8 HORAS, 11 MINUTOS
ASTRID FUE A mirar la zona quemada. A hacer lo que debía.
Los chavales le gritaron. Exigían saber por qué había dejado que ocurriera. Exigían saber dónde estaba Sam. La inundaron con quejas y preocupaciones y teorías alocadas hasta que se retiró.
Después de lo cual se escondió. Se negó a contestar cuando los chavales llamaban a la puerta. No volvió a su oficina. Allí sería lo mismo.
Pero le había reconcomido durante todo el día esa sensación de inutilidad. Una sensación de inutilidad mucho peor que el darse cuenta de que necesitaba a Sam. No porque se enfrentaran a alguna amenaza. La amenaza ya casi había pasado.
Necesitaba a Sam porque nadie la respetaba. Solo había una persona ahora mismo que pudiera comunicarse con una multitud de chavales ansiosos y aplacarlos y hacer lo que había que hacer.
Astrid quería creer que podría conseguirlo. Lo había intentado. Pero no la escucharon.
Y seguían sin ver a Sam. Así que, a pesar de todo, seguía recayendo en ella. Y eso la ponía enferma. Le entraban ganas de gritar.
—Tenemos que salir, Petey. Camina, camina, vamos —le pidió Astrid.
El pequeño Pete no respondía ni reaccionaba.
—Petey, camina, camina. Ven conmigo.
El pequeño Pete la miraba indiferente. Y se puso otra vez con su juego.
—¡Petey!, ¡escúchame!
Nada.
Astrid dio dos pasos, agarró a Petey de los hombros y lo zarandeó.
La consola salió disparada por la alfombra.
El pequeño Pete levantó la vista. Ahora sí que sabía que Astrid estaba allí. Ahora prestaba atención.
—Ay, Dios mío, Petey, lo siento, lo siento —exclamó Astrid, e intentó atraerlo hacia sí. Nunca lo había zarandeado de esa manera. Todo ocurrió tan de improviso, como si un animal se hubiera apoderado de su cerebro, y de repente Astrid se acercó y agarró a su hermano.
—¡Aaaah, aaaah, aaaah, aaah! —empezó a chillar el pequeño Pete.
—No, no, no, Petey. Lo siento tanto. No quería…
Astrid trató de estrecharlo entre sus brazos pero no podía tocarlo. Había una fuerza que impedía que sus brazos entraran en contacto con él.
—Petey, ¡no!, tienes que dejarme…
—¡Aaaah, aaah, aaah!
—¡Ha sido un accidente! ¡He perdido el control! Es que… es que… no puedo… ¡Petey!, ¡para, para!
Astrid fue corriendo a recuperar el juego. Estaba caliente. Qué raro. Se lo intentó devolver al pequeño Pete, pero tropezó, y la habitación pareció deformarse y temblar a su alrededor.
El pequeño Pete replicó con chillidos frenéticos.
—¡Aaaah, aaah, aaah, aaaah!
—¡Cállate! —gritó Astrid, tan confundida y agitada como furiosa—. ¡Cállate, cállate! ¡Ten! ¡Toma tu maldito juguete!
Astrid retrocedió, se apartó, pues no se fiaba de lo que haría cerca de él. Lo odiaba en aquel momento. Y la aterrorizaba que la criatura rabiosa dentro de su mente volviera a arremeter contra él. Una voz en su interior seguía racionalizándolo. «Es un niño mimado». «Hace estas cosas deliberadamente».
Todo era culpa del niño…
—¡Aaaah, aaah, aaah, aaah!
—¡Lo hago todo por ti! —exclamó Astrid.
—¡Aaaah, aaah, aaah, aaah!
—¡Te alimento y te limpio y te vigilo y te protejo! ¡Para, para! Ya no lo soporto más. ¡No puedo soportarlo!
Pero el pequeño Pete no paraba. Astrid sabía que no pararía hasta que el bucle loco que tuviera en la cabeza se hubiera reproducido entero.
