VEINTIOCHO

13 HORAS, 12 MINUTOS

LA LANCHA SE alejaba resoplando de Perdido Beach.

Ahora solo quedaban siete: Caine, Diana, Penny, Tyrell, Jasmine, Bug y Paint, cuyo apodo significaba «pintura» y se debía a que olisqueaba pintura de un calcetín. Siempre tenía la boca del color de la pintura que se hubiera encontrado por última vez. Caine se fijó en que en ese momento estaba roja. Como si Paint se hubiera vuelto vampiro.

De los siete, solo dos tenían poderes útiles: Penny y Bug. Diana aún tenía la habilidad de medir poderes con precisión, pero eso ¿para qué servía?

Los otros tres estaban allí porque tuvieron la suerte de no encontrarse en la Zodiac. Aunque igual fue mala suerte: la gente de Sam debía de estar alimentando a los que se habían caído en el puerto deportivo.

—¿Dónde vamos, tío? —preguntó Paint como por décima vez desde que salieron.

—A la isla de Bug —explicó Caine. Se sentía paciente. Había llegado hasta allí, había demostrado que aún podía hacer daño a Sam, que aún podía ejecutar un plan. Aunque estaba débil, había logrado trasladarse junto con sus seguidores desde Coates pasando por el corazón mismo del territorio enemigo.

El motor resoplaba de un modo tranquilizador. La caña del timón vibraba en la mano de Caine. Le recordaba al mundo antiguo repleto de máquinas y aparatos electrónicos y comida.

El bote iba atestado. No era una gran embarcación, sino una lancha baja, de poco calado y de fondo plano, chata. De fibra de vidrio blanca sucia. O quizás de aluminio. A Caine no le importaba.

Había tres chalecos salvavidas en la barca, solo tres. Tyrell, Bug y Penny los llevaban puestos, atados con mayor o menor eficacia. Era un bote salvavidas repleto de refugiados hambrientos.

Diana no se había puesto el chaleco. Caine sabía por qué. Ya no le importaba vivir. Llevaba horas sin hablar.

Era como si Diana se hubiera acabado rindiendo. Caine ya podía mirarla sin tener que fingir que no lo hacía. Ya no iba a replicarle con algún comentario malvado y divertido al mismo tiempo.

Eran los restos de Diana. Era lo que quedaba si le quitabas la belleza, el ingenio y la dureza. Un esqueleto de pelo reseco, tembloroso, huraño y cetrino.

—Veo más de una isla —comentó Penny.

—Sí —dijo Caine.

—¿Cuál es?

No era el momento de reconocer que no lo sabía. Ni el de reconocer que si se equivocaban y se bajaban en otra isla, probablemente morirían en ella. Ninguno de ellos tenía fuerzas suficientes para ir saltando de isla en isla.

—¿Hay comida allí? —preguntó Tyrell, esperanzado.

—Sí —contestó Caine.

—Es de esa gente rica, de esos actores —explicó Bug. Su voz iba acompañada de la débil sombra de un chico sentado en la proa.

—¿Y hay gasolina suficiente para llegar hasta allí? —preguntó Tyrell.

—Supongo que ya lo averiguaremos —respondió Caine.

—¿Y si se acaba? —preguntó Paint—. Quiero decir, ¿qué hacemos si se acaba la gasolina?

Caine ya se había cansado de hacer de líder seguro de sí mismo.

—Iremos flotando sin poder hacer nada y moriremos aquí en el profundo mar azul —replicó.

Eso los hizo callar a todos. Todos sabían lo que ocurriría antes de que se dejaran morir de hambre en el mar, sin escapatoria posible.

—Lo has visto —le dijo Diana a Caine. Ni siquiera tenía energía suficiente para mirarlo.

Podía mentirle, pero ¿para qué?

—Sí —respondió Caine—. Lo he visto.

—No está muerto… —dijo Diana.

—Parece que no.

Le desagradaba profundamente la idea de que Drake pudiera estar vivo. No solo porque Drake culparía a Caine de su muerte. No solo porque Drake nunca lo perdonaría, nunca lo olvidaría, nunca se detendría.

