14 HORAS, 2 MINUTOS
EDILIO OBSERVÓ A Sam marcharse y tuvo un mal presentimiento. ¿Qué iban a hacer si a Sam se le iba la olla? ¿Qué podría hacer Edilio para arreglarlo?
—Como si yo pudiera —murmuró—. Como si alguien pudiera…
Le costaba mucho ver lo que ocurría a su alrededor. Oía gritos. Oía chillidos. Oía risas. Pero solo veía humo y llamas.
Disparos que resonaban. ¿Procedentes de dónde? Pues no lo sabía.
Durante un instante vio a unos chavales correr. Tan iluminados que le pareció que estaban ardiendo. Y a continuación los oscureció el humo.
—¿Qué hago? —se preguntó Edilio.
—Lástima que no tengamos nubes para quemar. Este fuego es increíble.
Howard surgió de entre el humo detrás de Edilio. Orc estaba con él.
—Esto es una mierda —gruñó el monstruo—, esto de que se queme todo.
Ellen, la jefa de bomberos, apareció con dos chavales más. Y Edilio empezó a percatarse de que todos esperaban que les diera respuestas. «Jefa de bomberos» se había convertido en una denominación que prácticamente no significaba nada. No había agua en las bocas de riego. Pero al menos Ellen tenía cierta idea sobre incendios, lo cual era más de lo que sabía Edilio.
—Creo que el fuego se está desplazando hacia el centro de la ciudad. Muchos chavales viven por aquí —señaló Ellen—. Tenemos que asegurarnos de que se aparten del fuego.
—Sí. —Edilio estaba de acuerdo, agradecido ante cualquier sugerencia útil.
—Y tenemos que ir a ver si queda algún chico dentro de esas casas que ya están ardiendo. A ver si podemos salvar a alguien.
—Claro, claro —dijo Edilio, y respiró hondo—. Vale, bien, Ellen. Tus chicos y tú adelantaos al fuego, sacad a la gente. Decidles que vayan a la playa o crucen la carretera.
—Vale —aceptó Ellen.
—Orc, Howard y yo veremos si podemos salvar a alguien.
Edilio no se molestó en pedir la opinión de Howard ni de Orc respecto a ese asunto. Empezó a moverse sin más. Volvió a bajar por Sherman sin mirar si lo seguían. O sí, o no. Y si no, pues, en fin, no podía culparlos.
Bajaba por la calle en llamas. El fuego ocupaba ahora ambos lados. Y hacía el ruido de un tornado. El rugido aumentaba y disminuía y volvía a aumentar. Entonces oyó un estrépito al hundirse un tejado y vio chispas que se alzaron por el cielo como una erupción de libélulas.
El calor le recordó cuando metía la cara en el horno de su madre mientras ella cocinaba. Sintió una ráfaga de aire abrasador, procedente de un lado y luego del otro, y se tambaleó adelante y atrás.
Al volver la vista, Edilio vio a Howard perder el equilibrio y caer. Orc lo agarró y lo volvió a levantar.
El humo llenaba el aire, Edilio tenía la garganta escaldada y parecía que se le arrugasen los pulmones. Respiró hondo, luego empezó a coger cada vez menos aire, y al final era como si solo pudiera sorber cucharaditas.
Dejó de avanzar. A través de la cortina de humo se entreveían llamas y humo interminables. Los coches aparcados ardían en las entradas de las casas. Los céspedes demasiado crecidos que hacía tiempo que nadie regaba ardían casi con una fuerza explosiva.
Los cristales se hacían añicos. Las vigas se hundían. La calle asfaltada burbujeaba en los bordes, licuados.
—No puedo… —jadeó Edilio.
Se volvió y vio que Howard ya se estaba retirando. Orc permanecía impasible, sin moverse. Edilio le puso una mano sobre el hombro empedrado. Incapaz de hablar, ahogándose y llorando, Edilio lo guió de vuelta, apartándolo de las llamas.
Roger no se despertaba. Roger el artero no se despertaba. Justin tenía que huir, y huyó hasta el patio trasero. Pero tenía que hacer algo más. Tenía que hacerlo, tenía que hacerlo…
Así que volvió a entrar. Y oyó a Roger toser como un loco. ¡Estaba despierto! Pero era como si no pudiera ver, tenía los ojos cerrados, estaba todo aquel humo… y Roger echó a correr pero se estampó contra una pared.
