Capítulo 2

Una casa y la tierra que dos bueyes tardan dos días en arar

Admiro la belleza de los escorpiones. Son como jeroglíficos en tinta negra de sí mismos. Me fascina pensar que pueden orientarse por las estrellas, aunque ignoro cómo pueden saber de la existencia de las constelaciones en los rincones polvorientos que ocupan en las casas vacías. Varios acaban en la bolsa de la aspiradora nueva por error, aunque normalmente tienen más suerte: los atrapo y los meto en una jarra y los libero fuera de la casa. Sospecho de cada taza y cada zapato. Cuando ahueco una almohada de la cama, uno albino aterriza sobre mi hombro desnudo. Perturbamos ejércitos de arañas al sacar la colección de botellas que hay en el armario de debajo de las escaleras. Impresionante, los largos filamentos que tienen por patas y sus cuerpos del tamaño de moscas; hasta puedo verles los ojos. Aparte de estos inquilinos, la herencia de los anteriores ocupantes de la casa se limita a polvorientas botellas de vino vacías…, miles y miles en el cobertizo y el establo. Llenamos contenedores y más contenedores para reciclar vidrio, montones de vidrio que salen de las cajas que hemos llenado y vuelto a llenar. Los establos y limonaia (una habitación del tamaño de un garaje en el costado de la casa que en otro tiempo se usaba para almacenar tiestos de limoneros durante el invierno) están atestados de cazos oxidados, periódicos de 1958, alambre, latas de pintura, desechos varios… Ecosistemas enteros de arañas y escorpiones se destruyen, aunque horas después parecen haberse recuperado. Busco viejas fotos o cucharas antiguas, pero no veo nada interesante, excepto algunas herramientas de hierro hechas a mano y un «cura», un objeto de madera en forma de cisne con un gancho para sostener una cazuela de brasas calientes que en invierno se ponía debajo de las mantas para calentar las sábanas frías y húmedas. También una ingeniosa escultura que cualquier toscano reconocería al instante, una media luna del tamaño de una mano, con una empuñadura gastada de madera de castaño, que se utiliza para podar vides.

La primera vez que vimos la casa, había curiosas camas de hierro forjado con medallones de la virgen María y de pastores con corderitos en los brazos, cómodas carcomidas, tableros, cunas, espejos manchados, cajas y lúgubres y sangrantes cuadros religiosos de la Crucifixión. El propietario se lo llevó todo —hasta los interruptores de la luz y las bombillas—, con la excepción de un armario de cocina de los años treinta y una horrenda cama roja que no acabamos de decidir cómo bajará por las estrechas escaleras del segundo piso. Finalmente desmontamos la cama y la tiramos pieza a pieza por la ventana. Luego empujamos el colchón como podemos por la ventana y siento que el estómago me da un vuelco cuando lo veo caer como a cámara lenta hasta el suelo.

Los cortoneses, que han salido para su paseo de la tarde, se detienen en el camino para observar nuestra descabellada actividad: el maletero del coche lleno de botellas, un colchón que vuela, yo gritando porque un escorpión me ha caído sobre la camiseta cuando estoy limpiando las paredes de piedra del establo, Ed esgrimiendo una funesta guadaña entre las malas hierbas. Algunos se detienen y preguntan: «¿Cuánto han pagado por la casa?»

Su franqueza me sorprende y me gusta. «Seguramente demasiado», respondo yo. Una persona recuerda que hace mucho tiempo vivió aquí un artista de Nápoles; pero la casa ha estado vacía desde que la mayoría pueden recordar.

Cada día andamos trajinando y fregando. Nos estamos tostando tanto como las colinas que nos rodean. Hemos comprado utensilios para la limpieza, una cocina nueva y una nevera. Con unos caballetes y dos tablones montamos un poyo para la cocina. Aunque tenemos que traer el agua caliente del baño en un barreño de plástico, nuestra cocina es sorprendentemente práctica. Yo, que durante años he guardado mis trastos en cajas especiales, empiezo a habituarme a un concepto más elemental de lo que es una cocina. Tres cucharas de madera: dos para la ensalada y otra para remover la comida. Una sartén para saltear, cuchillo para el pan, cuchillo para cortar, un rallador de queso, un tarro para la pasta, un molde para el horno, y una cafetera para el espresso. Trajimos algunos viejos cubiertos de picnic y hemos comprado vasos y platos. Estos primeros platos de pasta son divinos. Después de una larga jornada de trabajo acabamos con todo cuanto hay en la mesa y luego caemos rendidos en la cama como aparceros del campo. Nuestro plato favorito son los espagueti con una salsa sencilla que se prepara a base de taquitos de pancetta, bacon sin ahumar rehogado al fuego, luego lo mezclas con un poco de crema y jaramago picado (aquí lo llaman ruchetta), del que tenemos abundantes suministros en nuestro camino y las paredes de piedra. Rallamos encima parmigiano y lo comemos en grandes cantidades. Además de la mejor ensalada de todas, esos sorprendentes tomates cortados en gruesas rodajas y servidos con albahaca troceada y mozzarella, aprendemos a hacer judías blancas toscanas con salvia y aceite de oliva. Por la mañana descascaro las judías y las cuezo a fuego lento. Luego dejo que se pongan a temperatura ambiente antes de aderezarlas con aceite. Consumimos una cantidad asombrosa de olivas negras.