Caine detestaba la idea de un Drake vivo porque realmente esperaba que al menos esa muerte fuera real. Podía afrontar morir, si era necesario. Pero no podía afrontar morir y volver a vivir.

Jasmine se levantó, temblando.

Caine la miró con indiferencia, pero esperando que no hiciera volcar la lancha.

Sin mediar palabra, Jasmine se echó al agua y salpicó al caer.

—Eh… —dijo Diana lánguidamente.

Caine mantuvo la mano en la caña del timón. Jasmine no salía. El agua agitada dibujó una marca como de blonda blanca en el punto donde la chica se hundió encantada en las profundidades.

Caine pensó, apático, que ahora eran seis.

Hank estaba muerto.

Antoine había desaparecido, se había perdido entre toda aquella locura, y puede que también estuviera muerto, porque su herida era muy grave.

Zil estaba sentado y temblaba. Estaba en casa, en su maldito complejo, con la estúpida de su noviecita, Lisa, mirándolo como una vaca, y con el estúpido de Turk murmurando en una esquina, intentando inventarse alguna explicación según la cual todo lo que estaba pasando era en realidad algo bueno.

Zil estaba seguro de que Sam iría a por él. Sam iría tras él. Los raros triunfarían. Si había conseguido cargarse a Hank y puede que a Antoine también, ay, Dios mío, entonces solo era cuestión de tiempo.

Si hubiera sido Zil quien disparara, Caine lo habría arrojado al agua. Caine se lo habría cargado tan fácilmente como se había cargado a Hank. ¡A él, al Líder!

Ese no era el plan. Se suponía que Zil iba a aprovechar la confusión del incendio para reunir a tantos normales como pudiera y apoderarse del ayuntamiento. Hacer prisionera a Astrid, cogerla de rehén para que Sam no…

Un plan estúpido, el plan de Caine. ¿Cómo iba a conseguir reunir a los chavales con todo aquel caos? Entre todo el humo y el pánico y la confusión, con Sam disparando a Antoine y luego a Hank.

Qué estupidez, qué estupidez, qué estupidez.

Y luego, atacar a Caine para hacerle quedar bien. Qué estupidez, también. No podía enfrentarse directamente a los raros.

Zil aún veía la mirada de Hank cuando salió disparado por los aires. El grito que salió de su garganta cuando descendió a toda velocidad. El tiempo que parecía haberse expandido mientras esperaban que Hank saliera, sabiendo que no lo haría. Sabiendo que no había manera de sobrevivir a esa caída.

Lance dijo que era como saltar desde un edificio hasta un cuenco de esos de cereales lleno de agua. Hank estaba sumergido en el barro submarino. Y podría haber sido Zil. Podría haber sido él quien acabara con la cabeza enterrada en el barro húmedo, puede que aún vivo, pero solo durante el tiempo suficiente para intentar tomar aliento y…

—Lo bueno es que ahora los chavales nos creerán del todo —estaba diciendo Turk mientras se mordía las uñas.

—¿Qué? —replicó Zil.

—Ahora que Caine se ha cargado a Hank —le explicó Turk—. Quiero decir, que nadie se va a creer que teníamos un trato con Caine.

Zil asintió, ausente.

—Es verdad —intervino Lance. No llegó a sonreír, pero casi.

Y durante un segundo Zil vio algo distinto en Lance. Algo que no cuadraba con su cara bonita y su actitud guay.

—Igual deberíamos pararlo y ya.

Era Lisa. Zil estaba sorprendido de oír el sonido de su voz. Normalmente no decía nada. Se pasaba la mayor parte del tiempo ahí sentada como un peso muerto. Como una vaca estúpida. La mayor parte del tiempo Zil la odiaba, y ahora la odiaba un montón, porque ella veía la verdad… Que Zil había perdido.

—¿Parar el qué? —preguntó Lance. Estaba claro que tampoco le gustaba Lisa. Zil estaba seguro de una cosa: Lisa no era lo bastante guapa como para que Lance se interesara por ella. No, sencillamente era lo mejor que Zil podía conseguir. Al menos por ahora.

