Capítulo 1

Bramare (arcaico): Ansiar

Estoy a punto de comprar una casa en un país extranjero. Una casa con el bonito nombre de Bramasole. Es alta, de planta cuadrangular y color albaricoque con postigos de un verde pálido, un antiguo tejado de tejas, y un balcón en la primera planta con balaustrada de hierro forjado, donde tal vez en otro tiempo las damas se sentaban con sus abanicos a contemplar algún espectáculo. Pero abajo, campan a sus anchas los zarzales, marañas de rosas, y malas hierbas que llegan a la altura de la rodilla. El balcón da al sudeste, a un profundo valle y, más allá, están los Apeninos toscanos. Cuando llueve o cambia la luz, la fachada de la casa se vuelve dorada, siena, ocre; la pintura escarlata anterior aflora en manchas rosadas, como una caja de carboncillos que se derrite al sol. Allá donde el estuco ha caído, se observa una piedra rugosa que en otra época constituyó la fachada. La casa se eleva sobre una strada bianca, un sendero de grava blanca, en un lado de la colina cubierto de árboles frutales y olivos. Bramasole: de bramare, «ansiar», y sole, «sol»: algo que ansia el sol, y, sí, yo lo ansío.

El sentido común de la familia les hace oponerse con firmeza a esta decisión. Mi madre ha dicho: «Ridículo», poniendo un énfasis especial en la segunda sílaba, riculo, y mis hermanas, aunque están entusiasmadas, tienen miedo, como si yo tuviera sólo dieciocho años y estuviera a punto de escaparme con un marinero en el coche de la familia. Yo también tengo mis dudas. Las rígidas sillas de la oficina exterior de la notaio no ayudan. Las crines de caballo de la silla me pican a través del fino vestido de lino cada vez que me muevo, lo cual hago a menudo en esta sala de espera en ángulo de cien grados. Miro para ver qué está escribiendo Ed detrás de un recibo: parmigiano, salami, café, pan. ¿Cómo es posible? Finalmente, la signora abre la puerta y su italiano torrencial se desborda sobre nosotros.

El notaio no tiene nada que ver con el notario: es la persona que se encarga oficialmente de las transacciones de bienes raíces en Italia. Nuestra notaio, la signora Mantucci, es una siciliana pequeña y fiera con gruesas gafas de color que hacen que sus ojos verdes parezcan más grandes. Habla más deprisa que ningún otro ser humano que yo haya oído nunca. Lee largas disposiciones legales en voz alta. Pensaba que el italiano siempre era un idioma melifluo; pero ella hace que suene como piedras que se estrellan contra el suelo. Ed la mira con arrobo: sé que está hechizado por el sonido de su voz. De pronto, el propietario, el doctor Carta, piensa que ha pedido demasiado poco; sin duda así es, puesto que hemos accedido a comprar. Su precio nos parece exorbitante. Sabemos que es exorbitante. La siciliana no se detiene, no permite que nadie la interrumpa, excepto Giuseppe, del bar de abajo, que de pronto abre las oscuras puertas con una bandeja en alto y parece sorprendido al ver allí sentados a sus clientes americani casi bizcos por la confusión. Le trae su vasito de espresso de media mañana a la signora, y ella se lo toma de un trago, casi sin detenerse. El dueño espera poder declarar que la casa tiene un precio, aunque en realidad el precio es mucho mayor. «Es así como se hace —insiste—. Nadie está lo bastante loco como para declarar el valor real.» Propone que traigamos un cheque a la oficina de la notaio y le entreguemos diez cheques más pequeños literalmente por debajo de la mesa.

Anselmo Martini, nuestro agente, se encoge de hombros.

Ian, el agente inmobiliario inglés a quien hemos contratado para que nos ayude con el idioma, también se encoge de hombros.

El doctor Carta concluye: «¡Americanos! Se toman las cosas demasiado en serio. Y, per favore, fechen los cheques con una semana de intervalo para que el banco no sospeche.»

¿Se refería al mismo banco que yo conozco, cuyo oficinista, de ojos endrinos, realiza lánguidamente una transacción cada quince minutos, entre cigarrillos y llamadas telefónicas? De súbito, la signora da por concluida la entrevista, revuelve los papeles en una carpeta y se levanta. Podemos volver cuando el dinero y los papeles estén listos.

En el hotel, una de las ventanas de nuestra habitación tiene una vista impresionante sobre los antiguos tejados de Cortona y la oscura extensión del Val di Chiana. Un viento caliente y agreste, el scirocco, está volviendo un poco loca a gente normal. En mi caso, parece reflejar un estado de ánimo. No puedo dormir. En Estados Unidos, he comprado y vendido unas cuantas casas con anterioridad… Cargábamos el coche con la porcelana de mi madre, el gato y el ficus y recorríamos los ocho u ocho mil kilómetros que nos separaban de la siguiente puerta o casa en la que introducir nuestra nueva llave. Evidentemente, algo tiene que alterarse en la persona cuando el techo que tiene sobre su cabeza está en juego, puesto que vender significa desprenderse de una serie de recuerdos y al comprar eliges el lugar donde vas a vivir el futuro. Y el sitio, que nunca es neutral, por supuesto, también influye. Aparte de eso, están las cuestiones legales y otras contingencias. Pero aquí todo absolutamente parece conspirar para dejarme a oscuras.

