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ASTRID GRITABA:
—¡Agarrad a los niños, agarrad a los niños!
Saltó para agarrar al niño que le quedaba más cerca. Otros se quedaron mirando sin más. Niños boquiabiertos, perplejos, mientras Mary, como si estuviera en un sueño, saltaba por el acantilado.
Perdieron a Mary de vista. Aún intentaba dar pasos mientras caía.
Los agarraba fuerte. Cayeron niños con ella. Una reacción en cadena. Uno tiraba del siguiente, que tiraba del siguiente.
Como piezas de dominó cayendo por el acantilado.
Justin intentó apartarse cuando Mary tiró de él hacia el borde del acantilado. Pero no era lo bastante fuerte como para zafarse, Mary lo agarraba con fuerza.
Y cayó.
Y la niñita que le sujetaba la otra mano cayó tras él.
Justin no gritó. No le dio tiempo.
Las rocas se acercaban a toda velocidad hacia él. Tan rápido como aquella vez que una pelota pequeña le golpeó en la cara. Pero sabía que las rocas no se limitarían a darle y rebotar.
Un monstruo en forma de roca abrió las mandíbulas para recibirlo. Unos dientes de piedra picudos iban a devorarlo.
Astrid no sujetaba lo bastante fuerte. El niño que había agarrado se soltó de ella, y desapareció por el acantilado.
Astrid se volvió con ojos horrorizados.
Brittney estaba ahí, ahí mismo, mirándola. Pero su cara cambiaba, se retorcía, como una máscara horrible de carne que se fundiera.
¡Y Sam!
Sam apareció, mirando fijamente.
Brianna formó un borrón repentino al saltar del acantilado.
Mary sintió que se le soltaban los niños. No se caían, volaban. Volaban libres.
Su madre extendió los brazos, y Mary, libre al fin, voló hacia ella.
Justin sintió que la mano de Madre Mary desaparecía sin más. Lo agarraba firmemente, y, al instante siguiente, había desaparecido.
Justin caía.
Pero detrás de él algo caía más rápido, un viento, una ráfaga, un cohete. Ya estaba a medio camino de las rocas cuando aquella cosa rápida lo alcanzó y lo dejó sin aire.
Justin volaba de lado. Como una pelota de béisbol que acabara de hacer un home run. Hasta que cayó en la arena de la playa, rodando como si no fuera a detenerse nunca.
Alcanzó la arena antes que otros que, sin la velocidad de Brianna, no pudieron evitar caer hacia las rocas.
—Pero mira, si es Astrid —dijo Brittney con la voz de Drake—. Y te has traído al Petardo.
Brittney, cuyo brazo ahora era tan largo como el de una pitón, cuyos aparatos dentales se habían visto sustituidos por una sonrisa de tiburón, se reía.
—¡Sorpresa! —dijo aquella cosa que no era Brittney.
—Drake… —Astrid ahogó un gritó.
—Tú eres la siguiente, chica bonita. Tú y el idiota de tu hermano. ¡Por ahí, salta!
Drake la atacó con su mano de látigo, y Astrid se tambaleó hacia atrás.
Trató de alcanzar al pequeño Pete. Le agarró la mano. Pero se le escapó. Astrid sostuvo la consola en su lugar. Se la quedó mirando, sin entender nada.
Astrid retrocedió en el aire, trató de volver adelante y agitó los brazos como una loca, intentando mantener el equilibrio. Pero sentía la verdad: estaba demasiado lejos.
Y entonces, cuando se rindió, cuando aceptó el hecho de la muerte y pidió a Dios que salvara a su hermano, algo la golpeó fuerte en la espalda.
Astrid se inclinó bruscamente hacia delante. Y ambos pies tocaron tierra firme.
—De nada —dijo Brianna.
El impacto hizo que saltara la consola de la mano. El aparato dio vueltas en el aire y chocó contra una roca. Quedó destrozado.
Drake apartó su mano de látigo.
—Ah, qué ganas tenía de esto… —empezó Brianna.
—No, Brisa —intervino Sam—. De esto me encargo yo.
Drake se dio la vuelta de golpe y vio a Sam por primera vez. Desapareció la sonrisa cubierta de barro.
—¡Sam! ¿De verdad estás listo para otra ronda?
Y chasqueó el látigo.
Sam alzó la mano, con la palma hacia fuera. Brilló una luz verde. Pero el látigo alteró la puntería de Sam. En vez de hacerle un agujero en medio, alcanzó el pie de Drake.
El chico rugió de ira. Trató de dar un paso adelante, pero no solo se le había quemado el pie: le había desaparecido. Apoyaba el peso sobre un muñón carbonizado.
Sam apuntó y disparó y Drake cayó de espaldas. Le habían desaparecido ambos pies.
Pero Sam observó que se le regeneraban las piernas. Le crecían.
