13 HORAS, 43 MINUTOS
EL HUMO ALTERABA el aspecto de las calles tal y como Sam las conocía. Se había dado la vuelta, pues no sabía dónde se encontraba ni qué dirección tomar. Se detuvo, oyó pasos que corrían tras él, y se dio la vuelta de golpe, alzando las manos con las palmas hacia fuera.
Pero los pasos se fueron en otra dirección.
Sam maldijo llevado por la frustración. La ciudad se estaba quemando y con el humo resultaba prácticamente imposible encontrar al enemigo.
Y tenía que hacerlo ahora, durante el fragor de la batalla, antes de que Astrid interviniera y lo obligara a quedarse sentado, impotente, esperando a que ella se inventara un sistema que nunca conseguirían poner en práctica.
Había llegado la noche. Era el momento de hacer lo que tendría que haber hecho un mes antes: acabar con Zil y su locura.
Pero primero tenía que encontrarlos.
Sam se obligó a pensar. ¿Qué estaba tramando Zil, además de lo evidente? ¿Por qué había decidido incendiar la ciudad? Parecía muy atrevido por su parte. Parecía una locura: Zil también vivía allí.
Pero los pensamientos de Sam se veían interrumpidos por la imagen recurrente de Drake en su cabeza. Estaba ahí fuera, en alguna parte. De algún modo había conseguido volver de entre los muertos.
Claro que no habían visto su cadáver, ¿verdad?
—Céntrate —se ordenó Sam a sí mismo. El problema en ese momento era que la ciudad se estaba quemando. Edilio estaría haciendo lo posible para salvar a cuantos pudiera. Lo que tenía que hacer Sam era detener el terror, ahora.
Pero ¿dónde estaba Zil?
¿Estaba con Drake?
¿Y si lo de que ambas cosas pasaran a la vez fuera coincidencia? No, Sam no creía en las coincidencias.
Una vez más, atisbó un movimiento a través de un velo de humo. Una vez más, Sam corrió hacia él. En aquella ocasión, la figura no desapareció.
—¡No…! —gritó una voz joven, que acto seguido se empezó a ahogar y se puso a toser. Un chaval que parecía tener unos seis años.
—Sal de aquí —le espetó Sam—. Vete a la playa…
El chico echó a correr, dudó y giró a la derecha. ¿Dónde estaba Drake? No, Zil… ¿Dónde estaba Zil? Zil era real.
Y de repente, Sam se encontró con el muro de la playa. Prácticamente se tropezó con él. Había mandado al chaval de seis años en la dirección equivocada. Pero ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto. Ese chaval no era el único que se había perdido aquella noche.
¿Dónde estaban Dekka, Brianna y Taylor? ¿Dónde estaban los soldados de Edilio?
¿Qué estaba pasando?
Sam vio a un grupo de chavales corriendo por la arena en dirección al puerto deportivo. Y durante un instante casi le pareció ver a Caine. Estaba alucinando. Se imaginaba cosas.
—¡Fuera los raros!
Pero eso Sam lo oyó con claridad. Le pareció que lo decían muy cerca de él. Pero puede que fuera un efecto acústico.
Sam intentó penetrar en la oscuridad y el humo, pero ya no veía nada, ni siquiera al Caine con quien había alucinado.
Y entonces… ¡PUM PUM PUM!
Una ráfaga de disparos.
Sam vio el fogonazo y echó a correr. Sus pies chocaron contra algo blando pero pesado. Salió disparado y aterrizó de cara. Se incorporó con la boca llena de arena. Notó un cuerpo, había alguien tendido.
Pero no tenía tiempo para eso.
Había llegado la hora de ver quién era quién y qué era cada cosa. Sam alzó las manos y una bola de luz fría y brillante se formó en el aire.
Bajo la media luz inquietante, Sam vio a una docena de los matones de Zil, medio armados.
Una muchedumbre huía corriendo de ellos.
Y otro grupo, menor, y que por extraño que resultara parecía de viejos chochos, iba chapoteando por las olas hacia el lejano puerto deportivo.
Zil y su pandilla supieron de inmediato quién era el responsable de la luz delatora. Solo podía ser…
—¡Sam!
—¡Es Sam!
—¡Corred!
—¡Disparadle, disparadle!
Tres ráfagas de disparos en rápida sucesión. ¡PUM, PUM, PUM!
Sam replicó lanzando lápices de luz verde abrasadora que arrasaban la arena. Y oyó un grito de dolor.
—¡No huyáis!
—¡Cobardes!
¡PUM, PUM!
Alguien empezó a disparar metódicamente la escopeta.
Sam sintió una punzada aguda en la carne del hombro y cayó a la arena, sin aire en los pulmones.
La gente pasaba corriendo. Sam se volvió boca arriba, y preparó las manos.
¡PUM!