Italia siempre ha tenido un magnetismo especial para mí. Y durante los cuatro veranos que llevamos alquilando granjas por toda Toscana, no he dejado de pensar en las casas. Primero Ed y yo alquilamos con unos amigos, y la primera noche ya empezamos a calcular, a imaginar, si juntando los ahorros de los cuatro podríamos comprar la ruinosa casa de piedra que veíamos desde la terraza. Ed enseguida se enamoró de la vida de granja y deambulaba por las tierras de nuestros vecinos, observando su trabajo diario. Los Antolini tenían una plantación de tabaco, una cosecha hermosa, aunque odiada. Podíamos oír a los trabajadores gritar «Vípera!» para avisar a los otros de la presencia de una serpiente venenosa. Al atardecer, una neblina azul violácea se elevaba de las hojas oscuras. La granja bien ordenada parecía pacífica desde el privilegiado observatorio de nuestra terraza. Nuestros amigos no volvieron, pero durante las tres siguientes vacaciones, la búsqueda de una residencia de verano se convirtió en algo primordial para nosotros…, tanto si encontrábamos casa como si no, teníamos la oportunidad de visitar lugares donde se hacía aceite puro de oliva, de descubrir hermosas iglesias románicas de pueblo, de deambular entre los viñedos por remotos caminos, de detenernos a probar el más dulce Brunello o el Vino Nobile más negro. Buscar casa te da una perspectiva mucho más amplia. Cada semana visitábamos mercados buscando algo más que unos simples melocotones para ir de excursión; estudiábamos con detenimiento la calidad y la variedad de los productos, planificando mentalmente cenas de cumpleaños, nuevas vacaciones y desayunos para invitados de fin de semana. Pasábamos horas sentados en las piazzas o bebiendo limonadas en bares locales, haciéndonos secretamente una idea del ambiente en el lugar. Muchas veces puse mis pies ampollados en remojo en los bidets de los hoteles, o me los masajeé con pomada, después de haber recorrido kilómetros de calles pedregosas. Cargábamos con nuestros libros de historia, guías turísticas, guías de flores silvestres y novelas a cada hotel y casa que alquilábamos. Siempre preguntábamos a los lugareños dónde les gustaba comer y acabábamos en restaurantes que nuestras numerosas guías no mencionaban. Los dos sentimos una curiosidad insaciable por las ruinas de los castillos que vemos recortados en las colinas. Mi idea del cielo sigue siendo recorrer los caminos de grava de Umbría y Toscana, agradablemente perdida.

Cortona fue la primera ciudad donde nos alojamos, y no dejamos de volver allí durante los veranos en que alquilamos casas fascinantes y peculiares en las inmediaciones de Volterra, Florencia, Montisi, Rignano, Vicchio, Quercegrossa. Una tenía una cocina en la que no cabían dos personas juntas, pero desde allí se veía un trocito del Arno. En otra no había ni agua caliente ni cuchillos en la cocina, pero la casa estaba construida sobre unas murallas medievales que daban a unos viñedos. Una tenía varias vajillas de porcelana para cuarenta personas, y un número incontable de vasos y cubiertos de plata, pero el congelador hacía demasiado hielo y cada día, hacia las cuatro, la puerta se abría, desvelando el nuevo iglú. Cuando el tiempo era húmedo sentía un hormigueo cada vez que tocaba algo en la cocina. Cuentan que, en la propiedad, Cimabue descubrió al joven Giotto dibujando una oveja en la tierra. En otra casa, los colchones de las camas se hundían por el medio crujiendo aparatosamente. Entraban murciélagos por la chimenea y los gusanos que había en las vigas provocaban una lluvia constante de serrín sobre nuestras almohadas. La chimenea era tan grande que podíamos sentarnos en ella mientras asábamos nuestras chuletas de ternera y los pimientos.

Recorrimos cientos de kilómetros polvorientos para ver casas que luego resultaban estar en la llanura aluvial del Tíber o tenían vistas a una mina a cielo abierto. El agente de Siena nos prometió alegremente que dentro de veinte años la vista sería maravillosa; la reforestación de zonas sometidas a explotación se hacía por ley. Una gloriosa casa medieval era increíblemente cara. El campesino de dientes aserrados que conocimos en un bar intentó vendernos la casa de su infancia, un gallinero de piedra sin ventanas adosado a otra casa, donde unos perros agresivos no dejaron de ladrarnos tirando con violencia de sus cadenas. Nos quedamos prendados de una casa en las afueras de Montisi. La dueña, una contessa, nos dejó visitarla durante cuatro días, y después decidió que necesitaba una firma de Dios antes de venderla. Tuvimos que irnos antes de que la firma llegara.

Cuando pienso en esos lugares, me resultan ridículamente extraños, también Cortona. Ed no lo ve así. Cada tarde, observa a la joven pareja que intenta atravesar la piazza con su hijo recién nacido en el cochecito. Cada pocos pasos alguien los detiene. Todos rodean el cochecito. Se inclinan para ver la cara del niño, hacen ruidos, lo elogian. «En mi siguiente vida —me dice Ed—, quiero reencarnarme en un bebé italiano.» Está por completo inmerso en la vida de la piazza: el hombre sensual y moreno que se sube la manga para que se le vean los músculos cuando apoya lánguidamente el mentón en la mano; las notas puras de Vivaldi que flotan desde la ventana de alguna habitación; el abanico de flores radiantes del florista contra la tienda de piedra; un hombre que no tiene cuello descargando corderos de ojos desorbitados de su camión. Se los echa al hombro como si fueran sacos de harina. Cada pocos minutos, Ed mira al gran reloj que durante tantos años ha señalado el paso del tiempo en la piazza. Finalmente, se levanta para dar un paseo, memorizando cada piedra de la calle.