—¿Lo ves? —dijo Drake apretando los dientes, más furioso y triunfal que dolorido—. No me puedes matar, Sam. Estaré contigo siempre.
Sam alzó ambas manos.
Rayos de luz verde quemaron lo que acababa de salir. Sam pasó la luz despacio por las piernas de Drake. Por las pantorrillas. Por las rodillas. La mano de látigo atacaba y azotaba, pero Sam estaba fuera de su alcance.
Drake gritaba.
Muslos quemados. Caderas quemadas. Pero Drake seguía vivo y gritaba y se reía.
—¡No puedes matarme!
—Ya, bueno, veamos si es verdad —lo retó Sam.
Pero entonces, una voz exclamó:
—¡Canta, Jill, canta!
Era Nerezza, cuyo rostro ya no estaba cubierto de carne sino de lo que parecían miles de millones de células que bullían y brillaban de un verde no muy distinto al de la propia luz asesina de Sam.
—¡CAAANTA, Sirena! —exclamó Nerezza—. ¡CAAANTA!
Jill sabía qué canción se suponía que tenía que cantar. La canción que le había enseñado John.
Había llegado a temer a Nerezza. La temía casi desde el comienzo. Pero entonces llegó el momento en que Orsay pidió a Nerezza que se marchara.
Las últimas palabras que Orsay dijo fueron:
—No puedo seguir así.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Nerezza.
—Te… te tienes que marchar, Nerezza. No puedo seguir así.
Entonces fue cuando Nerezza hizo esa cosa horrible a Orsay. Le puso las manos en torno al cuello. Y apretó. Orsay apenas pareció resistirse, como si lo aceptara.
Nerezza se la llevó a la roca y la arrastró hasta arriba.
—Estará bien —mintió a Jill—. Y si haces exactamente lo que te digo, tú también.
Y ahora Orsay miraba con ojos inexpresivos, vacíos. No vio a Mary llevar a los niños hasta el acantilado.
No los vio caer.
Pero Jill sí.
Y cantó:
Aunque ande como vagabundo
cuando el sol descienda
y la oscuridad me cubra
y no logre descansar en este mundo.
En sueños estaré
más cerca de Ti, Señor,
más cerca de Ti, Señor.
¡Más cerca de Ti!
La luz asesina de Sam se apagó.
Brianna se quedó totalmente quieta.
Astrid se interrumpió a medio grito.
Los chavales de Perdido Beach, todos los que estaban al alcance de la voz de la sirena, se detuvieron y se volvieron hacia la niñita.
Todos menos tres.
El pequeño Pete avanzó a trompicones hacia su consola.
Nerezza se rio y extendió una mano para dársela a Drake, a quien le estaba creciendo rápidamente lo que había perdido.
—¡Sigue cantando, Sirena! —gritó Nerezza, alocada, triunfal.
Sam sabía de un modo distante, lejano, lo que estaba ocurriendo. Seguía funcionándole la mente, aunque a un diez por ciento de su velocidad normal, como un molino movido por una levísima brisa.
Drake casi podía ponerse en pie. Tardaría un segundo en ir a por Sam. Terminaría lo que había empezado.
El recuerdo del dolor comenzó a hervir lentamente dentro de Sam. Pero no tenía fuerzas para moverse, para actuar, para hacer. Solo podía observar, sin hacer nada. Igual que antes. Sin hacer nada.
Pero, entonces, por el rabillo del ojo, Sam vio algo muy extraño. Algo que volaba muy rápido por encima del océano.
Oyó un chop, chop, chop, a lo lejos.
El sonido aumentó, y el helicóptero atravesó rugiendo el océano.
Haciendo ruido.
Y luego más ruido.
Muchísimo ruido.
Sam trató de moverse y descubrió que sí podía.
—¡No! —gritó Nerezza.
Sam disparó una vez. Los rayos alcanzaron a Nerezza en el pecho. Habrían bastado para matar a cualquiera, para hacer un agujero a cualquier ser vivo.
Pero Nerezza no se quemó. Se limitó a mirar a Sam con odio frío. Sus ojos brillaron en verde, con una luz tan resplandeciente que casi rivalizaba en intensidad con el fuego de Sam. Y entonces desapareció.
Drake observaba mientras le crecían los pies. Pero no lo bastante rápido.
—Bien, Drake —dijo Sam—. ¿Dónde estábamos?
Sintió a Astrid junto él.
—Hazlo —dijo ella muy seria.
—Sí, señora —replicó Sam.
Sanjit había logrado dominar el vuelo hacia delante. Casi había conseguido dominar el arte de apuntar en una dirección en particular. Podías hacerlo con los pedales. Siempre y cuando fueras muy, muy delicado y muy, muy cuidadoso.
Pero no sabía muy bien cómo parar.
Ahora se abalanzaba hacia la tierra a una velocidad increíble. Y le pareció que más le valía seguir avanzando un poco más. Sobre todo porque no sabía muy bien cómo detenerse. No tenía ni idea.
