54 HORAS, 42 MINUTOS
ZIL SPERRY ESTABA muy contento. Se había pasado el día esperando a que lo atacaran. Esperando que Sam y Edilio se presentaran en su complejo. Si lo hubieran hecho, podría haberse peleado con ellos, pero no estaba tan loco como para pensar que podría ganarles. Los soldados de Edilio tenían ametralladoras. La Pandilla Humana de Zil tenía bates de béisbol.
También tenía armas más potentes, pero no estaban en el complejo. No si la rara de Taylor podía entrar y salir de cualquier lugar, en cualquier momento y ver lo que le diera la gana.
Y luego estaban los otros raros: la matona ceñuda lesbiana de Dekka, la mocosa de Brianna. Y el propio Sam.
Siempre Sam.
El complejo estaba formado por cuatro casas al final de Fourth Avenue, pasada Golding. Allí la calle terminaba en una especie de callejón sin salida. Eran cuatro casas no muy grandes ni elegantes. Y habían colocado los coches formando una barrera alrededor de Fourth Avenue. Tuvieron que empujar los coches, pues todas las baterías se habían acabado, excepto las de los pocos vehículos que la gente de Sam conservaba para circular.
En el centro de la barrera había un hueco estrecho, una abertura. Un Scion cuadrado y voluminoso que antes era blanco estaba colocado a un lado de la abertura. Era lo bastante ligero como para que cuatro chavales pudieran empujarlo y bloquear así la entrada.
Claro que Dekka podía levantarlo por los aires. Eso y el resto de las defensas de Zil.
Pero no habían ido tras él. Y Zil sabía por qué. El Consejo de la ciudad era demasiado cobarde. Sam sí que habría ido detrás de él. A Dekka le encantaría ir tras él. Brianna ya había recorrido el complejo a todo gas varias veces, empleando su velocidad de rara para pasar volando junto a los centinelas casi sin que la vieran.
Zil tendió un cable después de aquello. Si Brianna volvía, se llevaría la sorpresa de su vida.
Sam era la clave. Si mataba a Sam, puede que Zil pudiera manejar al resto.
Al mediodía, cuando todos fueron a pedir la comida, Zil condujo a Hank, Turk, Antoine y Lance fuera del complejo, cruzaron la carretera y se dirigieron hacia el norte, hacia el pie de la cadena.
A la granja. Con la rara de Emily y el imbécil de su hermano. Turk mencionó que conocía aquel lugar de antes. Había asistido a la fiesta de cumpleaños de un chaval llamado Hermano. Hermano y Emily recibían la educación en casa, y Turk los conocía de la iglesia.
Turk no esperaba encontrar a Hermano y Emily aún allí. Y todos se sorprendieron al descubrir que Emily era una rara muy poderosa.
Pero habían accedido a que la Pandilla Humana escondiera cosas en su casa.
Así que Zil tenía que aguantarlos, hacerles promesas, darles juegos a los que no podían jugar para utilizar su casa de piso franco. Pero cuando llegara la hora… bueno, una rara seguía siendo una rara, aunque resultara útil.
Para llegar a la granja tenían que pasar por la gasolinera que estaba fuertemente vigilada. Por suerte, había una zanja profunda, un sumidero abierto por una tormenta que corría en paralelo a la carretera y por detrás de la gasolinera. Ya no había tormentas, por lo que estaba seco e invadido de maleza. Pero era un camino de acceso; si se mantenían callados, los soldados de Edilio en la gasolinera no los oirían.
Pasada la ciudad continuaron un rato por la carretera. Todos los recolectores estarían en los campos comiendo. No habría nadie que llevara lo cosechado a la ciudad.