Del otro lado del jardín del hotel, un árabe que está de visita se pone a recitar sus oraciones en dirección a levante justo cuando empezaba a dormirme. Suena como si estuviera haciendo gárgaras con agua salada. Durante horas su voz monótona recita y recita, una y otra vez. Me dan ganas de asomarme a la ventana y gritarle que se calle. De vez en cuando me da por reír. Miro por la ventana y lo veo en su ventana, asintiendo con una sonrisa en los labios. Me recuerda tanto a los subastadores de tabaco que oía de niña en los sofocantes almacenes del Sur de los Estados Unidos… Estoy a once mil kilómetros de casa, dilapidando los ahorros de toda una vida por un capricho. ¿Es un capricho? Es más bien como enamorarse, y eso nunca es realmente un capricho, sino que emana de muy adentro. ¿O sí lo es?

Cada vez que salimos de las habitaciones altas y frescas del hotel al sol afilado y damos un paseo, la ciudad nos gusta más y más. Las mesas de la terraza del bar Sport están frente a la Piazza Signorelli. Unos cuantos granjeros venden sus productos en los escalones del teatro del siglo XIX cada mañana. Mientras tomamos un espresso, los vemos sostener oxidadas pesas para los tomates. El resto de la piazza está rodeado de palazzi medievales o renacentistas que se conservan en perfecto estado. Casi espera uno ver aparecer en cualquier momento un personaje de La Traviata. Visitamos diariamente cada una de las puertas medievales rematadas con claves de las murallas etruscas, exploramos las angostas calles de piedra bordeadas por casas renacentistas o más antiguas y los aún más angostos vicoli, misteriosos callejones para peatones que con frecuencia presentan una pronunciada pendiente. Las «puertas de la muerte» del siglo XIV, que ahora están tapiadas, aún pueden verse. Unas puertas fantasma, situadas junto a la entrada principal de las casas y que, según dicen, se diseñaron para sacar a las víctimas de la peste…, hubiera traído mala suerte sacarlas por la puerta principal. Me doy cuenta de que en las puertas de las casas la gente suele dejar las llaves en la cerradura.

Las guías describen Cortona como «sombría y austera». Se equivocan. Su emplazamiento en lo alto de la colina, los muros y los edificios de piedra, erguidos y macizos, confieren a su arquitectura un carácter decididamente vertical. Al atravesar la piazza, siento las sombras abruptas y angulosas caer con una pureza euclídea. Quiero levantarme y ponerme bien derecha… La verticalidad de los edificios parece contagiarse a sus habitantes. Caminan despaciosamente, con un hermoso… porte, ésa es la palabra. No dejo de decir: «¿No es preciosa esa chica?»; «¿No es deliciosa?»; «Mira qué cara… Un perfecto Rafael». A media tarde, estamos de nuevo sentados con nuestros espressos, mirando esta vez hacia la otra piazza. Una mujer de unos sesenta años pasa ante nosotros con su hija y su nieta adolescente, dando un paseo, cogidas del brazo, con el sol en sus rostros enérgicos. No sabemos por qué la luz resulta tan luminosa. Tal vez sea el oro que irradian las cosechas de girasoles de los campos vecinos. Las tres mujeres parecen tranquilas, orgullosas, impresionantemente complacidas. Debería haber una moneda de oro con sus rostros grabados.

Entre tanto, mientras damos sorbitos a nuestro espresso, el dólar cae con rapidez. Cada mañana nos vamos de la piazza para correr a consultar en los diferentes bancos los índices de cambio actualizados. Cuando cambias un cheque de viajero para una compra de última hora en el mercado de cuero, no tiene mayor importancia cómo esté el cambio, pero se trata de una casa con dos hectáreas, y cada lira cuenta. Una ligera caída en esos múltiplos hace que el estómago nos dé un vuelco. Cada cien liras que caen, calculamos cuánto más cara nos saldrá la casa. De modo irracional, también calculo cuántos pares de zapatos podría comprar con eso. Antes los zapatos eran lo que más compraba en Italia, mi pecado secreto. A veces volvía a casa con nueve pares nuevos: zapatos planos rojos de piel de serpiente, sandalias, botas de ante y varios pares de chanclas de distintos colores.

Normalmente, la comisión que cobran los bancos cuando reciben una transferencia de tan lejos varía. Necesitamos un respiro. Parece que van a quedarse una cantidad importante, ya que confirmar un cheque en Italia puede llevar semanas.

Finalmente, recibimos una lección sobre el modo en que funcionan aquí las cosas. El doctor Carta, deseoso de zanjar el asunto, llama a su banco —el mismo que tienen su padre y su suegro— de Arezzo, a media hora de aquí.

Después nos llama a nosotros. «Vayan allí —nos dice—. No les cobrarán comisión por recibir el dinero y les darán la cantidad que corresponda al cambio en el momento en que llegue.»

Su astucia no me sorprende, aunque durante toda la negociación ha demostrado un espectacular desinterés por el dinero… Se limitó a decir un precio elevado y de ahí no se movió. Compró la propiedad a las cinco viejas hermanas de una familia de propietarios en Perugia el año pasado, con la idea, según nos dijo, de convertirla en una residencia de verano para su familia. Sin embargo, él y su esposa habían heredado una propiedad en la costa y decidieron quedarse con aquélla. ¿Sería eso cierto o habría comprado la casa por una miseria a unas señoras nonagenarias y ahora pensaba hacer su agosto y comprarse una propiedad en la costa con nuestro dinero? Y no es que lo critique. Es listo.

