubierta por una pérgola de doce metros de altura cubierta de rosas y rodeada de lilas. Cuando volvimos a negociar la compra, la pérgola había desaparecido, la habían echado abajo en su celo por limpiar el lugar. Las rosas y las lilas quedaron arrasadas. Cuando alcé los ojos de aquella debacle hacia la casa, vi que los postigos verde pálido se habían pintado de un brillante marrón oscuro. Estábamos tan sorprendidos que no reparamos en los montones de piedras. Más tarde, nos dimos cuenta de que habría que reconstruir un muro de inmensas piedras de unos treinta y seis metros de largo. Nos olvidamos de la romántica pérgola y las rosas trepadoras.
El verano pasado, durante las pocas semanas que pasamos aquí después de comprar la casa, Ed empezó a desmontar las partes del muro contiguas a las zonas derrumbadas. Le parecía que construir con piedra debía de resultar muy gratificante: encontrar la piedra adecuada para cada lugar, encajarla golpeándola ligeramente con un mazo, dar el golpe preciso para agrietarlas por donde uno quiere. Este antiguo oficio es atractivo; también lo es el trabajo duro y bien hecho. El montón de piedras aumentaba de modo alarmante día tras día, al igual que sus músculos. Empezó a obsesionarse. Se compró gruesos guantes de cuero. Las piedras grandes iban en una línea, las pequeñas en otra, las planas en otra. Como todos los muros de las terrazas de la propiedad, aquél estaba construido sin cemento, y tenía una profundidad de más de un metro: piedras perfectamente encajadas en la parte frontal, como en un puzzle, y otras más pequeñas detrás. La estructura tendía a inclinarse hacia atrás, para compensar la pendiente natural de la colina. A diferencia de los adorables muros de piedra de Nueva Inglaterra, que se utilizaban para aligerar los campos de piedras, aquí en realidad tienen una función estructural: sólo con las terrazas reforzadas puede convertirse una colina como ésta en terreno de olivos o viñedos. En la terraza en la que el muro se estaba desmoronando, también se había derrumbado un gran almendro.
Cuando llegó el momento de irnos, unos nueve metros del muro estaban colocados en montones ordenados. Ed estaba entusiasmado, aunque la excavación y la sorprendente profundidad del muro por detrás de la fachada lo habían desanimado un poco. Pero en vez de pensar en los kilómetros que teníamos que recorrer, sólo reparamos en las grandes pilas de piedras que había amontonado.
Durante el invierno, leímos Construir con piedra, de Charles McRaven. Ideas como impermeabilización, cimientos y líneas de congelación empezaron a cuajar. Si queríamos que el muro soportara la amplia terraza que llevaba hasta la casa, cuando lo reconstruyeran, su altura debía ser mayor que la que tenía ahora. Aparte de los treinta y seis metros de largo, debía tener cuatro metros y medio de altura, reforzados desde atrás. Leímos sobre compactado, empuje, equilibrio, y sobre las diferentes formas en que la tierra se transforma cuando hiela, y empezamos a pensar que lo que teníamos entre manos era poco menos que la muralla China.
Y teníamos toda la razón. Hemos hecho venir a varios muratori, albañiles, para que vieran los restos. Era una obra colosal. El trabajo de restauración de la casa no es nada comparado con esto. Aun así, Ed ya se ve aprendiendo de un hombre robusto con gorra, un artista de la piedra. Santa Madonna, molto lavoro, «mucho trabajo», exclama cada muratore que viene. Molto. Troppo, «demasiado». Nos enteramos de que recientemente Cortona ha establecido ciertas normas para este tipo de muros, porque estamos en zona de actividad sísmica. Será necesario utilizar hormigón. No estamos preparados para mezclar hormigón. Tenemos que ocuparnos de una selva de dos hectáreas de zarzamoras y zumaque, árboles que podar. Por no hablar de la casa. El presupuesto del muro es astronómico. Y son muy pocos los que desean emprender una obra de esta envergadura.
