1 HORA, 27 MINUTOS
POR FIN SAM estaba donde sabía que terminaría. Tardó todo el día en llegar hasta allí, y cuando lo hizo el sol ya se hundía en dirección al horizonte falso.
La central nuclear de Perdido Beach estaba sumida en un silencio inquietante. En los viejos tiempos no dejaba de rugir. No debido al reactor en sí, sino a las turbinas gigantes que convertían el vapor supercaliente en electricidad.
Las cosas estaban tal y como las dejó. Había un agujero perforado en la pared de la sala de control. Coches estampados por aquí y por allá por Caine o Dekka. Restos de una batalla que tuvo lugar pocos meses atrás.
Sam recorrió la sala de la turbina. Las máquinas eran grandes como casas, y estaban encorvadas, enroscadas, como monstruos de metal convertidos en chatarra.
La sala de control también estaba como la dejaron Caine y él. Jack había arrancado la puerta de los goznes. Había sangre seca, sobre todo de Brittney, formando una costra marrón hojaldrada sobre el suelo pulido.
Los ordenadores antiguos no mostraban imagen. Todos los pilotos de advertencia e indicadores estaban apagados, a excepción del débil halo que proyectaba la única luz de emergencia aún encendida. No tardarían en acabársele las pilas.
A Sam no le extrañaba que Jack se negara a volver a aquel lugar. No tenía miedo de la radiación. Tenía miedo de los fantasmas. Sam pensó que a Jack también le dolía muchísimo ver máquinas que se habían vuelto inútiles.
Los pasos del chico resonaban levemente al avanzar. Sabía dónde iba, dónde debía ir.
Había una placa en un escritorio, una señal de advertencia que cambiaba de color cuando los niveles de radiación eran elevados. Sam la cogió y la miró, sin saber si le importaba.
Tanto si era seguro como si no, iba a entrar en el reactor.
La luz se filtraba a través del agujero que Caine había perforado en la vasija de contención de cemento. Pero era una luz débil: el atardecer se reflejaba en las montañas.
Sam alzó la mano e hizo una bola de luz. Pero la bola solo mostró sombras.
Alcanzó el lugar, el lugar donde Drake le demostró que podía provocar una reacción en cadena y matar a todos los seres vivos de la ERA.
El lugar donde Drake le mostró cuánto le costaría evitarlo.
El suelo donde Sam yació y dejó que le diera una paliza.
Sam vio el envoltorio de la jeringuilla de morfina que Brianna le clavó. Y allí también el suelo estaba cubierto de una capa marrón hojaldrada.
¡Un ruido! Sam se dio la vuelta de golpe, alzó las manos y disparó rayos brillantes de luz.
Algo crujió. Sam volvió a disparar y barrió la sala con el rayo de luz de izquierda a derecha, despacio, quemando todo lo que tocaba.
La escalera de una pasarela cayó con estrépito al suelo. El monitor de un ordenador explotó como una bombilla quemada.
Sam se agachó, preparado, atento.
—Si hay alguien ahí más vale que me lo diga —anunció a las sombras—. Porque lo mataré.
No se oyó ninguna voz.
Sam hizo una segunda bola de luz y la lanzó por encima de su cabeza. Ahora las sombras se entrecruzaban, al proyectarlas dos luces que competían.
Hizo otra luz y luego otra y luego otra. Las hizo a voluntad y las dejó colgando en el aire como farolillos japoneses. No veía a nadie.
Los rayos habían cortado cables y fundido tableros de mandos. Pero no había cuerpos en el suelo.
—Una rata, probablemente —dijo.
Sam temblaba. Las luces no eran suficientes, seguía estando demasiado oscuro. Y aunque hubiera luz, podría haber algo oculto en cualquier parte. Había demasiados rincones, demasiadas máquinas por en medio que podían ocultar a alguien.
—Una rata —repitió, sin convicción—. Algo.
Pero Drake no.
No, Drake estaba en Perdido Beach, si es que realmente estaba en algún sitio además de en la imaginación desbordada de Sam.
La cámara del reactor solo estaba un poco más iluminada que cuando entró en ella. No encontró nada. No descubrió nada.
—Pero lo he quemado todo —señaló.
¿Y qué había conseguido? Nada.
Sam se metió una mano por el cuello de la camiseta. Se tocó la piel del hombro. Luego se metió la mano por la cintura y se tocó el pecho y el estómago. Con ambas manos se pasó los dedos por los costados y la espalda. Eran heridas nuevas, marcas aún recientes del látigo de Drake. Pero peor aún era el recuerdo de las viejas.
Allí estaba. Y estaba vivo. Estaba herido, sí, pero no le colgaba la piel a jirones.
Y desde luego estaba vivo.
—Bien. Pues ahí queda eso.
Necesitaba volver a aquel lugar porque aquel lugar le aterrorizaba. Necesitaba tomar posesión de aquel lugar. Del lugar donde suplicó morir.
Pero no murió.
Fue apagando uno a uno los soles de Sammy, hasta que solo los rayos débiles e indirectos del atardecer iluminaron la sala.
Permaneció quieto un instante, esperando que ese fuera el adiós a aquel lugar.
Se volvió y se marchó de vuelta a casa.
Brittney se despertó boca abajo en la arena. Durante un instante terrible pensó que volvía a estar bajo tierra.
El Señor podía pedirle cualquier cosa, pero por favor Dios, eso no. Eso no.
Se dio la vuelta, parpadeó y se sorprendió al ver que el sol seguía en el cielo.
Se encontraba por encima de la línea de la marea, a varios metros del fino encaje de las olas. Algo, un bulto empapado del tamaño de una persona, se encontraba entre ella y el agua. Estaba medio metido en las olas, con las piernas estiradas en la tierra seca, como si hubiera corrido para meterse en el océano, hubiera tropezado y se hubiera ahogado.
