10 HORAS, 28 MINUTOS
SAM NO TENÍA ni idea de lo que estaba haciendo, ni por qué.
Salió huyendo de Perdido Beach cegado por el pánico. No dejaba de pensar en su acción vergonzosa, hasta tal punto que ni siquiera pensaba en el hambre.
Al ver a Drake le entró el pánico.
Se rayó.
Se le fue la olla.
Tras gorronearle una comida a Hunter, Sam se dirigió hacia la central nuclear. Fue allí donde sucedió todo.
La paliza, los latigazos fueron tan graves que cuando Brianna encontró morfina entre los suministros médicos de la central y se la pinchó, aun así, incluso después de que el efecto del calmante se extendiera por el cuerpo, el dolor resultó demasiado terrible para soportarlo.
Pero lo soportó. Y sobrevivió a las siguientes horas de pesadilla, a las alucinaciones de la morfina, a las horas que pasó tambaleándose, tropezando, con ganas de gritar.
Volvió a enfrentarse a Drake, pero fue Caine quien acabó matando al psicópata. Caine arrojó a Drake por el pozo de la mina que luego se derrumbó sobre la cabeza de Drake. Nada podría haber sobrevivido.
Y, sin embargo, Drake estaba vivo.
Desde aquel día, Sam aguantaba porque sabía que Drake estaba muerto, enterrado bajo toneladas de piedra, muerto, desaparecido, y porque creía que nunca tendría que volver a enfrentarse a él. Eso era lo que le había permitido sobrellevarlo.
Pero si a Drake no se lo podía matar…
Si Drake era inmortal…
Entonces, ¿Drake siempre formaría parte de la vida de la ERA?
Sam estaba sentado en el borde del acantilado, a poco menos de un kilómetro de la central nuclear. Se encontró una bicicleta por el camino y fue montado en ella hasta que se reventó una rueda. Luego bajó caminando por la carretera costera serpenteante con la intención de volver a la central nuclear, a la sala donde sucedió todo. Al lugar donde Drake lo quebró.
Mientras miraba hacia el mar vacío y centelleante, Sam pensó que eso fue lo que ocurrió: Drake quebró algo en su interior. Sam intentó recomponerlo, intentó volver a ser Sam. El Sam que todos esperaban que fuera.
Astrid contribuyó a ello. Con el amor y todo eso. Sonaba muy cursi, pero el amor evitó que cayera en la desesperación. El amor y el frío consuelo de saber que Drake había muerto, mientras que Sam había sobrevivido.
Amor y venganza. Qué combinación más agradable.
Y responsabilidad, se dio cuenta de repente. Eso también le había ayudado, de un modo extraño, el saber que los chavales lo necesitaban. El saberse necesario.
Y ahora Astrid le decía que no era necesario. Y, por cierto, no tan querido. ¿Y el consuelo de pensar que el cuerpo roto de Drake yacía bajo tierra? También se había esfumado.
Sam se quitó la camisa. La herida del hombro no parecía gran cosa. Cuando hurgó con el dedo sintió algo duro y redondo justo debajo de la piel.
Apretó la herida con los dedos, estremeciéndose de dolor, apretó un poco más y salió la bola de plomo junto con un poquito de sangre.
Sam miró la bola. Era el perdigón de una escopeta, un perdigón pequeño. Lo arrojó al suelo. Le habría ido bien una tirita, pero tendría que contentarse con lavar la herida.
Empezó a bajar por el acantilado, pues sentía la necesidad de hacer algo, y esperaba encontrar alguna cosa de comer en las pozas de marea de las rocas.
Era un descenso difícil. No estaba seguro de que podría volver a subir una vez estuviera abajo. Pero parecía necesitar el movimiento físico.
«Podría saltar al agua y nadar», se dijo.
«Podría nadar hasta que no pudiera nadar más».