Y así es como hemos empezado a construir la gran muralla polaca.
El signor Martini nos envía a un par de amigos. Le advierto que nos interesa que el trabajo se termine lo antes posible y que queremos un precio para fratelli, «hermanos», no para stranieri, «extranjeros». Nos estamos recuperando de lo del pozo nuevo y aún estamos esperando que lleguen los permisos para que puedan empezar las obras en la casa. Su primer amigo dice sesenta días de trabajo. Por ese precio podríamos comprarnos un barco y hacer un crucero por Grecia. El segundo amigo, Alfiero, da un presupuesto sorprendentemente razonable, y tiene la estupenda idea de construir otro muro siguiendo la hilera de tilos de una terraza adyacente. Cuando uno no domina un idioma, carece de buena parte de los indicios que necesita para juzgar a la gente. Los dos pensamos que está medio loco, una extraña cualidad para un albañil, pero Martini dice que es bravo. Queremos que el trabajo se haga mientras estamos aquí, así que firmamos el contrato. Nuestro geometra no lo conoce y nos previene: si está disponible, seguramente no es bueno. Ese tipo de argumento no nos convence.
El programa exige que el trabajo empiece el lunes siguiente. Pasan lunes, martes y miércoles. Llega un cargamento de tierra. Finalmente, al concluir la semana, Alfiero aparece con un chico de catorce años y, para nuestra sorpresa, tres fornidos polacos. Se ponen a trabajar y para la puesta de sol vemos con asombro que el muro ya está desmontado. Pasamos el día mirando. Los polacos levantan piedras de cuarenta y cinco kilos como si fueran sandías. Alfiero no sabe una palabra de polaco y ellos no hablarán más de cinco palabras en italiano. Por suerte, es fácil expresar con gestos las acciones del trabajo manual. «Via, via». Alfiero hace gestos con las manos para que se lleven las piedras y ellos se las llevan. El día siguiente se dedican a excavar. Alfiero se va, para hacer acto de presencia en otros trabajos, imagino. El chico, Alessandro, pone mala cara. Alfiero es su padrastro y, evidentemente, está tratando de enseñarle al chico lo que es trabajar. Parece un pequeño príncipe Medici, petulante y aburrido mientras va de un lado a otro con aire apático dando patadas a las piedras con la puntera de sus zapatillas de tenis.
Los polacos no le hacen caso. De las siete a las doce trabajan sin parar. A mediodía se van en su Fiat polaco y vuelven a las tres para otras cinco horas de duro trabajo.
Los italianos, que han sido trabajadores invitados en diferentes momentos y países, se sienten confusos ante el fenómeno que se está produciendo en su país. Durante este segundo verano en Bramasole, los periódicos se muestran entre tolerantes e indignados por los albaneses que literalmente se arrojan a las costas del sur de Italia. Viniendo como venimos de San Francisco, una ciudad en la que la inmigración se ha convertido en algo cotidiano, no podemos decir que su problema nos impresione particularmente. Los estadounidenses de las ciudades nos hemos dado cuenta de que las migraciones están en alza; de que, en este fin de siglo, el mapa de la distribución demográfica se está tejiendo de nuevo a gran escala. A Europa le está resultando mucho más difícil aceptar este hecho. Nosotros tenemos nuestros propios pobres, nos dicen incrédulos. Sí, les decimos, nosotros también. Italia es sorprendentemente homogénea. Es raro ver un negro o un asiático en Toscana. Recientemente, los emigrantes de Europa del este, viendo que la fuerza de trabajo en Alemania no puede asimilar más gente, han empezado a llegar a esta próspera zona del norte de Italia. Ahora entendemos el presupuesto de Alfiero para el trabajo. En vez de pagar entre veinticinco mil y treinta mil liras por hora, la tarifa normal, él paga nueve mil. Nos asegura que son trabajadores legales y que están asegurados. Los polacos están encantados con nuestra tarifa por hora; en casa, antes de que la fábrica quebrara, apenas cobraban eso en un día.
