13 HORAS, 32 MINUTOS
—LEVÁNTATE —SUSURRÓ PEACE, sacudiendo el hombro de Sanjit.
Hacía tiempo que Sanjit estaba acostumbrado a que lo despertaran a horas extrañas. Pero lo de ser el mayor de los niños de la familia Brattle-Chance hacía mucho que había perdido su encanto.
—¿Se trata de Bowie? —preguntó.
Peace meneó la cabeza.
—No. Creo que el mundo está en llamas.
Sanjit levantó una ceja escéptica.
—Eso parece un poco extremo, Peace.
—Ven, ya.
Sanjit gruñó y se bajó de la cama.
—¿Qué hora es?
—Casi por la mañana.
—La palabra clave es «casi» —protestó Sanjit—. ¿Sabes cuál es el mejor momento para levantarse? Por la mañana de verdad. Mucho mejor que «casi» por la mañana.
Pero la siguió por el pasillo hasta la habitación que compartía con Bowie y Pixie. La casa tenía veintidós dormitorios, pero solo Sanjit y Virtue habían decidido dormir solos.
Pixie estaba dormido. Bowie daba vueltas, sumido aún en la fiebre que no se le pasaba.
—La ventana… —susurró Peace.
Sanjit se dirigió a la ventana. Iba casi del techo al suelo, y ofrecía una vista impresionante durante el día. Se quedó ahí, mirando la ciudad lejana de Perdido Beach.
—Vete a buscar a Choo —pidió al cabo de un instante.
La niña volvió con Virtue, que estaba tremendamente quejoso, se frotaba los ojos y murmuraba.
—Mira —le indicó Sanjit.
Virtue se puso a mirar como lo había hecho Sanjit.
—Es un incendio.
—¿Te parece? —Sanjit meneó la cabeza, atemorizado—. La ciudad entera debe de estar en llamas.
Las llamas rojas y naranja formaban un punto luminoso en el horizonte. En la luz gris de antes de amanecer Sanjit vio una columna enorme de humo negro. La escala parecía ridícula. La luz brillante formaba un punto, pero el humo parecía alzarse varios kilómetros, como si fuera una chimenea retorcida.
—¿Así que ahí es donde se supone que tengo que llevar el helicóptero? —comentó Sanjit.
Virtue se fue y volvió al cabo de pocos instantes. Llevaba un telescopio pequeño. No muy potente. Lo habían utilizado a veces para intentar ver detalles de la ciudad o en la costa boscosa más cercana a la isla. Nunca se veía gran cosa. Y ahora tampoco, pero aun aumentándolo solo un poco, el fuego parecía aterrador.
Sanjit miró a Bowie, que gimoteaba en sueños.
—Qué mala pinta tiene eso —señaló Virtue.
—No es que el fuego pueda extenderse hasta aquí. —Sanjit intentó adoptar un tono despreocupado, sin conseguirlo.
Virtue no añadió nada. Se quedó mirando sin más. Y Sanjit se dio cuenta de que su hermano y amigo veía algo más que el fuego.
—¿Qué pasa, Choo?
Virtue suspiró, tan profundamente que casi parecía un sollozo.
—Nunca me has preguntado de dónde vine.
A Sanjit le sorprendió el giro en la conversación.
—África. Sé que vienes de África.
—África es un continente, no un país —lo corrigió Virtue dejando entrever su pedantería habitual—. Del Congo. De ahí vengo.
—Vale.
—Eso no te dice nada, ¿verdad?
Sanjit se encogió de hombros.
—¿Leones y jirafas y tal?
Virtue no se molestó siquiera en burlarse de él.
—Ha habido guerra allí, digamos desde siempre. La gente se mata entre sí. Violaciones. Torturas. Pasan cosas que no querrías ni saberlas, hermano.
—¿Ah, sí?
—No estaba en un orfanato cuando Jennifer y Todd me adoptaron. Tenía cuatro años. Estaba en un campamento de refugiados. Lo único que recuerdo es que siempre tenía hambre. Y que nadie cuidaba de mí.
—¿Dónde estaban tu mamá y tu papá de verdad?
Virtue tardó un buen rato en contestar, y el instinto advirtió a Sanjit que no debía insistirle.
Hasta que Virtue acabó diciendo:
—Vinieron y empezaron a quemar nuestro pueblo. No sé por qué. Yo no era más que un niño pequeño. Solo sé que mi madre —mi madre de verdad— me dijo que corriera y me escondiera en el arbusto.
—Vale…
—Me dijo que no saliera. Ni mirara. Me dijo: «Escóndete. Y cierra bien los ojos. Y tápate las orejas».
—Pero no lo hiciste…
—No… —susurró Virtue.
—¿Qué viste?