El doctor Carta, temiendo tal vez que nos echemos atrás, llama y pide que nos encontremos en la casa. Aparece en su Alfa 164, vestido de Armani de los pies a la cabeza. «Hay otra cosa —dice, como si estuviera continuando una conversación—. Si me hacen el favor de acompañarme, quiero mostrarles algo.» Siguiendo el camino un centenar de metros, encontramos un sendero de piedra que corre entre olorosa retama. Es curioso, el sendero sigue colina arriba, rodeando una loma. Pronto encontramos ante nosotros una vista de 200 grados sobre el valle. Abajo quedan el camino bordeado de cipreses y un paisaje amable salpicado de viñedos y olivares. A lo lejos se vislumbra una mancha azul: el lago Trasimeno; hacia la derecha, los tejados rojos de Cortona recortados claramente contra el cielo. El doctor Carta se vuelve hacia nosotros con expresión triunfal. Las losas de piedra que forman el camino se ensanchan aquí. «Los romanos… este camino lo construyeron los romanos, y va directo hasta Cortona.» El sol es abrasador. El doctor habla y habla sobre la gran iglesia que hay en la cima de la colina. Señala hacia el lugar por donde debía de pasar el resto del camino: justo a través de Bramasole.

De vuelta en la casa, el doctor abre un grifo exterior y se refresca la cara. «Disfrutarán de la mejor agua, su propia y abundante acqua minerale, excelente para el hígado. Eccellente!» Se las arregla para parecer a la vez entusiasmado y un poco aburrido, amistoso y ligeramente condescendiente. Temo que hayamos sido demasiado francos con respecto al dinero. O tal vez haya interpretado nuestro afán por hacer la transacción en la más estricta legalidad como una increíble ingenuidad. Deja correr el agua y se inclina para beber con las manos sin que se le caiga el abrigo de lino que lleva echado sobre los hombros. «Hay agua suficiente para una piscina —insiste—. Allí quedaría perfecta, desde donde ven el lago, con una vista directa del lugar donde Aníbal derrotó a los romanos.» Quedamos deslumbrados por los restos cubiertos de flores silvestres de la calzada romana. Por las tardes podríamos ir a la ciudad siguiendo el sendero de piedra para tomar un café. El doctor nos enseña la vieja cisterna. El agua es algo precioso en Toscana y se recogía gota a gota. Con ayuda de una linterna, ya habíamos observado que la cisterna subterránea tiene una arcada de piedra, obviamente, alguna especie de pasadizo. Colina arriba, en la fortaleza de los Medici, vimos el mismo arco en otra cisterna, y el guarda nos dijo que hay un camino subterráneo que va colina abajo, hasta el valle, y continúa hasta el lago Trasimeno. A los italianos este tipo de restos les parece algo completamente normal. A mí, que a una persona se le permita poseer cosas tan antiguas, me parece increíble.

La primera vez que vi Bramasole, tuve enseguida el deseo de colgar mi ropa de verano en un armadio y colocar mis libros bajo una de esas ventanas que miran sobre el valle. Llevábamos cuatro días con el signor Martini, que tenía una oficina pequeña y oscura en Via Sacco e Vanzetti, en la parte baja de la ciudad. Detrás de su escritorio colgaba una foto de él de soldado. De Mussolini, supuse. Nos escuchó como si hablásemos en perfecto italiano. Cuando terminamos de describir lo que pensábamos que queríamos, se levantó, se puso su Borsalino y dijo una sola palabra: «Andiamo», «vamos». Aunque recientemente le habían operado un pie, nos condujo por carreteras inexistentes y se abrió paso a través de junglas de zarzales para mostrarnos lugares que sólo él conocía. Algunas eran granjas en las que se había hundido el tejado, a kilómetros de la ciudad y con precios exorbitantes. En una había una torre construida por los cruzados, pero la contessa, la propietaria, lloró y dobló el precio allí mismo cuando vio que nos interesaba. Otra estaba unida a otras granjas en las que los pollos entraban y salían a sus anchas. El patio estaba lleno de material oxidado de granja y de cerdos. Varias estaban mal ventiladas o estaban demasiado cerca de la carretera. En una hubiera sido necesario construir un acceso: estaba escondida entre moreras y sólo pudimos echar una ojeada por una ventana porque la serpiente negra que había en el umbral de la puerta se negó a salir de allí.

Le llevamos flores al signor Martini, le dimos las gracias y le dijimos adiós. Pareció realmente apenado cuando nos vio marchar.

A la mañana siguiente, nos lo encontramos en la piazza después de tomar nuestro café. Dijo: «Acabo de hablar con un doctor de Arezzo. Es posible que le interese vender una casa. Una bella villa», añadió poniendo un énfasis especial. Se podía llegar andando desde Cortona.

—¿A qué distancia está? —le preguntamos, aunque para entonces ya sabíamos lo mucho que le incomoda esa pregunta tan directa.