Ed se educó en una comunidad católica polaco-norteamericana. Sus padres eran hijos de inmigrantes polacos y se criaron hablando polaco en granjas de la frontera entre Minnesota y Wisconsin. Por supuesto, Ed no habla polaco. Sus padres querían que los niños fueran norteamericanos de los pies a la cabeza. Las tres palabras que intentó decirles a los polacos no las entendieron. Pero estos hombres a los que no puede entender resultan casi familiares.
Ed está acostumbrado a nombres como Orzechowski, Cichosz y Borzyskowski. Cuando nos cruzamos en el patio, asentimos y sonreímos. Lo que finalmente nos ayuda a establecer contacto es la poesía. Una tarde tropecé con un poema de Czeslaw Milosz, un poeta exiliado durante mucho tiempo en Estados Unidos, pero en esencia polaco. Yo sabía que unos años atrás había hecho un viaje triunfal a Polonia. Cuando Stanislao cruzó la terraza de delante de la casa con la carretilla, pregunté: «¿Czeslaw Milosz?» Él se animó y llamó a los otros dos. Después de eso, durante un par de días, cada vez que me cruzaba con alguno de ellos, me decía: «Czeslaw Milosz», como si fuera un saludo. Yo respondía: «Si, Czeslaw Milosz.» Y sabía que estaba pronunciando bien el nombre porque había estado practicándolo en una ocasión cuando tuve que presentar al poeta en una conferencia. Los días anteriores a la conferencia, para mí misma había estado llamándolo «Coleslaw» y me inquietaba pensar que se me pudiera escapar cuando estuviera delante de la audiencia.
Alfiero se convierte en un problema. Se posa como una mariposa en un proyecto tras otro. Empieza algo, hace cualquier chapuza y se va. Hay días que ni siquiera se presenta. Cuando las palabras razonables no funcionan, echo mano del hábito sureño de ponerse furioso, cosa que por lo que veo aún puedo hacer de modo imponente. Por un rato, Alfiero se cuadra y presta atención, luego, como el niño caprichoso que es, se despista. Tiene su encanto. Se entrega a coloristas descripciones de carreras de ranas, veloces Moto Guzzis y cantidades de vino. Habla dándose palmaditas en la barriga, en el dialecto local, y ninguno de nosotros entiende gran cosa de lo que dice. Cuando llega el momento de ponerme furiosa, llamo a Martini, que sí que entiende. Martini asiente, secretamente divertido. Alfiero parece avergonzado. Los polacos no permiten que su rostro muestre expresión alguna y Ed está mortificado. Digo que estoy malcontenta. Gesticulo mucho y muevo la cabeza y señalo y golpeo el suelo con los pies. Ha utilizado hileras de piedras pequeñas debajo de piedras grandes, hay líneas verticales en la construcción, ha descuidado la construcción de cimientos en esta sección entera, el cemento casi parece arena. Martini empieza a gritar, y Alfiero le grita también, porque no se atreve a gritarme a mí. Oigo el insulto Porca Madonna otra vez, un insulto muy serio, y Porca miseria, «puerca miseria», uno de mis favoritos de todos los tiempos. Después de la escena, espero malos humores, pero no, al día siguiente regresa sonriente, como si no hubiera pasado nada.
Buttare! Via! «Bájalo, llévatelo». El signor Martini empieza a meterse con el trabajo de Alfiero. ¿A qué colegio te mandó tu madre? ¿Dónde has aprendido a hacer cemento como si fueran castillos de arena? Entonces los dos se vuelven y empiezan a gritarles a los polacos. De vez en cuando Martini entra hecho una furia en la casa y llama a la madre de Alfiero, su vieja amiga, y le oímos gritarle, para pasar después a las palabras tranquilizadoras.