Brittney se puso en pie. Se sacudió la arena húmeda de los brazos, pero se quedó pegada al barro gris que la cubría de la cabeza a los pies.
—¿Tanner?
Pero su hermano no estaba cerca. Estaba sola. Y al darse cuenta, el miedo provocó que se pusiera a temblar. Miedo por primera vez desde que salió del subsuelo. Era un monstruo oscuro y devorador de almas, ese miedo.
—¿Qué soy? —se preguntó.
No podía apartar la vista del cuerpo. No podía evitar que sus pies se acercaran a él. Tenía que verlo, aunque ya sabía, en su interior sabía, que lo que vería la destruiría.
Brittney se incorporó por encima del cuerpo. Lo miró. Tenía la camisa hecha jirones. La carne hinchada y lacerada. Las señales de un látigo.
Un ruido animal terrible se quedó atascado en su garganta. Brittney estaba allí, inconsciente en la arena, cuando ocurrió. Estaba ahí mismo, a poca distancia del demonio que atizó al pobre chico.
—El demonio —dijo Tanner al aparecer junto a ella.
—No lo he detenido, Tanner. He fracasado.
Tanner no dijo nada y Brittney lo miró, suplicante.
—¿Qué me está ocurriendo, Tanner? ¿Qué soy?
—Eres Brittney. Un ángel del Señor.
—¿Qué es lo que no me cuentas? Sé que hay algo. Lo noto. Sé que no me lo estás contando todo.
Tanner no sonrió. No respondió.
—No eres real, Tanner. Estás muerto y enterrado. Te estoy imaginando.
Brittney miró en dirección a la arena húmeda. Dos tipos de huellas llegaban a ese lugar. Las de ella y las del chico en la arena. Pero había otras huellas que no eran ni de la chica ni del chico. Y esas huellas no se extendían por la playa. Solo estaban ahí, como si fueran de alguien que se hubiera materializado de la nada y luego hubiera desaparecido.
Al ver que Tanner seguía sin decir nada, Brittney le suplicó:
—Dime la verdad, Tanner —y añadió en un suspiro tembloroso—: ¿He sido yo?
—Has venido para luchar contra el demonio —respondió Tanner.
—¿Cómo puedo luchar contra un demonio cuando no sé quién o qué es, y cuando ni siquiera sé quién soy yo?
—Sé Brittney —dijo Tanner—. Brittney era buena, valiente y fiel. Brittney llamaba a su Salvador cuando se sentía débil.
—Brittney era… has dicho Brittney era.
—Me has pedido que te dijera la verdad.
—Sigo muerta, ¿verdad?
—El alma de Brittney está en el cielo. Pero tú estás aquí. Y te resistirás al demonio.
—Hablo a un eco de mi mente —afirmó Brittney, no dirigiéndose a Tanner sino a sí misma. Se arrodilló y se llevó la mano a la cabeza húmeda y alborotada—. Bendito seas, pobre chico.
Entonces se levantó y se volvió hacia la ciudad. Allí es donde iría. Allí es donde sabía que también iría el demonio.
Mary preparaba el horario de la semana siguiente en su pequeña oficina atestada. John estaba de pie en la puerta.
Empezaban a cocinar en la plaza. Mary lo olía, pese a la peste omnipresente de pis, caca, pintura, pasta y roña.
Carne a la brasa, crujiente. Tendría que tragar un poco, y hacerlo en público. O todos se la quedarían mirando y la señalarían y susurrarían «anoréxica».
«Loca. Inestable».
«A Mary se le va».
Ya no era Madre Mary. Era Mary la loca. Mary sin medicamentos. O Mary la drogata. Todos lo sabían, gracias a Astrid. Todos lo sabían. Todos podían imaginárselo. Mary en busca de Prozac y Zoloft como Gollum persiguiendo el anillo. Mary metiéndose el dedo en la garganta para vomitar comida mientras que otra gente normal solo podía comer insectos.
Y ahora además pensaban que se había dejado embaucar por una farsante. Que Orsay la había engañado.
Pensaba que era una suicida. O peor aún.
—Mary —la llamó John—. ¿Estás lista?
Era tan dulce, su hermanito… Su hermanito mentiroso, tan dulce y tan atento… Claro que sí… No quería quedarse solo a cargo de todos esos niños.
—Esa comida huele bien, ¿eh? —comentó John.
Olía a grasa rancia. Era un olor nauseabundo.
—Sí —respondió Mary.
—Mary…
—¿Qué? —replicó Mary—. ¿Qué quieres de mí?
—Yo… mira, siento haber mentido… sobre Orsay.
—Sobre la profetisa, querrás decir.
—No creo que sea una profetisa —comentó John, y dejó caer la cabeza.
—¿Por qué?, ¿porque no está de acuerdo con Astrid?, ¿porque no cree que tengamos que quedarnos atrapados aquí?
John se acercó y puso la mano sobre el brazo de Mary, que se zafó de él.
—Me lo prometiste, Mary —suplicó John.
—Y tú me has mentido —replicó Mary.
Había lágrimas en los ojos de su hermano.
—Es tu cumpleaños, Mary. Dentro de una hora. No deberías perder el tiempo con el horario, deberías estar preparándote. Tienes que prometerme que no me abandonarás a mí o a estos niños.
—Ya te lo he prometido. ¿Me estás llamando mentirosa?
—Mary… —suplicó John. Se le habían acabado las palabras.
—Prepara a los niños para salir —le ordenó la chica—. Están preparando comida. Tenemos que conseguir nuestra parte para los peques.