12 MINUTOS
SANJIT HABÍA OLVIDADO todas y cada una de las cosas que pensaba que había aprendido sobre pilotar un helicóptero.
Algo sobre una palanca que cambiaba la inclinación de las palas del rotor.
Algo sobre el ángulo de ataque.
Un no sé qué cíclico. Unos pedales. Otro no sé qué colectivo, ¿cuál era cuál?
Probó con los pedales. La cola del helicóptero se balanceó violentamente hacia la izquierda. Sacó los pies de los pedales. El helicóptero casi sale disparado de la pista.
—¡Vale, pues va bien! —exclamó Sanjit, esperando desesperadamente tranquilizar a los demás.
—¡Igual deberías subir primero, antes de intentar dar vueltas! —gritó Virtue.
—¿Te parece?
Entonces se acordó de algo. Había que girar algo para que los rotores te elevaran. ¿Qué era lo que había que girar?
A mano izquierda. El colectivo. ¿O era el cíclico? ¿Y qué más daba? Era lo único que giraba…
Lo giró delicadamente. En efecto, el ruido del motor aumentó y cambió de tono. Y entonces el helicóptero despegó.
Y empezó a dar vueltas. El helicóptero se deslizaba hacia la proa, hacia la superestructura. La cola daba vueltas como una peonza, en la dirección de las agujas del reloj.
Como una noria. Los pedales. Tenía que usarlos para…
El helicóptero dejó de girar en la dirección de las agujas del reloj. Y dudó, hasta que empezó a girar al revés.
Sanjit era levemente consciente de las diversas voces que gritaban. Cinco chavales en un helicóptero. Cinco gritos. Incluido el suyo.
Presionó otra vez los pedales. Y el helicóptero dejó de dar vueltas. Seguía deslizándose hacia la superestructura del yate, pero ahora iba marcha atrás.
Giró totalmente el paso colectivo, del todo, nenes, y el helicóptero salió disparado hacia arriba. Como una atracción a la que Sanjit subió una vez en Las Vegas. Como si el helicóptero colgara de una cuerda y alguien tirara de ella hacia las nubes.
Se alzaba por encima de la superestructura. Sanjit la vio pasar por debajo de sus pies.
¡POM, POM, POM!
Los rotores habían chocado con algo. Salieron disparados trocitos de alambre y palos metálicos. Era la radio de la antena del yate.
El helicóptero seguía alzándose y deslizándose hacia atrás en dirección al acantilado.
Esa otra cosa… La no sé qué cíclica, el palito, la cosita que le quedaba cerca de la mano derecha, agárrala, agárrala, haz algo, algo, algo, empújala hacia delante, delante, delante. ¡Y volvieron a dar vueltas! Se había olvidado de los pedales, los malditos pedales, y sus pies ya no los encontraban y el helicóptero giró 180 grados y con el cíclico inclinado hacia delante ahora se dirigían directamente hacia la pared del acantilado.
Debían de quedar unos treinta metros.
Quince metros.
En un abrir y cerrar de ojos estarían muertos. Y no podía hacer nada para evitar que ocurriera.
Diana corría por el césped crecido. Caine se le había adelantado, iba más rápido que ella, tenía que alcanzarlo.
El ruido del motor del helicóptero aumentaba y se aproximaba.
Caine se detuvo en el borde del acantilado. Diana llegó también al borde, jadeando, y se quedó a tres metros y medio de Caine.
En un segundo, Diana entendió lo que Sanjit quería ocultar. Muy por debajo se encontraba un yate blanco estrellado contra unas rocas. Un helicóptero se esforzaba por ascender, dando vueltas como un loco en un sentido y luego en otro.
El rostro de Caine dibujó una sonrisa malvada.
Penny se acercó por detrás, con mucho esfuerzo. Bug… bueno, puede que también estuviera allí. No había manera de saberlo.
Diana corrió hasta Caine.
—¡No lo hagas! —gritó.
El chico volvió su rostro furioso hacia ella.
—¡Cállate, Diana!
El helicóptero volvió a dar vueltas y se abalanzó hacia el acantilado.
Caine alzó las manos y el helicóptero dejó de moverse hacia delante. Estaba tan cerca que el rotor sesgó un arbusto que colgaba de la pared del acantilado.
—Caine, no lo hagas —le suplicó Diana.
—¿Y a ti qué más te da? —preguntó Caine, que estaba realmente sorprendido.
—¡Mira! ¡Míralos! Hay niños pequeños dentro. Niños pequeños.
La cabina de burbuja del helicóptero quedaba a un tiro de piedra. Sanjit forcejeaba con los mandos. Virtue iba a su lado, agarrado al cojín de su asiento. Tres niños más pequeños estaban apiñados en el asiento trasero, gritando, tapándose los ojos. No eran tan pequeños como para no saber que se encontraban a medio segundo de la muerte.