Tres ingredientes son lo más que usamos la mayoría de las noches, pero parece que son suficientes para conseguir platos espléndidos. La idea de cocinar aquí me inspira… Con ingredientes tan soberbios todo parece fácil. La losa de mármol abandonada de una vieja cómoda me sirve de mesa de pastelería cuando decido hacer yo misma la masa para un pastel de ciruela. Mientras amaso con una de las botellas de Chianti sopladas a mano que rescaté de entre lo que ha quedado en la casa, pienso maravillada en mi cocina de San Francisco: las baldosas blancas y negras del suelo, una pared de espejo entre los armarios y el poyo, largos poyos de un blanco deslumbrante, la inmensa cocina, la luz del sol que entra por el tragaluz, y siempre Vivaldi, o Robert Johnson o Villa-Lobos acompañándome mientras cocino. Aquí, la voluntariosa araña del hogar me hace compañía mientras teje su nueva tela. La cocina y la nevera se ven demasiado nuevas contra la pared encalada que se desconcha y la bombilla que cuelga de un cable que parece vivo.

A media tarde paso largos ratos sumergida en el baño de asiento lleno de burbujas, quitándome telarañas del pelo, roña de las uñas, anillos de suciedad del cuello. No he tenido anillos de suciedad en el cuello desde que jugaba en las largas tardes de verano cuando era pequeña. Ed sale renovado de la ducha, con la camiseta de algodón blanca que resalta el moreno de su piel y sus shorts caqui.

La casa vacía, ahora fregada, parece espaciosa y pura. La mayor parte de los escorpiones emigran a algún otro lugar. Gracias a las gruesas paredes de piedra, estamos frescos hasta en los días más calurosos. Una primitiva mesa de granja que había quedado en la limonaia se convierte en nuestra mesa para la cena en la terraza de delante de la casa. Nos quedamos sentados allá afuera hasta tarde, hablando de la restauración, saboreando el gorgonzola con una pera que hemos cogido del árbol y el vino del lago Trasimeno, que está un valle más allá. La renovación parece sencilla, en verdad. Calefacción central, conectada con un nuevo baño y los ya existentes, una nueva cocina… pero es sencillo, la simplicidad personificada. ¿Cuánto tardarán los permisos? ¿Realmente necesitamos calefacción central? ¿La cocina debería quedarse donde está o sería mejor ponerla donde está el establo para los bueyes? Así, lo que ahora es la cocina podría convertirse en sala de estar, con una gran chimenea. En la oscuridad podemos ver los vestigios de un jardín: un seto largo y desbocado de boj, con cinco grandes bolas descuidadas elevándose por encima. ¿Deberíamos reconstruir el jardín con estos extraños restos? ¿Quitarlos del seto? ¿Eliminar el seto entero y plantar algo más informal, como lavanda? Cierro los ojos y trato de visualizar la imagen del jardín de aquí a tres años, pero esta jungla desbordante está grabada de modo indeleble en mi cabeza. Para cuando damos por concluida la cena, podría dormir de pie, como un caballo.

De acuerdo con las teorías chinas del feng shui, la casa debe de estar bien alineada. Hay aquí algo que nos produce una extraordinaria sensación de bienestar. Ed tiene la energía de tres personas. Y yo, eterna insomne, duermo como una bendita todas las noches y tengo sueños armoniosos en los que nado siguiendo la corriente en un río verde y cristalino, jugando y sintiéndome completamente segura en el agua. La primera noche soñé que el verdadero nombre de la casa no era Bramasole, sino Cento Angeli, «cien ángeles», y que los descubriría uno a uno. ¿Trae mala suerte cambiar el nombre de una casa, como pasa con el nombre de una barca? Como extranjera entusiasta que soy, no lo haría. Pero para mí, la casa tiene ahora un nombre secreto, aparte del real.

Las botellas ya no están. La casa está limpia. Los suelos de baldosas relucen por el encerado. Colgamos unos cuantos ganchos detrás de las puertas para poder sacar la ropa de las maletas. Con unos cajones de leche vacíos y unas losas sueltas de mármol que quedaban en el establo montamos un par de mesitas de noche para acompañar las dos sillas del jardín.

