OCHO

55 HORAS, 17 MINUTOS

CAINE DETESTABA TRATAR con Bug. El chaval le daba muy mal rollo. Primero, porque Bug se había vuelto cada vez menos visible. Al principio, Bug solo desaparecía cuando era necesario. Hasta que empezó a hacerlo cuando quería espiar a alguien, que era muy a menudo.

Y ahora se volvía visible solo cuando Caine se lo ordenaba.

Caine se lo estaba jugando todo a la historia de Bug. La historia de una isla mágica. Era una locura, claro. Pero cuando la realidad era desesperada, la fantasía se hacía cada vez más necesaria.

—¿Cuánto falta para esa granja que dices, Bug? —preguntó Caine.

—No mucho. Deja de preocuparte.

—Deja de preocuparte tú —murmuró Caine.

Bug caminaba invisible a través de campos abiertos. No se veía nada salvo depresiones en la tierra que pisaba. Caine resultaba demasiado visible a plena luz del día, mientras cruzaban un campo polvoriento y arado bajo un sol brillante y cálido. Bug decía que no había nadie en aquellos campos, que en aquellos campos no crecía nada y que ninguno de los chavales de Sam conocía la granja, que pasaba prácticamente inadvertida, se encontraba apartada de una carretera de tierra y parecía abandonada.

La primera pregunta de Caine había sido:

—Y entonces, ¿cómo sabes que existen?

—Yo sé muchas cosas —respondió Bug—. Además, hace mucho tiempo me dijiste que vigilara a Zil.

—Entonces, ¿cómo conoce Zil esta granja?

La voz por encima de las huellas de pies invisibles explicó:

—Creo que uno de los chavales de Zil conocía a estos niños. De hace tiempo.

—¿Y allí tienen comida? —Fue la siguiente pregunta de Caine.

—Sí. Algo. Pero tienen escopetas. Y la chica, la hermana, ¿Emily? Es una especie de rara, creo. No sé lo que hace, no la he visto hacer nada raro, pero su hermano tiene miedo de ella. Y también Zil, más o menos, pero no lo demuestra.

—Genial —murmuró Caine. Tomó nota de que Zil era un chaval que no dejaba traslucir el miedo. Eso podía resultarle útil.

Caine se puso la mano a modo de visera y miró alrededor, buscando las columnas de polvo de una camioneta o un coche. Bug decía que la gente de Perdido Beach tenía poca gasolina, pero aún conducían cuando lo necesitaban.

Estaba seguro de que podría enfrentarse y vencer a cualquier otro raro del grupo de Sam. A excepción del propio Sam. Pero si eran Brianna y Dekka juntas… O incluso esa boba pija de Taylor y los soldados de Edilio…

Pero, ahora mismo, el auténtico problema era sencillamente que Caine estaba débil. Caminar toda aquella distancia, varios kilómetros, le resultaba duro. Muy duro cuando volvía a sentir punzadas en el estómago, y el ombligo se le pegaba a la columna. Le temblaban las piernas. Y a veces veía borroso.

Una buena comida… bueno, ni siquiera buena… no bastaba. Pero lo mantenía con vida. Estaba digiriendo a Panda. La energía de Panda fluía desde su estómago a través de la sangre.

La granja estaba oculta por un grupo de árboles, pero por lo demás quedaba al descubierto. Muy apartada de la carretera, sí, pero Caine no podía creerse que la gente de Sam no la hubiera encontrado y la hubiera registrado en busca de comida.

Qué raro.

—No os acerquéis —les advirtió una voz joven masculina desde el porche delantero de la casa.

Bug y Caine se quedaron inmóviles.

—¿Quién eres, qué quieres?

Caine no veía a nadie a través del mosquitero sucio.

Bug contestó:

—Nosotros solo…

—Tú no —le interrumpió la voz—. Ya lo sabemos todo de ti, chico invisible. Hablamos de él.

—Me llamo Caine. Quiero conocer a los chavales que hay por aquí.

—Ah… ¿Eso quieres, eh? —replicó el chaval que no veían—. ¿Y por qué debería dejarte?

—No busco líos. Pero supongo que es justo que te diga que puedo derribar tu casita en diez segundos.

Clic, clic.

Algo frío tocó la nuca de Caine.

—¿Puedes? Eso tiene que ser para verlo. —Era una voz de chica. No estaba ni a dos pasos detrás de él.

Caine no tenía ninguna duda de que el objeto apoyado contra su nuca era el cañón de una escopeta. ¿Cómo se había acercado tanto la chica? ¿Cómo se les había aparecido así?

