CUATRO

62 HORAS, 33 MINUTOS

LE LLEVARON UNA pierna. Una pantorrilla, concretamente. A fin de cuentas, Caine seguía siendo el líder de la tribu menguante de chavales de Coates. Que ahora, con la muerte de Panda, se había reducido a quince miembros.

Bug encontró una carretilla y cargó a Panda hasta la escuela. Con la ayuda de otros hizo una hoguera con ramas caídas y unos cuantos escritorios.

El olor los mantuvo despiertos durante el resto de la noche.

Y al llegar el amanecer, cuando todos tenían las caras manchadas de grasa, le llevaron una pierna. A Caine le pareció que era la izquierda. Como muestra de respeto. Y señal de que deseaban, aunque no lo habían dicho, que fuera cómplice de su crimen.

En cuanto Bug se marchó, Caine empezó a temblar.

El hambre era una fuerza muy poderosa. Pero también lo eran la humillación y la rabia.

En Perdido Beach los chavales tenían comida. Puede que no mucha, pero Caine sabía que ya no corrían el riesgo de morirse de hambre. Aunque no comieran bien, en Perdido Beach comían mucho mejor que los chavales de Coates.

Todos los que podían desertar de Coates ya lo habían hecho. Los que quedaban eran niños con demasiados problemas y las manos manchadas de demasiada sangre…

En realidad solo quedaban Caine y Diana. Y una docena de chungos y perdedores. Solo una servía realmente de ayuda si había algún problema: Penny. Penny la que generaba monstruos.

Había días en los que Caine casi echaba de menos a Drake Merwin. Estaba loco de remate, era inestable, pero al menos resultaba útil en una pelea. No hacía que la gente pensara que veía monstruos, como Penny. Drake era el monstruo.

Drake no se habría quedado mirando aquella… aquella cosa que estaba encima de la mesa. Aquel objeto demasiado reconocible, chamuscado y ennegrecido. Drake no habría dudado.

Una hora más tarde, Caine encontró a Diana. Estaba sentada en una silla de su habitación, observando los primeros rayos del sol que alcanzaban las copas de los árboles. Caine se sentó en su cama. Las tablas crujieron. La figura de Diana estaba a oscuras, resultaba casi invisible bajo la luz débil, no veía más que el brillo en sus ojos y el contorno de una mejilla hueca.

A oscuras, Caine aún se imaginaba que Diana era como antes. La hermosa Diana. Pero sabía que su cabello negro y seductor estaba quebradizo y cubierto de óxido. Que tenía la piel amarillenta y áspera. Los brazos como palitos. Las piernas como alfileres inestables. Ya no parecía que tuviera catorce años, sino cuarenta.

—Tenemos que intentarlo —dijo Caine sin más preámbulos.

—Sabes que miente, Caine —susurró Diana—. Nunca ha estado en la isla.

—Lo ha leído en una revista.

Diana consiguió soltar su risa sarcástica característica.

—¿Bug se ha leído una revista? Ya… Como Bug lee mucho…

Caine no dijo nada. Se quedó quieto, intentando no pensar, no recordar. Intentando no desear que hubiera más comida.

—Tenemos que ir donde Sam —afirmó Diana—. Entregarnos. No nos matarán. Así que tendrán que alimentarnos.

—Nos matarán si nos entregamos. Puede que Sam no, pero los otros sí. Somos responsables de que se apagaran las luces. Sam no podrá detenerlos. Si no lo hacen raros como Dekka, Orc o Brianna, lo harán los gamberros de Zil.

Lo único que les quedaba en Coates era que sabían lo que ocurría en la ciudad. Bug poseía la capacidad de pasearse sin que lo vieran. Entraba y salía de Perdido Beach cada pocos días y robaba comida sobre todo para él mismo. Pero también oía lo que decían los chavales. Y se supone que leía revistas rotas que no se molestaba en llevarse a Coates.

Diana no le dijo nada. Se quedó sentada en silencio. Caine la oía respirar.

Y ella, ¿lo había hecho? ¿Había cometido también el pecado? ¿O lo estaba oliendo en él ahora y lo despreciaba por ello? ¿Quería saberlo Caine? ¿Sería capaz de olvidar más adelante que los labios de la chica hubieran comido aquella carne?

