CINCO

62 HORAS, 6 MINUTOS

SAM LLEVÓ A Jill a la guardería con Mary Terrafino. Entonces fue a buscar a Edilio, lo despertó e hizo que lo acompañara hasta la plaza. Hasta el agujero en el suelo.

Edilio se lo quedó mirando.

—Así que la chica se cayó dentro, paseando de noche —resumió Edilio. Se frotó los ojos para desembarazarse del sueño y meneó enérgicamente la cabeza.

—Sí —dijo Sam—. No hizo el agujero. Solo se cayó dentro.

—Así pues, ¿quién hizo el agujero? —preguntó Edilio.

—Tú dirás.

Edilio miró el agujero con más detenimiento. Desde que se hizo necesario por primera vez, Edilio había asumido la terrible tarea de cavar las tumbas. Se las conocía todas, sabía quién estaba en cada lugar.

—Madre de Dios —susurró Edilio. Y se santiguó sobre el pecho. Tenía los ojos muy abiertos cuando se volvió hacia Sam—. Sabes lo que parece esto, ¿verdad?

—¿Qué crees que parece?

—Es demasiado profundo para ser tan estrecho. No pueden haberlo hecho con una pala. Tío, no lo han cavado desde aquí. Lo han cavado hacia arriba.

Sam asintió.

—Sí.

—Estás muy tranquilo —señaló Edilio, tembloroso.

—Pues no —replicó Sam—. Ha sido una noche rara. ¿Qué… quién… quién estaba enterrado aquí?

—Brittney —respondió Edilio.

—¿Así que la enterramos viva?

—No te equivoques, colega. Ha pasado más de un mes. Nada sigue vivo en la tierra durante tanto tiempo.

Estaban uno junto al otro, mirando hacia el agujero. Aquel agujero demasiado estrecho y demasiado profundo.

—Tenía aquella cosa enganchada —recordó Edilio—. No conseguimos quitársela. Creíamos que estaba muerta, así que… ¿qué más daba, no?

—Aquella cosa —dijo Sam débilmente—. Nunca supimos qué era…

—Sam, los dos sabemos lo que era.

Sam dejó caer la cabeza.

—Esto tenemos que guardárnoslo, Edilio. Si lo contamos, la ciudad entera se volverá loca. La gente ya tiene bastante con lo que hay.

Edilio parecía muy incómodo.

—Sam, ya no estamos en los viejos tiempos. Ahora tenemos un Consejo. Y se supone que tienen que saber lo que está pasando.

—Si se enteran, se enterará todo el mundo.

Edilio no dijo nada. Sabía que era verdad.

—¿Conoces a esa chica, a Orsay? —comentó entonces Sam.

—Sí, claro. Casi nos matan a la vez.

—Pues hazme un favor y vigílala.

—¿Qué pasa con Orsay?

Sam se encogió de hombros.

—Se piensa que es una especie de profeta, supongo.

—¿De profeta? ¿Quieres decir como esos tíos viejos de la Biblia?

—Actúa como si pudiera contactar con gente del otro lado. Con padres y todo.

—¿Y es verdad? —preguntó Edilio.

—Pues no lo sé, colega. Lo dudo. Quiero decir, ni de coña, ¿verdad?

—Probablemente deberías preguntarle a Astrid. Ella sabe de esta clase de cosas.

—Sí, pero prefiero esperar.

—Oye, un momento, Sam. ¿Me estás pidiendo que no se lo cuente tampoco? ¿Quieres que oculte dos cosas importantes al Consejo?

—Es por su bien —replicó Sam—. Y por el bien de todos. —Cogió a Edilio del brazo y le hizo acercarse, tras lo cual añadió en voz baja—: Edilio, ¿qué clase de experiencia tienen Astrid y Albert realmente? ¿Y John? Y ya no hablemos de Howard, que los dos sabemos que no es más que un gilipollas. Tú y yo hemos estado en todas las peleas desde que llegó la ERA. Yo quiero a Astrid, pero está tan metida en sus ideas sobre cómo tenemos que organizarlo todo que no me deja hacer lo que tengo que hacer.