—Repito, no busco líos —insistió Caine.

—Muy bien —dijo la chica—. No te gustarían los líos que puedo causar.

—Lo único que queremos… —Lo cierto es que Caine no conseguía concentrarse en lo que quería hacer.

—Vale, vamos dentro —les ordenó la chica.

No hubo movimiento. Nadie caminó, ni subió escalones. La granja pareció combarse durante un segundo, y de repente los rodeaba. Caine se encontraba en un salón sombrío. Unas fundas de plástico cubrían el sofá hundido, y había una butaca reclinable de pana.

Emily debía de tener unos doce años. Iba vestida con pantalones cortos tejanos y una sudadera rosa de Las Vegas. Como Caine se esperaba, sostenía una escopeta enorme de doble cañón.

El chico vino del exterior. No parecía en absoluto sorprendido de ver a Caine y a Bug de pie en su salón. Como si siempre ocurrieran cosas así.

Caine se preguntaba si estaba alucinando.

—Sentaos. —Emily les señaló el sofá. Caine se sentó encantado. Estaba exhausto.

—Qué buen truco —comentó Caine.

—Es útil —dijo Emily—. Así a la gente le cuesta encontrarnos cuando no queremos que nos encuentren.

—¿Tenéis electricidad? —preguntó el hermano a Caine.

—¿Qué? —Caine lo miró detenidamente—. ¿En el bolsillo? ¿Cómo podría tener electricidad?

El chico señaló lastimero la televisión. Había una Wii y una Xbox enchufadas a ella. Con todas las luces apagadas, claro. Los cartuchos de los juegos formaban una pila elevada.

—Tenéis muchos juegos.

—Los otros nos los traen —explicó Emily—. A mi hermano le gustan los juegos.

—Pero no podemos jugar —se lamentó el niño.

Caine lo examinó. No le parecía que fuera un genio. Emily, por otra parte, parecía astuta y centrada. Ella era la que mandaba.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Caine al chico.

—Hermano. Se llama Hermano —le respondió Emily.

—Hermano —dijo Caine—. Vale… Bueno, Hermano, esos juegos no son muy divertidos si no tienes electricidad, ¿verdad?

—Los otros me han dicho que me la conseguirán.

—¿Sí? Bueno, pues solo hay una persona que pueda restaurar la electricidad —explicó Caine.

—¿Tú?

—No. Un chaval llamado Jack el del ordenador.

—Lo conocemos —añadió Hermano—. Me arregló la Wii hace mucho tiempo. Entonces todavía iban los juegos.

—Jack trabaja para mí —afirmó Caine, se reclinó y esperó a que lo asimilaran. Claro, que era mentira. Pero dudaba de que Emily lo supiera. No podía saber que Jack estaba en Perdido Beach. Y que según Bug se pasaba el rato sentado en una habitación miserable leyendo cómics y negándose a hacer nada.

—¿Puedes volver a encender las luces? —preguntó Emily mirando a su hermano ansioso.

—Sí que puedo —Caine mintió sin problemas—. Tardaría como una semana.

Emily se rio.

—Chaval, tienes pinta de no poder ni alimentarte a ti mismo. Mírate. Pareces un espantapájaros, sucio, con el pelo que se te cae. Y mientes como un bellaco. ¿Qué es lo que puedes hacer?

—Esto —Caine alzó una mano y la escopeta salió disparada de la mano de Emily. Golpeó con tanta fuerza la pared que el cañón se quedó atascado en el yeso como la flecha de un arco. La culata de madera vibró.

Hermano se abalanzó hacia él, pero fue como si chocara contra una pared de ladrillo. Caine lo arrojó sin esfuerzo por la ventana. Se rompió el cristal, y se produjo un estrépito cuando el chaval aterrizó sobre el porche oculto.

Emily se incorporó en un abrir y cerrar de ojos y de repente la casa en torno a Caine desapareció. El chico se encontró a solas con Bug, en el patio de entrada.

—¡La verdad es que es un buen truco! —gritó Caine—. Y aquí tienes otro mejor.

Con las manos extendidas, tiró de Hermano a través del mosquitero. La red se enganchó en torno al cuerpo del chico como una mortaja. Y empezó a alzarse por los aires, forcejeando débilmente, llamando a su hermana, pidiéndole que lo salvara.

Al cabo de un instante Emily estaba a treinta centímetros de Caine, mirándole de frente.

—Intenta cualquier cosa, y la caída será larga para el idiota de tu hermano —amenazó Caine.