Los perdigones alcanzaban la arena lo bastante cerca de Sam como para oírlos impactar.
Sam dio vueltas y más vueltas, apartándose.
¡PUM, PUM!
Entonces oyó un clic. Alguien que maldecía. Más pies corriendo, tropezando en la arena.
Sam se puso en pie de un salto, apuntó y disparó. La luz verde asesina produjo un grito de dolor o miedo, pero la figura cada vez más lejana no se detuvo.
Sam volvió a levantarse, esta vez más despacio. Tenía arena en la camisa, en la boca, en las orejas. En los ojos. Humo y arena y los ojos llorosos. No veía nada salvo borrones.
La luz le perjudicaba y lo convertía en un blanco fácil. Sam agitó la mano y el solecito se apagó. La playa volvió a oscurecerse, aunque un rastro débil de color gris perlaba el cielo sobre el océano.
Sam escupió intentando sacarse la arena de la boca. Y se frotó con delicadeza los ojos para sacudirse la arenilla.
¡Había alguien detrás de él!
El dolor fue como el fuego. Un latigazo que le atravesó la camisa y le perforó la carne.
Sam se volvió de golpe debido al impacto.
Era una figura oscura.
Se oyó el ruido sibilante de algo muy afilado y Sam, demasiado perplejo para moverse, sintió el latigazo en el hombro.
—Ah, hola, Sammy. Cuánto tiempo, ¿eh?
—No… —jadeó Sam.
—Oh, sí —se burló la voz. Era la voz que Sam conocía. La voz que temía. La voz que se rio y pavoneó mientras yacía en el suelo pulido de la central nuclear, gritando de dolor.
Sam parpadeó, se esforzó por abrir un ojo, para ver lo que no podía ser verdad. Alzó las manos y disparó a ciegas.
Entonces oyó el ruido sibilante, zumbante. Sam se agachó instintivamente y el golpe no le causó daño.
—¡El demonio! —gritó la voz de una chica.
Pero procedía de detrás de Sam, porque el chico se había dado la vuelta y corría.
Corría. Corría a ciegas por la arena.
Corría y se cayó y volvió a ponerse en pie de un salto para correr.
Y no se detuvo hasta que chocó contra la pared de cemento de la playa, destrozándose las pantorrillas. Aterrizó boca abajo en el suelo y allí se quedó, jadeando.
Quinn volvía con las barcas hacia la costa, temiendo lo que se encontraría cuando llegaran a tierra.
El fuego se había extendido y ahora parecía cubrir la mitad de la ciudad, aunque no había nuevas explosiones. El humo les había alcanzado en el mar. A Quinn le picaban los ojos. Tenía el corazón en la garganta.
Otra masacre no, otra atrocidad no… ¡Basta! Él solo quería pescar.
Los remeros se quedaron callados ante el atroz espectáculo de sus casas ardiendo.
Alcanzaron el primer embarcadero y vieron a un grupo de chavales tambaleándose hacia allí. Sin duda eran chavales que huían, presa del pánico, pensándose que en el puerto deportivo estarían a salvo.
Quinn los llamó.
No hubo respuesta.
Su barca tocó el bumper que chapoteaba en el agua. Sus movimientos eran automáticos debido a lo mucho que había practicado. Lanzó un nudo marinero en torno a los pilotes y acercó su barca. Levantaron los remos. Big Goof saltó al embarcadero y fijó el segundo cabo.
El grupo tambaleante de chavales los ignoró y siguió avanzando. Se movían de un modo extraño. Como gente vieja y frágil.
Y había algo raro en ellos…
Y familiar.
Aún quedaba una hora para que amaneciera. La única luz que había era la del fuego. Las falsas estrellas quedaban tapadas por la cortina de humo.
Quinn saltó al embarcadero.
—¡Oye, los de ahí! ¡Oye! —Quinn era el responsable de las barcas. El puerto deportivo era suyo.
Los chavales seguían moviéndose como si estuvieran sordos. Se dirigían por un embarcadero paralelo hacia dos barcas que tenían con combustible para los rescates: una lancha baja y una Zodiac inflable.
—¡Oye! —volvió a gritar Quinn.
El chico que iba más adelantado se volvió a mirarlo. Los separaban quince metros con el agua entre medio, pero, aunque el brillo era débil, Quinn reconoció la forma de los hombros y la cabeza.
Y reconoció la voz.
—Penny —pidió Caine—. Mantén ocupado a nuestro amigo Quinn.
Del agua salió un monstruo enorme formando un géiser tremendo.
Quinn gritó aterrorizado.
El monstruo se alzaba cada vez más y más alto. Tenía la cabeza de un elefante torturado, deformado, con dos ojos negros muertos. Y los dientes curvos. La mandíbula se abrió totalmente mostrando una lengua larga y afilada.
Entonces rugió, y sonaba como si tocaran un centenar de violonchelos enormes con cubos de basura a modo de arcos. Hueco. Torturado.