—¡Roger!
Justin corrió hasta él y lo agarró del faldón de la camisa.
—¡Es por aquí!
Tiró de Roger en dirección a la cocina, hacia la puerta de atrás.
Roger avanzó tropezando. Pero no fue una buena idea, porque ahora el fuego y el humo le quedaban delante. El fuego había dado la vuelta y llenaba la cocina.
El comedor recordó a Justin el álbum de fotos que estaba arriba, bajo su cama. Igual podría ir a recogerlo, muy rápido.
Igual, pero seguramente no. No había puerta del comedor al patio de atrás. Pero sí una ventana grande, y Justin condujo a Roger hasta ella.
—Voy a… —Justin empezó a decir que iba a abrir la ventana, pero ahora el humo estaba por todas partes y le escocían los ojos, tuvo que cerrarlos y se ahogaba, así que no podía hablar.
Justin buscó a ciegas los tiradores de la ventana.
Caine seguía acelerando el ritmo. Iba empujando vallas y avanzando. Los patios traseros estaban enmarañados con malas hierbas. Las piscinas apestosas se habían convertido en baños. Había basura esparcida por todas partes.
A oscuras, tropezaban con postes de las vallas y juguetes olvidados. Chocaban contra columpios oxidados y barbacoas.
Hacían mucho ruido. Avanzaban apartados de las calles, pero hacían ruido. Los chicos les gritaban desde las ventanas oscuras:
—Oye, ¿quién anda ahí? ¡Salid de mi patio!
Caine no les hacía caso. Seguir avanzando, esa era la clave. Seguir avanzando, llegar a la playa.
Tenían una oportunidad, solo una. Debían alcanzar el puerto deportivo en pocos minutos. Sam y su gente estarían confundidos por la destrucción, irían corriendo por ahí como locos, intentando entender qué estaba pasando. Pero tarde o temprano alguien se daría cuenta, Sam o si no Astrid, de que aquello no era más que una distracción.
O Sam atraparía a Zil y le presionaría. Entonces el pequeño gamberro delataría a Caine. En un segundo.
Caine no quería llegar al puerto deportivo y encontrarse a Sam esperándolo. En realidad apenas aguantaba, estaba desesperado. No podía derribar a Sam. Ahora no. No aquella noche.
Donde se encontraban ahora, a varias manzanas del incendio, el aire seguía apestando. El olor a quemado estaba por todas partes. Casi llegaba a tapar el olor a desechos humanos.
Alcanzaron otra calle. No les quedaba otro remedio que cruzarla, como habían hecho antes. Pero allí había demasiados chavales como para esquivarlos fácilmente. No había modo de sortearlos, no podían hacer otra cosa salvo fingir que no iba con ellos, y seguir avanzando.
Pasaron por delante de unos refugiados aterrorizados.
—Seguid avanzando, seguid avanzando —gritó Caine mientras algunos de los suyos se apartaban del grupo en un intento vano de suplicar comida a dos niños de cinco años traumatizados y cubiertos de hollín.
Entonces, justo a continuación, envuelta en humo, vieron una figura.
—¡Al suelo! —dijo Caine entre dientes—. ¡Parad!
Intentó atisbarlo, pero veía borroso. ¿Era él? No. Claro que no. Qué locura.
Consiguió distinguir que era la figura de un chaval, un chaval normal, con brazos y manos normales y que no se parecía en nada a aquella otra figura que había visto entre el humo.
Caine se puso en pie. Se sentía como un idiota por haberse asustado.
—¡Adelante, adelante! —gritó.
Alzó las manos y utilizó su poder para empujar al grupo hacia delante. La mitad de ellos tropezó y se cayó.
Caine los insultó.
—¡Moveos!
Y volvió a ver la figura de antes entre el humo. Ese cuerpo alto y flaco. El brazo que seguía y seguía. Imposible. Era una ilusión, volvía a ser una ilusión. De la imaginación avivada por el agotamiento, el miedo y el hambre.
—Penny, ¿estás haciendo algo? —exigió saber Caine.
—¿Qué quieres decir?
—Me ha parecido ver algo. —Caine se corrigió—: a alguien. Antes.
—No he sido yo. Nunca utilizaría mis poderes contigo, Caine.