El vacío de la carretera resultaba inquietante. Las hierbas se alzaban en los arcenes de la carretera. Los coches que se habían estrellado durante los primeros segundos de la ERA seguían vacíos, polvorientos, inútiles, como reliquias de una era muerta. Tenían las puertas entornadas, los maleteros levantados y la mayoría de las ventanas hechas añicos. La gente de Sam o los carroñeros habían registrado cada guantera y maletero en busca de comida, armas, drogas…
Uno de esos coches se convirtió en la fuente del pequeño arsenal de Zil. Encontraron armas junto con dos ladrillos de marihuana comprimida y un par de bolsas de plástico grandes repletas de metanfetamina. Antoine ya debía de haberse esnifado la mitad del polvo, el muy cabeza de chorlito.
Zil se daba cuenta de que era un problema. Los borrachos y los drogadictos siempre eran un problema. Por otra parte, se podía contar con que hacía lo que se le ordenaba. Y, si algún día se le iba la pinza totalmente, Zil encontraría otro que ocupara su lugar.
—Manteneos alerta —les recordó Hank—. No queremos que nos vean.
Hank era el que hacía que se cumplieran las cosas. Lo cual resultaba raro, pues era un alfeñique. Pero tenía una veta despiadada. Haría cualquier cosa por Zil. Cualquier cosa.
Lance, como de costumbre, iba un poco apartado. Aun ahora a Zil le maravillaba que Lance formara parte de su grupo. Lance era todo lo que los demás no eran: listo, guapo, atlético, simpático.
¿Y Turk? Bueno, Turk iba cojeando con su pierna mala y hablando.
—Al final tendremos que quedar totalmente libres de raros —iba diciendo—. A los grandes, a los peligrosos, tendremos que eliminarlos. Acabar con ellos. Con perjuicio extremo. Eso es lo que ellos querían decir cuando usaban la palabra «asesinar». Poner fin con extremo perjuicio.
A veces Zil deseaba que se callara de una vez. En algunos sentidos le recordaba a su hermano mayor, Zane, que no dejaba de hablar, que nunca se callaba.
Claro que Zane hablaba de cosas distintas. Zane hablaba sobre todo del propio Zane. Tenía opinión sobre todo. Lo sabía todo, o eso pensaba.
Durante toda su vida, Zil apenas había conseguido meter baza cuando estaba Zane. Y cuando lograba participar en las interminables discusiones familiares, casi siempre le respondían con miradas de condescendencia o incluso de lástima.
Probablemente sus padres no pretendían que fuera así. Pero, la verdad, ¿qué podían hacer? Zane era la estrella. Era tan listo, tan enrollado, tan atractivo… Tan atractivo como Lance.
Desde que era muy pequeño Zil sabía que él nunca jamás sería la estrella. Eso correspondía a Zane. Era encantador, guapo y siempre tan listo…
Y era tan majo con el pequeño Zil…
—¿Necesitas ayuda con los deberes de mates, Zilly?
Zilly. Que era casi como llamarle gili. Zilly. En cambio Zane era a tutiplén…
«¿Y dónde estás ahora, Zane? —se preguntó Zil—. Aquí no, eso seguro». Zane tenía dieciséis años. Hizo puf el primer día, durante el primer minuto.
«Hasta nunca, hermano mayor», pensó Zil.
—Así que nos cargamos a los raros peligrosos —seguía cotorreando Turk—. Nos los cargamos. Y nos quedamos a unos cuantos básicamente de esclavos. Como Lana. Sí, nos quedamos con Lana. Pero igual solo atada o algo para que no se escape. Y luego los demás, tío, tendrán que encontrar otro sitio donde ir. Así de simple. Fuera de Sperry Beach.
Zil suspiró. Esa era la última idea que se le había ocurrido a Turk: cambiar el nombre a la ciudad y llamarla Sperry Beach. Que quedara claro para todos que ahora Perdido Beach pertenecía a la Pandilla Humana.
—Solo humanos. Fuera los raros —insistía Turk—. Vamos a mandar. ¿Te puedes creer que Sam no nos haya perseguido? Están todos asustados.
Turk podía seguir así eternamente, hablando solo. Era como si tuviera que repasarlo todo diez veces. Como si discutiera con alguien que no le respondiera.