No le daba miedo el océano. No podías ser surfero y tener miedo al océano. Podría ponerse a nadar, directamente. Desde allí había unas diez millas hasta la lejana pared de la ERA. No la veía desde donde se encontraba, normalmente no se veía nada hasta que estabas cerca. Era gris, satinada y pseudorreflectante, por lo que engañaba a la vista. Por lo que sabían era una esfera completa, una cúpula, aunque parecía haber cielo, y de noche parecía que hubiera estrellas.
Se preguntaba si podría alcanzar la pared. Probablemente no. No estaba en tan buena forma como en los viejos tiempos.
Probablemente se agotaría al cabo de una milla. Si nadaba intensamente puede que recorriera una milla o milla y media. Y entonces, si le dejaba, el océano lo hundiría, se lo tragaría. No sería la primera persona que se tragara el Pacífico. Había huesos humanos desperdigados por todo el fondo del océano, de ahí a China.
Sam alcanzó las rocas y se inclinó torpemente para limpiar la herida de escopeta con agua salada.
A continuación se puso a rebuscar en las pozas de marea. Pasaban pececillos acelerados. Algunos moluscos demasiado pequeños para molestarse en abrirlos. Pero al cabo de media hora consiguió recopilar dos puñados de mejillones, tres cangrejitos y un pepino de mar de más de quince centímetros. Los puso en una poza pequeña, enfocó una palma hacia la poza y disparó luz suficiente para hacer hervir el agua salada.
Entonces se sentó sobre unas rocas resbaladizas y se comió el guiso de pescado, extrayendo con cautela algunos trozos del caldo caliente. Estaba delicioso. Un poco salado, lo cual sería un problema más adelante si no encontraba agua fresca, pero delicioso.
Se animó al comer. Ahí sentado junto al agua. Solo. Sin que nadie le pidiera nada. Sin amenazas terribles que le obligaran a salir disparado y encargarse de ellas. Sin detalles que lo agobiaran.
De repente, y se sorprendió al hacerlo, se echó a reír en voz alta.
¿Cuánto tiempo hacía que no se sentaba solo, sin nadie delante?
—Estoy de vacaciones —dijo a nadie—. Sí, me voy a tomar un poco de tiempo libre. No, no, no contestaré al teléfono ni miraré la BlackBerry. Además, ya no voy a hacer agujeros a nadie. Ni dejaré que me metan una paliza.
Un afloramiento le ocultaba Perdido Beach, y eso ya le parecía bien. Sí veía la más cercana de las islas pequeñas, y hacia el norte, la punta de tierra que sobresalía de la central nuclear.
—Qué agradable —dijo Sam, recorriendo con la vista su mirador rocoso—. Si tuviera una nevera con refrescos ya lo tendría todo.
Su mente empezó a divagar hacia Perdido Beach. ¿Cómo les iría tras el incendio? ¿Qué harían con Zil?
¿Qué estaba haciendo Astrid ahora mismo? Debía de estar dando órdenes a todo el mundo con su seguridad habitual.
Imaginarse a Astrid no ayudaba. Había dos imágenes en su mente que competían por dominarla. Astrid en camisón, el que parecía más recatado y práctico hasta que se ponía delante de una fuente de luz y entonces…
Sam se obligó a no pensar en eso. No le ayudaba.
Y la otra Astrid, con la expresión altiva, fría y desdeñosa que adoptaba en las reuniones del Consejo.
Amaba a la primera Astrid. A la Astrid que ocupaba sus sueños despierto y a veces también de noche.
No soportaba a la otra Astrid.
Ambas Astrid le frustraban, de modos muy distintos.
No es que no hubiera otras chicas guapas en la ERA, más o menos dispuestas a arrojarse en los brazos de Sam. Chicas que puede que no fueran tan morales, o que no adoptaban su actitud de superioridad.
A Sam le parecía que, si acaso, Astrid se estaba volviendo cada vez más de esa segunda manera. Cada vez era menos la Astrid de sus sueños y más la Astrid que tenía que controlarlo todo.
Bueno, era la jefa del Consejo. Y Sam reconocía que no podía encargarse de las cosas él solo. No había querido encargarse de nada, en primer lugar. De hecho, se había resistido. Fue Astrid quien lo manipuló para que asumiera esa responsabilidad.