Entre ellos, deben de pensar que somos unos genios por saber tantas cosas sobre construcción. De lo que ni el signor Martini ni Alfiero parecen darse cuenta es de que los polacos nos avisan cuando algo no está bien. «Signora —dice Krzysztof (lo llamamos Cristoforo, como él quiere) haciéndome señas para que me acerque—. Italia cemento —desmigaja un poco de cemento demasiado seco entre los dedos—. Polonia cemento, —le da una patada a una parte dura como el pedernal del muro de contención. Esto se ha convertido en una cuestión nacionalista—. Alfiero, poco cemento.» Se lleva un dedo a los labios. Le doy las gracias. Alfiero está usando demasiado poco cemento en la mezcla. No se lo diga. Empiezan a poner los ojos en blanco como señal o, cuando Alfiero se va, que suele ser pronto, a señalarnos los problemas. Todo lo que Alfiero toca parece malo, pero nosotros tenemos un contrato, ellos trabajan para él, y estamos atados de pies y manos. De todas formas, sin él, no habríamos conocido a los polacos.
Casi en lo más alto del muro descubren el tocón de un árbol. Alfiero mantiene que non importa. Vemos que Riccardo menea la cabeza, así que Ed dice con tono autoritario que hay que desenterrarlo. Alfiero cede, pero quiere que le echemos gasolio para matarlo. Señalamos al prístino pozo nuevo, que no estará ni a seis metros de distancia. Los polacos empiezan a cavar y dos horas más tarde siguen cavando. Bajo el tocón desenterrado, tres inmensas raíces se han enroscado alrededor de una piedra tan grande como la rueda de un coche. Cientos de raíces enmarañadas salen en todas direcciones. Ahora ya sabemos por qué se había desmoronado buena parte del muro. Cuando consiguen sacarlo, insisten en igualar el largo de las gruesas raíces, todavía enroscadas a la piedra. Lo cargan en una carretilla, y lo llevan junto a la línea de los tilos, donde se convertirá en la mesa más fea de Toscana.
Cantan mientras trabajan, y sus voces empiezan a sonar como debería sonar el trabajo del mundo. A veces Cristoforo canta con voz de falsete una canción extrañamente conmovedora, sobre todo viniendo de un hombre tan corpulento y moreno. No escatiman ni un minuto de trabajo, a pesar de que su jefe casi siempre está fuera. Cuando se les acaba el material porque Alfiero ha olvidado pedir más, les dice caprichosamente que no trabajen. Los contratamos para que nos ayuden a limpiar las terrazas de malezas. Luego los ponemos a limpiar los postigos interiores. Parecen saber hacerlo todo, y trabajan el doble de rápido que nadie que yo haya visto. Al final del día, se desvisten y se asean con la manguera, se ponen ropa limpia y tomamos todos juntos una cerveza.
Don Fabbio, un cura local, deja que se alojen en una de las habitaciones traseras de la iglesia. Por unos cinco dólares por cabeza, les ofrece tres comidas diarias. Trabajan seis días a la semana (el cura no les permite trabajar los domingos), cambian todas las liras que consiguen por dólares y los guardan para llevárselos a sus mujeres y sus hijos. Riccardo tiene veintisiete años, Cristoforo treinta y Stanislao cuarenta. Las semanas que pasan trabajando en casa, nuestro italiano se deteriora. Stanislao ha trabajado en España, así que nos comunicamos en una mezcla impía de cuatro idiomas. Vamos aprendiendo alguna palabra en polaco: jutro, «mañana»; stopa, «pie»; brudny, «sucio»; jezioro, «lago». También algo parecido a grubbia, que era la palabra que usaban para referirse a la enorme barriga del signor Martini. Ellos aprendieron «guapo» e «idiota» y muy pocas palabras en italiano, sobre todo infinitivos.