La chica se hundió en una silla de la cocina. Se sentó con la cabeza apoyada en las manos, recorriendo su lista de fracasos. No había habido muchos antes de la ERA. Una vez sacó un notable cuando tendría que haber sacado un sobresaliente. Un par de veces fue cruel con gente sin darse cuenta, y esos recuerdos seguían agobiándola. Nunca aprendió a tocar un instrumento… No se le daban tan bien como querría las pronunciaciones en español…
—¡Aaaah, aaah, aaah, aaah!
Antes de la ERA, la proporción de fracasos respecto a la de éxitos en su vida era de una cada cien. Incluso lidiar con su hermanito entonces se le daba tan bien como a cualquiera.
Pero desde la ERA, la proporción se había invertido. Lo bueno era que aún seguía viva, y su hermano también. Lo malo era que había demasiados fracasos en su lista, y los recordaba todos, todos y cada uno de ellos con todos los detalles dolorosos.
—¡Aaaah, aaah, aaah, aaah!
Había intentado hacer bien tantas cosas… Quería volver a empezar la terapia y las lecciones con el pequeño Pete. Y fracasó. Quería que arreglaran la iglesia y encontrar el modo de que los chavales fueran los domingos por la mañana. Y fracasó. Quería escribir una constitución para la ERA, crear un gobierno. Y fracasó.
Intentó evitar que Albert hiciera que todo girara en torno al dinero. Y fracasó. Y lo que era igual de malo, Albert había triunfado. Él tenía razón, ella se equivocaba. Era Albert quien alimentaba a Perdido Beach ahora, no ella.
Quería encontrar un modo de evitar que Howard vendiera alcohol y cigarrillos a los chavales. Quería razonar con Zil, hacer que se comportara como un ser humano decente. Más y más fracasos.
Incluso su relación con Sam se había desmoronado. Y ahora Sam había huido, la había abandonado. Astrid pensaba que estaba harto. Estaba harto del pequeño Pete y de ella y de todo aquello.
Alguien oyó decir que Hunter lo había visto salir de la ciudad. Marcharse. ¿Dónde? Los cotillas no lo sabían. Pero los cotillas sabían a quién culpar: a Astrid.
La chica quiso mostrarse valiente, fuerte y lista y tener razón, y ahora se escondía en su casa porque sabía que si salía todos le pedirían respuestas que no tenía. Era la jefa del Consejo de la ciudad en una ciudad casi reducida a cenizas.
Consiguieron salvarla. Pero no fue Astrid quien lo hizo.
El pequeño Pete se calló por fin. Sus ojos vacíos volvieron a centrarse en el juego. Como si no hubiera pasado nada.
Astrid se preguntaba si recordaba siquiera haber perdido el control, si sabía lo aterrorizada que estaba, lo desesperada y derrotada que se sentía. Astrid sabía que a él no le importaba.
No le importaba a nadie.
—Vale, Petey —dijo la chica, con voz temblorosa—. Aún tenemos que salir. Camina, camina. Es hora de ir y hablar con mis múltiples amigos —comentó sardónicamente.
Y en esta ocasión el niño la siguió, dócil.
Astrid quería volver a visitar la zona quemada. Visitar el hospital en el sótano. Encontrar a Albert y averiguar cuánto tardaría en tener comida.
Pero al salir a la calle la rodearon al cabo de pocos minutos, como sabía que ocurriría. Se le acercaron cada vez más chavales, hasta varias docenas, y la siguieron mientras intentaba volver a la zona quemada. Le gritaban, le exigían, le insultaban, le suplicaban, le rogaban. Le amenazaban.
—¿Por qué no nos hablas?
—¿Por qué no respondes?
Porque no tenía respuestas.
—Vale —acabó diciendo—. ¡Vale, vale! —Empujó a un chaval que tenía delante y gritaba que había perdido a su hermana mayor cuando iba a visitar a una amiga. En Sherman.
—Vale —dijo Astrid—. Haremos una reunión general.
—¿Cuándo?
—Ahora. —Se abrió paso a empujones entre la multitud, que se fue acumulando en torno a ella mientras avanzaba hacia la iglesia.
Ah, cómo se reiría Sam al ver todo aquello. Se había subido más de una vez al altar para intentar apaciguar a un grupo de chavales aterrorizados. Y Astrid lo observó y juzgó su actuación. Y cuando la presión se volvió excesiva, formó el Consejo e intentó apartarlo.
