TREINTA Y TRES

7 HORAS, 51 MINUTOS

NO VEO NINGUNA mansión grande —comentó Diana—. Veo árboles.

—Bug —llamó entonces Caine.

—Buena suerte para encontrarlo —dijo Diana.

Bug resultó muy visible al ascender por encima del agua. Caine lo atrapó en cuanto empezó a caer.

Pero al llegar a lo alto del acantilado se encontraron con una hilera de árboles, no con un fabuloso escondite hollywoodense. Árboles y más árboles.

Entonces se le fue la olla a Penny. Se puso a gritar:

—¿Dónde está, dónde está? —Y a correr hacia el bosque.

—¡Bug! —gritó Caine. Pero no hubo respuesta.

—Sí —intervino Diana—. Nos fiábamos de Bug. Y aquí estamos. —La chica se volvió hacia la barca. Se alejaba cada vez más a la deriva. De vuelta a la lejana central nuclear, quizás. Igual sobrevivirían, de alguna manera. Puede que les fuera mejor que a Diana.

—¡Ovejas! —se oyó la voz de Penny a cierta distancia.

Diana intercambió una mirada con Caine. ¿Se había vuelto loca Penny? Igual sí, pero ¿alucinaba que veía ovejas?

Los dos empezaron a dirigirse hacia los bosques. No tardaron en ver que los árboles formaban un cinturón estrecho más allá del cual se hallaba un prado soleado con hierba que les llegaba a la altura de la rodilla.

Penny estaba en el límite del prado. Miraba fijamente y señalaba y se tambaleaba como si fuera a caerse en cualquier instante.

—¿Son de verdad, no? —preguntó.

Diana se puso la mano delante de los ojos a modo de visera: sí, eran de verdad. Tres bolas de algodón de un blanco sucio, con la cara negra, casi a su alcance. Las ovejas se volvieron hacia ellos y los miraron con sus ojos estúpidos.

Caine reaccionó rápidamente. Alzó la mano y levantó a una de las ovejas por los aires. Salió volando y se estampó con una fuerza horrible contra un árbol grande. Cuando cayó al suelo la lana blanca quedó marcada de rojo.

Se abalanzaron sobre ella como tigres. Bug, que apareció de repente a su lado, desgarraba la lana, desesperado por sacar la carne. Pero solo con las manos y con las uñas quebradizas no lograban alcanzar la carne, ni siquiera con los dientes flojos y sin brillo.

—Necesitamos algo afilado —indicó Caine.

Penny encontró una piedra puntiaguda. Era demasiado pesada para transportarla, pero no para Caine. La piedra se alzó por los aires y descendió como una cuchilla de carnicero.

Resultó caótico. Pero funcionó. Y los cuatro arrancaron y desgarraron trozos de carne de oveja cruda.

—Como que hay hambre, ¿eh?

Había dos chavales ahí de pie como si hubieran salido de la nada. El más alto era el que había hablado. Tenía una expresión inteligente, burlona y cautelosa. La cara del otro chaval era impasible, inexpresiva.

Ambos iban vestidos con vendas. Con vendas envueltas en las manos. El chaval más bajo llevaba una bandana alrededor de la parte inferior de la cara.

El silencio se eternizó mientras Caine, Diana, Penny y Bug los miraban y los dos chicos les devolvían la mirada.

—¿Qué se supone que sois, momias? —acabó preguntando Diana.

Se enjugó la sangre de oveja de la boca y entonces se dio cuenta de que tenía la camisa empapada y no habría modo de limpiarla.

—Somos leprosos —dijo el chico alto.

A Diana le dio un vuelco el corazón.

—Me llamo Sanjit —prosiguió el chico alto, y alargó una mano que parecía formada de muñones de dedos envueltos en gasa—. Este es Choo.

—¡Apartaos! —replicó Caine.

—Ah, no te preocupes —continuó Sanjit—. No siempre es contagioso. Quiero decir, claro, a veces… pero no siempre.

Y dejó caer la mano a un costado.

—¿Tenéis la lepra? —preguntó Caine.

—¿Como decían en la catequesis? —añadió Bug.

Sanjit asintió.

—No es tan malo. No hace daño. Quiero decir, que si se te cae el dedo, casi como que no lo notas.

—Lo noté cuando se me cayó el pene, pero no me hizo tanto daño —explicó el que se llamaba Choo.

Penny gritó. Caine se movió, incómodo. Bug se desvaneció mientras retrocedía.

—Pero en cualquier caso la gente tiene miedo de la lepra —remató Sanjit—. Qué tontería, más bien.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Caine, receloso. Había dejado la comida en el suelo, y tenía las manos preparadas.