Nos sentimos preparados para afrontar la realidad de la restauración. Vamos paseando hasta la ciudad para tomar un café y telefoneamos a Piero Rizzatti, el geometra. La definición de delineante o agrimensor no acaba de dar una idea de lo que es un geometra, un profesional sin equivalente en Estados Unidos…, un intermediario entre propietario, constructores y responsables de urbanismo de la ciudad. Ian nos ha asegurado que es el mejor de la zona, lo que quiere decir que también tiene los mejores contactos y puede conseguir los permisos con rapidez.

Al día siguiente Ian aparece con el signor Rizzatti, que lleva consigo su cinta métrica y su cuaderno de anotaciones. Empezamos nuestro recorrido objetivo por la casa vacía.

La planta inferior la constituyen básicamente cinco habitaciones alineadas: cocina del campesino, cocina principal, sala de estar, cobertizo para los caballos y otro cobertizo. Hay un pasillo y las escaleras después de las dos primeras habitaciones. La casa está dividida por la caja de la escalera, con sus escalones de piedra y el pasamanos de hierro forjado. Extraña distribución: la casa está diseñada como una casa de muñecas, hay una habitación de profundidad y todas las habitaciones tienen el mismo tamaño. Es como poner a todos tus hijos el mismo nombre. En las dos plantas superiores, hay dos habitaciones a cada lado de las escaleras; hay que pasar por la primera para poder entrar en la segunda. La intimidad, hasta hace poco, no era muy importante para las familias italianas. Hasta Miguel Ángel, según recuerdo, dormía con cuatro canteros en la cama cuando trabajaba en un proyecto. En los grandes palazzi florentinos, tienes que pasar por una inmensa habitación para entrar en la siguiente. Los pasillos debían de parecer un derroche de espacio innecesario.

El ala oeste de la casa (una habitación en cada planta) estaba separada por una pared para los contadini, la familia del campesino que trabajaba las terrazas de olivos y vides. Una estrecha escalera de piedra sube por la parte de atrás de estas dependencias y no se puede acceder a ellas desde la casa principal, salvo por la puerta delantera de la cocina. Con su puerta, las dos puertas de los cobertizos y la gran puerta principal, son cuatro las puertaventanas que se ven en la fachada de la casa. Las imagino con postigos nuevos, abiertas a la terraza, con lavanda, rosas, y tiestos con limoneros entre ellas, con esos adorables aromas flotando por la casa y un movimiento natural de entrada y salida. El signor Rizzatti coge el picaporte de la puerta de la cocina del granjero y se le queda en la mano.

En la parte de atrás de las dependencias, en la segunda planta, se ha añadido una tosca habitación con la taza del váter unida con cemento al suelo. Los campesinos, que no tenían agua corriente en las plantas superiores, debieron de utilizar el método de los cangilones. Los dos verdaderos cuartos de baño también están construidos en la parte de atrás de la casa, fuera, cada uno en un descansillo de las escaleras. Esta solución tan fea es todavía común en las casas de piedra construidas antes de que se generalizaran las instalaciones en el interior. Veo con frecuencia esos retretes sobresaliendo de las casas, sostenidos a veces por endebles postes de madera que bajan haciendo ángulo hasta la pared. El pequeño cuarto de baño, que creo fue el primero de la casa, tiene techo bajo, el suelo ajedrezado y el encantador baño de asiento. El grande debió de hacerse en los años cincuenta, no mucho antes de que la casa fuera abandonada. Alguien tenía una incomprensible fijación por las baldosas: el cuarto de baño está embaldosado de arriba abajo, con baldosas rosas, azules y blancas con un dibujo de mariposas. El suelo es azul, pero de un azul diferente. El agua de la ducha cae directamente al suelo, o lo que es lo mismo, todo el baño se llena de agua. Alguien puso la alcachofa de la ducha tan alta que el agua que cae forma una pequeña corriente de aire y la cortina que hemos puesto se nos pega a las piernas.

Salimos al balcón en forma de L de la habitación de la primera planta, inclinándonos sobre la balaustrada para admirar la estupenda vista del valle por un lado y de olivos y árboles frutales por el otro. Por supuesto, estamos imaginando futuros desayunos, con la compañía del albaricoquero en flor, cuyas ramas entran por entre los barrotes de la baranda, y la ladera de la colina cubierta de lirios silvestres, cuyos ralos restos vemos por doquier. Puedo ver a mi hermana y su novio embadurnados de bronceador, echados cómodamente en una tumbona con una novela en las manos, con una jarra de té helado entre ellos. El suelo del balcón es como el del resto de la casa, sólo que la loseta se ve hermosamente gastada y mohosa. El signor Rizzatti, sin embargo, contempla las losetas con el ceño fruncido. Cuando bajamos, señala el techo de la limonaia, que queda justo bajo el balcón, y también está apelmazado por el musgo y en algunos sitios hasta se está cayendo. Goteras. Eso parece caro. Los garabatos que escribe en su cuaderno llenan ya dos páginas.