—Vayamos primero y echemos una ojeada —fue lo único que dijo. Al salir de Cortona, tomó la carretera sinuosa que sigue colina arriba, se desvió al llegar a la strada bianca y, unos dos kilómetros después, llegamos al largo y empinado sendero. Me pareció ver un altar, luego apareció la casa de dos plantas con un montante de abanico de hierro sobre la entrada principal y dos altas y exóticas palmeras a ambos lados. En aquella fresca mañana, la fachada parecía resplandeciente, bañada de limón, rojo y marrón anaranjado. Los dos permanecimos en silencio mientras salíamos del coche. Después de tantas vueltas por caminos desconocidos, era como si la casa nos hubiera estado esperando.

«¡Es perfecta, nos la quedamos!», dije bromeando mientras avanzábamos entre la maleza. Como había hecho con las otras casas, el signor Martini no nos abrumó con la charlatanería de los vendedores; se limitó a mirar con nosotros. Pasamos bajo una pérgola oxidada, doblegada por el peso de las rosas que se encaramaban a ella. La doble puerta principal chirrió como si estuviera viva cuando la abrimos. Las paredes de la casa, tan gruesas como el largo de mi brazo, despedían frescor. El cristal de las ventanas temblaba. Arrastré los pies por el polvo del suelo y comprobé que debajo había un suelo liso de ladrillo en perfecto estado. En cada habitación, Ed abría la ventana y los postigos a una vista gloriosa tras otra de cipreses, colinas verdes y onduladas, distantes casas de campo, un valle. Hasta había dos cuartos de baño que funcionaban. No eran bonitos, pero… ¡cuartos de baño!, después de tantas casas sin suelos, y mucho menos instalación de agua. Nadie vivía en la casa desde hacía treinta años, y los alrededores parecían un jardín encantado, lleno de zarzamoras y enredaderas. El signor Martini observaba la tierra con el ojo experto de un hombre de campo. La hiedra se encaramaba a los árboles y se extendía por los muros caídos de las terrazas. «Molto lavoro», «mucho trabajo», fue lo único que dijo.

Después de varios años de mirar, unas veces ocasionalmente, otras hasta la extenuación, nunca había oído un sí tan rotundo ante ninguna casa. Sin embargo, al día siguiente nos íbamos y, cuando supimos el precio, dijimos que no con tristeza y volvimos a casa.

Durante los meses siguientes, mencioné Bramasole de vez en cuando. Puse una foto en mi espejo y con frecuencia vagaba por sus jardines o sus habitaciones en mi imaginación. La casa es una metáfora del alma, por supuesto, pero a la vez es algo completamente real. Y en una casa extranjera las asociaciones cobran una dimensión mucho mayor. Dado que había puesto fin a un matrimonio que supuestamente no tenía que acabar y estaba iniciando una nueva relación, sentía que la búsqueda de una casa estaría ligada a cualquier identidad que consiguiera forjarme. Cuando el ajetreo del divorcio se calmó, me encontré con una hija crecida, un trabajo a jornada completa en la universidad (después de años de enseñar a tiempo parcial), una modesta cartera de valores, y un futuro entero por inventar. Aunque el divorcio fue más duro que pasar por la muerte de un ser querido, curiosamente volvía a sentirme yo misma, después de años de pertenecer a una familia cerrada. Sentía la necesidad de examinar mi vida en otra cultura y aventurarme más allá de lo que conocía. Necesitaba algo de una dimensión física que ocupara el volumen mental que se había formado en mi vida pasada. Ed comparte mi pasión por Italia, y también la bendición de los tres meses de descanso de las clases de la universidad. Allí dispondríamos de largos días para explorar, y para trabajar en nuestros proyectos de escritura y de investigación. Cuando está al volante, Ed siempre se desvía para seguir el misterioso y pequeño sendero. El lenguaje, la historia, el arte, los lugares son interminables en Italia… Dos vidas no serían suficientes. Y, oh, el yo extranjero. La nueva vida puede moldearse siguiendo los contornos de la casa, completamente integrada en el paisaje y los ritmos de su entorno.

En primavera, me puse en contacto con una californiana que estaba montando un negocio inmobiliario en Toscana. Le pedí que se informara sobre Bramasole. Si no se había vendido aún, tal vez el precio hubiera bajado. Una semana más tarde, me llamó desde un bar después de haberse entrevistado con el propietario. «Sí, todavía está en venta, pero, con esa extraña lógica de los italianos, el precio ha subido. El dólar —me recuerda— ha bajado, y esa casa necesita mucho trabajo.»

Ahora hemos vuelto. Con una lógica igualmente peculiar, me he obsesionado con comprar Bramasole. Después de todo, el único inconveniente es el precio. A los dos nos gusta el emplazamiento, la ciudad, la casa y la tierra. Si sólo hay un pequeño inconveniente, me digo a mí misma, adelante, compra.

Y aun así, nos costará un sacco di soldi. Será muy difícil recuperar la casa y los alrededores de su estado de dejadez. Goteras, moho, terrazas de piedra que se vienen abajo, yeso que se cae, un cuarto de baño horrendo y otro adorable con un baño de asiento y la taza rajada.

¿Por qué la perspectiva me resulta divertida, si remodelar mi cocina en San Francisco trastornó considerablemente mi equilibrio? En casa, no podemos ni colgar un cuadro sin arrancar un montón de yeso. Y cuando desembozamos el fregadero, olvidando una vez más que al desagüe no le gustan las hojas de alcachofa, parece que sale fango hasta de la bahía de San Francisco.