Y luego se la quitó.
Sam no era justo. Ya lo sabía. Se estaba compadeciendo de sí mismo. Eso también lo sabía.
Pero, a fin de cuentas, lo que pasaba con Astrid era que siempre respondía que «no». No a diversas cosas. Pero cuando las cosas iban mal, de repente era responsabilidad de él.
Bueno, ya no.
Estaba harto de que jugaran con él. Si Astrid y Albert querían mantener a Sam en una cajita, de donde pudieran sacarlo y utilizarlo cuando quisieran, y luego no dejarle siquiera hacer su trabajo, pues ya se podían ir olvidando.
Y si Astrid quería pensar que el pequeño Pete, Sam y ella formaban una especie de familia, solo que Sam nunca llegaba a… ejem… Astrid también se podía ir olvidando de eso.
«No has huido por ninguna de esas cosas —dijo una voz cruel en su mente—. No has huido porque Astrid no se quiera acostar contigo. O porque sea mandona. Has huido de Drake».
—Pues vale —dijo Sam en voz alta.
Y entonces, a Sam se le ocurrió algo que le afectó mucho. Se había convertido en un gran héroe debido a Astrid. Y cuando parecía haberla perdido, dejaba de ser ese tipo.
¿Así era? ¿Es posible que la arrogante, frustrante y manipuladora Astrid fuera el motivo de que Sam pudiera hacerse el héroe?
Había mostrado su valentía antes, cuando se ganó el apodo de Sam Autobús Escolar. Pero no quiso saber nada de esa imagen, hizo lo posible por volver a ser anónimo. Se mostró alérgico a la responsabilidad. Cuando llegó la ERA no era sino otro chaval más. E, incluso tras la llegada de la ERA, hizo lo posible por evitar el rol que otros querían imponerle.
Pero entonces conoció a Astrid. Y lo hizo por ella. Se convirtió en héroe por ella.
—Sí, vale —dijo a las rocas y las olas—. En ese caso, ya me parece bien volver a ser el viejo Sam de siempre.
Esa idea lo confortó. Durante un rato. Hasta que la imagen de Mano de Látigo emergió otra vez.
—No es más que una excusa —reconoció Sam al océano—. Pase lo que pase con Astrid, aún tienes que hacerlo.
A pesar de todo, aún tenía que enfrentarse a Drake.
—Me alegro de que tú también lo hayas visto, Choo —susurró Sanjit—. Porque si no creería que estoy loco.
—Ha sido ese chaval, ese chico. Lo ha hecho. De alguna manera —señaló Virtue.
Los dos se encontraban en las rocas en lo alto del acantilado. No debía de quedar ni un centímetro de la isla que no hubieran explorado antes y después de la gran desaparición. Gran parte de la isla quedó despojada de árboles ya en la época en la que alguien empezó a criar ovejas y cabras. Pero en los confines de la isla aún había bosque virgen de encinillos, caobas y cipreses, y docenas de arbustos florales. Los zorros de la isla aún cazaban en esos bosques.
En otros puntos las palmeras se balanceaban muy por encima de rocas caídas. Pero no había playas en la isla de San Francisco de Sales. No había oportunas ensenadas. En la época de pastoreo, los pastores bajaban los animales en cestas de mimbre. Sanjit vio los restos volcados del aparato, se planteó columpiarse por encima del agua por el puro placer de hacerlo, pero decidió que era una locura cuando se dio cuenta de que las hormigas y las termitas habían devorado las vigas que lo sujetaban.
La isla era casi inexpugnable, y por ese motivo la compraron sus padres. Era un sitio al que los paparazzi no podían llegar. En el interior de la isla había una pista de aterrizaje lo bastante grande para dar cabida a aviones privados. Y en el complejo estaba el helipuerto.
—Van hacia el este —comentó Sanjit.
—¿Eso cómo lo ha hecho? —preguntó Virtue.