A pesar de Alfiero, el muro es fuerte y bonito. Un tramo de escaleras, con sitio a ambos lados para los tiestos, conecta las primeras dos terrazas. El pozo y la cisterna tienen una pared de piedra que los rodea. Desde abajo, el muro parece inmenso. Es difícil acostumbrarse, porque también nos gustaba el aspecto del muro desmoronado. Como en los otros muros, pronto empezarán a brotar pequeñas plantas entre las grietas. La piedra que hemos utilizado era vieja, así que el muro tiene un aspecto perfectamente natural, aunque sea un poco alto. Ahora queda el placer de planificar el sendero que llevará a los escalones del muro rodeando el pozo, las flores y las hierbas que embellecerán los márgenes y la sombra de los pequeños árboles que se plantarán a lo largo del muro. Lo primero que plantamos es un hibisco blanco, que nos agasaja floreciendo enseguida.
Una mañana de domingo, los polacos llegan después de misa, vestidos con camisas planchadas y pantalón largo. Sólo los hemos visto en shorts. Los tres han comprado las mismas sandalias en el supermercado del pueblo. Ed y yo estamos cortando malas hierbas cuando llegan. Nosotros estamos sucios, sudados, vamos en pantalón corto… han cambiado los papeles. Stanislao lleva una cámara de la URSS que parece de los años treinta. Nosotros tenemos Coca-Colas y hacen varias fotos. Cuando les ponemos una Coca-Cola, siempre dicen: «¡Ah, América!» Antes de cambiarse para el trabajo, nos llevan hasta el muro y excavan unos centímetros de tierra de los cimientos. En el hormigón, han escrito en grandes letras: POLONIA.
La escalera de la casa asciende las dos plantas y tiene una baranda de hierro forjado cuyas curvas simétricas imprimen cierto ritmo cuando se sube la escalera. El montante de abanico, la baranda del balcón de la habitación, algo oxidada, y la de la parte que queda sobre la puerta principal, debieron de exigir un largo invierno de trabajo a algún herrero. La verja que abre el camino de acceso a la casa fue en otro tiempo imponente, pero como la mayoría de las cosas aquí, se ha descuidado durante demasiado tiempo. La parte de abajo delata el punto donde los turistas perdidos golpeaban cuando se volvían al darse cuenta de que se habían equivocado y que aquél no era el camino que llevaba a la fortaleza de los Medici. La cerradura está oxidada desde hace mucho, y por un lado las bisagras han cedido por la parte de arriba y la puerta ha quedado colgando.
Giuseppe ha traído un amigo, un maestro del hierro, para ver si nuestra verja puede salvarse. Giuseppe cree que no. Necesitamos algo más adecuado para la bella villa. El hombre que sale del cinquecento de Giuseppe parece salido de la Edad Media. Es tan alto y demacrado como Abraham Lincoln; lleva puesto un mono negro y su pelo desacostumbradamente negro es totalmente mate. Resulta difícil expresar lo extraño que parece; es como si estuviera hecho de una pasta distinta a la del resto de los mortales. Habla poco, pero sonríe tímidamente. Me gusta enseguida. Recorre la verja con los dedos, en silencio. Todo cuanto tiene que decir pasa por sus manos. Es fácil sentir que ha dedicado su vida a este oficio por amor. Sí, asiente, se puede reparar la verja. El problema es el tiempo. Giuseppe está decepcionado. Él imagina algo más importante. Traza figuras en el aire con los brazos, un arco rematado con puntas de flecha. Una verja nueva, más elaborada, con luces y un dispositivo electrónico para que cuando llamen desde fuera sólo tengamos que apretar un botón para abrir la verja. ¡Él nos trae un artista y nosotros queremos que repare!
Queremos ir a su taller para ver las posibilidades. Por el camino, Giuseppe va parando el coche en el arcén para que veamos otras verjas que este maestro ha hecho. Algunas con diseño de espadas, otras con complejos círculos entrelazados y espigas de trigo. Una lleva en la parte de arriba las iniciales del propietario, otra, curiosamente, una corona. Nos gustan los remates curvos, los aros y los círculos más que las grandilocuentes flechas, que parecen un reducto de cuando los güelfos y los gibelinos se dedicaban a saquearse y quemarse mutuamente. Es obvio que todas están hechas para durar para siempre. Frota cada una de ellas, sin decir nada, dejando que la calidad de su trabajo hable por sí misma. Empiezo a imaginar un pequeño sol estilizado en nuestra verja, con rayos ondulados.
