47 MINUTOS
SE HABÍA CORRIDO la voz sobre la cena. Pero realmente no hacía falta. Bastaba con el olor de la comida al cocinarse. Albert lo había dispuesto todo con su eficiencia habitual.
Astrid estaba sentada en los escalones del ayuntamiento. El pequeño Pete estaba sentado unos pocos escalones detrás de ella, jugando con su consola apagada como si le fuera la vida en ello.
Astrid tragó saliva, nerviosa. Alisó las dos hojas de papel que llevaba en la mano. No dejaba de arrugarlas inconscientemente y, a continuación, al darse cuenta de lo que hacía, las volvía a alisar. Se sacó un bolígrafo del bolsillo de atrás, tachó algunas palabras, volvió a escribirlas y se puso otra vez a arrugar y alisar el papel.
Albert estaba cerca, observando toda la plaza, con los brazos cruzados sobre el pecho. Era, como de costumbre, la persona más pulcra, limpia, tranquila y centrada del lugar. Astrid envidiaba ese rasgo de Albert: se fijaba un objetivo y nunca parecía dudar al respecto. Astrid estaba casi resentida por cómo se le acercó y le ordenó que dejara de lamentarse y se pusiera las pilas.
Pero funcionó. Por fin había hecho lo que tenía que hacer. O eso esperaba. Aún no se lo había enseñado a nadie. Por si la gente decidía que estaba loca. Pero esperaba que no, porque pese a lo mucho que había llegado a dudar de sí misma, tras la cantidad de insultos que había aguantado, seguía creyendo que tenía razón. La ERA no podía consistir solamente en Albert haciendo dinero y Sam pateando a diestro y siniestro. La ERA necesitaba reglas, leyes y derechos.
La gente se acercaba atraída por el olor de la carne. No había mucha por persona, Albert lo había dejado claro, pero, tras el incendio, dado que muchos chavales habían perdido sus escasas provisiones, y como no había llegado nada de los campos, la perspectiva de cualquier clase de alimento provocaba que les sonaran las tripas y se les hiciera la boca agua.
Albert tenía guardias preparados, cuatro de los suyos armados con bates de béisbol, el arma básica de la ERA. Y dos chavales de Edilio y el propio Edilio se paseaban con armas colgando de los hombros.
Lo raro era que a Astrid ya no le parecía raro. Un chaval de nueve años cubierto de harapos compartía una botella de whisky con otro de once con la cabeza rapada y una capa hecha con una sábana verde oliva. Había chavales con los ojos hundidos. Chavales con heridas abiertas, a los que no habían tratado, y en los que apenas se reparaba. Chicos que solo llevaban bóxers y botas. Chicas que llevaban los vestidos brillantes de sus madres, acortados a tijeretazos. Una chica había intentado quitarse los aparatos con unos alicates y ahora no podía cerrar la boca debido al alambre irregular que le salía de los incisivos.
Y armas. Armas por todas partes. Cuchillos, desde cuchillos grandes de chef metidos en el cinturón a cuchillos de caza metidos en fundas de cuero decoradas. Palancas. Trozos de tuberías con mangos pegados y cordones. Algunos se habían vuelto aún más creativos. Astrid vio a un chaval de siete años que llevaba la pata de una mesa de madera a la que había pegado trozos grandes de cristal roto.
Y todo eso se había vuelto normal.
Fue en aquella plaza donde los coyotes atacaron a niños que gritaban indefensos, y eso cambió la actitud de la gente con relación a las armas.
Y, al mismo tiempo, las niñas llevaban muñecas. Los niños llevaban los bolsillos traseros repletos de figuritas de acción. Aún sobresalían cómics manchados, rotos y raídos de las cinturillas, o agarrados por manos con uñas tan largas y sucias como las de un lobo. Los chavales empujaban carritos de bebé cargados con las pocas posesiones que tenían.
Incluso en el mejor momento, los chavales de Perdido Beach eran un desastre. Pero era mucho peor ahora, tras el incendio. Los chavales seguían negros de hollín y grises de ceniza.
El ruido de fondo era de toses. Astrid tuvo el pensamiento sombrío de que la gripe que corría por ahí seguro que iba a extenderse entre aquella multitud. Los pulmones afectados por la inhalación de humo serían especialmente vulnerables.
Pero Astrid se recordó que seguían vivos. Contra todo pronóstico, más del noventa por ciento de los chavales que quedaron atrapados en la ERA seguían vivos.
Mary sacó a los preescolares de la guardería en dirección a la plaza. Astrid la miraba atentamente. Parecía la Mary de siempre. Agarró a un niñita que por poco choca contra un chico subido a un monopatín.
¿Se había equivocado con Mary? Mary nunca la perdonaría.
—Bueno, ¿y qué? —murmuró Astrid, cansada—. Nunca he llegado a ser popular…
Entonces, Zil y media docena de chavales de su pandilla entraron chuleándose en la plaza desde el extremo más alejado. Astrid se quedó boquiabierta. ¿Se volvería la multitud en su contra? Casi esperaba que sí. La gente pensaba que si no había dejado que Sam fuera tras Zil en realidad era porque ella no despreciaba al líder de la Pandilla Humana. Pero se equivocaban. Astrid odiaba a Zil. Detestaba todo lo que había hecho y todo lo que había intentado hacer.