—Sí, bueno, pero es que necesitamos reglas y cosas así…

—Claro que sí —reconoció Sam—. Las necesitamos. Pero, mientras, Zil se dedica a echar a los raros de sus casas, y alguien o algo acaba de salir cavando del interior de la tierra. Tengo que poder enfrentarme a las cosas sin que todo el mundo me esté siempre vigilando.

—Colega, no mola que me cargues con esto —protestó Edilio.

Sam no respondió. No podía presionar más a Edilio. Edilio tenía razón: estaba mal pedírselo.

—Ya lo sé. Es que… mira, es temporal. Hasta que el Consejo se organice y saque todas las reglas, alguien tiene que seguir evitando que todo se desmorone, ¿vale?

Edilio acabó suspirando.

—Vale. De acuerdo. Voy a buscar un par de palas. Lo llenaremos rápido antes de que empiece a salir la gente.

Jill era demasiado mayor para la guardería. Sam lo sabía. Pero la había dejado en el regazo de Mary de todos modos.

Genial. Justo lo que Mary necesitaba: otro niño del que cuidar. Pero le costaba decir que no. Sobre todo a Sam.

Mary echó un vistazo alrededor de la guardería, agotada. Menudo lío. Tendría que reunir a Francis y a Eliza y a algunos de los demás e intentar poner orden en aquel caos. Otra vez.

Miró con amargura la lámina de plástico lechoso que cubría la pared abierta entre la guardería y la ferretería. ¿Cuántas veces Mary había pedido ayuda para arreglarlo? Habían saqueado la ferretería un montón de veces y esparcido la mayoría de las hachas, mazos y sopletes, pero aún quedaban clavos y tornillos y tachuelas desperdigados por todas partes. Tenían que vigilar a los niños constantemente porque eran capaces de gatear por debajo del plástico y terminaban pinchándose entre ellos con destornilladores y luego lloraban y se peleaban y pedían tiritas que hacía mucho tiempo que se habían agotado y…

Mary respiró hondo. El Consejo tenía mucho que hacer. Muchos problemas a los que enfrentarse. Puede que esta no fuera su prioridad.

Mary se obligó a sonreír a la niña, que la observaba solemne y aferrada a su muñeca.

—Lo siento, cariño. ¿Cómo me has dicho que te llamabas?

—Jill.

—Vale. Un gusto conocerte, Jill. Puedes quedarte un tiempo aquí hasta que se nos ocurra otra cosa.

—Quiero irme a casa —pidió Jill.

Mary quería decir: «Sí, es lo que todos queremos, cielo. Todos queremos irnos a casa». Pero había descubierto que la amargura, la ironía y el sarcasmo no servían de mucho al tratar con los peques.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué estabas en la calle? —preguntó Mary.

Jill se encogió de hombros.

—Han dicho que tenía que irme.

—¿Quiénes?

Jill volvió a encogerse de hombros, y Mary apretó los dientes. Estaba tan harta de mostrarse comprensiva. Tan, tan harta de responsabilizarse de todos y cada uno de los niños abandonados de Perdido Beach.

—Bueno, vale, ¿sabes por qué has salido de tu casa?

—Han dicho que me… me harían daño, supongo.

Mary no sabía si debía saber más. Perdido Beach era una comunidad sumida en un estado permanente de miedo, preocupación y pérdidas. Los niños no siempre se portaban bien. Los hermanos y hermanas mayores perdían la paciencia al tratar con los peques.

Mary había visto cosas… cosas que nunca pensó que serían posibles.

—Bueno, puedes quedarte con nosotros un tiempo —la tranquilizó Mary, y le dio un abrazo—. Francis te contará las reglas, ¿vale? Es ese chaval mayor que está ahí en la esquina.