Sanjit se había dado cuenta de que Virtue no se adaptaba rápidamente a circunstancias nuevas e inesperadas. Sanjit se había criado en las calles con hombres, carteristas, magos y demás especializados en ilusiones. No pensaba que lo que acababa de ver fuera una ilusión, creía que era real. Pero estaba dispuesto a aceptarlo y seguir adelante.
—Es imposible —dijo Virtue.
Estaba claro que la lancha seguía avanzando, dirigiéndose hacia el este, lo cual era buena señal. Era el camino largo para dar la vuelta a la isla. Tardarían horas en llegar hasta donde se encontraba el yate encallado.
—No es posible —insistió Virtue, y ya Sanjit se estaba empezando a poner nervioso.
—Choo, todos los adultos desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, ya no hay tele ni radio, ni aviones en el cielo, ni barcos que se acerquen navegando. ¿No te has dado cuenta ya de que no estamos precisamente en el mundo de lo posible? Nos han vuelto a recoger, secuestrar y adoptar. Solo que esta vez no hemos ido a América. No sé dónde estamos o qué está pasando. Pero, hermano, ya hemos pasado por esto antes, ¿sabes? Nuevo mundo, nuevas reglas.
Virtue parpadeó una vez. Y asintió.
—Como que sí, ¿eh? Así pues, ¿qué hacemos?
—Lo que tengamos que hacer para sobrevivir —afirmó Sanjit.
Y entonces volvió el Virtue de siempre.
—Qué buena frase, Wisdom. Como si la hubieras sacado de una película. Por desgracia no significa nada.
—Sí, así es —reconoció Sanjit sonriendo, y dio a Virtue una palmadita en el hombro—. Pensar en algo que tenga más sentido es cosa tuya.
—Chicos, ¿podéis encargaros de las cosas durante unos minutos? —preguntó Mary.
John miró a los tres ayudantes, tres chavales que o bien estaban allí porque les tocaba, o, en el caso de uno de ellos, porque era un fugitivo sin hogar que se acercó a la guardería buscando cobijo y lo pusieron a trabajar.
Durante la noche y la mañana la población de la guardería se había duplicado. Ahora la cifra estaba empezando a declinar un poco, ya que los chavales se marchaban de uno en uno, o de dos en dos, en busca de parientes o amigos. O de casas que, por lo que Mary había oído, igual ya ni existían.
Mary sabía que probablemente no debería dejar marchar a nadie. No hasta que se aseguraran de que era seguro.
—Pero ¿eso cuándo sería? —murmuró. Pestañeó un par de veces, intentando concentrarse. No veía bien. Era algo más que somnolencia. Un borrón que hacía que brillaran los bordes de las cosas cuando movía la cabeza demasiado rápido.
Buscó y encontró su frasco de píldoras. Pero al agitarlo no hizo ningún ruido.
—No, no puede ser. —Lo abrió y miró dentro. Lo puso vertical. Seguía vacío.
¿Cuándo se lo terminó? No se acordaba. La bestia de la depresión debió de ir a por ella, y Mary trató de combatirla con la última pastilla que le quedaba.
En algún momento. Antes. Debió de…
—Sssí —dijo en voz alta, arrastrando la voz.
—¿Qué? —preguntó John, frunciendo el ceño como si fuera lo único que pudiera hacer para prestar atención.
—Nada. Hablaba sola. Tengo que salir y encontrar a Sam o a Astrid o a alguien, quien sea que esté al mando. Nos hemos quedado sin agua. Necesitamos el doble de la cantidad habitual de comida. Y necesito que alguien me… ya sabes… —Perdió el hilo de lo que estaba diciendo, pero John no pareció darse cuenta—. Usa parte de la comida de urgencia para alimentarlos hasta que vuelva —le indicó.
Se marchó antes de que John pudiera preguntarle cómo se suponía que cuatro latas de verduras variadas y un paquete envasado al vacío de guisantes secos picantes alcanzaran para treinta o cuarenta niños hambrientos.