Emily levantó la vista, y Caine vio que la chica perdía las ganas de luchar. Hermano seguía elevándose cada vez más. Puede que la caída lo matara. En el mejor de los casos se quedaría tullido.

—Ves, yo no me he pasado los días y las noches aquí en la granja —explicó Caine—. He estado en algunas peleas. Tengo experiencia. Lo cual resulta útil.

—¿Y qué quieres? —preguntó Emily.

—Cuando vengan los otros, déjalos entrar. Tengo que tener una pequeña conversación con ellos. Tu escopeta ya no sirve. Y tus truquitos no os salvarán ni a ti ni a tu hermano.

—Veo que de verdad quieres hablar con esos chicos.

—Sí, me parece que sí.

Lana oyó que alguien llamaba a la puerta y suspiró. Estaba leyendo un libro, Meg Cabot. Un libro de hacía un millón de años. Una chica que se convertía en una auténtica princesa.

Lana leía mucho ahora. Aún había muchos libros en la ERA. Casi no había música ni televisión ni películas. Pero sí muchos libros. Leía de todo, desde literatura para chicas en plan divertido hasta libros pesados y aburridos.

Lo importante era seguir leyendo. En el mundo de Lana el tiempo se dividía en dos: el que pasaba despierta y el que pasaba con pesadillas. Y lo único que la mantenía cuerda era la lectura. Y no es que estuviera para nada segura de estar cuerda. En absoluto.

Patrick también oyó que llamaban y ladró muy fuerte.

Lana asumió que era alguien que necesitaba que lo curaran. Ese era el único motivo por el que iban a verla. Pero, como se había habituado a hacer desde hacía mucho tiempo, y debido a lo arraigado que estaba el miedo en ella, cogió la pistola del escritorio y se la llevó hasta la puerta.

Sabía usar el arma. Estaba muy acostumbrada al tacto de la empuñadura en la mano.

—¿Quién es?

—Sam.

Se apoyó para mirar por la mirilla. Puede que fuera la cara de Sam, puede que no: no había ventanas en el pasillo de fuera y, por tanto, no había luz. Pero descorrió el pestillo y abrió la puerta.

—No me dispares —le pidió Sam—. Entonces tendrías que curarme.

—Venga, entra. Cógete una silla. Pilla un refresco de la nevera y yo traeré las patatas.

—Bueno, veo que aún tienes sentido del humor —señaló Sam.

El chico escogió la butaca de la esquina. Lana cogió la silla que había girado para que diera al balcón. Tenía una de las mejores habitaciones del hotel. En los viejos tiempos debía de costar centenares de dólares al día, con aquella vista tan estupenda al océano…

—Así que, ¿qué urgencia hay? —preguntó Lana—. No estarías aquí si no hubiera algún problema.

Sam se encogió de hombros.

—Igual solo he venido a saludar.

Hacía un tiempo que se habían visto. Lana recordaba el daño terrible que le había hecho Drake. Recordaba demasiado bien cuando le puso las manos sobre la piel despellejada.

Le curó el cuerpo. Pero no la mente. No se había curado más que ella. Lo veía en su mirada. Debería haber generado algún tipo de vínculo entre ellos, pero Lana detestaba ver aquella sombra sobre él. Si Sam no podía superarlo, ¿cómo podría ella?

—Nadie viene solo a saludar —comentó Lana. Sacó una cajetilla de cigarrillos del bolsillo de su albornoz y se encendió uno con mano experta. A continuación inhaló intensamente.

Lana notó la mirada de desaprobación del chico.

—Como si alguno de nosotros fuera a vivir lo bastante como para que le salga cáncer —comentó.

Sam no dijo nada, pero dejó de mirarla mal.

Lana lo observó a través de una nube de humo.

—Pareces cansado, Sam. ¿Ya comes suficiente?

—Bueno, nunca se come suficiente pescado misterioso hervido y mapache a la plancha —comentó Sam.

Lana se rio, pero enseguida se puso otra vez seria.

—Yo comí venado la semana pasada. Me lo trajo Hunter. Se preguntaba si podría curarlo.

—¿Y lo hiciste?

—Lo intenté. Me parece que no le ayudé mucho. Tiene daños cerebrales. Creo que es más complicado que un brazo roto o un agujero de bala.

—Y tú ¿estás bien? —preguntó Sam.

Lana se movió inquieta y empezó a acariciar el cuello de Patrick.

—¿De verdad quieres saberlo? ¿Y no se lo contarás a Astrid para que venga corriendo a intentar ayudar?