Jill se dio la vuelta, reticente, y dio un par de pasos vacilantes hacia Francis. Entonces se volvió.

—No te preocupes: no cantaré.

Por poco Mary no le responde. Pero Jill lo dijo de una manera que…

—Claro que puedes cantar —afirmó entonces Mary.

—Mejor que no.

—¿Cuál es tu canción favorita? —preguntó Mary.

Jill parecía avergonzada.

—No lo sé.

Mary insistió.

—Me gustaría oírte cantar, Jill.

Jill cantó. Un villancico.

¿Quién es este niño que descansa

en el seno de María dormido?

Al que un grupo de ángeles dedica

dulces canciones, y de pastores queda al abrigo…

Y el mundo se detuvo.

Más tarde, Mary no sabría decir cuánto, Jill se sentó en un catre vacío, apretó la muñeca contra sí y se quedó dormida.

La habitación había enmudecido mientras cantaba. Todos los niños se quedaron inmóviles, como si estuvieran petrificados. Pero todas las miradas se iluminaron y sus bocas dibujaron medias sonrisas distraídas.

Cuando Jill dejó de cantar, Mary miró a Francis.

—¿Has…?

Francis asintió. Había lágrimas en sus ojos.

—Mary, tienes que dormir un poco, cari. Eliza y yo nos encargaremos del desayuno.

—Voy a sentarme ya, a descansar un poco los pies —dijo Mary. Pero el sueño se apoderó de ella.

Francis la despertó en lo que parecieron unos pocos minutos más tarde.

—Me tengo que ir —le dijo.

—¿Ya es la hora? —Mary meneó la cabeza para despejarse. Sus ojos no parecían querer centrarse.

—Pronto. Y tengo que despedirme antes. —Francis le puso la mano en el hombro y añadió—: eres una persona fantástica, Mary. Y otra persona fantástica ha venido a verte.

Mary se puso en pie sin entender muy bien lo que Francis quería decir. Lo único que entendió era que alguien había venido a verla.

Era Orsay. Era tan menuda y de aspecto tan frágil que a Mary le gustó instintivamente. Parecía casi uno de los niños, uno de los peques.

Francis tocó la mano de Orsay y casi pareció que inclinaba la cabeza como si rezara durante un instante.

—Profetisa… —dijo, y anunció en un tono muy formal—: Madre Mary, la profetisa…

A Mary le pareció como si fuera una reunión con el presidente o algo así.

—Orsay, por favor —pidió Orsay suavemente—. Y esta es mi amiga Nerezza.

Nerezza era muy distinta de Orsay. Tenía los ojos verdes, la piel color aceituna y el pelo negro y brillante, recogido en una especie de onda suelta a un lado. Mary no recordaba haberla visto antes. Pero Mary se pasaba la mayor parte del día atrapada en la guardería, no socializaba mucho.

A Mary le pareció que Francis sonreía un poco nervioso.

—Feliz recumpleaños —le dijo Nerezza.

—Sí. Gracias —respondió Francis. Se puso derecho, asintió en dirección a Nerezza y se dirigió a Orsay—. Tengo que ver a mucha gente, y no me queda mucho tiempo. Profetisa, gracias por mostrarme el camino. —Tras decir lo cual se dio media vuelta rápidamente y se marchó.

Orsay parecía un poco enferma. Como si quisiera escupir algo. Asintió lacónicamente ante la espalda de Francis y apretó los dientes.

La expresión del rostro de Nerezza no revelaba lo que pensaba. A Mary le pareció que lo hacía a propósito, como si ocultara una emoción muy intensa.

—Hola… Orsay. —Mary ya no estaba segura de cómo llamarla. Había oído mencionar a algunos chavales que Orsay era una especie de profetisa, pero no había prestado atención al asunto. La gente decía toda clase de locuras. Aunque estaba claro que había afectado profundamente a Francis.

Orsay no parecía saber qué decir a continuación. Miró a Nerezza, que no tardó en llenar el vacío.