Cerca de la plaza, las cosas no parecían muy distintas que de costumbre. Olían diferente, a humo y al hedor acre del plástico fundido. Pero en principio la única evidencia del desastre era la cortina de humo marrón que se cernía sobre la ciudad. Eso y un montón de escombros que sobresalían de detrás del McDonald’s.
Mary pasó por el ayuntamiento. Pensaba que igual se encontraría al Consejo reunido, tomando decisiones, organizando, planeando. John había salido a dar una vuelta con ellos, pero si él ya había vuelto, ellos también debían de haberlo hecho.
Tenía que hablar con Dahra. Ver qué medicamentos tenía. Conseguir algo antes de que la depresión se la tragara otra vez. Antes de… algo.
No había nadie en las oficinas, pero Mary oyó gemidos de dolor procedentes de la enfermería del sótano. No quería pensar en lo que estaba pasando ahí abajo. No, ahora no, Dahra la echaría.
Aunque solo tardaría unos segundos en coger un Prozac o lo que tuviera.
Mary casi se choca con Lana, que estaba sentada fuera, en los escalones del ayuntamiento, fumándose un cigarrillo.
Tenía las manos manchadas de rojo. Nadie podía malgastar agua lavando sangre.
Lana levantó la vista en dirección a ella.
—Así qué… ¿cómo te va la noche?
—¿A mí? Ah, no muy bien.
Lana asintió.
—Las quemaduras… tardan mucho en curarse. Mala noche. Mala, mala noche.
—¿Dónde está Patrick? —preguntó Mary.
—Dentro. Ayuda a que los chavales se mantengan tranquilos —explicó Lana—. Deberías pillarte un perro para la guardería. Ayuda a los chavales… Los ayuda, ya sabes, a no fijarse en que tienen los dedos quemados.
Mary sabía que tenía que preguntar algo. No, no lo de los medicamentos. Algo más. Ah, claro…
—Siento preguntarte, sé que has tenido una noche dura —empezó Mary—. Pero uno de mis niños, Justin, ha venido llorando por su amigo Roger.
Lana casi sonríe.
—¿Roger el artero? Vivirá, probablemente. Pero lo único que me ha dado tiempo de hacer es evitar que se muriera ahí mismo. Tendré que pasar mucho más tiempo con él hasta que pueda dibujar algo más.
—¿Aaalguien sabe qué ha pasado? —A Mary se le trababan los labios y la lengua.
Lana se encogió de hombros. Se encendió un segundo cigarrillo con la colilla del primero. Era una señal de riqueza, en cierto sentido. Los cigarrillos escaseaban en la ERA. Claro que la curandera podía tener lo que quisiera. ¿Quién iba a decirle que no?
—Bueno, depende de a quién te creas —opinó Lana—. Algunos chavales dicen que han sido Zil y sus idiotas. Otros dicen que ha sido Caine.
—¿Caine? Eso es una locura, ¿no?
—No tanto. He oído locuras mayores de los chavales. —Lana se rio, pero forzadamente.
Mary esperó a que añadiera algo más. No quería preguntarle, pero tenía que hacerlo.
—¿Mayores?
—¿Te acuerdas de Brittney? ¿La chica que murió en la gran pelea en la central nuclear? ¿Enterrada ahí mismo? —Lana señaló con el cigarrillo—. Pues algunos chavales me han dicho que la han visto pasearse.
Mary iba a hablar, pero la boca torpe se le había secado.
—Y locuras aún mayores… —añadió Lana.
Mary sintió un escalofrío helado en su interior.
—¿Brittney? —repitió Mary.
—Parece que los muertos no se quedan muertos —comentó Lana.
—Lana… ¿qué sabes? —le preguntó Mary.
—¿Yo? ¿Qué sé? No soy la que tiene un hermano en el Consejo.
—¿John? —Mary estaba sorprendida—. ¿De qué me hablas?
Se oyó un gemido fuerte de dolor procedente del sótano. Lana no reaccionó. Pero detectó la expresión preocupada de Mary.
—Vivirá.
