TREINTA Y OCHO

32 MINUTOS

SANJIT Y Virtue cargaban a Bowie en una camilla improvisada que no era más que una sábana estirada entre ellos.

—¿Qué estamos haciendo? —preguntó Peace, retorciendo las manos, ansiosa.

—Estamos huyendo —respondió Sanjit.

—¿Y eso qué es?

—¿Huir? Ah, algo que he hecho unas cuantas veces en la vida —indicó Sanjit—. Todo consiste en luchar o huir. Y no querrás luchar, ¿verdad?

—Tengo miedo —gimió Peace.

—No hay motivo para estar asustado —afirmó Sanjit mientras se esforzaba por sujetar los extremos de la sábana y caminaba hacia atrás en dirección al acantilado—. Mira Choo. No parece asustado, ¿verdad?

En realidad, Virtue parecía muerto de miedo. Pero Sanjit no necesitaba que Peace se rayara. Aún quedaba la parte que daba miedo. El miedo tan solo acababa de empezar.

—¿No? —dijo Peace, poco convencida.

—¿Nos vamos de aquí? —preguntó Pixie. Llevaba una bolsa de plástico de Lego en la mano, no se sabe por qué, pero parecía decidida a aferrarse a ella.

—Bueno, la verdad es que esperamos salir volando —comentó Sanjit muy animado.

—¿Nos vamos en el helicóptero? —preguntó Pixie.

Sanjit intercambió una mirada con Virtue, quien, igual que él, se esforzaba por avanzar pese a que le temblaban las piernas, tropezando todo el rato con los hierbajos.

—¿Y por qué nos vamos? —gimió Bowie.

—Se ha despertado —dijo Sanjit.

—¿Te parece? —le espetó Virtue sin dejar de jadear.

—¿Cómo te encuentras, hombrecito? —le preguntó Sanjit.

—Me duele la cabeza —señaló Bowie—. Y quiero agua.

—Qué oportuno —murmuró Sanjit.

Habían llegado al borde del acantilado. La cuerda seguía donde Virtue y él la habían dejado.

—Vale, Choo, baja tú primero. Te iré bajando a los niños uno a uno.

—Tengo miedo —dijo Peace.

Sanjit dejó a Bowie en el suelo y flexionó los dedos agarrotados.

—Vale, escuchadme todos.

Y lo hicieron, para sorpresa de Sanjit.

—Escuchad: todos tenemos miedo, ¿vale? Así que nadie tiene que recordármelo. Tú tienes miedo, yo tengo miedo, todos tenemos miedo.

—¿Tú también tienes miedo? —le preguntó Peace.

—Me cago de miedo —reconoció Sanjit—. Pero a veces la vida se vuelve dura y da miedo, ¿vale? Todos hemos vivido situaciones que daban miedo, ¿verdad? Pero aquí estamos, ¿verdad? Seguimos aquí.

—Quiero quedarme aquí —afirmó Pixie—. No puedo dejar a mis muñecas.

—Vendremos a buscarlas otro día —propuso Sanjit.

Entonces se arrodilló, desperdiciando valiosos segundos, esperando que Caine, el mutante chungo de mirada fría, saliera de la casa en cualquier momento.

—Chavales, somos una familia, ¿vale? Y seguiremos juntos, ¿vale?

Nadie parecía muy convencido de ello.

—Y sobreviviremos juntos, ¿vale? —insistió Sanjit.

Se hizo un largo silencio. Lo miraban fijamente.

—Eso es —acabó diciendo Virtue—. No os preocupéis, chicos. Todo saldrá bien.

Y casi parecía creérselo.

Sanjit deseaba que se lo creyera.

Astrid notaba las arterias, las venas y los tendones en el cuello de Nerezza. Notaba cómo la sangre martilleaba tratando de alcanzar el cerebro. Cómo se retorcían los músculos.

Entonces sintió las convulsiones de la tráquea de Nerezza. Sacudía el cuerpo entero en un espasmo desmesurado, sus órganos buscaban frenéticamente oxígeno, los nervios temblaban mientras el cerebro de Nerezza enviaba frenéticas señales de pánico.

Las manos de Astrid apretaban. Clavaba los dedos como si intentara ponerlos en forma de puño y como si el cerebro de Nerezza se interpusiera, y si apretaba lo bastante fuerte…

—¡No! —jadeó entonces Astrid.

Y la soltó. Se levantó rápidamente, se apartó y se quedó mirando horrorizada a Nerezza mientras la chica tragaba y succionaba aire.

Estaban prácticamente solas en la plaza. Mary se había llevado a los peques a todo correr, lo que provocó el pánico a gran escala que condujo a todo el mundo tras ella. Todos salieron disparados hacia la playa. Astrid vio cómo huían.