—No. No lo harías… —Pero Caine estaba perdiendo la confianza en sí mismo. Se imaginaba cosas. Los demás no tardarían en darse cuenta. Diana ya lo había notado. Pero antes había tenido la misma alucinación que él, ¿verdad?
—Vamos demasiado lentos —se quejó Caine—. Tenemos que bajar directamente por la calle. Penny, o tú o yo, uno de nosotros tiene que derribar a quien se interponga en nuestro camino, ¿vale?
Bajó por la calle en dirección a la playa. Tuvo que esforzarse mucho por no mirar por encima del hombro en busca del chico que era imposible que estuviera allí.
Llegaron sanos y salvos hasta la playa. Pero se encontraron con un grupo de unos veinte chavales, todos apiñados, mirando boquiabiertos el fuego, llorando, riéndose, animándose los unos a los otros. Era como si la mitad de ellos mirara un espectáculo, y la otra mitad estuviera ardiendo en aquellas llamas.
Al principio la pandilla de chavales no detectó al grupo de Caine, hasta que uno miró hacia donde estaban y abrió mucho los ojos al ver a Diana. Y luego, a Caine.
—¡Es Caine!
—Apártate de mi camino —le advirtió Caine. Lo último que quería era una pelea estúpida e inútil que le hiciera perder el tiempo. Tenía prisa.
—¡Tú! —exclamó otro chico—. ¡Tú has provocado el fuego!
—¿Qué? ¡Idiota! —Caine se abrió paso a empujones, utilizando realmente las manos, y no sus poderes. En ese momento no buscaba meterse en líos. Pero otros chavales empezaron a gritar lo mismo hasta que tuvo a una docena de chavales furiosos y aterrorizados delante, gritándole y chillándole, y entonces uno de ellos le dio un puñetazo.
—¡Basta! —gritó Caine. Alzó una mano, y el chaval más cercano salió volando por los aires. Aterrizó haciendo un crujido espantoso a más de seis metros de distancia.
Caine no vio a la persona que le rompió la crisma con una palanca. Le pareció que el golpe no venía de ninguna parte. Caine cayó de rodillas. Demasiado confuso para estar asustado.
Vio la palanca justo antes de que le golpeara por segunda vez. Fue un golpe más débil, y nada certero, pero le dolió muchísimo en el hueso del hombro izquierdo. Sintió un calambre que le entumeció hasta las puntas de los dedos.
No iba a esperar el tercer golpe. Alzó la mano derecha, pero antes de que pudiera pulverizar al niñito, Penny intervino.
El chico dio un salto hacia atrás, tan atrás como si Caine lo hubiera arrojado.
El niño gritó y balanceó la palanca como un loco a su alrededor. Cuando la palanca salió volando de su mano, se puso a dar puñetazos y arañazos al aire, con la mirada enloquecida.
—¿Qué es lo que ve? —preguntó Caine.
—Arañas muy grandes —respondió Penny—. Muy grandes. Y que saltan muy rápido.
—Gracias —gruñó Caine. Se levantó y se frotó el brazo entumecido—. Espero que le dé un ataque al corazón. ¡Vamos! —llamó—. Ya no queda lejos. Seguid conmigo todos, y por la mañana comeréis.
Mary no tenía energías para ir a casa. No tenía mucho sentido, en realidad… no había ducha… no…
Se hundió en la silla de la oficina atestada. Trató de levantar las piernas, apoyar los pies sobre una caja de cartón, pero incluso eso exigía demasiada energía.
Agitó la botellita con píldoras que había en su escritorio. Le quitó la tapa y miró lo que le quedaba. Ni siquiera reconocía la pastilla, pero debía de ser alguna clase de antidepresivo. Era lo único que había conseguido sacar a Dahra.
Se la tragó sin agua.
¿Cuándo se había tomado la última pastilla? Tenía que apuntarlo.
Había dos niños enfermos con alguna clase de gripe.
Qué se suponía que iba a…
Lo que podrían haber sido sueños se fundían con recuerdos, y Mary pasó un rato deambulando por un lugar lleno de niños enfermos y olor a meado y con su madre preparando sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada que colocaba en pilas gigantescas para un evento de la escuela, y Mary metía los sándwiches en bolsas herméticas, los contaba y los introducía en bolsas de plástico recicladas de Ralph’s.