—Oye, debería preguntaros a vosotros —replicó Sanjit. No con dureza, pero desde luego tampoco dispuesto a que Caine lo mangoneara—. Vivimos aquí. Vosotros acabáis de llegar.

—Además, habéis matado a una de nuestras ovejas —indicó Choo.

—Esta es la colonia leprosa de San Francisco De Sales —explicó Sanjit—. ¿No lo sabíais?

Diana empezó a reírse.

—¿Una colonia leprosa? ¿Ahí estamos? ¿Por eso casi nos matamos?

—Cállate, Diana —replicó Caine.

—¿Queréis volver al hospital con nosotros? —propuso Sanjit, expectante—. Todos los pacientes, enfermas y médicos adultos han desparecido, desaparecieron un día. Estamos solos.

—Nos habían dicho que esta era la mansión de una estrella de cine.

Sanjit entrecerró los ojos oscuros. Miró hacia la derecha, como si intentara entender lo que Diana le decía. Entonces añadió:

—Ah, ya sé de qué hablas. Todd Chance y Jennifer Brattle pagaron por este sitio. Es como su obra benéfica.

Diana no podía dejar de reírse. Una colonia leprosa. Sobre eso había leído Bug. Sobre una colonia leprosa pagada por dos estrellas de cine ricas. Su obra de caridad.

—Creo que igual Bug entendió mal algunos detalles —consiguió decir mientras le daba un ataque de risa seca que bien podría también ser de sollozos.

—Os podéis quedar con la oveja —indicó Choo.

Diana dejó de reír. Caine entrecerró los ojos.

Sanjit no tardó en añadir:

—Pero igual preferiríamos que vinierais con nosotros. Quiero decir, que estamos un poco solos.

Caine miró a Choo, y el chico le devolvió la mirada y la apartó.

—No parece que quiera que vayamos al hospital. —Caine señaló a Choo.

Diana vio miedo en los ojos del chaval más joven.

—Que se quiten las vendas —propuso Diana. Se le habían pasado las ganas de reír. Los dos chavales tenían la mirada luminosa. Sus partes visibles parecían saludables. No tenían el pelo quebradizo y estropeado como el de ella.

—Ya la habéis oído —dijo Caine.

—No —intervino Sanjit—. No es bueno que se muestre la lepra.

Caine respiró hondo.

—Contaré hasta tres y luego voy a arrojar a tu amiguito mentiroso directamente contra ese árbol. Como he hecho con la oveja.

—Lo hará —les advirtió Diana—. No penséis que no.

Sanjit dejó caer la cabeza.

—Lo siento —dijo Choo—. La he cagado.

Sanjit empezó a quitarse la gasa de los dedos perfectamente sanos.

—Vale, nos habéis pillado. Así que permitidme que os dé la bienvenida a la isla de San Francisco de Sales.

—Gracias —dijo Caine, muy seco.

—Y sí, tenemos comida. ¿Igual os gustaría venir? Eso si no queréis quedaros con vuestro sushi de oveja…

A lo largo de la mañana y el comienzo de la tarde, los niños traumatizados de Perdido Beach se dedicaron a dar vueltas, perdidos y confundidos.

Pero Albert no estaba ni perdido ni confundido. Los niños fueron pasando a lo largo del día por su oficina del McDonald’s. Estaba situado en una esquina junto a la ventana para poder ver la plaza y lo que pasaba por ella.

—Hunter ha venido con un ciervo —le informó un chaval—. Y unos pájaros. Casi treinta y cinco kilos de carne útil.

—Bien —dijo Albert.

Quinn se acercó cansado y oliendo a pescado, y se hundió en el asiento enfrente de Albert.

—Hemos vuelto a salir. No nos ha ido muy bien porque empezamos tarde. Pero tenemos unos veinte kilos útiles.

—Buen trabajo —señaló Albert. Calculó mentalmente—. Tenemos unos 170 o 180 gramos de carne por cabeza. Nada de los campos. —Dio un golpecito en la mesa mientras pensaba—. No vale la pena abrir el centro comercial. Cocinaremos en la plaza. Asaremos la carne y haremos un guiso de pescado. Cóbrales un berto a cada uno.

Quinn meneó la cabeza.

—Tío, ¿de verdad quieres juntar a todos estos chavales en un solo sitio? ¿A raros y normales? ¿Con lo locos que están todos?

Albert se lo pensó.

—No nos da tiempo a abrir el centro comercial y necesitamos sacar este producto.

Quinn medio sonrió.

—Producto. —Meneó la cabeza—. Tío, el único que no me preocupa cuando acabe la ERA, o aunque no acabe, eres tú, Albert.