Pensamos que la extraña distribución de la casa nos va bien. De todos modos no necesitamos ocho habitaciones. Cuatro habitaciones pueden tener un estudio/sala/vestidor adjunto, aunque decidimos convertir la habitación contigua a la nuestra en un cuarto de baño. Dos baños son suficiente, pero nos encantaría permitirnos el lujo de un baño privado junto a nuestra habitación. Si podemos arrancar el tosco lavabo que queda anexo a esa habitación, dispondremos de un armario trastero, el único de la casa. Con su cinta métrica, el geometra señala el fantasma de una puerta que conducía al antiguo dormitorio del campesino desde la habitación que pensamos quedarnos. Reabrirla, pensamos, será un trabajo rápido.

En la planta baja, el alineamiento de las habitaciones no resulta tan conveniente. Cuando vimos la casa por primera vez, dije alegremente: «Echaremos estas paredes abajo y tendremos dos grandes salas.» Ahora el geometra nos dice que no podemos abrir las paredes más de un metro ochenta, a causa del riesgo de terremotos. Permanecer aquí me ha ayudado a hacerme una idea más precisa de la construcción. Veo cómo en esta planta las paredes se comban para acomodarse a las grandes piedras de los cimientos. La casa se construyó de un modo no muy distinto al de las terrazas de piedra, sin mortero, con piedras encajadas. Desde debajo de los umbrales de las puertas y las ventanas, veo que las paredes pierden grosor a medida que suben. Las mismas paredes que en la planta baja tienen casi un metro de grosor, se han reducido tal vez a la mitad en la segunda. ¿Qué es lo que aguanta la casa a medida que sube? ¿Harían unas vigas de acero verticales en esas aberturas el mismo servicio que unas piedras que ni siquiera podría abarcar con los brazos?

Cuando se concibió la gran cúpula del duomo en Florencia, nadie conocía una técnica que permitiera construir una media esfera tan grande. Alguien propuso construirla sobre una inmensa montaña de tierra apilada en la catedral. Bajo aquella tierra se escondería dinero y, cuando la cúpula se completara, se invitaría a los campesinos a buscar las monedas e ir llevándose la tierra. Afortunadamente, Brunelleschi ideó otra forma de construir su cúpula. Espero que quien construyó esta casa lo hiciera apoyándose en sólidos principios, aunque empiezo a tener mis dudas sobre la posibilidad de eliminar las gruesas paredes de la planta baja.

El geometra tiene opiniones para todo. Cree que la escalera trasera que lleva a las dependencias de los campesinos debería ir fuera. A nosotros nos encanta. Una secreta vía de escape. Cree que deberíamos enyesar de nuevo la fachada de estuco, que se está desconchando y cayendo, pintarla de ocre. De ninguna manera. Me encantan los colores que cambian con la luz, y el intenso resplandor de los dorados cuando llueve, como si el sol se filtrara por las paredes. Cree que nuestra principal prioridad debería ser el tejado. «Pero si en el tejado no hay goteras, ¿por qué preocuparse, cuando hay tantas otras cosas imprescindibles?» Le explicamos que no podremos hacerlo todo a la vez. La casa nos ha costado un dineral. El proyecto tendrá que realizarse poco a poco. Haremos buena parte del trabajo nosotros mismos. Los norteamericanos, trato de explicarle, a veces somos personas «hazlo tú mismo». Cuando digo esto, veo una sombra de pánico atravesar el rostro de Ed. «Do it yourself» no tiene traducción. El geometra sacude la cabeza como si todo fuera inútil si tiene que explicar cosas tan básicas como ésa.

Nos habla con amabilidad, como si con una enunciación precisa fuéramos a comprenderle mejor. «Escuchen, el tejado debe consolidarse. Guardarán las tejas, las contarán, las volverán a poner en el mismo orden, pero tendrán aislamiento, el tejado estará reforzado.»

En este punto, o es el tejado o la calefacción central, los dos no. Discutimos la importancia de ambos. Al fin y al cabo, estaremos aquí sobre todo en verano. Pero no queremos congelarnos en Navidad cuando volvamos para recoger las olivas. Si queremos instalar calefacción, tiene que hacerse al mismo tiempo que la instalación del agua. El tejado puede hacerse en cualquier otro momento… o nunca. Cuando te duchas o llenas un cubo para limpiar, una bomba se pone en marcha y el agua del pozo sube hasta la cisterna. Hay calentadores individuales (milagrosamente, funcionan) sobre cada ducha. Necesitaremos un calentador central, y una gran cisterna conectada a éste para que la ruidosa bomba no tenga que estar siempre funcionando.

Nos decidimos por la calefacción. El geometra, seguro de que entraremos en razón, dice que también solicitará un permiso para el tejado.

