TRES

63 HORAS, 31 MINUTOS

EL LÁTIGO CAYÓ.

Estaba hecho de carne, pero en su pesadilla era una serpiente, una pitón que se contorsionaba y le cortaba la carne de brazos, espalda y pecho.

El dolor era demasiado terrible para soportarlo. Pero tenía que hacerlo.

Le suplicó que lo matara. Sam Temple suplicó morir. Suplicó al psicópata que lo matara, que le concediera el único alivio posible.

Pero no murió. Aguantó.

Dolor. Una palabra demasiado pequeña. Dolor y humillación horrible.

Y el látigo no dejaba de caer, una y otra vez, y Drake Merwin se reía.

Sam se despertó. Las sábanas estaban revueltas y empapadas de sudor.

La pesadilla no le abandonaba. Aunque Drake estuviera muerto y enterrado bajo una montaña de piedras, controlaba a Sam con su mano de látigo.

—¿Estás bien?

Era Astrid. Casi invisible en la oscuridad. La debilísima luz de las estrellas apenas se filtraba a través de la ventana y la enmarcaba en el umbral de la puerta donde se encontraba.

Pero él conocía muy bien su aspecto. Era hermosa. Tenía ojos azules inteligentes y compasivos. El pelo rubio ralo y desgreñado: también se acababa de levantar de la cama.

Sam se la imaginaba con suma facilidad. Con más detalle que en la vida real. Se la imaginaba cuando yacía solo en su cama. Demasiado a menudo y durante demasiado rato. Demasiadas noches.

—Estoy bien —mintió Sam.

—Tenías una pesadilla. —No era una pregunta.

Astrid entró. Sam oyó el roce de su camisón. Sintió su calor cuando se sentó en el borde de la cama.

—¿Otra vez? —preguntó la chica.

—Sí. Ya se está volviendo aburrido —bromeó Sam—. Ya sé cómo termina.

—Termina contigo sano y salvo —añadió Astrid.

Sam no dijo nada. Así terminó: había sobrevivido. Sí, estaba vivo. Pero ¿sano y salvo?

—Vuélvete a dormir, Astrid —le pidió.

Astrid fue a tocarlo y buscó un poco a tientas, incapaz de encontrar su cara. Pero entonces sus dedos rozaron la mejilla del chico. Él se apartó. No quería que notara que estaba húmeda. Pero ella no le dejaba apartar la mano.

—No —susurró Sam—. Así se vuelve más duro…

—¿Me tomas el pelo?

Sam se rio. La tensión se rompió.

—Bueno, no a propósito…

—No es que no quiera, Sam —Astrid se inclinó y lo besó en la boca.

Él la apartó.

—Intentas distraerme. Que piense en otra cosa.

—¿Y funciona?

—Sí, yo diría que mucho, Astrid.

—Pues es hora de irme. —La chica se puso en pie y Sam oyó que se apartaba.

Sam se levantó de la cama y sus pies tocaron el suelo frío.

—Tengo que hacer una ronda.

Astrid se detuvo en la puerta.

—Sam, te he oído entrar hace dos horas. Casi no has dormido. Y amanecerá dentro de un par de horas más. La ciudad sobrevivirá ese rato sin ti. Los chicos de Edilio están de guardia.

Sam se puso unos tejanos y se subió la cremallera. Pensó en contarle lo de Orsay, lo de aquella última locura. Pero ya tendría tiempo de hacerlo más adelante. No había prisa.

—Hay cosas que los chicos de Edilio no pueden manejar —insistió Sam.

—¿A Zil? —La calidez en la voz de Astrid se estaba agotando rápidamente—. Sam, desprecio a Zil tanto como tú. Pero aún no puedes encargarte de él. Necesitamos un sistema. Básicamente, Zil es un criminal, y necesitamos un sistema.

—Es un chungo y un gamberro, y, hasta que se te ocurra ese gran sistema, alguien tiene que vigilarlo —replicó Sam. Pero antes de que Astrid pudiera reaccionar enfadada ante su tono de voz, añadió—: Perdóname. No quería tomarla contigo.

Astrid volvió a entrar en la habitación. Sam esperaba que fuera porque le atraía demasiado como para marcharse, pero no era por eso. Apenas la veía, pero oía y notaba que estaba muy cerca.

—Sam, escúchame. Ya no recae todo sobre tus espaldas.

—¿Sabes?, me parece recordar una época en la que estabas totalmente a favor de que me hiciera responsable —replicó otra vez Sam, y se metió una camiseta por la cabeza. Estaba rígida por la sal y olía a marea baja. Eso era lo que pasaba cuando lavabas la ropa con agua salada.

—Es verdad. Eres un héroe. Sin duda eres el mayor héroe que tenemos. Pero, Sam, vamos a necesitar más a largo plazo. Necesitamos leyes y necesitamos gente que haga que se cumplan. No necesitamos… —Se detuvo justo a tiempo.