«Pues bien, Sam —pensó mientras se subía al altar en ruinas—, puedes volver al trabajo cuando quieras».
El crucifijo con el que tiempo atrás Caine aplastó a un chaval llamado Cookie se había caído, lo habían levantado, se volvió a caer y lo volvieron a levantar. Ahora yacía en un montón de escombros. A Astrid le dolía verlo en el suelo. Se planteó pedir a unos voluntarios que volvieran a levantarlo, pero no era el momento. No, no era el momento para pedir nada a nadie.
Edilio se acercó con Albert, pero ninguno de los dos corrió hasta la parte delantera en solidaridad con ella.
—Si os sentáis todos e intentáis dejar de hablar a la vez, podremos hacer una reunión general —indicó Astrid.
Le replicaron con ruido y desdén. Recibió una oleada de palabras amargas.
—¡Oye, el centro comercial está cerrado, no hay comida!
—¡Nadie ha traído agua, tenemos sed!
—Daño…
—Enfermo…
—Asustado…
Y una y otra vez: «¿Dónde está Sam?, ¿dónde está Sam? Si pasan estas cosas, Sam debería estar cerca. ¿Está muerto?».
—Por lo que sé, Sam está bien —afirmó Astrid sin perder la calma.
—Sí, y como que podemos fiarnos totalmente de ti, ¿no?
—Sí —dijo Astrid sin convicción—. Podéis confiar en mí.
Lo cual provocó risas y más insultos.
Alguien gritó:
—¡Dejadla hablar, es la única que al menos lo intenta!
—¡Lo único que hace Astrid es quedarse ahí sin hacer nada! —replicó otra voz.
Astrid conocía esa voz. Era la de Howard.
—Lo único que hace Astrid es hablar —continuó Howard—. Bla, bla, bla. Y la mayor parte de lo que dice son mentiras.
La multitud de chavales se quedó callada observando mientras Howard se levantaba despacio, rígido y se volvía a mirarlos.
—Siéntate, Howard —pidió Astrid, pero incluso ella oía el tono de derrota en su voz.
—¿Has escrito alguna clase de ley que te convierta en la jefa de todos? Porque pensaba que solo te importaban las leyes.
Astrid luchó contra el impulso de salir de allí. Como parecía haber hecho Sam, salir de la ciudad y punto. Nadie la echaría de menos.
—Tenemos que decidir cómo vamos a organizarnos y encargarnos de todo esto, Howard —prosiguió la chica—. La gente necesita comida.
—Eso es verdad —dijo una voz.
—¿Y eso cómo lo harás? —preguntó Howard.
—Vale, pues mañana todo el mundo hará su trabajo normal —propuso Astrid—. Será malo durante un par de días, pero volverá a funcionar el suministro de comida y agua. Las cosechas siguen en los campos. Los peces siguen en el océano.
Eso tuvo un efecto tranquilizador. Astrid lo notó. Sirvió para recordar a los chavales que no todo se había perdido en el incendio. Sí, igual conseguía conectar con ellos a pesar de todo.
—Háblanos de la zombi —intervino entonces Howard.
El rostro y el cuello de Astrid se sonrojaron, y delataron que se sentía culpable.
—Y luego igual nos puedes explicar por qué evitaste que Sam se cargara a Zil antes de que quemara la ciudad.
Astrid logró esbozar una sonrisa irónica.
—No me des lecciones, Howard. Eres un camello de poca monta.
Y entonces vio cómo el insulto afectaba al chico.
—Si la gente quiere comprar cosas, me aseguro de que puedan hacerlo —replicó Howard—. Igual que Albert. Nunca me pongo en un pedestal y digo que soy la hostia. Orc y yo hacemos lo que hacemos para ir tirando. No somos de esos tan perfectos y poderosos y tan por encima de todo.
—No, tú estás por debajo de todo —le espetó Astrid.
En parte sabía que mientras continuara enfrentándose a Howard, los otros no intervendrían. Pero eso no los llevaría a ninguna parte. No conseguirían nada.
—Aún no has explicado nada, Astrid —insistió Howard, como si le leyera la mente—. Olvídate de mí. Yo soy solo yo. Pero ¿qué pasa con la chica que estaba muerta y ya no lo está? ¿Y con eso de que los chavales dicen haber visto a Drake paseándose por las calles? ¿Tienes alguna respuesta, Astrid?