—¿Por qué seguimos adelante, Caine? —preguntó Diana—. ¿Por qué no nos quedamos tumbados y nos morimos? O tú… podrías…

Lo miró de un modo que lo puso enfermo.

—No, Diana. No. Eso no lo voy a hacer.

—Me harías un favor… —susurró Diana.

—No puedes. Aún no nos han derrotado.

—Ya, esa es una fiesta que no me gustaría perderme —se burló Diana.

—No puedes abandonarme.

—Todos te abandonamos, Caine. Todos. Si vamos a la ciudad, nos matarán uno a uno; si nos quedamos aquí, nos moriremos de hambre. O haremos puf en cuanto tengamos oportunidad.

—Te salvé la vida —añadió el chico, y se detestó por suplicar—. Yo…

—Tienes un plan… —acabó la frase Diana, muy seca. Burlándose. Era una de las cosas que le encantaban de ella, esa veta burlona y malvada.

—Sí —dijo Caine—. Sí, tengo un plan.

—Basado en una estúpida historia de Bug.

—Es lo único que tengo, Diana. Eso, y a ti.

Sam paseaba por las calles en silencio.

Estaba inquieto por su encuentro con Orsay. E inquieto, también, por su encuentro con Astrid en el dormitorio.

¿Por qué no le había contado lo de Orsay? ¿Por qué Orsay decía lo mismo que decía Astrid?

Déjalo estar, Sam. Deja de intentar serlo todo para todos. Deja de hacerte el héroe, Sam. Todo eso ya ha quedado atrás.

Tenía que contárselo a Astrid. Aunque solo fuera para que lo orientara, para que entendiera lo que había ocurrido con Orsay. Astrid lo analizaría con claridad.

Pero no era tan fácil, ¿verdad? Astrid no solo era su novia, era la jefa del Consejo del ayuntamiento. Sam tenía que informarle oficialmente de lo que descubría. Y aún se estaba acostumbrando a eso. Astrid quería leyes y sistemas y un orden lógico. Sam se había pasado meses al mando. No quería, pero lo estaba, y tenía que aceptarlo.

Y ahora ya no estaba al mando. Era liberador. Se decía a sí mismo que era liberador.

Pero también frustrante. Mientras Astrid y el resto del Consejo estaban ocupados jugando a los padres y las madres fundadores, Zil iba por ahí haciendo lo que le daba la gana.

Lo ocurrido con Orsay en la playa había afectado a Sam. ¿Acaso era posible? ¿Existía la más mínima posibilidad de que Orsay estuviera en contacto con el mundo exterior?

Su poder, la capacidad de habitar los sueños de otros, estaba fuera de toda duda. Sam la vio una vez paseándose por sus propios sueños. Y la utilizó de espía contra su gran enemiga, la gayáfaga, cuando destruyeron a aquella entidad monstruosa.

Pero ¿y lo que estaba pasando ahora? Eso de que podía ver los sueños de los que estaban fuera de la ERA

Sam se detuvo en mitad de la plaza y miró a su alrededor. No necesitaba la noche perlada para saber que las hierbas invadían lo que antes eran pequeños espacios verdes muy cuidados. Había cristales por todas partes. Las ventanas que no se rompieron durante la batalla las destrozaron los vándalos. La fuente estaba repleta de basura. Ahí fue donde los coyotes atacaron. Donde Zil intentó colgar a Hunter porque Hunter era un raro.

La iglesia estaba medio destruida. El edificio de apartamentos se había quemado. Los escaparates de las tiendas y los escalones del ayuntamiento estaban cubiertos de grafitis, algunos sin sentido, otros románticos, pero la mayoría eran mensajes de odio o furia.

Todas las ventanas estaban a oscuras. Todos los portales estaban en penumbra. El McDonald’s, que había sido una especie de club regentado por Albert, estaba cerrado. Ya no había electricidad para poner música.

¿Y si fuera verdad? ¿Y si Orsay había soñado los sueños de su madre? ¿Había hablado a Sam? ¿Había visto algo en él que no había logrado ver en sí mismo?

¿Y por qué esa idea le hacía tanto daño?