Sam puso mala cara.

—¿Un jefe? Oye, pues resulta difícil adaptarse tan rápido. Estaba yo solo, concentrado en mis cosas, y entonces llegó la ERA y de repente todo el mundo me decía que me encargara de todo, y ahora lo único que quieres es que me aparte.

Volvió a recordar las palabras de Orsay, procedentes de los recovecos de su memoria borrosa y adormilada. «El auténtico héroe sabe cuándo debe apartarse». Aunque puede que fuera Astrid quien le dijera eso.

—Quiero que vuelvas a la cama, eso es todo —insistió Astrid.

—Sé cómo puedes hacer que vuelva a la cama —le provocó el chico.

Astrid lo apartó un poco, juguetona, poniéndole la palma de la mano sobre el pecho.

—Buen intento.

—La verdad es que igualmente no me puedo volver a dormir. Más vale que dé otro paseo.

—Vale, pero intenta no matar a nadie —le pidió Astrid.

Se lo dijo en broma, pero a Sam le preocupó. ¿Eso era lo que pensaba de él? No, no, no era más que una broma.

—Te quiero —dijo él al dirigirse hacia las escaleras.

—Yo también —añadió ella.

Dekka nunca recordaba los sueños. Estaba segura de que soñaba porque a veces se despertaba con una sombra en la mente. Pero nunca recordaba bien los detalles. Debía de tener sueños o pesadillas, pues dicen que todos sueñan, incluso los perros, pero lo único que Dekka retenía era una sensación de aprensión.

Todos sus sueños —y pesadillas— estaban en el mundo real.

Los padres de Dekka la mandaron a estudiar fuera, a Coates Academy, un internado para chicos problemáticos. En el caso de Dekka, el «problema» no fue los escasos incidentes en los que se había visto involucrada por mal comportamiento. Ni alguna que otra pelea, pues Dekka tenía la costumbre de defender a chicas que no tenían quien las defendiera, lo que a veces derivaba en un enfrentamiento. Nueve de cada diez veces las peleas no llegaban a nada. Dekka era grande, fuerte y no tenía miedo, así que los matones encontraban excusas para retirarse al percatarse de que Dekka no lo haría. Pero en media docena de ocasiones, habían llegado a pegarse.

Dekka ganó en algunos casos y perdió en otros.

Pero las peleas no fueron el problema para sus padres. Los padres de Dekka le habían enseñado a defenderse. El problema fue un beso. Un profesor la vio besar a una chica y llamó a sus padres. Ni siquiera fue en el colegio. Fue en el aparcamiento fuera de un restaurante Claim Jumper.

Dekka recordaba cada detalle de aquel beso. Fue el primero. La asustó como nada la había asustado antes. Y más adelante, cuando recuperó el aliento, la excitó como nada la había excitado antes.

Sus padres se molestaron. Y eso por no decir algo peor. Sobre todo cuando Dekka mencionó la palabra «lesbiana» por primera vez. Su padre se negaba a tener una hija lesbiana. Y fue mucho más burdo aún. La abofeteó, fuerte, dos veces. Su madre se quedó ahí, vacilando, sin hacer nada, sin decir nada.

Así que la mandaron a Coates con otros estudiantes, que iban desde chavales decentes cuyos padres querían librarse de ellos hasta el brillante y manipulador matón llamado Caine y su horrible secuaz, Drake.

Sus padres se imaginaban que la someterían a una disciplina constante. A fin de cuentas, Coates tenía fama de arreglar a los chavales estropeados. Y parte de Dekka deseaba que la «arreglaran» porque así su vida sería mucho más fácil. Pero no había elegido ser quien era, como tampoco había elegido ser negra. No había «arreglo» para ella.

Pero en Coates Dekka conoció a Brianna. Y la idea de cambiar, de volverse «normal», se evaporó.

Se enamoró de Brianna a primera vista. Aun entonces, mucho antes de que Brianna se convirtiera en «la Brisa», tenía una chulería y un estilo que a Dekka le resultaban irresistibles. Nunca se lo había dicho a Brianna. Y probablemente nunca lo haría.

Mientras que Dekka era pesimista e introvertida, Brianna era escandalosa, desenvuelta e imprudente. Dekka buscó alguna prueba de que Brianna también pudiera ser lesbiana. Pero, siendo sincera, Dekka tuvo que admitir que no lo era.

Pero el amor no era racional. El amor no tenía que tener sentido. Ni tampoco la esperanza. Así que Dekka se aferraba a su amor y a su esperanza.

¿Acaso soñaba con Brianna? Pues no lo sabía. Y probablemente no quería saberlo.

Se levantó de la cama y se puso en pie. Estaba oscurísimo. Se acercó a tientas hasta la ventana y apartó las persianas. Aún quedaba, por lo menos, una hora para el amanecer. No tenía reloj. ¿Para qué?