En algún momento bajo en la vida de la casa, alguien tuvo la descabellada idea de pintar las vigas de castaño de las habitaciones con un horrendo barniz de color vinagre. Esta técnica inimaginable fue popular durante un tiempo en el sur de Italia. Pintas vigas auténticas con una sustancia pegajosa y espesa, y luego las peinas ¡para simular madera! Por tanto, limpiarlas con chorro de arena es una prioridad. Un trabajo feo pero rápido, y haremos el sellado y el encerado nosotros mismos. Una vez recuperé la superficie de la cómoda de un marino y lo encontré muy divertido. Habrá que hacer arreglos en puertas y ventanas. Todos los cuadros de las ventanas y los postigos interiores están con el mismo pastiche de falsa madera. El genio de las vigas y las ventanas seguramente también es responsable del hogar, que está cubierto de azulejos de cerámica que parecen ladrillos. Qué cosa, cubrir el material auténtico con una imitación. Todo eso debe ir fuera, junto con los azulejos azules que cubren el amplio alféizar, y las mariposas del cuarto de baño. La cocina principal y la de las dependencias de los campesinos lucen feos fregaderos de cementó. La lista del geometra es ya de tres páginas. En la cocina del campesino el suelo está hecho de azulejos de mármol picado, muy feos. Hay un montón de cables viejos enroscados cerca del techo en portalámparas blancos de porcelana. A veces salta una chispa cuando enciendo la luz.

El geometra se sienta junto al muro de la terraza, secándose la cara con un enorme pañuelo con sus iniciales. Nos mira con lástima.

Regla número uno en un proyecto de restauración: estar allí. Estaremos a once mil kilómetros de distancia cuando se haga el grueso del trabajo.

Nando Lucignoli, a quien nos ha enviado el signor Martini, llega en su Lancia y permanece al final del camino, mirando, no hacia la casa, sino a la vista del valle. Pienso que debe de ser un gran amante de los paisajes, pero me doy cuenta de que está hablando por el móvil, agitando el cigarrillo y gesticulando al aire. Arroja el teléfono al asiento de delante.

«Bella posizione.» Vuelve a agitar su Gauloises cuando me estrecha la mano, casi inclinándose ante mí. Su padre es albañil y él se ha convertido en contratista, un contratista extraordinariamente apuesto. Al igual que muchos italianos, la colonia o la loción de afeitar que utiliza le da un aura fresca y alegre, sólo ligeramente desvaída por el humo del tabaco. Antes de que diga nada más, sé que es el contratista que necesitamos. Lo llevamos en un recorrido por la casa. «Niente, niente —repite, «nada»—. Pasaremos los tubos de la calefacción por detrás de la casa, una semana. El cuarto de baño, tres días, signora. Entre todo, un mes. Le quedará una casa perfecta. Usted cierre la puerta, déjeme la llave y, cuando vuelva, todo estará arreglado». Nos asegura que puede encontrar baldosas viejas que no desentonen con el resto de la casa para la nueva cocina que irá donde estaba el establo. ¿La instalación eléctrica? Tiene un amigo. ¿El balcón de losetas? Se encoge de hombros, oh, un poco de mortero. ¿Las aberturas en las paredes? Su padre es un experto en eso. Su pelo negro y repegado, deseando volver a su rizado natural, le cae sobre la frente. Se parece al Baco de Caravaggio… Sólo que tiene los ojos de un verde musgo y los hombros ligeramente caídos, seguramente por la velocidad a la que conduce su Lancia. Piensa que mis ideas son maravillosas, hubiera debido ser arquitecto, tengo un gusto excelente. Nos sentamos bajo el muro de piedra y tomamos un vaso de vino. Ed entra para hacerse un café. Nando dibuja esquemas de las tuberías del agua en el reverso de un sobre. Mi italiano es encantador, me dice. Entiende todo lo que le explico. Dice que nos traerá el presupuesto mañana. Estoy segura de que será razonable, que durante el invierno Nando, su padre y unos cuantos trabajadores de confianza transformarán Bramasole. «Usted disfrute…, déjelo en mis manos», dice al tiempo que las ruedas de su coche giran en el sendero de entrada. Cuando le digo adiós, me doy cuenta de que Ed se ha quedado en la terraza. Se muestra esquivo sobre el tal Nando, y comenta sólo que olía como una profumeria, es muy afectado fumar Gauloises, y que a él no le parecía que la calefacción central pudiera instalarse de ese modo en absoluto.

