TREINTA Y UNO

9 HORAS, 17 MINUTOS

ASTRID ESPERÓ TODA la noche a que Sam volviera.

Y esperó toda la mañana.

Oliendo la peste a humo.

Desde la oficina del ayuntamiento vio el fuego extenderse por toda Sherman, por el lado occidental de Sheridan, por la única manzana de Grant Street y por las dos manzanas de Boston Boulevard.

Parecía que iba a llegar a la plaza. Pero por fin el fuego se estancó. Las llamas se habían apagado casi del todo, pero seguía alzándose una columna de humo.

El pequeño Peter estaba dormido en el rincón, hecho una bola con una manta raída por encima. Su consola estaba a su lado en el suelo.

Astrid sintió que la indignación se acumulaba en su interior. Estaba furiosa con Sam. Furiosa con el pequeño Pete. Enfadada con el mundo entero que la rodeaba. Harta de todos y de todo.

Y sobre todo, debía admitirlo, harta de sí misma.

Tan harta de ser Astrid la genio…

—Menuda genio… —murmuró. El Consejo estaba dirigido por aquella chica rubia, ¿cómo se llamaba? Ah, sí: Astrid. Astrid la genio. La jefa del Consejo que dejó que la mitad de la ciudad quedara reducida a cenizas.

En el sótano del ayuntamiento, Dahra Baidoo repartía el escaso ibuprofeno y el Tylenol caducado entre los chavales con quemaduras, como si eso sirviera para arreglar prácticamente cualquier cosa mientras esperaban a que Lana fuera uno por uno, curándolos al tocarlos.

Astrid oía sus gritos de dolor. Aunque había varios pisos que separaban a Astrid del improvisado hospital, no eran suficientes.

Edilio entró tambaleándose. Casi no se le reconocía. Estaba cubierto de hollín, sucio, polvoriento, tenía rasguños y rascadas marcados y la ropa le colgaba hecha jirones.

—Creo que lo hemos conseguido —anunció, y se echó directamente en el suelo.

Astrid se arrodilló junto a su cabeza.

—¿Lo habéis contenido?

Pero Edilio ya no podía contestarle. Estaba inconsciente. Reventado.

Howard fue el siguiente en aparecer, y solo estaba un poquito mejor que Edilio. En algún momento de la noche y la mañana había perdido su sonrisa burlona. Miró a Edilio, asintió como si fuera lo más normal del mundo y se dejó caer bruscamente en una silla.

—No sé lo que le pagas a ese chaval, pero no es suficiente —declaró Howard, apuntando con la barbilla hacia Edilio.

—No lo hace por dinero —replicó Astrid.

—Ya, bueno, gracias a él no ha ardido la ciudad entera. Gracias a él, a Dekka, Orc y Jack. Y a Ellen, la idea fue suya.

Astrid no quería preguntarle, pero no pudo contenerse.

—¿Y Sam?

Howard meneó la cabeza.

—No lo he visto.

Astrid encontró una chaqueta en el armario, que debía de seguir allí porque era del auténtico alcalde. Era escandalosamente fea, pero le sirvió para cubrir a Edilio. La chica se dirigió hasta la sala de reuniones y volvió con el cojín de una silla que deslizó bajo la cabeza de Edilio.

—¿Ha sido Zil? —preguntó Astrid a Howard.

Howard ladró una risa.

—Claro que ha sido Zil.

Astrid apretó los puños. Sam le pidió que le dejara ir tras Zil. Quería enfrentarse a la Pandilla Humana.

Y Astrid lo detuvo.

Y la ciudad ardió.

Y ahora el sótano estaba lleno de chavales heridos.

Y los chavales solo heridos eran los que habían tenido suerte.

Astrid hizo un nudo con las manos. Era un gesto angustiado, parecido a un rezo. Tenía la necesidad imperiosa de arrodillarse y exigir algún tipo de explicación a Dios. ¿Por qué, por qué?

Su mirada recayó sobre el pequeño Pete, sentado en silencio, jugando con su juego apagado.

—Y eso no es todo —añadió Howard—. ¿Tienes un poco de agua?

—Te traeré un poco —dijo una voz. Albert había entrado sin que se dieran cuenta. Encontró la jarra de agua y vertió un vaso para Howard, que se lo bebió todo de un sorbo.