—Quiero decir… —empezó Lisa, pero terminó encogiéndose de hombros y volvió a quedarse callada.

—Lo que tenemos que hacer —continuó Turk— es seguir diciendo a la gente que todo ha sido obra de Caine. Seguir diciendo a la gente que Caine ha quemado la ciudad.

—Sí —dijo Zil, pero sin convicción. Dejó caer la cabeza y miró hacia el suelo, hacia la alfombra sucia y raída—. Los raros…

—Eso —afirmó Turk.

—Han sido los raros —insistió Lance—. Quiero decir, que sí. ¿Quién no has empujado a esto? Caine.

—Exacto —dijo Turk.

—Necesitamos a unos cuantos más, eso es todo —resumió Lance—. Quiero decir, que Antoine era básicamente un drogata estúpido. Pero Hank…

Zil levantó la cabeza. Quizás aún había esperanza. Y asintió mirando a Lance.

—Sí. Eso es. Necesitamos más chavales.

—Si los chavales saben que intentamos parar a Caine, conseguiremos muchos más —sugirió Turk.

Lance sonrió débilmente.

—Hemos intentado parar a Caine quemando la ciudad.

—Hank ha muerto al intentarlo —repuso Zil.

Ya lo había dicho. Y sabía que Turk ya empezaba a creérselo. De hecho, él mismo también empezaba a creérselo.

—Lance, los chavales te escucharán. Turk y tú, vosotros dos, y tú también, Lisa. Salid. Haced correr la voz.

Nadie se movió.

—Tenéis que hacer lo que os digo. —Zil intentaba mostrarse fuerte, como si no se lo estuviera pidiendo—. Soy el Líder.

—Sí —le concedió Turk—. Solo que… quiero decir, que puede que los chavales no nos crean.

—¿Tenéis miedo? —les preguntó Zil.

—Yo no —respondió Lisa—. Lo haré. Iré por ahí contando la verdad a nuestros amigos.

Zil la miró con desconfianza. ¿Por qué se mostraba valiente tan de repente?

—Guay, Lisa —le dijo—. Quiero decir, que eso sería heroico.

Lance suspiró.

—Supongo que si ella puede hacerlo, yo también.

Solo Turk se mantuvo sentado, mirando de reojo a Zil.

—Mejor que alguien se quede aquí para protegerte, Líder.

Zil se rio amargamente.

—Ya, si viene Sam seguro que tú lo pararás, Turk.

—Es la tribulación —afirmó Nerezza.

Orsay no dijo nada. Había oído esa palabra antes. ¿La había llegado a utilizar ella misma?

Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Nerezza se explicó:

—Tribulación. Una época problemática. Cuando la gente busca un profeta para que les diga qué hacer. Profetizaste que todo esto ocurriría.

—¿Eso hice? No me acuerdo. —Su memoria era como un desván abarrotado de juguetes rotos y muebles estropeados. Cada vez le costaba más saber dónde estaba. O en qué momento. Y había dejado de preguntarse el porqué.

Se encontraban en el límite de la zona quemada, en plena Sheridan. La destrucción resultaba terrible y espeluznante a la luz de la mañana. Seguía saliendo humo de una docena de casas o más. Aún se veían llamaradas por aquí y por allá, asomándose por las ventanas carbonizadas.

Algunas casas permanecían intactas, rodeadas de devastación, como si se hubieran salvado por intervención divina. Otras solo estaban medio quemadas. Y varias destruidas, pero los exteriores parecían casi intactos, sin contar las manchas de hollín en torno a las ventanas ennegrecidas.

A una casa cercana solo le faltaba el tejado, quemado y caído. El revestimiento pintado de un verde alegre apenas estaba manchado de hollín, pero la parte superior de la casa había desaparecido, y de ahí solo asomaban unos pocos postes ennegrecidos apuntando hacia el cielo. Mirando hacia las ventanas Orsay veía lo que quedaba de las tejas y vigas, revuelto y negro. Como si alguien hubiera arrancado el tejado y usado la casa de cubo de la basura para arrojar las cenizas.

Al otro lado de la calle se veía un tipo distinto de devastación. Parecía como si un tornado hubiera atravesado y empujado las casas de una calle entera, arrancándolas de sus cimientos.