Sam se dio cuenta de que era peligroso. Si otros chavales se enteraban de que Orsay decía esas cosas, ¿qué ocurriría? Si a él le preocupaba tanto…

Tendría que hablar con Orsay. Decirle que lo dejara estar. Tanto a ella como a esa ayudante suya. Pero si se lo contaba a Astrid, todo se desmadraría. Ahora mismo solo podía presionar un poco a Orsay, hacer que parara.

Se imaginaba lo que haría Astrid. No dejaría de hablar de la libertad de expresión o cualquier cosa así. O igual no, igual también vería la amenaza, pero a Astrid se le daban mejor las teorías que acercarse a la gente y decirles que pararan.

En una esquina de la plaza estaban las tumbas y sus indicadores provisionales: cruces de madera, un intento inútil de hacer una Estrella de David, unas cuantas tablas vacías clavadas en vertical en la tierra… Alguien había volcado la mayoría de las lápidas y nadie había tenido tiempo de volver a enderezarlas.

Sam detestaba ir a las tumbas. Todos y cada uno de los chavales enterrados bajo tierra —y había muchos— significaban un fracaso personal. Chavales a quienes no había conseguido mantener con vida.

Sam pisó tierra blanda. Frunció el ceño. ¿Por qué había terrones?

El chico alzó la mano izquierda por encima de la cabeza. Se formó una bola de luz en su palma. Era una luz verdosa que oscurecía las sombras. Pero vio que la tierra estaba removida. Había tierra por todas partes, no apilada, sino como si hubieran arrojado terrones y paladas enteras.

En el centro había un agujero. Sam aumentó la intensidad de la luz y mantuvo la mano por encima del agujero. Miró dentro, dispuesto a responder si alguien atacaba. El corazón le martilleaba en el pecho.

¡Algo se movía!

Sam dio un salto hacia atrás y disparó un rayo de luz por el agujero. La luz no hizo ningún ruido, pero la tierra siseó y saltó al cristalizar.

—¡No! —gritó.

Tropezó, cayó de culo en la tierra y ya entonces supo que había cometido un error. Vio algo moverse, y cuando disparó la luz abrasadora ya sabía de qué se trataba.

Volvió arrastrándose hasta el borde del agujero. Miró dentro, e iluminó el lugar con una mano cautelosa.

La niñita lo miraba, aterrorizada. Tenía el pelo sucio. La ropa llena de barro. Pero estaba viva. No quemada. Sino viva.

Una cinta le tapaba la boca. Se esforzaba por respirar. Se aferraba a una muñeca. Sus ojos azules suplicaban.

Sam se echó boca abajo, estiró los brazos y le cogió la mano extendida.

No era lo bastante fuerte para levantarla sin más. Tenía que arrastrarla y tirar, cambiar de postura y tirar un poco más. Cuando salió del agujero la niña estaba cubierta de tierra de la cabeza a los pies. Sam estaba casi igual de sucio, y jadeaba debido al esfuerzo.

Le arrancó la cinta de la cara. No le resultó fácil. Alguien le había dado varias vueltas. La niñita gritó cuando le arrancó la cinta del pelo.

—¿Quién eres? —preguntó Sam.

Percibió algo raro, y aumentó el nivel de luz. Alguien había escrito algo con rotulador permanente en la frente de la chica.

La palabra era «rara».

La palma de Sam se apagó. Lentamente, procurando no asustarla, le pasó el brazo por los hombros que subían y bajaban debido a la agitación con la que respiraba.

—Todo saldrá bien —le mintió.

—Ellos… ellos dijeron… por qué… —no pudo terminar. Se derrumbó sobre Sam, llorándole en la camisa.

—Eres Jill. Lo siento, al principio no te he reconocido.

—Jill —dijo la niña, y asintió y lloró un poco más—. No quieren que cante.

«Lo primero que hay que hacer» —se dijo Sam— «es encargarse de Zil». ¡Ya estaba bien! Tanto si a Astrid y al Consejo les gustaba como si no, había llegado la hora de encargarse de Zil.

O no.

Sam miró el agujero del que había sacado a Jill, lo vio realmente por primera vez. Era un agujero en el suelo donde no tendría que haber ninguno. Había algo… algo horrible en él.

Sam jadeó hasta tomar aire. Un escalofrío le recorrió la espalda.

El horror no era que una niñita hubiera caído en un agujero. El horror era el agujero en sí.