Por otra parte, están una digna casa próxima a una vía romana, una muralla etrusca (¡etrusca!) perfilándose en lo alto de la colina, una fortaleza de los Medici a la vista, una perspectiva sobre el monte Amiata, un pasadizo subterráneo, ciento diecisiete olivos, veinte ciruelos, y albaricoqueros, almendros, manzanos y perales aún por contar. Varias higueras parecen prosperar cerca del pozo. Junto a los escalones del muro de piedra hay un enorme avellano. Y luego está la proximidad a una de las ciudades más soberbias que he visto nunca. ¿No seríamos unos locos si no compráramos esta adorable casa llamada Bramasole?

¿Y si a uno de nosotros lo atropella un camión de patatas fritas y no puede trabajar? Imagino una letanía de enfermedades que podrían afectarnos. Una tía mía murió a los cuarenta y dos años de un ataque al corazón, mi abuela se quedó ciega, hay tantas enfermedades terribles… ¿Y si un terremoto derriba las universidades donde trabajamos? El edificio de humanidades está en una lista de estructuras propensas a caer durante un seísmo moderadamente severo. ¿Y si el mercado de valores se viene abajo?

Salto de la cama a las tres de la mañana y me meto en la ducha, dejando que el agua fría caiga sobre mi rostro. Cuando vuelvo a la cama en la oscuridad, tanteando el camino, me golpeo un dedo del pie con la estructura metálica de la cama. El dolor me sube por toda la columna. «Ed, despierta. Creo que me he roto un dedo. ¿Cómo puedes seguir durmiendo?»

Ed se sienta en la cama.

—Estaba soñando que cortaba hierbas en el jardín. Salvia y toronjil. Salvia, que se dice igual en italiano. —Él no ha dejado de creer en ningún momento que es una idea brillante, que esto es el paraíso terrenal. Enciende la lámpara de la mesita. Está sonriendo.

Media uña se ha quedado colgando, por debajo la piel empieza a ponerse de un feo púrpura. No me siento capaz ni de arrancarla ni de dejarla así.

—Quiero ir a casa —digo.

Ed me pone una tirita en el dedo.

—Te refieres a Bramasole, ¿verdad?

Ese saco de dinero se ha enviado a través de una transferencia desde California, pero todavía no ha llegado. ¿Cómo puede ser eso? —pregunto en el banco—, cuando se envía una transferencia, llega instantáneamente. Más encogimientos de hombros. Tal vez lo están reteniendo en la central de Florencia. Pasan los días. Llamo a Steve, mi corredor de California, desde un bar. Tengo que gritar para que me oiga por encima del ruido de un partido de fútbol que pasan por la televisión.

«Tendrás que comprobarlo desde allí —me responde también gritando—. De aquí salió hace tiempo ya. ¿Sabías que allá el gobierno ha cambiado cuarenta y siete veces desde la segunda guerra mundial? Ese dinero estaba bien empleado en bonos libres de impuestos y fondos de crecimiento. Y los bonos australianos te daban un diecisiete por ciento. Oh, bueno, la dolce vita

Los mosquitos (zanzare, los llaman aquí, como su sonido) invaden el hotel junto con el viento del desierto. Me agito entre las sábanas hasta que la piel me quema. Me levanto en medio de la noche y me asomo a la ventana, imaginando a los huéspedes durmiendo con los pies llenos de ampollas a causa de las calles pedregosas, con sus guías aún en las manos. Todavía podemos echarnos atrás. Meter nuestras bolsas en el Fiat alquilado y decir arrivederci. Pasar un mes en la costa de Amalfi y volver a casa, relajados y bronceados. Comprar montones de sandalias. Puedo oír a mi abuelo cuando yo tenía veinte años: «Sé realista. Baja de las nubes.» Estaba furioso porque yo estudiaba poesía y etimología latina, algo completamente inútil. Y ahora, ¿en qué estoy pensando? Comprar una casa abandonada en un lugar en el que apenas puedo practicar el idioma. Seguramente mi abuelo se estará revolviendo en su tumba. Y no tenemos dinero donde apoyarnos si este desvarío sale mal.

¿Qué es esta fijación por las casas? Procedo de un linaje de mujeres que abren sus bolsos y sacan relojes, cuadrados coloridos de baldosas para el baño, siete muestras de pintura de distintos tonos de amarillo, y trozos de papel estampado con flores para las paredes. Adoramos la idea de las cuatro paredes. «¿Cómo es su casa?», pregunta mi hermana, y las dos sabemos que lo que pregunta realmente es cómo es ella. Siempre cojo la guía inmobiliaria que hay en el supermercado cuando salgo a algún sitio el fin de semana, incluso si estoy cerca de casa. Una vez unos amigos y yo alquilamos una casa en Mallorca; otro verano estuve en una pequeña casa en San Miguel de Allende, la austera Sierra Madre, donde desarrollé un profundo amor por los jardines con fuentes y dormitorios en los que la buganvilla caía en cascadas por el balcón. Otro verano, en Santa Fe, empecé a fijarme en los adobes que utilizaban, a imaginar que me convertía en uno de ellos, cocinaba con chiles, llevaba guirnaldas al cuello… Una vida diferente, la oportunidad de llevar una existencia diferente. Al cabo de un mes me marché y nunca he sentido la necesidad de volver.