La chica se planteó mentir. En otro momento, otro día, habría hallado el modo de burlarse fríamente de Howard y hacerle callar. Pero parecía que ya no le salía. No en ese momento.
—Ya sabes, Howard —empezó Astrid en tono sarcástico—. Últimamente he cometido muchos errores y…
—¿Y qué pasa con la profetisa? —intervino una voz distinta—. ¿Qué pasa con Orsay?
—¿Mary? —Astrid no se lo podía creer. Era Mary Terrafino, con la cara roja de ira y la voz quebrada.
—Acabo de hablar con mi hermano. Mi hermano, que en la vida me había mentido —explicó Mary.
Recorrió el pasillo lateral de la iglesia. La multitud se abrió para dejarla pasar. Madre Mary.
—Me lo ha reconocido —explicó Mary—. Me mintió. Me mintió porque tú le dijiste que lo hiciera.
Astrid quería negarlo. Lo tenía en la punta de la lengua. Pero no consiguió hacerlo.
—Oíd todos, Mary tiene razón —volvió a intervenir Howard—. Astrid nos dijo una mentira. Sobre Brittney y sobre Orsay.
—Orsay es un fraude… —dijo débilmente Astrid.
—Puede —concedió Howard—. Pero no lo sabemos. Nadie lo sabe.
—Orsay no es un fraude. Me dijo algo que solo yo sabía —la defendió Mary—. Y profetizó que se acercaba una tribulación.
—Mary, ese truco es muy viejo —la corrigió Astrid—. Esto es la ERA: siempre se acerca alguna tribulación, por si no te has dado cuenta. Estamos hasta el cuello de tribulaciones. Te está manipulando.
—Sí, no como tú. —La voz de Howard rezumaba sarcasmo.
Todos los ojos estaban puestos en Astrid. Incrédulos. Enfadados. Acusadores. Asustados.
—Orsay dice que podemos salir de aquí al saltar a los quince —dijo entonces Mary—. Me ha dicho que dejara la carga. Eso fue lo que dijo mi madre en su sueño. Deja la carga.
—Mary, ya sabes que eso… —empezó Astrid.
—No, no lo sé —Mary replicó en voz tan baja que Astrid casi no la oyó—. Y tú tampoco…
—Mary, esos niños te necesitan —suplicó Astrid.
De repente, inesperadamente, se había convertido en un asunto de vida o muerte. Mary hablaba de suicidarse. Astrid estaba segura de ello. La lógica le indicaba que debía de ser así. Pero su fe aún le mostraba algo más definitivo: ceder, rendirse, aceptar algo que parecía cuando menos un suicidio nunca podía ser algo bueno. Dios nunca haría un chiste así.
—Igual no —añadió Mary en voz baja—. Igual lo que necesitan es una manera de salir de aquí, esos chavales. Igual sus mamás y papás los están esperando y nosotros los mantenemos separados.
Y ahí estaba, lo que Astrid temía desde la primera vez que oyó una de las llamadas profecías de Orsay.
El silencio en la iglesia era prácticamente absoluto.
—Ninguno de los peques está cerca de cumplir los quince —señaló Astrid.
—Y no llegarán a los quince en este lugar horrible —comentó Mary. Se le quebraba la voz. Astrid reconocía su desesperación: ella misma la había sentido mientras soportaba el ataque del pequeño Pete. La había sentido muchas veces desde la llegada de la ERA.
—Estamos en el infierno, Astrid. —Mary casi le suplicaba que lo entendiera—. Esto… esto es el infierno.
Astrid se imaginaba cómo debía de ser la vida de Mary. El trabajo constante. La responsabilidad constante. El estrés increíble. La depresión. El miedo. Y todo eso era mucho peor para Mary que para los demás.
Pero aquel discurso no podía continuar. Astrid tenía que pararlo. Incluso si eso implicaba hacer daño a Mary.
—Mary, has sido una de las personas más importantes y necesarias de la ERA. —Astrid trató de medir sus palabras—. Pero sé que te ha resultado muy duro.