Edilio se interpuso rápidamente entre Zil y unos chavales que habían empezado a avanzar hacia él, con palos y cuchillos preparados.
Los chavales de Zil iban armados con cuchillos y bates, igual que los que querían ir a por ellos. Pero Edilio llevaba un rifle de asalto.
Astrid detestaba que, a menudo, la vida tendiera a reducirse a eso: «mi arma es más grande que la tuya».
Si Sam estuviera allí, todo dependería de sus manos. Todo el mundo había visto lo que Sam podía hacer, u oído historias contadas con vívidos detalles. Nadie retaba a Sam.
—Y por eso es peligroso… —murmuró Astrid para sí.
Pero también era eso mismo lo que la había mantenido con vida en más de una ocasión. A ella y al pequeño Pete.
Astrid detestaba a Sam por lo que estaba haciendo, por retirarse de esa manera. Por desaparecer. Era un comportamiento pasivo agresivo, indigno de él.
Pero otra parte de Astrid se alegraba de que no estuviera. Si estuviera en la plaza, todo giraría en torno a él. Si Sam estuviera en la plaza entonces todo lo que dijera Astrid estaría condicionado por lo que Sam dijera o hiciera. Los chicos se fijarían en la cara de Sam, esperando a ver si asentía o se reía o esbozaba una sonrisa irónica o les lanzaba esa mirada fría como el acero que acostumbraba a poner durante los últimos meses.
Orc se abrió paso entre la multitud. La gente se apartaba para dejarle pasar. Astrid detectó a Dekka, aislada como siempre de los otros chavales, de modo que parecía tener un campo de fuerza a su alrededor. La única persona a la que Astrid no veía era a Brianna, y no era precisamente alguien que te saltaras o pasaras por alto. Debía de estar demasiado enferma para salir.
—Ha llegado la hora —dijo Albert por encima del hombro.
—¿Ahora? —Astrid estaba sorprendida.
—En cuanto les demos de comer se irán por distintos lados. He conseguido que vinieran y se están comportando por la comida. En cuanto desaparezca la comida…
—Vale. —Astrid tenía un nudo en la garganta. Volvió a arrugar los papeles y de repente se puso en pie.
—Como Moisés, ¿eh? —comentó Albert.
—¿Qué?
—Como Moisés bajando de la montaña con los Diez Mandamientos —señaló Albert.
—Pero esos los escribió Dios —lo corrigió Astrid—. Esto no.
Astrid tropezó al bajar los escalones, pero consiguió no caerse. Nadie le prestaba especial atención cuando se introdujo entre la multitud. Uno o dos chavales la saludaron. Muchos más hicieron comentarios groseros u hostiles. Pero los chavales estaban más bien concentrados en las fogatas pequeñas, donde se doraban el venado y los trozos de pescados ensartados en pinchos hechos con perchas de alambre.
Astrid llegó hasta la fuente. Estaba lo bastante cerca de los fuegos donde se cocinaba para que los chavales repararan en ella cuando se subió a la fuente y desdobló los papeles.
—Escuchad todos… —empezó.
—Ah, poorfa… un discurso no —interrumpió una voz.
—Yo… yo solo tengo que decir unas cosas. Antes de que comáis —señaló Astrid.
Se oyó un gemido. Un chico cogió un terrón de tierra y se lo arrojó con mala puntería y escaso convencimiento a Astrid. Orc dio dos pasos apartando a dos chavales y profirió un gruñido bajo con el rostro aterrador pegado a la nariz del chico. Así dejaron de arrojarle tierra.
—Adelante, Astrid —rugió Orc.
Astrid se percató de que Edilio ocultaba una sonrisa. Un millón de años atrás, en su antigua vida, Astrid había dado clases particulares a Orc.
—Vale —empezó otra vez Astrid. Respiró hondo, intentando calmarse—. Yo… Vale… Cuando llegó la ERA, todas nuestras vidas cambiaron. Y desde entonces lo que hemos intentado hacer es ir tirando, día a día. Hemos tenido suerte porque algunas personas han trabajado muy duro y se han arriesgado mucho para ayudarnos a conseguirlo.
—¿Podemos comer ahora? —exclamó un chaval más joven.
—Y todos nos hemos concentrado en ir tirando y en lo que hemos perdido. Pero ha llegado la hora de empezar a trabajar para el futuro. Porque vamos a estar un tiempo aquí. Puede que el resto de nuestras vidas.
El último comentario suscitó algunas palabras muy duras, pero Astrid prosiguió.
—Necesitamos reglas y leyes y derechos y de todo. Porque necesitamos justicia y paz.
—¡Yo solo quiero comida! —gritó una voz.
Pero Astrid siguió avanzando.
—Así que todos podréis votar. Pero he escrito una lista de leyes. Es muy sencilla.
—Sí, porque somos demasiado estúpidos… —intervino Howard, que de repente estaba justo delante de ella.