—Gracias. Este trabajo da sed —dijo Howard.

Albert se sentó en la silla que Astrid había dejado libre.

—¿Y qué más?

Howard suspiró.

—Han pasado chavales durante toda la noche, ¿vale? Contando locuras. Tío, no sé qué es verdad y qué no.

—Cuéntanos algunas —le pidió Albert en voz baja.

Edilio roncaba bajito. A Astrid le entraron ganas de llorar por el ruidito que hacía.

—Vale. Pues algunos chavales dicen que han visto a Satán. De verdad, con cuernos de diablo y todo. Y otros son un poco más realistas, dicen que ha sido Caine, pero superflaco y comportándose como un loco.

—¿Caine? —Astrid entrecerró los ojos—. ¿Caine aquí, en Perdido Beach? Qué locura.

Albert se aclaró la garganta y se revolvió en el asiento.

—No. No es una locura. Quinn también lo ha visto. De cerca. Caine ha robado dos barcas para urgencias esta noche tarde o esta mañana, según cómo lo veas.

—¡¿Qué?! —La exclamación aguda hizo que Edilio se moviera un poco.

—Sí. Sin duda era Caine —afirmó Albert obligándose a emplear un tono tranquilo—. Ha pasado en lo peor del incendio, cuando todo era confuso. Quinn y su gente volvían a la costa, queriendo ayudar, y allí estaban Caine y puede que una docena de chavales con él.

Mientras Albert explicaba los detalles, Astrid fue sintiendo un frío cada vez mayor. No era coincidencia. No podía ser coincidencia. Estaba planeado. Se había imaginado a Zil yéndosele la olla, liándola, perdiendo el control de una situación que se le había ido de las manos. Pero no era así. No si Caine había participado. Caine no descontrolaba. Caine planeaba.

—¿Zil y Caine? —dijo Astrid, y se sintió como una estúpida ya solo por pensarlo.

—Zil siempre está con los que odian a los raros. ¿Y Caine? La verdad es que es como el príncipe de Gales de los raros —reflexionó Howard.

Albert alzó una ceja.

—Ya sabes, como Sammy es el rey… —se explicó Howard—. Vale, no tiene gracia si tengo que explicarlo.

—Caine y Zil —repitió Astrid. Por algún motivo parecía mejor decir los nombres en ese orden. Zil era un matón. Un chungo malvado y retorcido que se dedicaba a explotar las diferencias entre raros y normales. Pero listo no era. Astuto, puede. Pero listo, no.

No, Caine era listo. Y Astrid no podía concebir que quien mandara fuera el más estúpido de los dos. No, tenía que ser Caine quien estaba detrás de todo aquello.

—Y también… —intervino Albert.

Al mismo tiempo, Howard dijo:

—Además…

Edilio se despertó de repente. Parecía sorprendido y confundido por encontrarse en el suelo. Miró a los demás y se frotó la cara.

—Te has perdido un poco —explicó Howard—. Caine y Zil lo han planeado juntos.

Edilio parpadeó como un búho. Iba a levantarse, pero suspiró, lo dejó correr y apoyó la espalda contra el escritorio.

—Y también… —prosiguió Albert antes de que Howard pudiera continuar— …tienen que haberse peleado o algo parecido. Porque los chavales de Zil se han puesto a disparar a Caine mientras se alejaba. Han conseguido una de las barcas. Quinn ha echado a un par de chavales de Caine al agua.

—¿Qué habéis hecho con ellos?

Albert se encogió de hombros.

—Los hemos dejado. No iban a ninguna parte. Estaban muertos de hambre. Y Quinn dice que igual se han vuelto un poco locos.

Albert toqueteaba insistentemente una mancha de algo en sus pantalones.

—Caine se ha cargado a Hank. Hank era el que disparaba.

—¡Dios mío! —exclamó Astrid. Se santiguó rápidamente, esperando que así las palabras pronunciadas fueran benditas y no blasfemas—. ¿Cuántos chavales han muerto esta noche pasada?

Edilio respondió.

—Quién sabe. Dos que sepamos en los incendios. Otros igual… Igual nunca lo sabremos seguro. —Se le escapó un gran sollozo, y se enjugó los ojos—. Lo siento. Es que estoy cansado.