—Creo que Sanjit tendría que habérselo pensado antes de mentirme —comentó Caine.
Diana le agarró el brazo, se lo pensó mejor y le tocó la cara. Apretó una mano contra la mejilla del chico.
—No lo hagas, Caine. Te lo suplico.
—Yo lo haré. —Penny apareció al otro lado de Caine—. ¡Ya veremos cómo vuela cuando la cabina esté llena de escorpiones!
Pero Diana sabía que se había equivocado.
—No harás nada, Penny. Yo tomo las decisiones aquí —se burló Caine.
—No, tú haces lo que ella te dice —protestó Penny. Y casi le escupe las palabras a Diana—. ¡Esta bruja! Menuda chica bonita…
—¡Apártate, Penny! —le advirtió Caine.
—¡No te tengo miedo, Caine! —gritó Penny—. Ha intentado matarte cuando estabas inconsciente. Te…
Pero antes de que pudiera terminar su acusación, Penny salió volando por los aires. Flotaba, gritando, por encima de las aspas destructoras del rotor.
—¡Adelante, Penny! —aulló Caine—. ¡Amenázame con tus poderes! ¡Haz que me desconcentre!
Penny gritaba, histérica, agitando brazos y piernas como una loca, mirando aterrorizada hacia las aspas brillantes.
—Déjalos ir, Caine —suplicó otra vez Diana.
—¿Por qué, Diana? ¿Por qué me traicionas?
—¿Te traiciono? —Diana se rio—. ¿Te traiciono? ¡He estado contigo todos los días, a todas horas, desde que empezó esta pesadilla!
Caine la miró.
—Pero me odias, de todas maneras.
—No, pedazo de chungo estúpido, te quiero. No debería. No debería. ¡Estás enfermo, Caine, enfermo! Pero te quiero.
Caine alzó una ceja.
—Entonces tienes que amar lo que hago. Lo que soy.
Sonrió y Diana supo que había perdido la discusión. Lo veía en los ojos de Caine.
Se apartó de él. Se apartó en dirección al acantilado. Buscó el borde del acantilado con los pies sin dejar de mirar al chico.
—Te he ayudado cuando he podido, Caine. He hecho de todo. Te mantuve vivo y te cambié las sábanas sucias manchadas de mierda cuando la Oscuridad te tenía prisionero. Traicioné a Jack por ti. Los he traicionado a todos por ti. He comido… que Dios me perdone… ¡he comido carne humana para quedarme contigo, Caine!
La mirada fría de Caine parpadeó.
—No me quedaré contigo para esto —advirtió Diana.
La chica dio otro paso hacia atrás. Quería que sirviera de amenaza, no pretendía que fuera definitivo.
Pero fue un paso de más.
Diana sintió el horror repentino al saber que se iba a caer. Movió los brazos como si fueran aspas de molino. Pero sabía que estaba demasiado lejos, demasiado.
Y pensó que, a fin de cuentas, ¿no sería mejor?
¿No sería un alivio?
Dejó de pelear, perdió el equilibrio y se precipitó por el acantilado.
Astrid corría, tirando del pequeño Pete.
Mientras jadeaba y tiraba y el corazón le latía con fuerza debido al miedo, a lo que vería cuando llegara a Clifftop, se decía que de ninguna manera podría haberlo sabido.
De ninguna manera podría haber sabido que el juego era real. Que se volvió real cuando se acabaron las pilas. Y que el adversario del pequeño Pete en el juego no era ningún programa en un microchip, sino la gayáfaga.
Se había puesto en contacto con el pequeño Pete. Y no era la primera vez. De algún modo, en algún sentido que puede que Astrid nunca llegara a comprender, los dos mayores poderes de la ERA estaban unidos.
La gayáfaga había engañado al pequeño Pete. Había utilizado el poder enorme de Pete para dar vida a su avatar, Nerezza.
Orsay, también, tocó en una ocasión la mente de la gayáfaga. Era como una infección: en cuanto tocabas aquella mente inquieta y malvada, te controlaba en cierto sentido. Como un gancho enterrado en tu mente.
Sam dijo que Lana aún sentía a la gayáfaga en su interior. Que aún no estaba libre de ella. Pero Lana lo sabía, era consciente de ello. Puede que eso le sirviera de defensa, o puede que sencillamente la gayáfaga ya no la necesitara.
Astrid y Pete alcanzaron la carretera a Clifftop.
Pero el camino estaba bloqueado por lo que parecía un tornado. Un tornado llamado Dekka.
Dekka alzó el torbellino ante ella y continuó avanzando a paso constante.
¡BAM!
Se formó una llamarada apenas visible a través de la basura que volaba y se arremolinaba.
—¡Cogedla! ¡Coged a la rara! —aulló Zil.