La última parte del recorrido fue una caminata larga a través de los campos llenos de surcos. Cuando llegaran al menos encontrarían agua buena, limpia y transparente, aunque no hubiera nada de comer. Emily y Hermano tenían su propio pozo. No había agua suficiente para ducharse o algo así porque el surtidor estaba apagado, así que tenían que sacarla manualmente. Pero podías beber todo lo que quisieras. Algo inusual en la seca y hambrienta Perdido Beach.
Sperry Beach.
Quizás. ¿Por qué no?
Zil los condujo escaleras arriba.
—Emily —llamó—. Somos nosotros.
Tocó a la puerta. Era extraño porque todas las otras veces que Emily los vio venir hizo su truco raro habitual de aparecerse por detrás. Y a veces jugaba con ellos, y hacía desaparecer la casa y se quedaban merodeando por ahí como unos tontos.
Qué rara. Ya acabaría recibiendo lo suyo. Cuando Zil hubiera terminado con ella.
Emily abrió la puerta, y la intuición de Zil gritó peligro.
El chico se apartó, pero algo lo detuvo. Como si un gigante invisible lo hubiera rodeado con su mano.
La mano invisible lo levantó ligeramente por los aires, lo bastante como para hacerle arrastrar los tobillos mientras levitaba hacia el interior, pasando junto a Emily, que se apartó y lo miraba angustiada.
—¡Suéltame! —gritó Zil. Pero ya veía quién lo retenía. Y enmudeció. Caine estaba sentado en el sofá, y apenas movía la mano, pero controlaba totalmente a Zil.
El corazón del chico se aceleró. Si había algún raro tan peligroso como Sam, ese era Caine. Más aún. Había cosas que Sam no haría. Pero Caine haría cualquier cosa.
—¡Suéltame!
Caine soltó a Zil delicadamente.
—¡Deja de gritar, vale! —dijo Caine, cansado—. Me duele la cabeza y no he venido a hacerte daño.
—¡Raro! —le espetó Zil.
—¿Qué? Ah, pues sí —repuso Caine—. Soy el raro que puede estamparte contra el techo hasta que no seas más que un saco de piel lleno de pringue.
Zil lo fulminó con la mirada. Raro. Asqueroso raro mutante.
—Di a tus chicos que entren —le pidió Caine.
—¿Qué quieres, raro?
—Una conversación. —Caine abrió las manos, tratando de apaciguarlo—. Mira, bicho, si quisiera matarte, ya estarías muerto. Tú y tu pandilla de perdedores.
Caine había cambiado desde la última vez que Zil lo vio. El bléiser elegante de Coates, el corte de pelo caro, el bronceado y el cuerpo de chulo de gimnasio habían desaparecido. Caine parecía una versión espantapájaros de sí mismo.
—¡Hank, Turk, Lance, Toine! —gritó Zil—. ¡Entrad!
—Siéntate —Caine le señaló la butaca.
Zil se sentó.
—Así que —continuó Caine como para entablar conversación— me he enterado de que no eres muy fan de mi hermano Sam.
—La ERA es para los humanos —murmuró Zil—. No para los raros.
—Sí, vale —replicó Caine. Pareció desvanecerse un instante, sumergirse en sí mismo. Estaba débil por el hambre. O por algo más. Pero entonces el raro recobró la compostura, y, haciendo un esfuerzo, adoptó su expresión chulesca habitual—. Tengo un plan. Y tú participas en él.
Más valiente de lo que Zil se habría esperado, Turk repuso:
—El líder es el que hace los planes.
—Ajá. Bueno, líder Zil —continuó Caine, con un atisbo de sarcasmo—, este plan te va a gustar. Termina contigo controlando del todo Perdido Beach.
Zil se reclinó en la butaca, intentando recuperar un poco de dignidad.
—Vale, te escucho.
—Bien. Necesito barcas.
—¿Barcas? —repitió Zil, receloso—. ¿Por qué?
—Como que me apetece hacer un crucero por el océano.
Sam se fue a casa a comer. Su casa era la casa de Astrid. Aún la veía así, como si fuera la casa de ella y no de él.