Albert asintió, y aceptó el cumplido como un hecho.

—Me mantengo centrado.

—Sí, sí que lo haces. —Quinn lo dijo en un tono que hizo que Albert se preguntara qué había querido decir—. Oye, por cierto, uno de mis chavales cree que ha visto a Sam. En las rocas, justo debajo de la central nuclear.

—¿Sam todavía no ha vuelto?

Quinn meneó la cabeza.

—La pregunta número uno que no dejo de oír es: ¿Dónde está Sam?

Albert torció el gesto.

—Creo que a Sam le ha dado un ataque o algo.

—Bueno, tiene derecho, ¿no? —replicó Quinn.

—Quizás —concedió Albert—. Pero más bien me parece que lo que hace es quejarse. Se ha enfadado porque ya no es el único que manda.

Quinn se movió en su asiento, incómodo.

—Él es el que se enfrenta directamente al peligro cuando la mayoría de nosotros estamos sentados o escondidos bajo la mesa.

—Sí, pero ese es su trabajo, ¿no? Quiero decir, el Consejo le paga veinte bertos a la semana, que es el doble de lo que gana la mayoría de la gente.

A Quinn no parecía gustarle mucho esa explicación.

—Pero eso no cambia el hecho de que podrían matarlo. Y, ya sabes, eso sigue sin estar muy bien pagado. Mis chavales ganan diez bertos a la semana por pescar, y el trabajo es duro, pero tío, mucha gente podría hacerlo. Solo hay un tipo que pueda hacer el trabajo de Sam.

—Sí. Es la única persona que puede. Pero lo que necesitamos es que lo haga más gente. Con menos poder.

—No te vas a poner antirraro, ¿verdad?

Albert descartó la idea.

—No me acuses de ser idiota, ¿vale? —Le irritaba que Quinn defendiera a Sam. Albert no tenía nada en contra de Sam. Sam los había protegido de Caine y del chungo de Drake y del líder de la manada. Albert lo entendía. Pero ya había pasado la época de los héroes. O al menos eso esperaba. Necesitaban hacer una sociedad de verdad con leyes, reglas y derechos.

A fin de cuentas estaban en Perdido Beach, no en Sam’s Beach.

—He oído a un chaval, y ya van como cuatro, que dice que vio a Drake Merwin durante el incendio —añadió Quinn.

Albert se burló.

—Se dicen muchas tonterías por ahí.

Quinn se lo quedó mirando el tiempo suficiente como para casi incomodarlo. Entonces, añadió:

—Supongo que si resulta ser verdad más nos vale esperar que Sam decida volver.

—Orc podría encargarse de Drake, y lo haría por una pinta de vodka —señaló Albert, desdeñoso.

Quinn suspiró y se levantó para marcharse.

—A veces me preocupas, tío.

—Oye, que me dedico a alimentar a la gente, por si no te has dado cuenta —replicó Albert—. Astrid habla y Sam se queja y yo hago que salgan las cosas. Yo. ¿Por qué? Porque no hablo, solo actúo.

Quinn volvió a sentarse y se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas.

—Tío, ¿no te acuerdas de los tests de la escuela? Los de elección múltiple: A, B, C, D, E o todas las anteriores.

—¿Y?

—Pues tío, que a veces la respuesta es «todas las anteriores». Este lugar te necesita, necesita a Astrid, necesita a Sam. Son todas las anteriores, Albert.

Albert pestañeó.

—Quiero decir, no te ofendas —añadió rápidamente Quinn—. Pero es que Astrid no para de decir que necesitamos algún tipo de sistema, y tú te dedicas a contar tu dinero, y Sam se comporta como si pensara que todos debemos callarnos y apartarnos de su camino y dejar que fría a cualquiera que se meta con él. Y ninguno de los tres dais realmente la cara. No trabajáis juntos, que es lo que necesitamos que hagáis las personas normales. Porque, y, de verdad, no quiero ponerme gilipollas contigo ni nada, pero oye: necesitamos un sistema, y de verdad te necesitamos a ti y a tus bertos, y a veces necesitamos que venga Sam y patee a alguien.

Albert no dijo nada. Su cerebro daba vueltas, pero al cabo de un minuto se dio cuenta de que no había dicho nada y de que Quinn esperaba respuesta y de que estaba un poco asustado porque esperaba que Albert la tomara con él.

Quinn volvió a levantarse. Meneó la cabeza, compungido, y añadió:

—Vale, ya lo pillo. Me concentraré en pescar.

Albert lo miró a los ojos.

—Cocina en la plaza esta noche. Haz correr la voz, ¿vale?