16 MINUTOS
EL DESCENSO HASTA el yate, el Fly boy too, bastó para quitar a Sanjit un año de vida. Casi se le cae Bowie, dos veces. Pixie se golpeó en la cabeza y empezó a llorar. Y Pixie podía gritar a pleno pulmón.
Peace se mostró pacífica, pero quejosa. Lo cual era normal considerando las circunstancias.
Y luego llegó a la parte en que tenían que subirse al yate. Resultó más fácil que bajar por el acantilado, pero tampoco fue como una excursión a la playa.
«Tío, ¿a que molaría pasar el día en la playa?». Eso era lo que pensaba Sanjit mientras Virtue y él conducían a los niños a popa, hacia el helicóptero.
Un día en la playa. Eso sería mucho mejor que mirar hacia el acantilado que se cernía por encima de ellos y saber que se estaba preparando para hacerles volar directos hacia él. Siempre y cuando lograra que el helicóptero despegara del helipuerto.
Probablemente no llegaría lo bastante lejos como para preocuparse de si se cargaba a todos los que estaban en el acantilado. Era más probable que solo alcanzara altitud suficiente para luego hundirse en el mar.
Pero no tenía sentido pensar en ello. Ya no podían quedarse allí. Ni aunque dejara de preocuparse de Bowie. Había visto lo que podía hacer Caine.
Tenía que sacar a los niños de la isla. Apartarlos de Caine. Virtue le dijo que había algo profundamente maligno en Caine. Sanjit vio los ojos de Caine al replicarle.
Sanjit se preguntaba si Diana tenía razón, si Virtue tenía alguna clase de poder mutante para juzgar a la gente. Parecía más probable que sencillamente fuera un chico que juzgara a la gente.
Pero Virtue tenía razón respecto a su mal presentimiento. Caine había estado a punto de aplastar a Sanjit contra una pared. De ningún modo iba a tolerar una criatura como Caine a Pixie, Bowie y Peace, y ya no digamos a Choo. No iba a tolerar compartir el suministro de alimento menguante con ellos.
—Como si las cosas fueran a ir mejor en el continente —murmuró Sanjit.
—¿Qué? —preguntó Virtue, distraído. Estaba ocupado intentando atar a Bowie al asiento trasero del helicóptero. Solo había cuatro asientos en total, el del piloto y los de los tres pasajeros. Pero eran asientos adultos, de modo que en los dos de atrás cabrían los tres pequeños.
Sanjit se subió al asiento del piloto. El cuero estaba arrugado y desgastado. En la película, el asiento era de tela. Sanjit lo recordaba con claridad. Era prácticamente lo único que recordaba.
Sanjit se pasó la lengua por los labios, pues ya no podía reprimir el temblor, el miedo que sentía al saber que estaba a punto de hacer que se mataran.
—¿Sabes cómo hacerlo? —le preguntó Virtue.
—¡No, claro que no! —gritó Sanjit. Pero entonces, para calmar a los pequeños, se dio medio vuelta y añadió—: claro que sí. Claro que sé pilotar un helicóptero. ¡Ja!
Virtue rezaba. Con los ojos cerrados y la cabeza inclinada. Rezaba.
—Sí, eso nos servirá —comentó Sanjit.
Virtue abrió un ojo y dijo:
—Hago lo que puedo.
—Hermano, no me estaba haciendo el listillo —explicó Sanjit—. Quiero decir que tengo fe en el Dios o los dioses o santos o cualquier otra cosa que tengas.
Virtue cerró los ojos.
—¿Deberíamos rezar? —preguntó Peace.
—Sip. Rezar. ¡A rezar todos! —gritó Sanjit.
El chico se dispuso a arrancar el helicóptero.
Sanjit no sabía de ningún dios en particular al cual rezar, solo era hindú de nacimiento y no se había leído precisamente los libros sagrados ni nada parecido. Pero susurró:
—Seas quien seas, si nos oyes, ahora sería un buen momento para ayudarnos.
Entonces el motor rugió al cobrar vida.
—¡Uau! —exclamó Sanjit, sorprendido. En parte se lo esperaba, y en parte confiaba en que el motor ni siquiera se pusiera en marcha.
Hacía un ruido tremendamente fuerte. Y el helicóptero temblaba de un modo increíble.
—Esto… ¡me parece que lo he conseguido! —gritó Sanjit.
—¿Te parece? —le espetó Virtue, cuya voz se tragaba el ruido del motor.
Sanjit se inclinó hacia él y le puso la mano en el hombro.
—Te quiero, tío.
Virtue se llevó una mano al corazón y asintió.
—Genial —dijo Sanjit muy alto, aunque lo único que oía era su propia voz—. Y después de esta escena tan tierna, ha llegado la hora de que nuestros héroes salgan formando una bola llameante de gloria.
Virtue frunció el ceño, intentando oírlo.
—¡He dicho —gritó Sanjit a pleno pulmón— que soy invencible! ¡Y ahora a volar!