Lo cierto es que Drake Merwin le quemó la casa. Pero Astrid parecía tomar posesión de cualquier casa en la que estuviera. Esta casa en concreto era el hogar de Astrid y su hermano, el pequeño Pete, de Mary y su hermano, John Terrafino, y de Sam. Pero en la mente de todos era la casa de Astrid.
La chica estaba en el patio trasero cuando Sam llegó. El pequeño Pete estaba sentado en los escalones del patio jugando con una consola sin pilas. Quedaban muy pocas pilas en la ERA. Al principio Astrid y Sam, que sabían la verdad acerca del pequeño Pete, se asustaron. Desconocían lo que haría el pequeño Pete si le entraba un ataque total, y una de las pocas cosas que lo mantenía apaciguado era el juego de la consola.
Pero, para sorpresa de Sam, el niñito extraño se había adaptado del modo más raro imaginable: seguía jugando sin más. Sam miraba por encima de su hombro y veía una pantalla negra vacía. Era imposible saber lo que Pete veía en ella.
El pequeño Pete era autista agudo. Vivía en un mundo que él mismo había imaginado, no respondía y rara vez hablaba.
También era de lejos la persona más poderosa de la ERA. Y eso era un secreto, más o menos. Algunos lo sospechaban. Pero solo unos pocos —Sam, Astrid, Edilio— comprendían realmente el hecho de que el pequeño Pete había, al menos en cierta medida, creado la ERA.
Astrid estaba echando carbón al fuego pequeño de una parrilla hibachi colocada sobre una mesa de picnic. Tenía un extintor cerca, uno de los pocos que habían sobrevivido: a los chavales les resultaba muy divertido jugar con ellos durante las primeras semanas de la ERA.
El olor indicó a Sam que estaba cocinando un pescado.
Astrid lo oyó pero no levantó la vista cuando el chico se acercó.
—No quiero pelearme —dijo ella.
—Yo tampoco.
Astrid dio unos golpecitos al pescado con un tenedor. Olía delicioso, aunque no tenía muy buena pinta.
—Cógete un plato —le indicó Astrid—. Come pescado.
—Vale, voy a…
—No puedo creer que me hayas mentido —saltó la chica de repente, dándole aún golpecitos al pescado.
—Pensaba que no querías pelea.
Astrid colocó gran parte del pescado cocinado en una fuente y lo dejó aparte.
—¿No nos ibas a contar lo de Orsay?
—No he dicho que…
—Tú no eres quien decide eso, Sam. Ya no eres el único que mandas, ¿vale?
La ira de Astrid era del tipo glacial. Una furia helada que se manifestaba con labios apretados, ojos brillantes y frases cortas, articuladas lentamente.
—Pero ¿sí que está bien que todos nosotros mintamos a todo el mundo en Perdido Beach? —replicó Sam.
—Intentamos evitar que los niños se maten. Es un poco distinto de que tú decidas no contar al Consejo que hay una chica loca que le dice a la gente que se mate.
—Así que si no te cuento algo a ti es un pecado enorme, pero ¿mentir a doscientas personas y poner verde a Orsay al mismo tiempo está bien?
—De verdad, no creo que quieras tener este debate conmigo, Sam —le advirtió Astrid.
—Sí, porque no soy más que un surfero tonto que no debería ni cuestionar a Astrid la genio.
—¿Sabes qué, Sam? Creamos el Consejo para quitarte presión. Porque te estabas desmoronando.
Sam se quedó mirándola sin más. No acababa de creerse lo que había dicho. Y la propia Astrid parecía sorprendida. Sorprendida del veneno que comportaban sus palabras.
—No quería decir… —empezó de manera poco convincente, pero no encontró el modo de explicarse.
Sam meneó la cabeza.
—¿Sabes qué? Incluso ahora, considerando el tiempo que llevamos juntos, aún me sorprende que puedas ser tan implacable.
—¿Implacable, yo?
—Utilizas a cualquiera para conseguir lo que quieres. Dices cualquier cosa para salirte con la tuya. ¿Sabes por qué he estado yo al mando? —Sam la señaló con un dedo acusador—. ¡Por ti! Porque me manipulaste para que me pusiera. ¿Por qué? Para que os protegiera al pequeño Pete y a ti. Eso era lo único que te importaba.