El arte del ferro battuto, «hierro forjado», es muy antiguo en Toscana. Cada ciudad tiene intrincadas cerraduras en sus puertas medievales, farolas de formas curvas, soportes para los estandartes, verjas de jardines, incluso divertidos animales y serpientes de hierro forjados en las anillas para sujetar a los caballos a la pared. Al igual que otras tradiciones artesanales, ésta está desapareciendo rápidamente y es fácil comprender por qué. El taller sucio, la capa de tizne que recubre al hombre, el material anticuado y las forjas, que no parecen haber cambiado gran cosa desde que Hefesto encendió su fuego en la fragua de Afrodita… Incluso el aire parece cargado de una fina capa de hollín. Todos sus vecinos tienen verjas hechas por él. Debe de ser muy gratificante ver el fruto del propio trabajo a tu alrededor. La balaustrada del balcón de su casa está decorada con motivos cuadrangulares, un flirteo, sin duda, con lo moderno, redimido por las canastas para las flores. El taller queda frente a la casa y, entre ambos, hay gallinas, unas diez jaulas para conejos, un huerto y un ciruelo con una escala de madera hecha a mano apoyada contra las ramas cargadas. Después de comer, seguro que sube unos travesaños y coge su postre. Mi impresión de que viene de otra época se refuerza. ¿Dónde está Afrodita? Sin duda, no andará muy lejos de esta forja.
—Tiempo, el tiempo es el único problema —dice—. Estoy solo. Tengo un hijo, pero…
Me resulta difícil creer que, a finales del siglo XX, alguien pueda escoger voluntariamente esta oscura forja, oyendo el tráfico pasar, esta colección de listones para barriles, morillos, vallas y verjas. Pero espero que su hijo lo haga, o alguien. Trae una barra rematada en forma de cabeza de lobo. Me la muestra, sin decir nada. Me recuerda los soportes de las antorchas de Siena y Gubbio. Pedimos una estimación del precio por reparar el cancello, también por construir una puerta nueva, sencilla, pero con una forma fluida similar a la de la barandilla de las escaleras de la casa, tal vez con un sol como remate superior, como referencia al nombre de la casa. Por una vez, no nos ponemos a preguntar por las fechas, la única cosa en la que hemos aprendido a insistir para contrarrestar el envidiable sentido del tiempo de los latinos.
¿De verdad necesitamos una verja hecha a mano? No dejamos de decir: «Hagamos las cosas lo más sencillas posible, ésta no es nuestra verdadera casa.» Pero de alguna forma sé que querremos que nos haga esa verja, aunque tarde meses. Antes de que nos vayamos, ya se ha olvidado de nosotros. Está seleccionando piezas de hierro, sopesándolas en ambas manos, comprobando el equilibrio. Deambula entre los yunques y las parrillas al rojo. La verja estará en buenas manos. Ya puedo imaginar su sonido cuando la cierre detrás de mí.
El pozo y el muro parecen logros significativos. Sin embargo, la casa no se ha tocado todavía. Hasta que el grueso de la obra no esté terminado, poco podemos hacer. No tendría sentido pintar, si luego van a abrir las paredes para instalar los tubos de la calefacción. Los polacos han desnudado las ventanas y han empezado a limpiar el encalado de las paredes para cuando haya que pintar. Ed y yo trabajamos en las terrazas o vamos de un lado a otro escogiendo baldosas para el cuarto de baño, accesorios, materiales varios, pintura. También buscamos baldosas viejas y finas para el nuevo suelo de la cocina. Un día compramos dos sillones en una tienda de muebles de la localidad. Cuando nos los traen, parecen bastos, y la oscura tela de cachemira queda rara, pero, después de sentarnos durante semanas en las rígidas sillas del jardín, nos resultan suntuosamente cómodos. Las noches lluviosas, los ponemos el uno frente al otro y en medio colocamos un cajón cubierto con una tela a modo de mesa, con una vela, un tarro de mermelada con flores silvestres, y una comilona de pasta con berenjena, tomates y albahaca. En las noches frías, alimentamos un pequeño fuego para ahuyentar el frío y la humedad de la habitación.