Ian trae a Benito Cantoni, un hombre bajo y corpulento, con ojos de color avellana y un extraño parecido con Mussolini. Tiene unos sesenta años, así que debieron de ser tocayos. Recuerdo que, de hecho, a Mussolini lo llamaron Benito por Benito Juárez, que luchó contra la opresión francesa. Resulta curioso pensar que ese nombre revolucionario haya pasado después por un dictador para acabar en este hombre tranquilo con un rostro ancho y una calva que relucen como una manzana abrillantada. Cuando habla, cosa poco frecuente, utiliza el dialecto local del Val di Chiana. Él no entiende una palabra de lo que nosotros decimos y, desde luego, nosotros tampoco le entendemos a él. Hasta Ian tiene dificultades. Benito trabajó en la restauración de la capilla de Le Celle, un monasterio cercano, una sólida referencia. Quedamos aún más impresionados cuando Ian nos lleva a ver una casa que está restaurando cerca de Castiglione del Lago, una granja con una torre construida supuestamente por los caballeros templarios. El trabajo parece cuidadoso. Sus dos albañiles, a diferencia de él, lucen amplias sonrisas.

De vuelta en Bramasole, Benito va de un lado a otro, sin tomar una sola nota. Transmite una serena confianza. Cuando pedimos a Ian que le pida un presupuesto, Benito se niega. Es imposible saber los problemas con los que puede encontrarse. ¿Cuánto queremos gastar? (¡Qué pregunta!) No está muy seguro sobre el tema de los azulejos del suelo, de lo que descubrirá cuando arranque las losetas del balcón de la primera planta. Una pequeña viga, nos hace notar, debe cambiarse en la segunda planta.

Los presupuestos son algo desconocido para los constructores de aquí. Están acostumbrados a trabajar al día, con alguien de la casa que controle el tiempo que pasan allí. Sencillamente, ésta no es la forma que ellos tienen de hacer negocios, aunque a veces puedan decir: «En tres días» o «Quindici giorni». Quindici giorni —«quince días»—, según comprobamos, es sólo una forma de decir que el hablante no tiene la menor idea pero que imagina que el plazo de tiempo no es del todo indefinido. Quindici minuti, lo habíamos descubierto cuando perdimos un tren, significa unos cinco minutos, no los quince que indica, incluso si quien te lo dice es el maquinista del tren que está a punto de salir. Creo que la mayoría de los italianos tienen un sentido del tiempo mucho más amplio que nosotros. ¿Qué prisa hay? Una vez levantado, un edificio permanecerá en pie mucho, mucho tiempo, puede incluso que cien años. Dos semanas, dos meses, gran cosa.

¿Derribar las paredes? No lo recomienda. Gesticula, indicando la casa que se viene abajo sobre nosotros. De alguna forma, Benito fijará una cifra y se la comunicará a Ian esta semana. Cuando se va, lanza por fin una breve sonrisa. Sus dientes amarillos y cuadrados parecen lo bastante fuertes para atravesar el ladrillo. Ian lo defiende y descarta a Nando como el «playboy del mundo occidental». Ed parece complacido.

Nuestro geometra recomienda un tercer contratista, Primo Bianchi, que llega en un Ape, una de esas minúsculas furgonetas de tres ruedas. Él también es una miniatura, apenas llega al metro y medio, es robusto y viste con un mono con un pañuelo rojo alrededor del cuello. Sale y nos saluda educadamente con una vieja expresión: «Salve, signori.» Parece uno de los ayudantes de Santa Claus, con gafas con montura dorada, pelo blanco que se agita al viento, botas altas. «Permesso?», pregunta antes de que crucemos la puerta. Ante cada puerta, se detiene y pregunta «Permesso?», como si dentro temiera sorprender a alguien desvistiéndose. Sostiene en las manos su gorra, igual que hacían los trabajadores del molino de mi padre en el Sur; está acostumbrado a ser el «campesino» que se dirige al «padrone». Sin embargo, se le ve seguro de sí mismo, advierto en él un orgullo que he visto con frecuencia en camareros, mecánicos o repartidores aquí en Italia. Comprueba las ventanas y las puertas. Clava la punta de su cuchillo en las vigas para verificar si hay carcoma, mueve ladrillos sueltos.

Llega a un lugar en el suelo, se arrodilla y frota dos ladrillos que tienen un color ligeramente distinto. «Io —dice sonriente, señalándose el pecho—, molti anni fa.» Él los sustituyó hace muchos años. Entonces nos dice que fue él quien instaló el baño principal y que venía cada diciembre para ayudar a trasladar los grandes tiestos de limoneros que bordeaban la terraza a la limonaia, donde pasaban el invierno. El dueño de la casa era de la edad de su padre, un viudo cuyas cinco hijas habían crecido y se habían marchado. Cuando murió, las hijas dejaron la casa vacía. Se negaron a desprenderse de ella, pero nadie se preocupó por el lugar durante treinta años. Ah, las cinco hermanas de Perugia… Las imagino en sus estrechas camas de hierro, en sus cinco habitaciones, levantándose todas a la vez y abriendo las ventanas. No creo en fantasmas, pero desde el principio intuí sus gruesas trenzas atadas con lazos, sus camisones blancos con las iniciales bordadas, su madre, que las hacía sentar cada noche ante el espejo para darles cien cepillados.