Adoro las islas que hay frente a la costa de Georgia, donde pasaba los veranos cuando era pequeña. ¿Por qué no comprar allí una casa gris y curtida, hecha de una madera que parece que el mar ha arrojado a la orilla? Alfombrillas de algodón, té helado de melocotón, un melón enfriándose en el arroyo, poder dormirme oyendo el ir y venir de las olas… Un lugar donde mis hermanas, mis amigos y sus familias pudieran visitarme fácilmente. Pero no dejo de recordar que, cada vez que he vuelto sobre mis pasos, no me he sentido renovada. Aunque soy sensible a la atracción de lo conocido, soy ligeramente más sensible a la sorpresa. Italia me parece infinitamente seductora… ¿Por qué no, en este punto, considerar abrir la Divina Comedia?: ¿qué debe hacer uno para crecer? Pero es mejor recordar a mi padre, el hijo de mi tacaño y poco imaginativo abuelo. «El lema de la familia —me diría— es empaqueta y desempaqueta.» Y también: «Si no puedes ir en primera clase, no vayas».

Mientras estoy en la cama tumbada, experimento la familiar sensación de que conozco la respuesta. A menudo puedo sentir una idea o la solución de un dilema que flotan entre un líquido oscuro y denso, y entonces es como si de pronto lo viera todo claro. Me gusta la zona cargada de la espera, la sensación física y mental de encontrarte en un recodo del camino, cuando algo misterioso avanza sinuoso hacia la superficie de la conciencia.

¿Y qué si no sentía incerteza? ¿Estoy exenta de duda? ¿Por qué no darle el nombre de entusiasmo? Me inclino sobre el alféizar blanco de la ventana cuando los primeros destellos de malva y dorado empiezan a aparecer en el cielo. El árabe sigue durmiendo. El paisaje ondulado parece sereno allá donde mire. Granjas de color de miel, gentilmente situadas sobre hondonadas, se elevan como gruesas hogazas de pan que se están dejando enfriar. Sé que algún levantamiento jurásico sacudió violentamente las colinas, pero parece como si una gran mano las hubiera moldeado. A medida que el sol se levanta, la tierra despliega un dulce abanico de colores: el verde de un billete de dólar que se ha lavado con la colada, crema pasada, un cielo con el azul del ojo de una persona ciega. Los pintores del Renacimiento lo supieron expresar perfectamente. Nunca he considerado a Perugino, el Giotto, Signorelli y otros como realistas, pero las imágenes de fondo de sus cuadros siguen estando ahí, como descubren la mayoría de los turistas, con la pincelada de oscuros cipreses para destacar cada composición sobre la que el ojo se posa. Ahora entiendo por qué la bota roja de un ángel dorado y rubio del museo de Cortona tiene esa luminosidad, por qué el vestido de color cobalto de la Madonna parece tan intenso y profundo. Con este paisaje y esta luz, todo adquiere un perfil primario. Incluso una toalla roja que está secándose abajo en una cuerda de tender parece totalmente saturada por la intensidad de su propio color.

Pienso: ¿Y si el cielo no se cae? ¿Y si es glorioso? ¿Y si la casa se transforma en tres años? Para entonces habrá etiquetas hechas a mano para el aceite de oliva de la casa, finas cortinas de lino echadas sobre las ventanas a la hora de la siesta, tarros de mermelada de ciruela en los estantes, una larga mesa para comilonas bajo los tilos, canastas apiladas junto a la puerta para recoger tomates, jaramago, hinojo silvestre, rosas y romero. ¿Y qué papel tendremos nosotros en esa extraña nueva vida?

Finalmente el dinero llega, se abre la cuenta. Sin embargo, no tienen cheques para darnos. Este enorme banco, la central de docenas de sucursales en el centro dorado de Italia, no tiene cheques. «Tal vez la semana que viene —nos explica la signora Raguzzi—. Por el momento, nada.» Estamos que echamos chispas. Dos días más tarde, llama. «Tengo diez cheques para ustedes.» ¿Qué problema tienen con los cheques? En casa puedo pedirlos a montones. La signora Raguzzi, con su falda estrecha y su camiseta ceñida, nos los entrega uno a uno. Sus labios siempre están húmedos y entreabiertos. Su piel brilla. Es extraordinariamente hermosa. Lleva una soberbia cadena de oro y brazaletes en ambas muñecas que tintinean cuando estampa nuestro número de cuenta en cada cheque.

—¡Qué magníficas joyas! Me encantan esos brazaletes —digo.

—Lo único que tenemos aquí es oro —replica ella taciturna. Está harta de las tumbas de Arezzo y las piazzas. California le suena a gloria. Su rostro se ilumina cada vez que nos mira. «Ah… California», dice a modo de saludo. El banco empieza a parecer surrealista. Estamos en una habitación trasera. Un hombre entra empujando una carretilla cargada de lingotes de oro…, pequeños ladrillos de oro, en realidad. No parece haber nadie vigilando. Otro hombre introduce dos lingotes en sucios envoltorios de papel de manila. Va vestido como un obrero normal y corriente. Sale a la calle, se lleva los lingotes a algún sitio. Vaya con Brinks Delivery…, pero qué disfraz tan inteligente. Volvemos a los cheques. No habrá la insignia de ningún barco, ni palmeras, ni jinetes del Ponny Express, no habrá nombre, dirección, número de carnet de conducir o de la seguridad social. Sólo estos cheques de un verde pálido que parecen de los años veinte. Estamos encantados. Esto es casi como la ciudadanía…, una cuenta en el banco.

Finalmente nos reunimos en la oficina de la notaio para el acuerdo definitivo. Es rápido. Todos hablan a la vez y nadie escucha. Los barrocos términos legales se nos escapan. El sonido de un martillo neumático en el exterior perfora las células de mi cerebro. Hay algo sobre dos bueyes y dos días. Ian, que traduce, hace una pausa para explicarnos esta arcaica floritura lingüística, un método del siglo XVIII para medir la tierra, que se determina según el tiempo que tardan dos bueyes en ararla. Por lo visto, las tierras que compramos tardan dos días en ararse.