Y a continuación lloró en silencio.

—Supongo que más vale que también suelte esto —añadió Howard—. Un par de chavales dicen que han visto a Drake. Y muchos han visto a Brittney.

Se hizo un largo silencio después de aquel comentario. Astrid encontró una silla en la que se sentó. Si Drake estaba vivo… Si Caine estaba compinchado con Zil…

—¿Dónde está Sam? —preguntó Edilio de repente, como si acabara de darse cuenta.

Nadie respondió.

—¿Dónde está Dekka? —preguntó Astrid.

—En el sótano —respondió Edilio—. Ha aguantado mucho rato. Y también Orc y Jack. Pero está enferma. Cansada y enferma. Y tiene una quemadura fea en una mano. Eso ya ha sido lo último. He hecho que fuera a ver a Dahra. Lana la… ya sabes, cuando haya terminado con… Lo siento, chicos —dijo mientras se ponía a llorar otra vez—. No puedo seguir cavando tumbas. Tiene que hacerlo otra persona, ¿vale? Ya no puedo hacerlo más.

Astrid se dio cuenta de que tanto Albert como Howard la estaban mirando, uno con curiosidad intensa, el otro con una sonrisa burlona cansada.

—¿Qué? —soltó Astrid—. Ambos estáis en el Consejo, también. No me miréis como si todo dependiera de mí.

Howard se rio de manera forzada.

—Quizá valga la pena que traigamos a John, ¿eh? Él también está en el Consejo. Sammy está desaparecido, Dekka no puede seguir, a Edilio se le va y debería írsele, con la noche que ha pasado…

—Sí. Deberíamos traer a John —afirmó Astrid. Le parecía mal involucrar al niñito, pero estaba en el Consejo.

Howard se rio con ganas.

—Sí, traigamos a John. Así podemos entretenernos un poco más. Podemos seguir sin hacer nada un ratito más.

—Oye, tranquilo, Howard —intervino Albert.

—¿Tranquilo, eh? —Howard se puso en pie de un salto—. ¿Dónde estabas tú anoche, Albert, eh? Porque no te he visto ahí fuera oyendo a los chavales gritar, viendo a los chavales correr por ahí heridos y asustados y ahogándose, con Edilio y Orc esforzándose, y Dekka echando medio pulmón y Jack llorando y…

—¿Sabes quién no podía siquiera soportarlo? —bramó Howard—. ¿Sabes quién no podía soportar lo que estaba pasando? Orc. Orc, que no tiene miedo de nada. Orc, quien todos piensan que es una especie de monstruo. No podía soportarlo. Pero… lo ha hecho. ¿Y dónde estabas tú, Albert? ¿Contando tu dinero? ¿Y tú, Astrid? ¿Rezando a Jesús?

A Astrid se le hizo un nudo en la garganta. No podía respirar. Durante un instante, el pánico amenazó con dominarla. Quería salir huyendo de la habitación, salir corriendo y no volver la vista atrás.

Edilio se puso en pie y le pasó un brazo a Howard. Howard se lo consintió, y entonces hizo algo que Astrid nunca pensó que vería. Howard hundió la cara en el hombro de Edilio y lloró, sollozando incontrolablemente.

—Nos estamos hundiendo —susurró Astrid para sí.

Pero no había ninguna huida fácil. Todo lo que había dicho Howard era verdad. Veía la verdad reflejada en la expresión de asombro de Albert. Ellos dos, los listos, los inteligentes, los grandes defensores de la verdad y la justicia no habían hecho nada, mientras que otros se esforzaban hasta caer rendidos.

Astrid pensó que su trabajo consistía en poner orden en el caos ahora que había terminado la noche de horror. Y ahora era el momento de tomar la iniciativa. Ahora era el momento de demostrar que podía hacer lo que había que hacer.

¿Dónde estaba Sam?

Y entonces se dio plena cuenta, y se quedó atónita. ¿Así era como Sam se sentía? ¿Así era como se había sentido desde el principio? ¿Con todos los ojos puestos en él? ¿Con todos esperando a que tomara una decisión? ¿Aunque la gente dudara de él, lo criticara y atacara?