A diferencia del verano pasado, este julio está siendo muy lluvioso. Con frecuencia descargan impresionantes tormentas. Durante el día me siento exaltada a causa de mi infancia en el Sur, donde sí saben relacionar la luz y el sonido. En San Francisco casi nunca hay tormentas eléctricas, y las añoro. «Este calor tiene que estallar», diría mi madre, y así era, estallaba con inmensos restallidos, relámpagos en los que el cielo entero se iluminaba con un millón de kilovatios. Parece que las tormentas llegan a menudo por la noche. Estoy sentada en la cama, dibujando planos de la cocina y el baño en papel cuadriculado. Ed está leyendo algo que nunca hubiera imaginado. En lugar de los poetas latinos, esta noche toca Técnicas de enyesado. Junto a él tiene El suministro de agua en la casa. La lluvia empieza a repiquetear sobre las palmeras. Voy a la ventana y me inclino para mirar, retrocedo rápidamente. Los rayos golpean el suelo, aserrados, como en los dibujos, cuatro, cinco, seis, a la vez, rodeando la casa. Cientos de rayos caen sobre las colinas y el suave roce de la lluvia se convierte de pronto en una constante explosión, tan próxima que siento como si la columna me crujiera. La casa tiembla; esto es serio. Se va la luz. Aseguramos las ventanas por dentro y aun así el viento hace que el agua se cuele por grietas que no sabíamos que existían. Entran ráfagas de viento por la chimenea. Una noche agreste. La lluvia azota la casa y las dos palmeras simplonas se balancean. Huelo a ozono. Tengo la certeza de que un rayo ha tocado la casa. Esta tormenta ha elegido nuestra casa. No se irá; estamos en el centro y puede que incluso nos arrastre hasta el lago Trasimeno. «¿Qué preferirías —pregunto—, que nos llevara una avalancha de lodo o que nos matara un rayo?» Nos escondemos debajo de las sábanas como si fuéramos niños, gritando «¡No! ¡Ah!», cada vez que el cielo se ilumina. El trueno penetra en el muro y reordena la piedra.
Cuando la tormenta empieza a desplazarse hacia el norte, el cielo queda negro y límpido para las estrellas. Ed abre la ventana. La brisa nos trae el aroma de las ramas tronchadas y las agujas desperdigadas de los pinos. Aún no ha vuelto la luz. Mientras permanecemos sentados en la cama, apoyados contra las almohadas, esperando a que nuestros corazones se serenen, oímos algo en la ventana. Un pequeño búho se ha posado en el alféizar. Su cabeza se mueve adelante y atrás. Tal vez la tormenta se ha llevado su asidero de siempre, o está desorientado. Cuando la luna aparece entre las nubes, vemos que el búho nos está mirando. No nos movemos. Yo me pongo a rezar. Por favor, que no entre en la habitación. Me dan pánico los pájaros. Una fobia que me viene de cuando era pequeña, y aun así, la presencia del búho me exalta. Los búhos siempre son más de lo que parecen. En Estados Unidos los consideran animales totémicos, simbólicos cuanto menos, y aquí también encierran un carácter mitológico. Pienso en el búho de Minerva. Aunque en el fondo no es más que una pequeña criatura de estas colinas. Hemos visto a sus antepasados más grandes al anochecer. Ninguno de los dos habla. Como no parece que tenga intención de irse, al final nos dormimos y cuando despertamos por la mañana vemos que se ha ido. En la ventana, sólo la luz de las seis y cuarto…, un dorado que cae en ángulo sobre el valle, encendiendo el aire brevemente antes de que el sol ilumine las colinas y se eleve sobre un día limpio y despejado.