Y entonces vio la silueta inconfundible que iba paseándose tras ellos.

Casi podría haber sido cualquiera, al tratarse de un chico alto y delgado. Si no hubiera sido por el látigo que se curvaba en el aire, se envolvía delicadamente en torno a su cuerpo y se desenroscaba para chasquear y atacar.

Drake se rio.

Nerezza tragó aire. El pequeño Pete se movió.

Se oyó un disparo, un solo disparo sonoro.

El sol se estaba poniendo sobre el agua. Era un atardecer rojo.

Astrid se adelantó a Nerezza y dio la vuelta a su hermano. El chico gimió y abrió los ojos de golpe. Su mano estaba a punto de alcanzar la consola.

Astrid la recogió. La notó caliente. Sintió una sensación agradable, un cosquilleo, en el brazo. Y agarró la parte delantera de la camisa del pequeño Pete con el puño dolorido.

—¿Qué juego es, Petey? —exigió saber.

Vio que los ojos del chico se ponían vidriosos, vio el velo que separaba al pequeño Pete del mundo que lo rodeaba.

—¡No! —gritó, con su rostro a pocos centímetros de la cara del niño—. Esta vez no. Dímelo. ¡Dímelo!

El pequeño Pete la miró de manera consciente. Pero, aun así, seguía sin decir nada.

Era una pérdida de tiempo exigir al pequeño Pete que utilizara palabras. Las palabras eran la herramienta de Astrid, no la del niño. La chica bajó la voz.

—Petey, muéstramelo. Sé que tienes poder. Muéstramelo.

El pequeño Pete abrió mucho los ojos. Algo hizo clic tras su mirada vacía.

El suelo se abrió en dos bajo los pies de Astrid. Se formó una entrada en la tierra. La chica gritó y cayó, cayó dando vueltas por un túnel de barro iluminado por gritos de neón.

Diana abrió un ojo, y lo que vio ante ella fue una superficie de madera. Un Cheerio caído era el objeto reconocible más próximo.

¿Dónde estaba?

Cerró el ojo y volvió a preguntárselo otra vez.

«¿Dónde estoy?».

Había tenido un sueño horrible, lleno de detalles horripilantes. Violencia. Hambre. Desesperación. En el sueño había hecho cosas que nunca, que jamás haría en la vida real.

Volvió a abrir los ojos e intentó levantarse. Pero cayó hacia atrás, desde muy lejos. Casi no sintió el suelo cuando se golpeó la nuca.

Entonces vio patas. Patas de mesa, patas de sillas y las piernas de un chaval que llevaba unos vaqueros deshilachados, y más allá las piernas abiertas y con cicatrices de una chica con pantalones cortos. Ambos tenían las piernas atadas con cuerdas.

Y alguien más roncaba. Demasiado cerca. Pero no veía de dónde procedía el ronquido.

Era Bug. Entonces recordó el nombre. Y se sorprendió al darse cuenta de que no estaba soñando, de que no había soñado.

Mejor cerrar los ojos y fingir.

Pero la chica, Penny, tenía las piernas tensadas con las cuerdas, y Diana oyó un quejido.

Con manos torpes, Diana agarró la silla y consiguió enderezarse hasta volver a la posición sentada. El deseo de volver a echarse era casi irresistible. Pero mano a mano, y luego pie dormido a pie dormido, Diana consiguió enderezarse y quedó otra vez sentada en la silla.

Caine dormía. Bug roncaba ruidosamente, invisible, en el suelo.

Penny hizo un guiñó a Diana.

—Nos han drogado —señaló Penny, y bostezó.

—Sí…

—Nos han atado —continuó Penny—. ¿Tú cómo te has soltado?

Diana se frotó las manos, como si hubiera estado atada. «¿Por qué no la había atado Sanjit?».

—Nudos sueltos.

Penny movió un poco la cabeza. Su mirada no acababa de centrarse.

—Caine los va a matar.

Diana asintió. Intentó pensar. No resultaba fácil en un cerebro ralentizado por la droga que Sanjit le había dado.

—Podrían habernos matado —señaló Diana.

Penny asintió.

—Les daba demasiado miedo.

Diana pensó que igual es que no eran asesinos. Quizás no eran la clase de gente capaz de aprovecharse de un enemigo dormido. Puede que Sanjit no fuera la clase de chaval capaz de cortar la garganta de una persona dormida.

—Están huyendo —comentó Diana—. Están intentando huir.

—No podrán esconderse en esta isla —indicó Penny—. No durante mucho tiempo. Los encontraremos. Suéltame.

Penny tenía razón, claro. Incluso drogada, Diana sabía que sí. Caine los acabaría encontrando. Y él sí era de los que mataban.