—¿Qué insinúas, Lana? ¿Me estás… esto… diciendo algo?
—Un chico me ha dicho que Astrid le pidió que hiciera correr la voz de que Orsay solo dice gilipolleces. Y va el mismo chico y me dice, dos horas después, que Howard le ha pedido que haga correr la voz de que cualquiera que vea cualquier locura dice gilipolleces. Así que el chaval le pregunta a Howard: «¿Qué son “locuras”?». Porque todo es una locura en la ERA.
Mary se preguntaba si debía reírse. Pero no podía. El corazón le latía con fuerza y le retumbaba la cabeza.
—Mientras, adivina qué hizo Sam hace un par de días. Vino a Clifftop a preguntarme si me había llamado por teléfono la gayáfaga.
Mary se quedó muy quieta. Deseaba desesperadamente que Lana le explicara qué quería decir con lo de Orsay. «Céntrate, Mary», se dijo a sí misma.
Lana continuó al cabo de un instante.
—Mira, en realidad lo que Sam quería era saber si está muerta. La gayáfaga. Si ha desaparecido de verdad. ¿Y adivina qué?
—No lo sé, Lana.
—Pues no. ¿Sabes? No ha desaparecido. No está muerta. —Lana respiró hondo y miró la sangre seca en sus manos como si se fijara por primera vez. Se quitó un poquito con una uña.
—No lo entiendo.
—Ni yo —replicó Lana—. Estaba allí conmigo. En mi mente. Sentía cómo… me utilizaba. —Lana parecía avergonzada, incómoda. Y de repente se le iluminó la mirada, furiosa—. Pregunta a tu hermano, él está con todos ellos. Con Sam, Astrid y Albert. Y al mismo tiempo va Sam y pregunta si la gayáfaga sigue tan encantadora como siempre, y los chavales del Consejo piden a otros chavales que vayan por ahí metiéndose con Orsay y asegurándose de que nadie piense que algo va mal.
—John nunca me mentiría —afirmó Mary, pero con tan poca convicción que incluso ella misma lo notó en su voz.
—Ajá. Algo va mal. Algo va muy, muy mal —afirmó Lana—. ¿Y ahora? La ciudad está medio quemada y Caine roba una barca y sale al mar. ¿Eso qué te indica?
Mary suspiró.
—Estoy demasiado cansada para jugar a las adivinanzas, Lana.
Lana se puso en pie y apagó el cigarrillo.
—Solo recuerda que a alguna gente le va bien en la ERA. ¿Alguna vez has pensado qué pasaría si mañana cayeran las paredes? Eso sería una buena noticia para ti. Sería bueno para la mayoría de la gente. Pero ¿sería bueno para Sam, Astrid y Albert? Ellos son los peces gordos. En el mundo de antes no eran más que chavales.
Lana esperó, observando atentamente a Mary, como si esperara que dijera algo o reaccionara. O lo negara. O algo.
Pero lo único que Mary consiguió decir fue:
—John está en el Consejo.
—Exacto. Así que… igual deberías preguntarle qué está pasando de verdad. Porque lo que es yo, no tengo ni idea.
Mary no sabía qué replicar a eso.
Lana se levantó y se dirigió otra vez hacia el infierno del sótano. Pero se volvió a medio camino y añadió:
—Ah, y casi me olvido de otra cosa: ¿el chaval ese? Ha dicho que Brittney no era la única persona oficialmente muerta que se paseaba por el incendio.
Mary esperó. Trató de no mostrar nada, pero Lana ya lo había descubierto en su mirada.
—Ah, tú también lo has visto —comentó Lana.
La chica asintió una vez y bajó las escaleras.
La Oscuridad. Mary solo había oído hablar de ella. Como si fuera el coco. Lana decía que la había utilizado.
¿Acaso Lana no lo veía? ¿O es que sencillamente se negaba a verlo? Si fuera verdad que, de alguna manera, Brittney estaba viva, que Drake también estaba vivo, entonces Mary ya veía cómo había utilizado la gayáfaga el poder de Lana.