Pero entonces Virtue gritó:
—¡Para!
—¿Qué?
Virtue extendió la mano, agarró el cíclico y empujó fuerte hacia la izquierda.
El helicóptero rebotó de repente, como loco, justo cuando Sanjit se dio cuenta de que el cielo que les quedaba encima no era exactamente un cielo. De hecho, si lo mirabas en ángulo recto se parecía un montón a un muro.
El helicóptero rugió por encima de las cabezas de un puñado de chavales que parecía que estuvieran mirando el atardecer desde el acantilado.
Entonces se ladeó completamente y los frenos chirriaron al rozar algo que desde luego no era un cielo.
Luego quedó libre otra vez, pero seguía ladeado y se iba hundiendo hacia el suelo. Una piscina vacía, pistas de tenis y tejados pasaron junto a ellos en un abrir y cerrar de ojos.
Sanjit volvió a inclinar el cíclico hacia la derecha, pero se olvidó completamente de los pedales. El helicóptero dio un giro de 360 grados, aminoró, se esforzó por volver a subir y se quedó suspendido en el aire.
—Creo que voy a aterrizar —indicó Sanjit.
El helicóptero descendió con estrépito. El plástico de la cabina se rajó y se hizo añicos. Sanjit sintió como si le hubieran golpeado la columna con un martillo neumático.
Apagó el motor.
Virtue lo miraba y temblaba y puede que murmurara algo.
Sanjit se retorció en su asiento.
—¿Estáis bien, chicos? ¿Bowie, Pixie, Peace?
Los tres asintieron temblando.
Sanjit se rio y trató de chocar los cinco con Virtue, pero sus manos no coincidieron. Sanjit volvió a reírse y preguntó:
—Así que… ¿queréis volver a subir, chicos?
Drake bramaba de miedo y dolor mientras la luz verde le iba recorriendo implacable el cuerpo.
Drake era humo de cintura para abajo cuando de su boca salió la voz de Brittney.
Los dientes de Drake mostraron metal.
La cara flaca y cruel del psicópata se fundió en su fuego interno y surgió el rostro regordete con espinillas de Brittney.
—¡No pares, Sam! —gritó Brittney—. Tienes que destruirlo todo, hasta el último pedacito.
—No puedo…
—¡Debes! —le ordenó Brittney entre gritos—. ¡Mátalo! ¡Mata al malvado!
—Brittney… —empezó Sam, sintiéndose impotente.
—¡Mátalo, mátalo! —gritó Brittney.
Sam meneó la cabeza. Miró a Astrid. El rostro de la chica era un reflejo del suyo.
—Brisa —dijo entonces Sam—. Una soga. Cadenas. Muchas. Lo que puedas encontrar. ¡Ahora!
Astrid detectó al pequeño Pete. Estaba a salvo. Buscaba su juego. Lo buscaba, pero por suerte no cerca del borde del acantilado.
Astrid se obligó a acercarse al borde. Tenía que verlo.
Se inclinó a mirar.
Dekka yacía de espaldas en un charco de arena, cubierta de sangre. Tenía los brazos extendidos en dirección al acantilado.
El niñito llamado Justin cojeaba al salir del oleaje, aguantándose el estómago. Brianna lo había salvado. Y Dekka había salvado al resto.
Y donde Astrid esperaba ver cuerpecitos aplastados, había niños acurrucados en las rocas.
Con lágrimas en los ojos, Astrid hizo un leve gesto en dirección a Dekka, que no la vio y no respondió. Bajó lentamente los brazos y se quedó allí echada. Era la viva imagen del agotamiento.
A Mary no se la veía por ninguna parte. Había llegado su decimoquinto cumpleaños, y había desaparecido. Astrid se santiguó y rezó sin palabras para que de algún modo Mary estuviera bien y se encontrara en brazos de su madre.
—¿Petey? —llamó Astrid.
—Está aquí —respondió alguien.
El pequeño Pete se había parado cerca de la pared de la ERA. Justo se estaba inclinando.
—Petey —llamó Astrid.
El pequeño Pete se incorporó con su consola. Se le cayeron trocitos de cristal de la mano procedentes de la pantalla destrozada.
Sus ojos se encontraron con los de Astrid.
El pequeño Pete se puso a aullar como un animal. Aullaba como un loco, aullaba con una voz increíblemente fuerte.
—¡Aaaaah! —Un grito de pérdida, un grito alocado y trágico.
Se dobló hacia atrás formando una C y siguió aullando como un animal.
De repente, la pared de la ERA desapareció.
Astrid miró boquiabierta un paisaje de furgonetas y coches con conexión vía satélite, un motel, una multitud de gente, gente normal, adultos, detrás de un cordón de seguridad, mirando.
El pequeño Pete cayó de espaldas.
Y al cabo de un instante desapareció todo.
Volvió el muro.
Y el pequeño Pete se quedó callado.