Dekka seguía avanzando, sin hacer caso del dolor en las piernas, sin pensar en el chapoteo de sangre que le llenaba los zapatos.
Alguien corría tras ella. Dekka le gritó por encima del hombro, sin mirar:
—¡Quédate atrás, idiota!
—¡Dekka! —Era la voz de Astrid.
Llegó corriendo, tirando del raro de su hermanito tras ella.
—¡No es un buen momento para que me grites, Astrid! —gritó Dekka.
—Dekka, tenemos que llegar al acantilado.
—Voy donde esté Zil —explicó Dekka—. Tengo derecho a defenderme. Él empezó esta pelea.
—Escúchame —la apremió Astrid—, no quiero detenerte. Te digo que te des prisa. Tenemos que pasar ¡ahora!
—¿Qué, qué está pasando?
—Asesinato. Tenemos que pasar. ¡Tienes que pasar!
Alguien se les acercó corriendo procedente de un lado. Se aproximó demasiado a la zona ingrávida y salió volando por los aires, boca abajo, dando vueltas lentamente.
Disparó al alzarse. Y el arma estalló en varias direcciones.
Los matones estaban formando un círculo detrás de Dekka. Se movían con cautela, muy lejos del campo que la chica había generado. Los vio corretear de un arbusto a un montículo y luego a un cactus.
Una bala pasó zumbando tan cerca de su oreja que pensó que igual le había dado.
—¡Apártate, Astrid! —exclamó Dekka—. ¡Estoy haciendo todo lo que puedo!
—Haz lo que haga falta.
—Si me cargo a Zil el resto echará a correr.
—Pues cárgatelo.
—Sí, señora. ¡Y ahora sal de aquí!
Había visto por última vez a Zil junto a la carretera, a la derecha, más adelante, justo donde no podía alcanzarlo.
Dekka dejó caer las manos y miles de kilos de tierra y basura que estaban orientados hacia el cielo cayeron. Dekka corrió directamente hacia la tormenta con los ojos cerrados y la mano sobre la boca.
Casi se choca con Zil. Salió de entre la columna de tierra caída y prácticamente lo derriba.
Sorprendido, Zil balanceó el cañón de la escopeta hacia ella, pero la chica ya estaba demasiado cerca. El cañón la golpeó como un palo, lo estampó contra un lado de su cabeza, pero no lo bastante fuerte como para aturdirla.
Zil intentó retirarse para disparar mejor, pero Dekka extendió la mano, le agarró la oreja, y tiró de Zil en dirección a ella.
Entonces el chico consiguió colocarle el cañón bajo la barbilla, apretando tanto como para hacerle rechinar los dientes. Dekka tiró hacia atrás y él apretó el gatillo. El disparo fue como si le hubiera estallado una bomba en la cara.
Pero no soltó al chico. Tiró otra vez de él y lo hizo gemir de dolor y terror.
Dekka dirigió la mano hacia el suelo, y la gravedad desapareció sin más.
Forcejeando en un abrazo frenético, tanto Dekka como Zil salieron flotando hacia arriba. La tierra y la basura ascendieron con ellos. Ellos formaban el centro del tornado. Zil logró soltarse, pero le quedó una oreja desgarrada, sangrienta.
Dekka le dio un puñetazo, le estampó los nudillos en la nariz. Volvió a golpearle y falló. El primer puñetazo la había apartado de Zil, que intentaba acercarse el arma, pero, como a ella, le costaba moverse y pelear con gravedad cero.
A Dekka se le estaban cerrando los ojos, cuajados de arena voladora. No veía claramente cuánto habían ascendido. No sabía seguro si bastaría.
Zil se retorcía y gritaba, triunfante. El cañón de la escopeta quedaba a pocos centímetros de ella.
Dekka pataleaba sin parar. Su bota pateó el muslo de Zil y salieron disparados en direcciones opuestas, ahora estaban a tres metros el uno del otro. Pero Zil seguía apuntándole con la escopeta. Y no era una distancia suficiente como para que Dekka pudiera dejarlo caer sin caer ella también. Todavía no.
—Mira hacia abajo, genio —gruñó Dekka.
Zil, que también tenía los ojos entrecerrados, bajó la vista.
—¡Si me disparas caerás! —gritó Dekka.
—¡Sucia rara! —gritó Zil.
El chico apretó el gatillo. La explosión fue ensordecedora. Dekka sintió que un perdigón pasaba volando junto a su cuello. Y algo la alcanzó, como un puñetazo.
El retroceso de la escopeta hizo que Zil reculara más de metro y medio.
—Sí, ya está lejos —dijo Dekka para sí.
Zil gritó aterrorizado. Una sola vocal que duró los diez segundos que tardó en caer y estamparse contra la tierra.
Dekka se limpió la arena de un ojo y miró como pudo hacia abajo.
—Más arriba de lo que pensaba —se dijo.