Hago los cheques, sintiendo calambres en los dedos cada vez que escribo milione. Pienso en todos esos bonitos y seguros bonos, acciones y valores de primera clase de los años de mi matrimonio que están a punto de convertirse mágicamente en la ladera parcelada de una colina y una casa grande y vacía. La casa de cristal de California en la que viví durante una década, rodeada de naranjos chinos, limoneros, jeringuillas y un guayabo, con su bonita piscina y el patio con sillas de mimbre y cojines floridos…, todo parece retroceder, como si lo estuviera viendo con los prismáticos al revés. Million es una palabra tan imponente en inglés que resulta difícil tratarla a la ligera. Ed repasa cuidadosamente los ceros, no le gustaría que sin querer escribiera miliardo, «mil millones». Le paga al signor Martini en efectivo. Él nunca ha mencionado una tarifa; hemos consultado el porcentaje habitual con el propietario. El signor Martini parece complacido, como si le hubiéramos hecho un regalo. Para mí, éste es un modo confuso pero delicioso de llevar los negocios. Apretones de manos por doquier.

¿Es eso que veo en el rostro de la mujer del propietario una sonrisa socarrona? Ed y yo esperamos un pergamino con escritura arcaica, pero no, la notaio se va de vacaciones e intentará realizar el papeleo antes de marcharse. «Normale», dice el signor Martini. He venido observando que aquí todavía se acepta la palabra de las personas. Los contratos y estipulaciones y contingencias interminables, simplemente, no han aparecido. Salimos al brutal sol de la tarde sin otra cosa que dos pesadas llaves de hierro más largas que mi mano, una para la verja oxidada de hierro, la otra para la puerta principal. No se parecen en nada a ninguna llave que yo haya tenido nunca. No hay esperanza de que nos proporcionen otra copia.

Giuseppe nos saluda desde la puerta del bar y le decimos que hemos comprado una casa.

—¿Dónde está? —quiere saber.

—Bramasole —empieza Ed, a punto de decirle dónde está.

—¡Ah, Bramasole, una bella villa! —De niño él cogía cerezas allí. Aunque aún es pronto, nos hace entrar y nos sirve grappa. «Mamma!», grita. Su madre y sus hermanas salen de la parte de atrás y todos brindan por nosotros. Hablan todos a la vez, refiriéndose a nosotros como los stranieri, «extranjeros». La grappa es cegadoramente fuerte. Nos bebemos la nuestra tan deprisa como se bebe la signora Mantucci su espresso y salimos al sol. El coche está tan caliente como el horno de una pizza. Nos sentamos allí con las puertas abiertas, y reímos, reímos.

Habíamos dispuesto que dos mujeres vinieran a limpiar y nos trajeran una cama mientras nosotros firmábamos los papeles definitivos. En la ciudad elegimos una botella de prosecco fresco, pasamos después por la rosticceria a buscar calabacín marinado, olivas, pollo asado y patatas.

Llegamos a casa aturdidos por los acontecimientos y la grappa. Anna y Lucia han limpiado las ventanas y exorcizado capas de polvo, así como numerosas telas de araña. La habitación de la primera planta que da al balcón de ladrillo reluce. Han hecho la cama con las nuevas sábanas azules y han dejado la puerta del balcón abierta al sonido de los cucos y los canarios silvestres de los tilos. Cogemos las últimas rosas del jardín y las ponemos en dos viejas botellas de Chianti. La habitación, con sus postigos, sus paredes encaladas, el suelo recién encerado, la cama prístina con sábanas nuevas, y las dulces rosas del alféizar de la ventana…, todo ello iluminado por una bombilla de cuarenta vatios, tiene un aspecto tan puro como la celda de un monasterio franciscano. En el preciso instante en que entro, pienso que es la habitación más perfecta del mundo.

Nos duchamos y nos ponemos ropa limpia. Bajo la serena luz del atardecer, nos sentamos junto al muro de piedra de la terraza y brindamos por nosotros y por la casa con vasos de aromático prosecco, que es casi una forma líquida de aire. Brindamos por los cipreses del camino, por el caballo blanco en el prado de los vecinos, la casa de campo que se ve a lo lejos y que fue construida para la visita de un Papa. Arrojamos los huesos de las olivas por encima del muro, con la esperanza de que broten del suelo el año próximo. La cena es deliciosa. Cuando empieza a oscurecer, una lechuza pasa volando por encima, tan cerca que oímos el aletear de sus alas, y, cuando se posa en el algarrobo negro, emite un extraño sonido que tomamos como una bienvenida. La Osa Mayor pende sobre la casa como si quisiera derramarse sobre el tejado. Las constelaciones aparecen con la nitidez de un mapa. Cuando por fin oscurece, vemos que la Vía Láctea queda justo encima de la casa. En la ciudad, con sus luces perpetuas, olvido las estrellas. Y sin embargo aquí están, desde siempre, brillantes y densas, fugaces y titilantes. Miramos hacia arriba hasta que el cuello nos duele. La Vía Láctea parece una pieza de encaje que se despliega. A Ed le gusta susurrar, así que se inclina sobre mi oído. «¿Aún quieres ir a casa, o crees que ésta puede ser nuestra casa?»