Astrid se quería morir. Había estado con él durante gran parte del tiempo. Pero no era la elegida. No era la que debía tomar las decisiones.

Y ahora… sí.

—No sé qué hacer —acabó diciendo—. No lo sé.

Diana se inclinó por un lado de la lancha y metió la cabeza dentro del agua. Al principio mantuvo los ojos cerrados, con la intención de sacarla en cuanto se le hubiera mojado el pelo.

Pero el fluir del agua fresca en las orejas y el cuero cabelludo era tan agradable que quería mirar y quería quedarse dentro. Abrió los ojos. El agua salada escocía. Pero ese dolor era nuevo y lo recibía con agrado.

El agua formaba espuma verde que se arremolinaba junto a la barca. Diana se preguntaba, sin preocuparse demasiado, si Jasmine saldría flotando hacia ella con la cara hinchada, pálida…

Pero no, claro que no. Ya había pasado un buen rato. Horas. Horas que son como semanas cuando estás hambriento y quemado por el sol y la sed te grita que te bebas, que te bebas la deliciosa agua verde como si fuera ponche, un Mountain Dew, un refrescante té de menta tan frío alrededor de tu cabeza.

Lo único que tenía que hacer era dejarse llevar. Meterse en el agua. No duraría mucho. Estaba demasiado débil para nadar mucho rato y luego se hundiría en el agua como había hecho Jasmine.

O igual podría hundir la cabeza sin más y beberse un buen trago de agua. ¿Así lo conseguiría? ¿O acabaría atragantándose y vomitando?

Pero Caine no la dejaría ahogarse, claro. Porque si lo hiciera, Caine se quedaría solo. La sacaría del agua. No podía hundirse hasta que Caine hubiera desaparecido, y luego ya podría porque, por triste que resultara reconocerlo, él era lo único que tenía.

Se tenían el uno al otro. Como dos cachorros enfermos. Retorcidos, arrogantes, crueles y fríos. ¿Cómo podía Diana amar a alguien así? ¿Y él? ¿Por eliminación? ¿Ninguno de los dos podía encontrar a nadie mejor?

Incluso las especies más asquerosas y feas encontraban compañeros. Las moscas… Los gusanos… en fin… ¿quién sabe? Probablemente. El caso es que…

¡Pánico repentino! Sacó la cabeza de golpe y boqueó buscando aire. Se estaba ahogando, boqueó y empezó a llorar con la cara hundida en las manos, sollozando sin lágrimas porque tenías que tener algo dentro para sacar lágrimas. El agua que le chorreaba del pelo ya parecía lágrimas.

Nadie se dio cuenta. A nadie le importaba.

Caine estaba vigilando la costa de la isla que les quedaba a mano izquierda al pasar.

Tyrell miraba el indicador de la gasolina cada dos segundos.

—Tío, está vacío. Quiero decir, que ya está en rojo.

Los acantilados eran escarpados e imposibles. El sol castigaba la cabeza de Diana y si alguien mágicamente se le hubiera aparecido al lado y le hubiera dicho: «Aquí, Diana, aprieta este botón y… olvídate…».

Pero no. No, eso era lo increíble, si se lo planteaba. Que no. Que no lo haría. Aún preferiría vivir. Incluso aquella vida. Aunque tuviera que pasarse los días y las noches consigo misma.

—¡Eh! —exclamó Penny—. Mirad eso. ¿No es una… una abertura?

Caine se puso la mano a modo de visera y concentró la mirada.

—Tyrell, entra ahí.

La barca se desvió perezosamente hacia el acantilado. Diana se preguntaba si iban a limitarse a chocar contra él. Quizás. No podía hacer nada al respecto.

Pero entonces también lo vio. No era más que un espacio oscuro en la roca azotada por el sol. Una abertura.

—Seguramente no es más que una cueva —opinó Tyrell.

No estaban muy lejos del acantilado, y no les costó mucho ver que lo que en principio parecía una cueva en realidad era un tajo en la pared de la roca. Una parte del acantilado se había derrumbado sobre sí misma, y así surgió una ensenada estrecha, de poco más de seis metros de ancho en la base, pero cinco veces más ancha en la parte superior. Pero la base estaba cubierta de rocas. No les esperaba ninguna playa arenosa, no había lugar para desembarcar.