—La profetisa desea ayudarte, Mary.

—¿Ayudarme? —Mary se rio—. La verdad es que por una vez tengo voluntarios suficientes.

—No es eso —Nerezza la cortó, impaciente—. A la profetisa le gustaría adoptar a una niña que acaba de llegar.

—¿Perdona?

—Se llama Jill —dijo Orsay—. He soñado que…

Y a partir de ahí se apagó, como si no tuviera muy claro de qué iba el sueño. Puso mala cara.

—¿Jill? —repitió Mary—. ¿La niñita aterrorizada por Zil? Si solo lleva aquí unas pocas horas… ¿Cómo has sabido siquiera que estaba aquí?

Nerezza intervino:

—La han echado de su casa porque era una rara. Ahora su hermano está demasiado asustado y débil para cuidar de ella. Pero es demasiado mayor para la guardería, Mary. Ya lo sabes.

—Sí —reconoció Mary—. La verdad es que es demasiado mayor.

—La profetisa cuidaría de ella. Es algo que quiere hacer.

Mary miró a Orsay buscando su confirmación. Y al cabo de unos segundos, Orsay se percató de que le tocaba hablar y dijo:

—Sí, me gustaría hacerlo.

Pero a Mary no le acababa de convencer. No sabía qué le pasaba a Orsay, pero estaba claro que Nerezza era una chica extraña, perturbadora, e incluso a Mary le parecía un poco dura.

Pero la guardería no era para niños mayores. No podía serlo. Y no era la primera vez que Mary acogía temporalmente a un niño mayor que luego encontraba otro lugar donde conseguirse alimento.

Francis parecía responder por Orsay y Nerezza. Debía de haber sido él quien habló a Orsay de Jill mientras Mary dormía.

Mary frunció el ceño preguntándose por qué Francis tenía tanta prisa por marcharse. «¿Recumpleaños?». ¿Y eso qué quería decir?

—Vale —acabó diciendo Mary—. Si Jill está de acuerdo, puede vivir contigo.

Orsay sonrió. Y los ojos de Nerezza brillaron de satisfacción.

Justin mojó la cama en algún momento de la noche. Como un bebé. Tenía cinco años, no era un bebé.

Pero no podía negar que lo había hecho.

Le dijo a Madre Mary y se dijo a sí mismo que no era nada, que son cosas que pasan. Pero no solía pasarle. No cuando tenía una mamá de verdad. Hacía mucho tiempo que no mojaba la cama.

Lloró cuando se lo contó a Madre Mary. No quería contárselo porque parecía como si Madre Mary se fuera a poner enferma o algo así. No era tan agradable como de costumbre. Se lo contaba a Francis cuando no le quedaba más remedio. Algunas noches no se meaba porque no bebía durante casi todo el día. Pero la noche anterior se había olvidado de no beber agua. Así que se meó, solo un poco.

Ya tenía cinco años, era mayor que casi todos los demás niños de la guardería. Pero aún mojaba la cama.

Dos niñas grandes vinieron y se llevaron a la niña que cantaba. Justin no tenía a nadie que se lo llevara.

Pero sabía dónde estaba su casa, su auténtica casa con su antigua cama. Nunca mojaba aquella cama. Pero ahora tenía una maldita cama en el suelo, que no era más que un colchón, y otros niños la pisoteaban, así que debía de ser por eso por lo que volvía a mojar la cama.

Su antigua casa no estaba muy lejos. Había ido antes. Solo para mirar y ver si era real. Porque a veces no se lo acababa de creer.

Fue a comprobar si su madre estaba allí. Pero no la vio. Y cuando abrió la puerta y entró se asustó demasiado y tuvo que volver corriendo hasta Madre Mary.

Pero ahora era mayor. Entonces solo tenía cuatro años y medio, y ahora tenía cinco. Ahora probablemente no se asustaría.

Y probablemente no se mearía en la cama si estuviera en su auténtica casa.