Dekka vio que el grupo de Zil se dividía en dos, a la izquierda y a la derecha de la carretera. Era una emboscada…
Dekka dudó. Ahora mismo estaría bien ser Brianna. La Brisa no estaba hecha a prueba de balas, pero resultaba tremendamente difícil alcanzarla cuando iba a casi quinientos kilómetros por hora.
Si Dekka seguía avanzando, le dispararían.
¿Dónde estaba Brianna? Sin duda debía de seguir demasiado enferma para moverse, o estaría allí en medio. Brianna no era de las que se perdían una pelea. Dekka la echaba de menos y al mismo tiempo esperaba que se quedara en casa, a salvo. Si le pasaba algo a Brianna, Dekka no sabría cómo seguir viviendo.
Pero ¿dónde estaba Sam? Esa era la gran pregunta. ¿Por qué tenía Dekka que recorrer esa carretera? Ni siquiera sabía que tuviera que hacerlo. Igual no pasaría nada. Igual Drake subiría arrasando desde la playa y derribaría a Zil y los dos se rematarían el uno al otro.
Cómo le gustaría verlo. Pero ya mismo. Ya mismo, antes de seguir subiendo por la carretera hacia Clifftop.
—Sí, eso sería genial —dijo.
A los gamberros de Zil se les estaba acabando la paciencia. No esperaban. Avanzaban hacia ella por ambos lados de la carretera. Con palos. Con bates. Con palancas.
Con escopetas.
Dekka podría echar a correr. Marcharse. Encontrar a Brianna y decirle: «Brianna, me imagino que probablemente no sentirás lo mismo, y puede que esto te raye un montón y me odies por decírtelo, pero te quiero».
Le temblaba el cuerpo de miedo. Cerró los ojos durante un instante y sintió en aquella oscuridad temporal cómo sería la muerte. Pero la muerte no es algo que se pueda sentir, ¿verdad?
Podría huir. Estar con Brianna.
Pero no, eso no iba a pasar jamás. Se pasaría el resto de la vida amando a Brianna en silencio. Probablemente nunca le diría lo que realmente sentía.
Por el rabillo del ojo Dekka vio a Edilio corriendo directamente hacia Drake desde atrás. Estaba solo, el muy loco, seguía solo a Drake. Mucho más atrás, mucho más despacio, demasiado, avanzaba Orc.
Edilio podría haber decidido esperarse, esperar a Orc. Esperar quizás demasiado a que Drake atacara a niños aterrorizados. Pero eso no era lo que había decidido hacer Edilio.
No esperaba a Orc.
—Y yo no voy a esperar a Sam —decidió Dekka.
Así que Dekka empezó a caminar.
Sonó el primer disparo. El chungo de Turk… Sonó tan fuerte como si fuera el fin del mundo. Dekka vio el disparo salir de la boca del arma. Unos perdigones de plomo calientes se estamparon contra el hormigón delante de ella. Algunos rebotaron y se le clavaron en las piernas.
Le dolió. Y luego más.
Dekka no podía alcanzar ni a Turk ni a Lance ni a Zil con sus poderes. No desde aquella distancia.
Pero podía hacer que les costara mucho apuntar.
Dekka alzó las manos y la gravedad se interrumpió.
Entonces Dekka avanzó hacia el muro de tierra, polvo y cactus que se arremolinaban.
Sam se encontraba en la puerta de metal retorcida de la central nuclear cuando oyó una ráfaga de viento y vio un borrón.
El borrón dejó de vibrar y se convirtió en Brianna.
Llevaba algo en las manos. Dos cosas.
Sam miró los objetos y a continuación a Brianna. Y luego volvió a mirar los objetos que tenía en las manos.
Esperó a que la chica dejara de toser, doblada en dos y afirmó:
—No.
—Sam, te necesitan. Y no pueden esperar a que vuelvas caminando poquito a poquito.
—¿Quién me necesita? —preguntó Sam, escéptico.
—Astrid me ha pedido que te llevara. Costara lo que costara.
Sam no podía evitar que le gustara lo que oía.
—Ajá. Así que Astrid me necesita.
Brianna puso los ojos en blanco.
—Sí, Sam, sigues siendo necesario. Eres como un dios para nosotros, los meros mortales. No podemos vivir sin ti. Más adelante te haremos un templo. ¿Satisfecho?
Sam asintió. No quería indicar que estaba de acuerdo, sino que lo entendía.
—¿Se trata de Drake?
—Creo que Drake es solo una parte —explicó Brianna—. Astrid tenía miedo. De hecho, creo que tu novia ha tenido un día muy malo.
Brianna soltó el monopatín delante de Sam.
—No te preocupes: no te dejaré caer.
—¿Sí? ¿Y entonces por qué has traído el casco?
Brianna se lo lanzó.
—Por si te caes.
A Edilio le costaba correr por la arena. Pero puede que no fuera por eso por lo que parecía que no lograba alcanzar a Drake.