Quinn cayó hacia atrás. Se cayó del embarcadero y se golpeó la espalda contra el borde de la barca. El impacto le dejó sin aire en los pulmones y cayó de cabeza al agua.
Presa del pánico, volvió a respirar. El agua salada le llenaba la garganta. Se ahogaba y tosía y se esforzaba con todas sus energías por volver a respirar.
Quinn conocía el agua. Había sido buen surfero y muy buen nadador. No era la primera vez que caía boca abajo y daba vueltas bajo el agua.
Asumió su miedo y pataleó fuerte para darse la vuelta. La superficie, la barrera entre el agua y el aire, entre la muerte y la vida, quedaba apenas tres metros por encima. Con una pierna pateó tierra. El agua no era muy profunda en ese punto.
Y empezó a subir.
Pero el monstruo intentaba agarrarlo por debajo del embarcadero. Tenía unos brazos increíblemente largos, con unas manos como garras.
Los brazos intentaban alcanzarlo y él se apartaba como si pedaleara hacia atrás. Presa del pánico, pataleando, empujando el agua, con los pulmones ardiéndole.
Demasiado despacio. Una mano gigante se estrechó en torno a él.
Los dedos lo atravesaron.
Pero no sintió dolor.
No tocó ni sintió nada en absoluto.
La segunda garra dio un zarpazo en el agua. Pensó que lo destriparía.
Pero lo atravesó.
¡Era una ilusión!
Con las fuerzas que le quedaban, Quinn alcanzó la superficie. El chico sintió náuseas al tomar aire y vomitó agua marina que tenía en el estómago. El monstruo había desaparecido.
Big Goof tiró de él como un peso muerto y lo cargó en la barca. Quinn se quedó echado en el fondo, incómodo sobre los remos.
—¿Estás bien?
Quinn no lograba responderle. Si lo intentaba sabía que volverían a darle arcadas. Aún no le había vuelto la voz. Aún notaba como si respirara a través de una pajita. Pero estaba vivo.
Y entonces todo encajó. Aquel monstruo. Y el ruido que hacía. Los reconoció.
Era el monstruo de aquella película… El mismo monstruo, el mismo ruido.
Quinn se incorporó y tosió.
Entonces se levantó en la barca que se balanceaba y vio a Caine y su gente subiéndose a las dos lanchas motoras.
Caine se dio cuenta y esbozó una sonrisa glacial, irónica. Había una chica rara con él, que también lo miraba, pero no le sonrió, sino que le mostró los dientes torcidos en una mueca que era más una amenaza que una sonrisa.
Se puso en marcha un motor, ronco y entrecortado. Y luego otro.
Quinn se quedó donde estaba. No tenía ninguna posibilidad con Caine. El chico lo mataría con un solo gesto.
Las dos lanchas motoras salieron resoplando despacio, alejándose con cautela del puerto.
Entonces se oyó el ruido de pies corriendo. Varios chavales, algunos armados. Quinn reconoció a Lance, y luego a Hank. Finalmente vio a Zil, rezagado. Dejaba que los otros dos llevaran la delantera.
Llegaron al final del embarcadero. Hank se detuvo, apuntó y disparó.
El disparo alcanzó a la Zodiac. El aire explotó en una exhalación repentina. El motor del barco empezó a resoplar bajo el agua cuando la popa se hundió.
Quinn se subió hasta la mitad del embarcadero para ver. Y se quedó boquiabierto.
Caine, mojado y furioso, empezó a levitar por encima de la Zodiac que se hundía.
Lanzó a Hank y su arma por los aires. Hank daba vueltas, gritando de terror, indefenso. Cada vez más y más y más, mientras Caine flotaba y sus acompañantes se hundían.
A más de treinta metros de altura, Hank se detuvo. Y entonces empezó a bajar. Pero no caía. Iba demasiado rápido para caer. Demasiado rápido para que fuera solo por la gravedad.
Caine tiraba de Hank desde el cielo grisáceo. Caía como un meteorito. A una velocidad imposible, no se veía más que un borrón.
Hank alcanzó el agua, y salpicó un chorro enorme, como si alguien hubiera disparado una carga de profundidad.
Quinn conocía las aguas del puerto deportivo. No había más de dos metros de profundidad donde cayó Hank. El fondo era arena y conchas.
No cabía la más mínima posibilidad de que saliera cabeceando hacia la superficie.
Caine flotaba mientras Zil lo observaba horrorizado e impotente.
—¡Oye, eso ha sido un error, Zil! —gritó Caine.
Zil y su pandilla salieron huyendo. Caine se rio y descendió hasta la segunda barca. Cinco de sus gentes seguían en el agua, llamándole y agitando los brazos y luego maldiciendo y rabiando mientras la lancha motora se alejaba rugiendo.