—¡Eso es mentira! —protestó Astrid acaloradamente.
—Sabes que es verdad. Y ahora no tienes que molestarte en manipularme, puedes darme órdenes sin más. Avergonzarme. Desautorizarme. Pero en cuanto haya un problema, ¿sabes qué?, te pondrás en plan: «Ah, por favor, Sam, sálvanos».
—Todo lo que hago, lo hago por el bien de todos.
—Ya, o sea que ya no eres solo una genio, eres una santa.
—Te estás poniendo irracional —dijo Astrid muy fría.
—Sí, eso es porque estoy loco —replicó Sam—. Ese soy yo, el loco de Sam. Me han disparado, pegado, azotado, y estoy loco porque no me gusta que me des órdenes como si fuera tu criado.
—Eres un memo, ¿sabes?
—¿Memo? —chilló Sam—. ¿Eso es lo único que se te ocurre? Estaba seguro de que se te ocurriría algo con más sílabas.
—Tengo un montón de sílabas para ti, pero intento no usar un lenguaje del que me arrepentiría. —Astrid se esforzó visiblemente por calmarse—. Ahora, escúchame, no me interrumpas, ¿vale? Eres un héroe. Ya lo pillo. Me lo creo. Pero estamos intentando pasar a una sociedad normal. Con leyes, derechos, jurados y policía. Y no que una sola persona tome todas las decisiones importantes y luego haga cumplir su voluntad lanzando rayos láser a cualquiera que le moleste.
Sam se dispuso a contestar, pero no confiaba en lo que le diría. No confiaba en que no fuera a decir algo que no debiera, algo que no sería capaz de retirar.
—Voy a coger mis cosas —acabó diciendo, y salió disparado hacia las escaleras.
—No tienes que mudarte —dijo en voz alta Astrid tras él.
Sam se detuvo a mitad de las escaleras.
—Ay, lo siento. ¿Esa es la voz del Consejo diciéndome dónde puedo ir?
—No tiene sentido tener un Consejo si crees que no debes escucharlo —replicó Astrid. Utilizaba la voz paciente, intentaba que la situación se calmara—. Sam, si pasas de nosotros, nadie nos prestará atención.
—¿Sabes qué, Astrid? Ya pasan de vosotros. El único motivo por el que os prestan atención a ti y a los demás es porque tienen miedo de los soldados de Edilio. —Sam se golpeó el pecho—. Y aún más de mí.
Sam se precipitó escaleras arriba, tristemente satisfecho con su silencio.
Una vez Justin se perdió al volver a casa. Pero terminó en la escuela, y eso ya le pareció bien, porque desde allí sabía cómo ir a su casa.
Era el 301 de Sherman. Hacía mucho tiempo que lo había memorizado. También se sabía el número de teléfono, pero se le había olvidado. Lo que no se le había olvidado era el 301 de Sherman.
Su casa le pareció un poco extraña cuando la vio. La hierba estaba demasiado alta. Y había una bolsa negra abierta en la acera con cartones antiguos de leche, latas y botellas. Todo eso se suponía que se tenía que reciclar. Seguro que no tenía que estar en la acera. Su papá se volvería loco si lo viera.
Esto es lo que diría: «¿Perdonen? ¿Puede hacer alguien el FAVOR de explicarme por qué hay BASURA en la ACERA? ¿En QUÉ universo eso está bien?».
Así era como hablaba su papá cuando se enfadaba.
Justin rodeó la basura y casi tropieza con su antiguo triciclo. Lo había dejado en la entrada hacía mucho tiempo. Ni siquiera lo había guardado como debería.
Subió las escaleras hasta la puerta. Su puerta. Pero la verdad es que no lo parecía.
Giró el pomo de latón pesado. Estaba rígido. Casi no lo consigue. Pero entonces hizo clic y se abrió la puerta.