—¿Has mojado la cama? —le preguntaba su madre.
—Supongo que sí. Huele a que sí. —No le daba vergüenza, solo le molestaba. Ojalá su madre no le diera mucha importancia.
Y entonces se abrió la puerta y entró una niñita y se arrastró hasta el regazo de Mary, pero Mary no podía mover los brazos para abrazarla porque eran de plomo.
—Estoy tan cansada… —dijo Mary a su madre.
—Bueno, hemos hecho ocho mil sándwiches —explicó su madre, y Mary vio por las pilas y más pilas, que se tambaleaban cómicamente como sacadas de un libro de cuentos infantiles, que era cierto.
—Pareces enferma.
—Estoy bien —replicó Mary.
—Quiero a mi mamá —le dijo la niñita al oído, y unas lágrimas cálidas se deslizaron por el cuello de Mary.
—Deberías venir a casa ahora —dijo la madre de Mary.
—Primero tengo que hacer la colada —le dijo Mary.
—Algún otro la hará.
De repente, Mary sintió una sensación de tristeza aguda. Notaba cómo se hundía en el suelo de baldosas y se empequeñecía mientras su madre, que ya no estaba haciendo sándwiches, la observaba.
Su madre sostenía un cuchillo cubierto de mantequilla de cacahuete y confitura de frambuesa. Unos glóbulos de fruta roja goteaban del filo del cuchillo, que era tremendamente grande para hacer sándwiches.
—No te hará daño —le indicó su madre, y tendió el cuchillo a Mary.
Entonces la chica se despertó sobresaltada.
La niña en su regazo se había dormido y se había meado. Mary estaba empapada.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Ah, quítate, quítate! —gritaba medio dormida. Aún veía aquel cuchillo flotando, con el mango hacia ella, goteando.
La niña cayó al suelo y, perpleja, se puso a llorar.
—¡Oye! —gritó alguien desde la habitación principal.
—Lo siento… —murmuró Mary, e intentó levantarse. Pero las piernas le cedieron y volvió a sentarse, demasiado bruscamente. Al caer trató de coger el cuchillo, pero no era de verdad, aunque el lloro de la niñita sí lo era, y también la voz que gritaba—: ¡Oye, no podéis entrar aquí!
Mary volvió a intentarlo y consiguió levantarse. Salió tambaleándose y se encontró con tres chavales con los rostros aterrorizados.
No eran del grupo de edad del parvulario. Eran demasiado mayores.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó Mary.
La habitación entera se estaba despertando, los chavales preguntaban qué sucedía. Zadie, la ayudante que había gritado, intervino:
—Creo que algo va mal, Mary.
Dos chavales más entraron a empujones por la puerta. Olían a algo que no era meado.
Un chico entró chillando. Tenía una quemadura amoratada por toda la parte interior de la mano.
—¿Qué está pasando?
—¡Ayúdanos, ayúdanos! —gritó un chico, y entonces todo se sumió en el caos, y más chavales se agolparon en la puerta. Mary reconoció el olor: olía a humo.
Se abrió paso a empujones entre los recién llegados. Al salir fuera, tosió al tragar un montón de humo. El humo estaba por todas partes, arremolinándose, cerniéndose fantasmal en el aire, y un brillo naranja se reflejaba en el cristal destrozado del ayuntamiento.
Al oeste, una lengua de fuego salió repentinamente disparada hacia el cielo y se la tragó su propio humo.
No había nadie más en la plaza. Nadie excepto una chica.
Mary se frotó los ojos para quitarse el sueño, y se la quedó mirando. No podía ser, no podía ser, no era real, debía de ser un fragmento que quedaba de su sueño.
Pero la chica seguía allí, con el rostro en sombra, y un destello de acero cromado que destacaba en su aparato dental.
—¿Lo has visto? —preguntó la chica.
Mary sintió que algo moría en su interior, terror y horror que eran como el impacto de una explosión en su mente.
—¿Has visto al diablo? —preguntó Brittney.
Mary no lograba responderle. Lo único que hacía era mirar el brazo de Brittney al alargarse, al cambiar de forma.
Brittney pestañeó. Tenía los ojos azules, fríos y muertos.
Mary entró corriendo en la guardería. Cerró la puerta tras de sí y se apoyó contra ella.