Y aun así, si pudieran desembarcar, una persona podría trepar por detrás del deslizamiento rocoso hasta lo alto del acantilado.

El motor se encalló y petardeó. Una sacudida recorrió el casco.

Tyrell maldijo furioso:

—¡Lo sabía, lo sabía!

La lancha seguía avanzando hacia la abertura. El motor se apagó. La barca empezó a desviarse.

Iba a la deriva, y la abertura quedaba cada vez más lejos.

Solo quedaban seis metros. Estaban tan cerca…

Luego nueve…

Doce.

Caine lanzó una mirada helada a su tripulación. Extendió la mano y Penny se alzó del lugar que ocupaba en la barca. Caine la lanzó hacia la costa. La chica salió volando, dando volteretas y gritando por los aires, y aterrizó salpicando a menos de medio metro de la roca caída más cercana.

No tenía tiempo de comprobar si lo había conseguido. Caine volvió a extender la mano y lanzó a Bug, que desapareció en pleno vuelo pero produjo una salpicadura tan cerca de las rocas que Diana se preguntó si se había destrozado la cabeza.

La lancha seguía a la deriva.

Diana se preguntaba cuál era el alcance preciso de Caine al lanzar a una persona de veinte, treinta, cuarenta kilos. Ese debía de ser su límite.

Los ojos de Diana se encontraron con los de Caine.

—Protégete la cabeza —le advirtió el chico.

Diana apretó los dedos tras el cuello y cerró los brazos, tapándose las sienes.

Entonces sintió como una mano gigante, invisible, la agarraba del muslo y a continuación la lanzaba por los aires.

No gritó. Ni siquiera al avanzar a toda velocidad hacia las rocas. Se estamparía contra ellas de cabeza, no habría modo de sobrevivir. Pero entonces la gravedad intervino y la línea recta que describía se convirtió en un arco invertido.

Las rocas, el agua espumosa, todo apareció en un instante, y entonces se sumergió. Profunda y fría, el agua le llenó la boca de sal.

Sintió un dolor agudo cuando se golpeó el hombro con la roca. Diana pataleó y se rascó las rodillas contra lo que era casi una columna de grava húmeda.

La ropa hacía que se hundiera, se le enredaba, se le agarraba a los brazos y a las piernas. Diana forcejeaba y le sorprendía lo mucho que deseaba alcanzar la superficie luminosa, soleada, que quedaba a cientos de millones de millas.

Pero emergió, la arrastró un oleaje suave, y acabó cayendo como una muñeca sobre una roca grande alisada por el liquen. Escarbaba con ambas manos porque se ahogaba. Clavaba las uñas en la roca. Hundía los pies desmenuzando así los guijarros que quedaban debajo.

De repente, consiguió salir del agua hasta la cintura, apoyándose en un banco de roca, abriendo la boca en busca de aire.

Esperó durante un instante, intentado recuperar el aliento. Y luego continuó, sin preocuparse de las rascadas y los desgarrones, hasta un lugar más seco, donde se detuvo, sin energías.

Caine ya había llegado a la costa. El chico se desplomó, exhausto, mojado, pero triunfante al mismo tiempo.

Diana oyó que gritaban su nombre.

Parpadeó agua e intentó concentrarse en la barca. Pero ya quedaba muy lejos. Tyrell y Paint estaban de pie en ella y chillaban:

—¡Cógeme, cógeme!

—¡Caine, no puedes dejarnos aquí!

—¿Puedes alcanzarlos? —preguntó Diana. Su voz era un graznido ronco.

Caine meneó la cabeza.

—Están demasiado lejos. Y además…

Diana conocía ese «y además…». Tyrell y Paint no tenían poderes. No servían para nada a Caine. No eran sino dos bocas más que alimentar, dos voces quejicas más a las que atender.

—Más vale que empecemos a trepar —propuso Caine—. Puedo ayudar en las partes más duras. Lo conseguiremos.

—¿Y habrá comida y de todo allá arriba? —preguntó Penny, mirando con ganas hacia lo alto del acantilado.

—Más vale que sí —dijo Diana—. No tenemos ningún otro sitio donde ir. Y no hay manera de salir de aquí.