Su amor verdadero. No era una bestia como Drake, sino algo peor. Caine no los mataría por un brote psicótico. Los mataría a sangre fría. Diana salió tambaleándose de la habitación, moviéndose como una borracha. Se golpeó contra la puerta, asimiló el dolor y siguió avanzando. Había ventanas. Ventanas grandes en una habitación tan enorme que los muebles repartidos por aquí y por allá, en espacios separados, parecían los juguetes de una casa de muñecas.

—¡Oye, desátame! —exigió Penny.

Diana encontró a Sanjit enseguida. Estaba de perfil, recortado contra el cielo rojo, en el borde del acantilado. Había una niñita junto a él. No era Virtue, sino una niña a la que Diana no había visto antes.

Eso era lo que Sanjit ocultaba: había otros niños en la isla.

Sanjit enganchó una cuerda alrededor de la niña formando una especie de red. La abrazó y se inclinó para hablarle a la cara.

No, Sanjit no era de los que mataban.

Entonces empezó a bajar a la niña, claramente aterrorizada, hasta que Diana la perdió de vista. Por el acantilado.

Se oyó un grito procedente de la otra habitación. Era Bug, que gritaba:

—¡Ah, ah, ah, ah, quítamelas!

Bug estaba despierto. Penny había utilizado su poder para inyectarle una buena dosis de adrenalina cargada de miedo.

Mientras Diana miraba por la ventana, el propio Sanjit se deslizó por la pared del acantilado. No perdía de vista la casa mientras lo hacía. ¿Veía a Diana ahí de pie, mirando?

Diana oyó que Penny entraba en la habitación, tambaleándose por lo menos tanto como la propia Diana.

—Bruja estúpida —gruñó Penny—. ¿Por qué no me has desatado?

—Parece que Bug ya se ha encargado de eso —respondió Diana.

Tenía que evitar que Penny viera lo que estaba ocurriendo. Que viera a Sanjit.

Diana cogió un jarrón de una mesita. De un cristal muy bonito. Pesado.

—Es muy bueno —le dijo a Penny, que la miró como si estuviera loca. Entonces los ojos de Penny se concentraron más allá de Diana. Hacia la ventana.

—¡Oye! —exclamó Penny—. ¡Están intentando…!

Diana balanceó el jarrón y dio a Penny en un lado de la cabeza. No esperó a ver el efecto sino que fue tambaleándose, con el jarrón aún en la mano, hacia la cocina.

Caine seguía dormido. Pero puede que no por mucho tiempo, no el suficiente. El poder alucinatorio de Penny podía despertar a los muertos. Podría introducir terrores en los sueños de Caine y despertarlo como había hecho con Bug.

Diana alzó el jarrón por encima de su cabeza. Pensó durante un segundo de irónica claridad que, mientras puede que Sanjit no fuera la clase de persona que le rompería la crisma a alguien mientras dormía, al parecer ella sí lo era.

Pero antes de que pudiera estampar el jarrón en la cabeza de su amor verdadero, la carne de Diana se abrió. Aparecieron unas bocas rojas abiertas en sus brazos, rechinando dientes serrados como de tiburón. Las bocas se la estaban comiendo viva.

Diana gritó.

En el fondo de su mente sabía que era Penny. Sabía que no era real, porque veía las bocas pero no las sentía, en realidad no, pero se puso a gritar y gritar y soltó el jarrón, y oyó, a lo lejos, el ruido del cristal al hacerse añicos.

Las bocas rojas se arrastraban por sus brazos, le comían la piel, dejando a la vista músculo y tendón, comiéndosela hasta los hombros.

Y entonces pararon.

Penny estaba ahí de pie, gruñendo. Le salía sangre de un lado de la cabeza.

—No te metas conmigo —amenazó—. Podría hacer que fueras dando gritos hasta el acantilado.

—Déjalos ir —susurró Diana—. No son más que buenos chicos. No son más que buenos chicos.

—No como nosotros, quieres decir. Eres una idiota estúpida, Diana.

—Déjalos ir. No despiertes a Caine. Ya sabes lo que hará.

Penny meneó la cabeza, sin creérselo.

—No puedo creer que le gustes tú, y no yo. Ni siquiera eres guapa. Ya no.

Diana se rio.

—¿Eso es lo que quieres? ¿A él?

La mirada de Penny reveló lo que sentía. Miró a Caine, aún desmayado, con deseo y ternura.

—No hay nadie como él… —murmuró.

Penny extendió una mano temblorosa y acarició levemente el pelo del chico.

—Siento hacerte esto, cariño —dijo Penny.

Y Caine se despertó gritando.