En el balcón de la primera planta, sacudió la cabeza. Las losetas tendrán que levantarse. Hay que colocar por debajo una capa de tela asfáltica y después el aislante. Teníamos la sensación de que sabía de lo que hablaba. ¿Calefacción central? «Avive el fuego, abríguese bien, signora, el coste sería enorme.» ¿Las dos paredes? Sí, podría hacerse. Las decisiones son irracionales. Los dos supimos que Primo Bianchi era la persona indicada para la restauración.

Si en el primer capítulo aparece una pistola sobre el mantel, tiene que haber un disparo antes de que acabe la historia.

El anterior propietario no sólo había afirmado la abundancia de agua, había rayado el lirismo. Era motivo de gran orgullo. Después de acompañarnos en un paseo por los límites de la propiedad, había abierto un grifo del jardín a plena potencia, volviendo sus manos bajo el agua fresca del pozo. «¡Era un punto de abastecimiento de agua de los etruscos! Esta agua se conoce por ser la más pura… El sistema de canalizaciones de los Medici —dijo señalando los muros de la fortaleza del siglo XV que hay en lo alto de la colina— pasa por estas tierras.» Su inglés era perfecto. Sin duda, estaba bien informado sobre el tema del agua. Nos describió los cursos de agua que surcan las montañas que nos rodean, la gran cantidad que corría por nuestro lado del monte Sant’Egidio.

Por supuesto, hicimos inspeccionar la propiedad antes de comprarla. Un geometra imparcial de Umbertide, a kilómetros de distancia de las colinas, nos dio una detallada evaluación. El agua, estaba de acuerdo, abundaba.

Mientras tomo una ducha después de seis semanas de propietaria, el chorro empieza a menguar, hasta que no cae una sola gota. Me quedo unos momentos con el jabón en la mano, sin entender lo que pasa, luego decido que la bomba debe de haberse cerrado accidentalmente o, más probablemente, se ha ido la luz. Pero la luz está encendida. Salgo de la ducha y me seco el jabón con una toalla.

El signor Martini viene de su oficina con una larga cuerda en la que están señalados los metros y un peso en el extremo. Levantamos la losa del pozo y él introduce el peso. «Poco acqua», anuncia en voz alta cuando el peso toca fondo. «Poca agua». Lo vuelve a subir, cubierto de raíces oscuras, y sólo unos pocos centímetros de la cuerda están mojados. El pozo es una cuenca seca de veinte metros de profundidad, con una bomba que debe de ser anterior a la revolución industrial. Lo mismo puede decirse del saber del geometra imparcial de Umbertide. Que Toscana esté en el tercer año de una grave sequía no ayuda mucho.

«Un nuovo pozzo», anuncia aún más fuerte. Mientras, nos dice, le compraremos el agua a un amigo suyo que nos la traerá en un camión. Afortunadamente, tiene un «amigo» para cada situación.

«¿Agua del lago?», pregunto yo, imaginando pequeñas ranitas y algas verdes y resbaladizas del Trasimeno. Nos asegura que es agua pura, hasta tiene fluoruro. Su amigo se limitará a verter al pozo montones y montones de agua, suficiente para el resto del verano. Y en otoño, un nuevo pozzo, profundo, con un agua excelente…, suficiente para una piscina.

Lo de la piscina se ha convertido en un tema recurrente mientras buscábamos casa. Como somos de California, todos cuantos nos enseñaban una casa asumían que lo primero que pediríamos sería una piscina. Recuerdo que, hace años, cuando estaba de visita en el oeste, el hijo (de rostro pálido) de un amigo me preguntó si daba las clases en bañador. Me gustó la idea que tenía. Después de haber tenido piscina, creo que el mejor modo de disfrutar del agua es tener un amigo que tenga piscina. Tener que hacer frente a las transformaciones nocturnas del agua no entra en mis planes para las vacaciones. Ya hay bastantes problemas aquí.

Así que compramos una cisterna de agua, sintiéndonos en parte como unos idiotas y en parte aliviados. Sólo vamos a estar dos semanas más en Bramasole y ciertamente pagar al amigo de Martini nos sale más barato que ir a un hotel… y no es ni la mitad de humillante. Nos duchamos deprisa, no bebemos más que agua embotellada, comemos fuera con frecuencia y enriquecemos a los de la tintorería. Durante todo el día oímos el rítmico bombear de las perforadoras ascender desde el valle. Al parecer, hay otras personas que tampoco tienen pozos profundos. Me pregunto si hay alguien más en Italia a quien le hayan vertido una carga de agua en la tierra. No dejo de confundir pozzo, «pozo», con pazzo, «loco», que es como debemos de estar nosotros.