—No sé qué hacer —se lamentó Orsay—. ¿Cómo voy a decírselo a los demás?

—Es un castigo divino —afirmó Nerezza—. Ya lo ves. Todo el mundo lo ve. Es un castigo divino. Una tribulación enviada para recordar a la gente que no lo está haciendo bien.

—Pero…

—¿Qué te han dicho los sueños, profetisa?

Orsay sabía lo que le habían dicho sus sueños. Los sueños de todos los de fuera, de todos aquellos que veían a una chica llamada Orsay paseándose por sus mentes dormidas. La chica que daba mensajes a sus hijos y a cambio mostraba a los padres unas visiones extraordinarias de la vida en la ERA. Visiones de sus hijos atrapados y ardiendo.

Atrapados y muriendo.

Sí, los sueños de todas esas buenas personas eran angustiosos, al saber lo que estaba ocurriendo dentro. Y estaban muy frustrados, porque sabían —esas buenas personas, esos adultos, esos padres— que sí había una salida para sus hijos aterrorizados.

Los sueños se lo habían mostrado. Le habían mostrado que Francis salió sano y salvo después de hacer puf, y fue recibido con lágrimas de gratitud por sus padres.

Eso alegró a Orsay. Hacer puf al llegar a los quince años te liberaba de la ERA. Ella misma estaba deseando hacerlo. Escapar, cuando llegara la hora.

Pero últimamente veía imágenes distintas. Imágenes que no le llegaban cuando estaba en la pared de la ERA, ni siquiera cuando estaba dormida. No eran exactamente sueños. Eran visiones. Revelaciones. Se le metían tras otros pensamientos. Como unos ladrones que se colaran en su cerebro.

Le parecía que ya no controlaba lo que ocurría dentro de su cabeza. Como si hubiera dejado una puerta abierta y ya no pudiera retener el aluvión de sueños, visiones e imágenes mentales vagas y terribles.

Esas nuevas visiones le mostraban no solo a los que habían escapado de la ERA al alcanzar la edad mágica. Esas nuevas imágenes eran de niños que habían muerto. Y que, no obstante, ahora abrazaban fuerte a sus madres en el exterior.

Había visto imágenes de los fallecidos la noche anterior durante el fuego. El dolor seguido de la muerte, seguido de la huida hacia los brazos amorosos de sus padres.

Incluso de Hank. Del padre de Hank, que no estaba allí, esperando en la Cúpula, sino que se lo notificó la Patrulla de Carretera de California. Lo llamaron por teléfono. Lo encontraron en la bolera de Irvine donde estaba bebiendo cerveza de barril y flirteando con la camarera. Tuvo que taparse un oído para poder oír por encima del ruido de las bolas rodantes y los bolos que chocaban.

—¿Qué?

—Su hijo, Hank, ¡ha salido! —le explicó la policía.

Orsay vio las imágenes, supo lo que significaban y se sintió fatal al saberlo.

—¿Qué te dicen los sueños, profetisa? —la presionó Nerezza.

Pero Orsay no podía decírselo. No podía decirle que la muerte en sí, no solo el puf, no solo el gran salto, era el modo de huir.

Ay, Dios mío. Si se lo decía a la gente…

—Dímelo —le insistió Nerezza—. Sé que tus poderes están aumentando. Sé que ves más que nunca.

El rostro de Nerezza estaba próximo al de Orsay. Los brazos de las chicas chocaban. Nerezza presionaba a Orsay con todas sus fuerzas. Orsay sentía esa fuerza, esa necesidad, esa hambre, empujándola.

—Nada… —susurró Orsay.

Nerezza se apartó, y esbozó una mueca durante un instante, como un animal. Fulminó a Orsay con la mirada hasta que se esforzó por suavizar la expresión.

—Tú eres la profetisa, Orsay —le dijo.

—No me encuentro bien —se quejó Orsay—. Quiero irme a casa.

—Los sueños no te dejan dormir bien, ¿verdad? Sí, deberías volver a la cama…

—No quiero soñar nunca más —se lamentó Orsay.