Miró hacia la playa. Apenas veía la arena y la fosforescencia débil del borde del agua.

Dekka cogió el libro que estaba leyendo, La costa desconocida. Formaba parte de una serie de libros sobre el mar que había encontrado en la casa. Era una elección inusual, pero le resultaba extrañamente tranquilizador habitar un mundo muy distinto durante un rato cada día.

Se lo llevó al piso de abajo hasta la única luz de la casa. La luz era una bolita que flotaba en el aire de su sala de estar. Un sol de Sammy, como la llamaban los niños. Sam la había hecho para ella, empleando el extraño poder que tenía. Iluminaba día y noche. No era caliente al tacto, no tenía alambre ni ninguna otra fuente de energía. Sencillamente iluminaba como una bombilla ingrávida. Era magia. Pero la magia ya era algo habitual en la ERA. Dekka también tenía la suya.

La chica rebuscó en el aparador y encontró una alcachofa fría hervida. Tenían que comer muchas alcachofas en la ERA. No era precisamente como comer beicon y huevos y patatas doradas con cebolla, pero sí mucho mejor que la alternativa: morirse de hambre. El suministro de comida en la ERA —la mordazmente denominada Espacio Radioactivo Adolescente— era escaso, generalmente desagradable y, en ocasiones, te ponía literalmente enfermo, pero Dekka había pasado hambre durante tanto tiempo en los meses pasados, que una alcachofa para desayunar ya le parecía bien.

En cualquier caso, había perdido algo de peso, y le parecía que eso debía de ser bueno.

Sintió más que oyó una ráfaga de aire. La puerta se abrió de golpe, y oyó un ruido al tiempo que llegó Brianna, y se paró temblando en mitad de la habitación.

—¡Jack está echando un pulmón! ¡Necesito un medicamento para la tos!

—¡Hola, Brianna! —dijo Dekka—. Oye, que estamos en mitad de la noche.

—Me da igual. Bonito pijama, por cierto. ¿De dónde lo has sacado, de la tienda para camioneros juveniles?

—Es cómodo —replicó Dekka suavemente.

—Ya. Cabes tú y doce amigos tuyos dentro. Al contrario que yo, tú tienes curvas… tendrías que estar orgullosa, solo te digo eso.

—¿Jack está enfermo? —le recordó Dekka, ocultando una sonrisa.

—Ah, sí. Tose. Le duele y se queja de todo.

Dekka reprimió los celos que sentía porque Brianna se preocupara por un chico enfermo. Y encima por Jack el del ordenador. Jack el del ordenador era un genio tecnológico, quien, por lo que Dekka sabía, carecía absolutamente de moralidad. Si le ponías un teclado delante hacía lo que te diera la gana.

—Suena a que tiene gripe —opinó Dekka.

—Pues vale —dijo Brianna—. No he dicho que tuviera ántrax ni la peste negra ni nada parecido. Pero es que no lo pillas: si Jack tose, se dobla en dos, ¿vale? Y entonces da una patada o le da un golpe a la cama, ¿vale?

—Ah… —Para su desgracia, Jack había desarrollado un poder mutante. Tenía la fuerza de diez hombres adultos.

—¡Me ha roto la cama!

—¿Está en tu cama?

—No quería destrozar ninguno de sus malditos ordenadores en su maldita casa. Así que ha venido a la mía. Y ahora me la destroza. Mira, este es mi plan: te vienes, ¿vale? Y lo haces levitar, ¿vale? Si está en el aire, no puede hacer ningún daño.

Dekka miró detenidamente a Brianna.

—Estás como una cabra, ya lo sabes, ¿no? Si algo nos sobra son casas. Mételo en algún sitio vacío.

—¿Eh? —Brianna se quedó un poco tristona—. Ah, ya…

—A no ser que quieras que vaya contigo y te haga compañía —añadió Dekka. Detestaba el tono esperanzado de su propia voz.

—Noo, eso ya irá bien. Vuélvete a la cama.

—¿Quieres ir a buscar el medicamento para la tos arriba?

Brianna sostuvo en lo alto media botella de un líquido rojo.

—Ya lo he hecho. Mientras hablabas. Decías algo. Gracias.

—Vale. —Dekka no pudo ocultar del todo su decepción porque Brianna hubiera rechazado su propuesta de ayudarla. Pero Brianna tampoco se dio cuenta—. La gripe suele desaparecer al cabo de una semana o así. Si no es de las que duran veinticuatro horas. Sea como sea, Jack no se morirá de eso.

—Ya… vale. Hasta luego —dijo Brianna. Y desapareció. La puerta se cerró de golpe.

—Claro que a veces la gripe puede ser fatal —comentó Dekka al vacío—. La esperanza es lo último que se pierde.