—Entre tú y yo…

—Vale. Pues, no, supongo que no estoy bien. Tengo pesadillas. Recuerdos. Me cuesta distinguir cuál es cuál, la verdad.

—Igual deberías intentar salir más —sugirió Sam.

—Pero a ti no te pasa, ¿verdad? Las pesadillas y todo eso…

Él no contestó, se limitó a dejar caer la cabeza y mirar hacia el suelo.

—Ya —dijo la chica.

Lana se levantó de golpe y se dirigió a la puerta del balcón. Se quedó allí, de pie con los brazos cruzados sobre el pecho, con el cigarrillo ardiendo olvidado en la mano.

—Parece que no aguanto estar con gente. Me pongo cada vez más furiosa. No es que me hagan nada, pero cuanto más me hablan o me miran o se quedan ahí y ya, más me enfado.

—Me pasa igual —añadió Sam—. Sigo allí, supongo.

—Bueno, tú eres distinto, Sam.

—¿Yo no te pongo furiosa?

Ella se rio, fue una risa breve y amarga.

—Sí, la verdad es que sí. Estoy aquí de pie ahora y una parte de mí quiere agarrar cualquier cosa que encuentre y estampártela contra la cabeza.

Sam se levantó y se dirigió hacia ella. Se puso justo detrás.

—Puedes pegarme, si te sirve de ayuda.

—Quinn venía a verme antes —continuó Lana, como si no lo hubiera oído—. Entonces se le cayó un vaso y… casi lo mato. ¿Te lo contó? Agarré la pistola y le apunté a la cara, Sam. Y te juro, te juro que quería apretar el gatillo.

—Pero no lo hiciste.

—Disparé a Edilio —recordó la chica, mirando todavía hacia el agua.

—Esa no eras tú…

Lana no dijo nada, y Sam dejó que el silencio se prolongara. Hasta que la chica acabó diciendo:

—Pensaba que igual Quinn y yo… pero supongo que eso le bastó para decidirse a pasar de mí.

—Quinn trabaja mucho —afirmó Sam, aunque le sonó a explicación estúpida—. Sale como a las cuatro de la mañana cada día.

Lana abrió la puerta del balcón y arrojó la colilla del cigarrillo por la barandilla.

—¿Por qué has venido, Sam?

—Tengo que preguntarte algo, Lana. Está pasando algo con Orsay.

—Sí. —Lana señaló hacia la playa—. La he visto allí abajo. Un par de veces. Estaba con otros niños. No oigo lo que dicen. Pero la miran como si fuera su salvación.

—Dice que ve a través de la pared de la ERA. Dice que siente los sueños de la gente de afuera.

Lana se encogió de hombros.

—Tenemos que intentar averiguar si hay algo de verdad en todo eso.

—¿Y yo cómo voy a saberlo? —preguntó Lana.

—Una de las posibilidades… quiero decir, me preguntaba… quiero decir, si no es mentira, y quizás Orsay cree realmente…

—Adelante, Sam —susurró Lana—. Quieres decir algo.

—Tengo que saberlo, Lana. La Oscuridad, la gayáfaga, ¿ha desaparecido realmente? ¿Aún oyes su voz en tu cabeza?

La chica sintió frío y se cruzó los brazos sobre el pecho. Se abrazó fuerte. Notaba su cuerpo entero, era real, era ella. Sentía su corazón latir. Allí estaba, viva, era ella misma. No estaba en el pozo de la mina. No era parte de la gayáfaga.

—No me preguntes sobre eso…

—Lana, no te lo preguntaría si no fuera…

—No lo hagas —le advirtió—. No.

—Yo…

Lana sintió que torcía los labios formando una mueca. Una rabia salvaje se acumulaba en su interior. Se dio la vuelta de golpe para mirar a Sam. Plantó la cara justo delante de la del chico.

—¡No lo hagas!

Pero Sam no se amedrentaba.

—¡No vuelvas a preguntarme nunca, nunca jamás!

—Lana…

—¡Sal de aquí! —gritó—. ¡Sal de aquí!

El chico salió a toda prisa, se metió en el pasillo y cerró la puerta tras de sí.

Lana cayó al suelo enmoquetado. Se clavó los dedos en el pelo y tiró. Necesitaba el dolor, necesitaba saber que era real, aquí y ahora.

¿Había desaparecido la gayáfaga?

Nunca desaparecería. No para ella.

Lana se quedó yaciendo de lado, sollozando. Patrick se acercó a ella y le lamió la cara.