—Yo… —Virtue respiró hondo, estremeciéndose, y con una voz forzada, artificial, añadió—: ¿Sabes qué? No te lo puedo contar. No puedo describirlo con palabras. No quiero que esas palabras salgan de mi boca.
Sanjit lo miró fijamente. Se sentía como si mirara a un extraño. Virtue nunca le había hablado de su primera infancia. Sanjit se reprochó interiormente ser tan egocéntrico; nunca se lo había preguntado.
—Veo ese fuego y es que tiene muy mala pinta, Sanjit. Tiene toda la pinta de que está a punto de pasar otra vez.
Taylor se encontró a Edilio con Orc, Howard, Ellen y unos pocos más. Se estaban retirando de lo peor del incendio.
Se oían gritos de voces lastimeras procedentes de los pisos superiores de una casa que ardía como una cerilla. Taylor vio que Edilio apretaba las manos contra los oídos.
Taylor le agarró la mano y se la apartó.
—¡Hay chavales en esa casa!
—¿Ah, sí? —le espetó Edilio, muy agresivo—. ¿Tú crees?
Era tan impropio de Edilio que Taylor se quedó perpleja. Los otros la miraban como si fuera idiota. Todos oían los gritos.
—Yo puedo hacerlo —afirmó Taylor—. Puedo entrar y salir antes de que me alcance el fuego.
La mirada furiosa de Edilio se suavizó solo un poco.
—Eres una chica valiente, Taylor. Pero ¿qué vas a hacer? Puedes saltar, pero no puedes traerte a nadie.
Taylor miró la casa. Se encontraba a media manzana, pero ya a esa distancia emitía el calor propio de un horno industrial.
—Igual puedo… —balbució.
—Lo que está pasando allí no puedes pararlo. Y no querrás saltar hasta allí solo para verlo. Créeme —le advirtió Edilio—. No querrás verlo.
Los gritos no volvieron a oírse. Pocos minutos después, el tejado se hundió hacia dentro.
—El fuego se está extendiendo sin control. Deberíamos intentar hacer un cortafuegos —propuso Ellen.
—¿Un qué? —preguntó Edilio.
—Un cortafuegos. Es lo que hacen en los incendios forestales. Derriban los árboles que están en el camino del fuego. Así evitan que se desplace de árbol en árbol.
—¿Hablas de derribar casas? —preguntó Howard—. Hablas de que Orc derribe casas. Eso te va a costar…
—Cállate, Howard —le interrumpió Orc. No enfadado, sino decidido.
Howard se encogió de hombros.
—Vale, tiarrón, si te quieres poner en plan altruista…
—Lo que sea —dijo Orc.
Dekka se topó con Edilio. Chocó con él. Era evidente que el humo la tenía medio ciega.
—¡Dekka! —exclamó Edilio—. ¿Has visto a Sam?
Dekka intentó responderle, ahogándose, tosiendo, y al final meneó la cabeza.
—Vale. Ven con nosotros. El fuego sigue extendiéndose.
—¿Qué estás…? —logró preguntar la chica.
—Vamos a hacer un cortafuegos —explicó Edilio—. El fuego va saltando de casa en casa. Vamos a derribar algunas casas y a apartarlas.
—Llama a Jack también. —Dekka consiguió decir todas las palabras y reprimir un poco la tos convulsiva que vino a continuación.
—Buena idea —dijo Edilio—. ¿Taylor?
Taylor desapareció.
—Vamos, chicos. —Edilio intentó animar a su grupo enfermo y desanimado—. Puede que aún podamos salvar a buena parte de la ciudad.
El chico empezó a avanzar y los demás lo siguieron.
¿Dónde estaba Sam? Normalmente Sam sería el líder del grupo. Sería Sam quien daría órdenes.
¿Estaba bien Sam? ¿Había atrapado a Zil? ¿Había hecho lo que amenazaba con hacer? ¿Había matado a Zil?
Edilio aún oía los ecos de los gritos de la casa en llamas. Sabía que los oiría en sueños durante mucho tiempo. No sentiría mucha lástima por Zil si Sam había cumplido con su amenaza.
Pero, incluso ahora, Edilio no se hacía a la idea. Le parecía otro síntoma más de un mundo que se había vuelto loco.
Taylor saltó de vuelta cuando llegaron a Sheridan Avenue.
Había humo por todas partes. El fuego se estaba extendiendo por los patios traseros desde Sherman hasta el lado occidental de Sheridan.
—Jack está de camino. Brisa ha intentado levantarse pero ha dado como tres pasos y se ha doblado en dos.
—¿Está bien? —preguntó Dekka.
—La gripe y la supervelocidad no se llevan muy bien, me parece —señaló Taylor—. Pero sobrevivirá.
Edilio intentó averiguar por donde iban. El fuego rugía hacia el oeste. No había un viento normal, nunca lo había en la ERA, pero parecía como si el fuego creara su propio viento. Emanaba calor como un soplete. Sin duda el fuego seguiría a ese viento.