—No, Howard. Si alguien es estúpido, esa soy yo. No dejaba de buscar un sistema perfecto en el que no hubiera que comprometer nada.
Ese comentario atrajo la atención de unos cuantos chavales más.
—Bueno, pues no hay un sistema perfecto. Así que he escrito unas leyes imperfectas —y empezó—: regla número uno: todos nosotros tenemos el derecho a ser libres y hacer lo que queramos siempre y cuando no hagamos daño a nadie.
Esperó. Nadie la interrumpió. Ni siquiera Howard.
—Dos: nadie puede hacer daño a otro excepto en legítima defensa.
Le prestaban atención a regañadientes. No todos. Pero algunos sí, y cada vez más a medida que continuaba.
—Tres: nadie puede robar las posesiones de otra persona.
—Tampoco es que haya mucho que robar —señaló Howard, pero le hicieron callar.
—Cuatro: todos somos iguales y tenemos exactamente los mismos derechos. Seamos raros o normales.
Astrid vio un destello de rabia en el rostro de Zil. Miraba a su alrededor, parecía querer calcular cuán nerviosa estaba la multitud. Astrid se preguntaba si el chico intervendría ahora o esperaría a otra oportunidad.
—Cinco: cualquiera que cometa un delito —tanto robar como hacer daño a alguien— será acusado y juzgado por un jurado de seis chavales.
Algunos volvían a perder el interés y empezaban a mirar de soslayo hacia la comida. Pero otros esperaban pacientes. Respetuosos incluso.
—Seis: mentir al jurado es delito. Siete: las penas pueden ir de una multa al encierro en una celda durante un periodo de un mes o más, o al exilio permanente de Perdido Beach.
A la mayoría de la multitud le gustó esta última regla. Los chavales se pusieron a payasear un poco, señalándose los unos a los otros, dándose algunos empujones, la mayoría en plan inocente.
—Ocho: elegiremos un Consejo nuevo cada seis meses. Pero el Consejo no puede cambiar estas nueve primeras reglas.
—¿Ya estamos? —preguntó Howard.
—Una más. La novena —dijo Astrid—. Y esta es la que más me hace dudar, porque detesto la idea, pero no veo otra manera de hacerlo. —Miró a Albert y luego asintió en dirección a Quinn, que frunció el ceño y parecía confundido.
Y esta fue la que consiguió captar la atención de todos. Astrid dobló el papel y se lo metió en el bolsillo.
—Todo el mundo tiene que acatar estas reglas. Sea raro o normal. Ciudadano normal o miembro del Consejo. Excepto…
—¿Excepto Sammy? —añadió Howard.
—¡No! —replicó Astrid. Y entonces, más calmada, negándose a que la provocaran, continuó—: no, no excepto Sam. Excepto en caso de urgencia. El Consejo tendrá derecho a suspender las otras reglas durante un periodo de veinticuatro horas si se produce una urgencia mayúscula. En ese caso el Consejo puede nombrar a una persona, o a varias, para que hagan de defensores de la ciudad.
—Sam —dijo Howard, y se rio cínicamente.
Astrid no le hizo caso y, en cambio, se concentró en Zil:
—Y si te parece que esto va dirigido a ti, Zil, pues piensa que sí.
Y en voz más alta, Astrid aclaró:
—Todos tendréis oportunidad de votar, pero por ahora, temporalmente, estas reglas serán la ley en cuanto la mayoría del Consejo diga que sí.
—Yo voto que sí —dijo Albert rápidamente.
—¡Yo también! —exclamó Edilio desde algún punto entre la multitud.
Howard puso los ojos en blanco, miró a Orc, que asintió con la cabeza. Howard suspiró melodramáticamente.
—Sí, lo que sea.
—Pues vale —resumió Astrid—. Con mi voto son cuatro de siete. Así que… estas son las reglas de Perdido Beach. Las leyes de la ERA.
—¿Y ahora podemos comer? —preguntó Howard.
—Y una última cosa —añadió Astrid—. He mentido a la gente. Y he hecho que otra gente mintiera. Eso no va contra las reglas, pero sigue estando mal. Y hará que los chavales no confíen en mí en el futuro. Así que dejo el Consejo de la ciudad. Desde ya mismo.
Howard empezó a aplaudir despacio en plan irónico. Astrid se rio. No le molestaba. De hecho, ella misma tenía ganas de ponerse a aplaudir. Como si por fin pudiera salir de sí misma, verse como una chillona controladora y levemente ridícula.
Y por extraño que parezca, todo eso hacía que se sintiera mejor.
—Y ahora, comamos —indicó Astrid. Se bajó de un salto de la fuente y se sintió realmente más liviana. Como si un minuto atrás pesara más de doscientos kilos y ahora fuera ligera y ágil como una gimnasta. Dio unas palmaditas a Howard en el hombro y se dirigió hacia Albert, que meneaba la cabeza despacio.
—Bien —dijo Albert—. Tú que puedes dimitir…
—Sip. Así que ahora supongo que necesito un trabajo, Albert. ¿Tienes alguna vacante?