Para cuando empezamos a hacernos una idea de lo que necesita el lugar —aparte de agua— y lo que hacemos aquí, llega la hora de irnos. En California, los estudiantes están comprando sus libros de texto, consultando los horarios de clase. Hacemos las disposiciones necesarias para solicitar los permisos. El presupuesto es astronómico… Tendremos que hacer nosotros mismos más trabajo del que imaginábamos. Recuerdo que una vez me dio un calambrazo cuando intentaba cambiar la caja de una toma de electricidad en el estudio de mi casa. Y a Ed el techo le cedió bajo un pie cuando subió al ático para comprobar una gotera del tejado. Llamamos a Primo Bianchi y le decimos que nos gustaría que se ocupara del grueso de la obra y que nos pondríamos en contacto cuando lleguen los permisos. Bramasole, afortunadamente, está en una «zona verde» y es una zona de belle arti, lo que significa que no puede construirse nada y que las casas están protegidas contra cualquier cambio que pueda alterar su integridad arquitectónica. Dado que los permisos requieren la aprobación local y la estatal, el proceso lleva meses…, hasta un año. Esperamos que Rizzatti tenga tan buenos contactos como hemos oído decir. Bramasole tendrá que permanecer vacía un invierno más. Dejar un pozo seco te deja un regusto seco en la boca.

Cuando vemos al anterior propietario en la piazza justo antes de irnos, se muestra agradable, con su nuevo Armani echado sobre los hombros. «¿Cómo va todo por Bramasole?», pregunta. «No podía ir mejor —respondo yo—. Estamos encantados con todo.»

Mientras cerraba la casa, conté. Diecisiete ventanas, cada una con pesados postigos exteriores y elaboradas ventanas interiores con paneles de madera, y siete puertas que cerrar. Cuando cerraba los postigos, cada habitación se oscurecía de repente, con la excepción de algunos hilos de luz que caían sobre el suelo. Las puertas se cierran con unas barras de hierro, todas excepto el portone, la gran puerta frontal, que se cierra con la llave de hierro y, supongo, hace inútil los elaborados cierres de las otras puertas y ventanas, ya que un ladrón determinado podría fácilmente echar la puerta abajo a pesar de la sólida resonancia que producen las dos vueltas de la llave. Pero la casa ha permanecido aquí vacía durante treinta inviernos, ¿qué importa uno más? Si algún ladrón entrara en la casa, no encontraría más que una cama solitaria, algunas sábanas, una cocina, una nevera y ollas y sartenes.

Resulta extraño preparar la bolsa de viaje y marcharse, dejar la casa con las primeras luces de la mañana, uno de mis momentos favoritos del día, como si nunca hubiéramos estado aquí.

Nos dirigimos hacia Niza, atravesando Toscana en dirección a la costa de Liguria. Dejamos atrás colinas tostadas, campos de girasoles con sus cabezas lánguidas, y postes de señalización con nombres mágicos: Montevarchi, Firenze, Montecatini, Pisa, Lucca, Pietrasanta, Carrara, con su río lechoso de polvo de mármol. Para mí las casas son totalmente antropomórficas. Son tan ellas mismas… Bramasole volvía a parecer ella misma cuando nos fuimos, erguida y serena ante el sol.

No dejo de oírme cantar «The cheese stands alone» mientras cruzamos túneles y más túneles.

—¿Qué cantas? —Ed adelanta a otros coches a 140 kilómetros por hora. Me temo que ha adoptado demasiado espontáneamente la pasión de los italianos por conducir.

—¿No jugaste nunca a «The Farmer in the Dell» cuando ibas a primero?

—Yo jugaba a tomar el castillo. Eran las chicas las que jugaban a esas cosas.

—A mí siempre me gustaba cuando al final exclamábamos «The cheese stands alone» enfatizando cada sílaba. Me da pena marcharme, sabiendo que la casa se quedará aquí sola todo el invierno y nosotros estaremos demasiado ocupados para acordarnos siquiera de ella.

—¿Estás loca? Pensaremos cada día dónde queremos las cosas, lo que queremos plantar… y cuánto nos van a robar.

En Mentón, cogemos una habitación en un hotel y pasamos las últimas horas de la tarde bañándonos en el Mediterráneo. Italia se ha convertido ahora en aquel distante brazo de tierra a la luz difusa del crepúsculo. En algún lugar, a años luz de aquí, Bramasole está ahora en sombras; el sol de la tarde ha desaparecido tras la cima de la colina. Y a muchos más años luz de distancia, ya ha amanecido en California; la luz penetra en el comedor, donde Sister, la gata, calienta su piel en la mesa que hay junto a las ventanas. Recorremos a pie el largo paseo que lleva hasta la ciudad y tomamos tazones de soupe au pistou y pescado asado. Al día siguiente, salimos temprano para Niza y cogemos el avión. Mientras el avión corre por la pista de despegue, vislumbro una franja de manos que saludan contra el brillante cielo. El avión se eleva y nos vamos por nueve meses.