—Viene por aquí —señaló Ellen.
—Sí.
Los fuegos de Sherman recorrían las siluetas de la hilera de casas en el lado occidental de Sheridan.
De repente, de una espiral de humo surgió un niño que tiraba de otro mayor que iba tras él.
—Oye, hombrecito —le dijo Edilio—. Salte de ahí.
Entonces reconoció al niño. Era Justin. Mary le había pedido que echara un vistazo a Justin. Y a Roger. Roger estaba mal, no podía hablar ni abrir siquiera los ojos.
—No intentes hablar —le indicó Edilio—. Justin: ve a la plaza, ¿vale? Id los dos. Lana estará allí, probablemente. Ve con ella o con Dahra Baidoo, ¿vale? ¡Ahora! ¡Salid de aquí!
Los dos chavales cubiertos de hollín se marcharon, tosiendo, tambaleándose. Justin aún tiraba de Roger.
—No creo que podamos salvar las casas de ese lado —señaló Ellen—. Pero aquí la calle es bastante ancha. Y si logramos derribar las casas del este, y apartarlas, igual bastará.
Jack se acercó bajando por la calle, tan perplejo como cauto.
—Gracias por venir, Jack —dijo Edilio.
Jack miró mal a Taylor, que sonrió tontamente. Algo había ocurrido entre ellos, pero no era el momento de preocuparse por eso. Taylor había convencido a Jack, y eso era lo único que Edilio necesitaba saber.
—Vale —empezó Edilio—, vamos a derribar esa casa. Taylor, mira dentro. Dekka, creo que primero tendrás que debilitarla un poco. Luego Orc y Jack se pueden poner con ella.
Orc y Jack se repasaron mutuamente. Orc disfrutaba de su fuerza, a Jack casi le avergonzaba. Pero eso no significaba que estuviera dispuesto a que Orc le hiciera quedar mal.
—Tú pilla el lado izquierdo —indicó Orc.
Taylor volvió a saltar.
—No hay nadie en la casa. He mirado en todas las habitaciones.
Dekka alzó mucho las manos. Edilio se preguntaba si al estar enferma se habrían debilitado sus poderes. Pero los muebles del porche se alzaron, ingrávidos, y chocaron contra el alero del tejado. Una bicicleta que hacía tiempo que nadie utilizaba salió flotando por los aires.
La casa gruñó y crujió. La tierra y la basura se alzaron en una especie de lluvia inversa a cámara lenta.
Entonces, de repente, Dekka dejó caer las manos. Todo, la bicicleta, los muebles y la basura, se estampó contra la tierra. La casa se quejó estruendosamente. Una parte del tejado se vino abajo.
En ese momento, Orc y Jack intervinieron.
Orc atravesó con el puño una pared que casi hacía esquina. Enganchó el brazo y tiró de las vigas maestras. Le costó mucho, tuvo que presionar, pero de repente la esquina cedió. El revestimiento exterior se desprendió, unos postes de madera se resquebrajaron y sobresalieron como los huesos en una fractura múltiple. La esquina de la casa se combó.
Jack arrancó una farola de su base de cemento, se la entregó a Orc y luego agarró otra para él. En cuanto la casa quedó reducida a palos, bloques, tablas y tuberías rotas Dekka levantó el revoltijo entero del suelo.
A continuación vino una especie de danza torpe y peligrosa. Orc y Jack utilizaron las farolas largas para barrer los restos ingrávidos de la calle. Pero no era fácil, porque Dekka no dejaba de modificar la gravedad para que no salieran volando por el cielo, y Orc y Jack tenían que adaptarse a los niveles de gravedad variables por los que a veces las farolas casi no pesaban, y otras recuperaban totalmente su peso.
Acabaron barriendo la casa abollada y destrozada hasta los aparcamientos detrás de los edificios que daban a San Pablo y la plaza de la ciudad. Estaban aún terminando con la primera casa cuando el fuego saltó hasta la que les quedaba al oeste. Pero al menos ahora aún cabía la posibilidad de evitar que atravesara Sheridan.
Se pasaron toda la mañana trabajando. Cargaron y descargaron tres manzanas de Sheridan, derribando las casas que más peligraban. Edilio y Howard registraron cada casa, sacaron a los chavales apartándolos del peligro, y corrieron tras Dekka, Orc y Jack, pisoteando brasas que aterrizaban en el lado oriental de la calle y sofocando hierba en llamas con tapas de cubos de basura y palas.
Todo aquel ruido de romper, rasgar y estrépito repentino se sumó a los chasquidos, crujidos y zumbidos del fuego que iba devorando el lado occidental de la calle.
Eran los ruidos que hacía Perdido Beach al morir.