La empujó y entró rápido. Se sentía culpable, como si estuviera haciendo algo prohibido.
El pasillo estaba oscuro, pero a eso ya se había acostumbrado. Ahora siempre estaba todo oscuro. Si querías luz, tenías que salir y jugar en la plaza, que era donde se suponía que tenía que estar. Madre Mary se estaría preguntando dónde estaba.
Entró en la cocina. Papá solía estar en la cocina, él era quien guisaba la mayor parte del tiempo. Mamá limpiaba y ponía lavadoras, y papá cocinaba. Pollo frito. Chile. Guisos. Ternera bourguignon, pero la llamaban ternera buaguiñón, por el ruido que hizo una vez Justin al eructar muy alto mientras se la comía.
Sonrió y se puso triste al mismo tiempo al recordarlo.
No había nadie en la cocina. La puerta de la nevera estaba abierta. No había nada dentro, excepto una caja de naranjas con un poco de polvo blanco en su interior. Lo probó y lo escupió. Sabía a sal o algo así.
Subió las escaleras. Quería asegurarse de que su habitación seguía en su sitio. Se oían mucho sus pasos en las escaleras, por lo que se deslizó muy despacio, como si entrara a hurtadillas.
Su habitación quedaba a la derecha. La habitación de papá y mamá, a la izquierda. Pero Justin no fue en ninguno de los sentidos, porque justo entonces se dio cuenta de que no era la única persona en la casa. Había un chaval grande en la habitación de invitados donde dormía la yaya cuando los visitaba por Navidad.
Justin pensó que el chaval grande no era más que un chico, aunque llevara el pelo muy largo y estuviera de espaldas. Estaba sentado en una silla, leyendo un libro, con los pies sobre la cama.
Las paredes de la habitación estaban cubiertas de dibujos y pinturas que alguien había pegado.
Justin se quedó inmóvil en la puerta y retrocedió deslizándose, se volvió y se fue a su cuarto. El chaval grande no lo había visto.
Su habitación no era como antes. Para empezar, no había ni sábanas ni mantas ni nada en su cama. Alguien se había llevado su manta favorita. La azul con nudos.
—Oye…
Justin dio un brinco. Se dio la vuelta de golpe, estaba colorado y nervioso.
El chaval grande lo miraba con una especie de sorpresa en el rostro.
—Oye, chavalín, tranquilo.
Justin lo miró fijamente. No parecía malo. Había muchos chavales grandes malos, pero este parecía majo.
—¿Te has perdido? —preguntó el chaval grande.
Justin meneó la cabeza.
—Ah, ya lo pillo. ¿Esta es tu casa?
Justin asintió.
—Vale. Ah, lo siento, chavalín, es que necesitaba un sitio donde quedarme y aquí no vivía nadie. —El chaval grande miró a su alrededor—. Es una casa guay, ¿sabes? Da una sensación guay.
Justin asintió, y por algún motivo se puso a llorar.
—Tranqui, tranqui, no llores. Me puedo ir. Si algo tenemos es un montón de casas, ¿sí?
Justin dejó de llorar y señaló.
—Este es mi cuarto.
—Sí, no te preocupes.
—No sé dónde está mi manta.
—Ajá. Vale, bien, encontraremos tu manta.
Se quedaron mirándose el uno al otro durante un minuto. Entonces el chaval grande añadió:
—Ah, vale, me llamo Roger.
—Yo, Justin.
—Guay. La gente me llama Roger el artero. Porque me gusta el arte, dibujar y pintar. Como el personaje de Dodger el artero, el astuto de Oliver Twist.
Justin seguía mirándolo.
—Es un libro. Va de un chaval que es huérfano. —Esperó a que Justin dijera algo—. Vale, vale, no lees muchos libros.
—A veces.
—Te lo leeré, igual. Así, te pagaría por vivir en tu casa.
Justin no sabía qué responder. Así que no dijo nada.
—Vale —continuó Roger—. Vaale. Voy a… este… voy a volver a mi habitación.
Justin asintió convencido.
—Si te parece bien, claro.
—Me parece bien.