Astrid se sentía fatal al saber lo que iba a decir, lo que tenía que decir. Al saber que era una traición.
—Mary, mira, sé que no encuentras los medicamentos que necesitas tomarte. Sé que te has dedicado a tomar muchas pastillas para intentar controlar lo que te pasa por la cabeza.
El silencio era total en la iglesia. Los chavales miraban a Mary y, a continuación, a Astrid. Se había convertido en una prueba, en ver a quién creerían. Astrid sabía cuál sería la respuesta.
—Mary, sé que te enfrentas a la depresión y la anorexia. Cualquiera lo ve al mirarte.
La multitud escuchaba atentamente todas y cada una de sus palabras.
—Sé que te enfrentas a varios demonios, Mary.
Mary ladró una risa incrédula.
—¿Me estás llamando loca?
—Claro que no —afirmó Astrid, pero de tal manera que hasta para el más joven o tonto que hubiera en la iglesia quedó claro que eso era precisamente lo que quería decir—. Pero tienes un par de… problemas… mentales… que puede que distorsionen tu manera de pensar…
Mary se estremeció como si alguien le hubiera pegado. Miró a su alrededor, buscando una cara amiga, buscando señales de que no todos estaban de acuerdo con Astrid.
Astrid veía esas mismas caras. Se habían vuelto duras y recelosas. Pero todas las sospechas se dirigían hacia Astrid, no hacia Mary.
—Creo que tienes que quedarte un tiempo en casa —añadió Astrid—. Buscaremos a alguien que se encargue de la guardería mientras te recuperas.
Howard abrió la mandíbula de par en par.
—¿Vas a despedir a Mary? ¿Y dices que ella es la que está loca?
Incluso Edilio parecía perplejo.
—No creo que Astrid se refiera a que Mary deje de llevar la guardería —dijo rápidamente, con una mirada de advertencia dirigida a Astrid.
—Pues de eso estoy hablando precisamente, Edilio. Mary se ha creído las mentiras de Orsay. Es peligroso. Peligroso para Mary si decide saltar. Y peligroso para los chavales si Mary sigue escuchando a Orsay.
Mary se tapó la boca con una mano, horrorizada. La mano se dirigió hacia sus labios y luego hacia el pelo. A continuación se alisó la parte delantera de la blusa.
—¿Crees que le haría daño a alguno de mis niños?
—Mary. —Astrid consiguió encontrar un tono implacable—: eres una persona con problemas, con depresión, sin medicamentos, que dice que quizás sería mejor que esos niños se murieran y fueran con sus padres.
—Eso no es lo que… —empezó a decir Mary. Hizo un par de respiraciones rápidas y poco profundas—. ¿Sabes qué? Me vuelvo al trabajo. Tengo cosas que hacer.
—No, Mary —afirmó Astrid, convencida—. Vete a casa. —Y entonces Astrid indicó a Edilio—: si intenta entrar en la guardería, detenla.
Astrid esperaba que Edilio se mostrara de acuerdo, o al menos que hiciera lo que le mandaba. Pero cuando le devolvió la mirada, Astrid supo que no sería así.
—No puedo hacer eso, Astrid —dijo Edilio—. No dejas de decir que necesitamos leyes y todo eso, ¿y sabes qué? Que tienes razón. No tenemos ninguna ley que diga que tienes derecho a detener a Mary. ¿Y sabes qué más necesitamos? Necesitamos leyes para evitar que intentes cosas como esta.
Mary salió de la iglesia seguida de un sonoro aplauso.
—Podría hacer daño a esos niños —dijo Astrid en tono estridente.
—Sí, y Zil ha quemado la ciudad porque tú dijiste que no podíamos detenerlo —replicó Edilio.
—Soy la jefa del Consejo —insistió Astrid.
—¿Quieres que lo votemos? —preguntó Howard—. Porque podemos votar ahora mismo.
Astrid se quedó paralizada. Miró hacia el mar de caras; ninguna de ellas estaba de su parte.
—Petey, vámonos —añadió entonces.
Astrid salió de la iglesia con la cabeza erguida, pasando entre la multitud.
Otro fracaso. El único consuelo que le quedaba era que sería el último como jefa del Consejo.