Puede que no quisiera. Puede que se muriera de miedo ante Drake. Orc luchó una vez contra Drake y empataron. Sam peleó contra él y perdió.
Caine lo mató.
Y, sin embargo, allí estaba Drake. Vivo. Sam ya sabía que lo estaba. Sam ya se lo temía. El psicópata estaba vivo.
Edilio tropezó y se cayó en la arena. La boca de su rifle automático fue lo primero en alcanzar la arena y disparó PUM PUM PUM, Edilio había apretado accidentalmente el gatillo.
El chico se quedó de rodillas. «Levántate —se dijo—. Levántate. Tú te encargas de estas cosas. Levántate».
Y se levantó y se puso a correr otra vez. El corazón le latía como si se le fuera a salir.
Drake ya no estaba lejos, puede que a unos treinta metros, nada lejos. Estaba azotando a un pobre chaval que corría demasiado despacio.
Edilio había visto los estragos del látigo terrible. Quebró algo dentro de Sam, el dolor de ese látigo.
Pero Edilio se acercó. El truco consistiría en acercarse lo bastante… pero no demasiado.
Drake aún no lo había visto. Edilio alzó el rifle para disparar. Se encontraba a quince metros. Podría alcanzar a Drake desde donde estaba, pero había una docena de chavales a tiro justo detrás del psicópata. Las balas no siempre iban exactamente donde apuntaba. Podría matar a Drake. Pero también podría matar a los niños que huían.
Tendría que esperar hasta que los niños desaparecieran de su alcance.
Alineó la figura de Drake en las miras. Costaba apuntar con el arma en modo automático. El retroceso sería tremendo. Podías apuntar con el primer disparo, pero a partir de allí sería como rociar con una manguera contra incendios.
Tenía que detener a Drake. Tenía que dejar que los niños se marcharan.
—Drake —dijo Edilio. Pero tenía la boca tan seca como la arena. Le salió una voz ronca, apenas audible.
—¡Drake! —gritó—. ¡Drake!
Drake se quedó quieto. Se volvió, sin prisa, despacio. Lánguidamente.
Y mostró su sonrisa salvaje. En sus ojos azules solo había regocijo. Tenía el pelo oscuro enmarañado, apelmazado y sucio. Parecía que se le había manchado la piel de barro. Y tenía tierra en los dientes.
—Vaya, Edilio —dijo—. Cuánto tiempo, espalda mojada.
—Drake… —repitió Edilio, pero le volvía a fallar la voz.
—¿Sí, Edilio? —preguntó Drake con sorna—. ¿Querías decirme algo?
Edilio sintió retortijones. Drake estaba muerto. Muerto.
—Quedas… quedas arrestado.
Drake ladró una sonrisa sorprendida.
—¿Arrestado?
—Eso es.
Drake dio un paso hacia él.
—Para. ¡Párate! —le advirtió Edilio.
Drake siguió avanzando.
—Pero vengo a rendirme, Edilio. Colóqueme las esposas, agente.
—¡Para! ¡Para o te disparo!
Los chavales seguían corriendo. ¿Estaban lo bastante lejos? Edilio tenía que concederles todo el tiempo que pudiera.
Drake asintió al entenderlo.
—Ya veo. Eres tan buen chico, Edilio… Te aseguras de que los nenes se aparten del camino antes de tumbarme.
Edilio calculó que el látigo de Drake alcanzaría entre tres y tres metros y medio. Y en ese momento Edilio se encontraba a poco más del doble de esa distancia. El chico apuntaba al centro del cuerpo de Drake, al blanco más grande, pues había leído que eso era lo que se suponía que tenías que hacer.
Otro paso. Y luego otro. Drake avanzaba.
Edilio dio un paso atrás. Otra vez.
—Ah, no es justo —se burló Drake—. Mantenerme fuera de tu alcance de esta manera…
Entonces Drake se movió de repente, a una velocidad increíble.
¡PUM!
¡Clic!
El primer disparo alcanzó a Drake en el pecho. Pero no salieron más balas.
¡Atascada! El arma estaba atascada. Tenía arena en el mecanismo de disparo. Edilio tiró del cerrojo hacia atrás, intentando…
Demasiado tarde.
Drake lo azotó, enroscó el látigo en torno a las piernas de Edilio y de repente Edilio cayó boca arriba, boqueaba y tenía a Drake encima de él.
La mano serpenteante se dedicó a recorrer la garganta de Edilio. El chico vomitó. Intentó balancear el arma como si fuera un palo, pero Drake la bloqueó fácilmente con la mano libre.
—Te azotaría, Edilio, pero de verdad que no tengo tiempo para divertirme —indicó Drake.
El cerebro de Edilio daba vueltas. Estaba perdiendo la consciencia. A través de los ojos enrojecidos veía la sonrisa de Drake a pocos centímetros de la suya, disfrutando del placer de verlo morir.
Drake sonrió. Y, entonces, mientras Edilio se desmayaba, mientras se hundía en un pozo de negrura, vio unos alambres de metal que salían de los dientes embarrados de Drake.