VEINTIDÓS

14 HORAS, 17 MINUTOS

AVANZABAN POR LA calle de acceso, y la gasolinera ya les quedaba muy atrás en la noche. Había unos pocos menos. Algunos chavales débiles y asustados se habían largado sin que los demás se percataran, se escabulleron a sus casas en cuanto probaron un poquito de violencia.

Zil pensaba que eran unos peleles. Unos cobardes.

Ahora solo eran una docena, el núcleo duro, y empujaban una carretilla cargada con botellas que tintineaban ligeramente y dejaban un rastro de olor a gasolina al pasar.

Giraron a la izquierda en la escuela. Pasaron por delante de los edificios sombríos, oscurecidos. Ahora le resultaban tan extraños… Hacía tanto tiempo de todo aquello…

Zil no distinguía ventanas concretas en el edificio, pero veía aproximadamente dónde estaba su antigua aula. Se imaginaba por aquel entonces. Se imaginaba sentado, aburrido durante los avisos matutinos.

Y ahora era el cabecilla de un ejército. Un ejército pequeño, pero entregado. Todos unidos por una gran causa. Perdido Beach para los humanos. Muerte a los raros. Muerte a los mutantes.

Lideraba la marcha con andares rígidos. La marcha hacia la libertad y el poder.

Giraron a la derecha en Golding. Golding con Sherman, en la esquina noroeste de la escuela, era la zona escogida, tal y como habían convenido con Caine. Ni idea de por qué. Caine solo les dijo que deberían empezar en Golding con Sherman. Y avanzar por Sherman hacia el agua, quemar todo lo que pudieran hasta alcanzar Ocean Boulevard. Y entonces, si aún les quedaba algo, podrían continuar por Ocean en dirección a la ciudad. No al puerto deportivo.

—Bobos, si os veo en dirección al puerto deportivo, nuestro pequeño acuerdo se acabará —advirtió Caine.

Bobos. Zil hervía de rabia al recordarlo. Esa era la arrogancia despreocupada de Caine, el desprecio que sentía hacia cualquiera que no fuera un raro como él… Zil juró que le llegaría su hora.

—Estamos aquí —indicó el chico. Pero ese no era precisamente un comentario para la historia. Y lo que estaba sucediendo, que nadie se engañe, era un evento histórico en la ERA. El principio del fin para los raros. El comienzo del dominio de Zil.

Zil se volvió hacia rostros que sabía que estaban expectantes, alterados, excitados. Lo notaba en sus conversaciones entre susurros.

—Esta noche rompemos una lanza por los humanos —continuó Zil. Esa era la frase que se le había ocurrido a Turk. Algo que todo el mundo pudiera citar—. ¡Esta noche rompemos una lanza por los humanos! —gritó Zil, alzando la voz. Ya no tenía miedo.

—¡Muerte a los raros! —gritó Turk.

—¡A quemarlos! —chilló Hank.

Se encendieron los mecheros y las cerillas. Unos puntitos amarillos diminutos se iluminaron en la negra noche, y proyectaban sombras inquietantes sobre las miradas alocadas y las bocas contraídas en muecas de miedo y rabia.

Zil cogió la primera botella. Hank dijo que se llamaban cócteles molotov. La chispa del mechero prendió la mecha empapada de gasolina.

Zil se volvió y lanzó la botella en dirección a la casa más cercana. Describió un arco como un meteorito, dando vueltas. Cayó sobre los escalones de ladrillo y estalló. Las llamas se extendieron varios metros por el porche.

Nadie se movió. Todas las miradas estaban fijas. Todos los rostros fascinados.

La gasolina vertida ardía de color azul. Durante un rato parecía que no iba a hacer nada salvo arder en el porche. Pero entonces se incendió una mecedora de mimbre. Y luego el entramado decorativo. Y de repente las llamas ascendían por las columnas que aguantaban el tejado del porche.

Se oyó un grito alocado.

Se encendieron más botellas que describieron más arcos de fuego que daban vueltas y vueltas. Incendiaron otra casa. Un garaje. Un coche aparcado delante, con los neumáticos deshinchados.

Se oyeron gritos de estupefacción y horror procedentes de la primera casa.

Pero Zil no se permitió oírlos.

—¡Sigamos! —gritó—. ¡Quemadlo todo!

Caine y lo que quedaba de su famélico grupo bajaban a oscuras, arrastrando los pies y a trompicones.

—¡Mirad! —exclamó Bug. Nadie podía verlo, claro, ni tampoco su mano extendida. Pero miraron de todos modos.

Un brillo naranja iluminaba el horizonte.

—Ah… ese niñato estúpido sí que lo ha hecho… —señaló Caine—. Tenemos que darnos prisa. Si alguien se cae, que se busque la vida.

Orsay trepaba hasta lo alto del acantilado. Estaba exhausta, pero Nerezza la ayudaba.

—Vamos, profetisa, casi hemos llegado.

—No me llames así —replicó Orsay.

—Es lo que eres… —afirmó Nerezza, delicada pero insistente.

Los demás ya habían salido. Nerezza siempre insistía en que los suplicantes fueran los primeros en marcharse de la playa. Orsay sospechaba que estaba relacionado con que Nerezza no quería que nadie viera a Orsay subiendo penosamente y rascándose las rodillas en las rocas. Para Nerezza era importante que los chavales consideraran a Orsay por encima de todas esas cosas normales.

Como un profeta.

—No soy un profeta —insistió Orsay—. No soy más que una persona que oye sueños.

—Ayudas a la gente —dijo Nerezza cuando rodearon una roca grande enterrada que siempre daba problemas a Orsay—. Les dices la verdad. Les muestras un camino.

—No puedo ni encontrar mi propio camino —protestó Orsay al resbalar y aterrizar con las palmas de las manos. Se las rascó, pero no fue nada grave.

—Tú les muestras el camino —siguió insistiendo Nerezza—. Necesitan que les muestren una manera de salir de aquí.

Orsay se detuvo, jadeando del esfuerzo. Se volvió hacia Nerezza, cuyo rostro formaban dos ojos que brillaban débilmente, como los ojos de un gato.

—¿Sabes?, no estoy totalmente segura. Ya lo sabes. Igual yo… igual es… —No sabía cuál era la palabra para describir lo que sentía en instantes como aquel, en instantes de duda… instantes en que una vocecita en lo más profundo de su interior parecía susurrarle advertencias al oído.

—Tienes que confiar en mí —dijo Nerezza, muy firme—. Eres la profetisa.

Orsay alcanzó lo alto del acantilado y se quedó mirando.

—No creo que sea un gran profeta. Esto no lo había previsto.

—¿El qué? —preguntó Nerezza desde abajo.

—La ciudad está ardiendo…

—Mira, Tanner —señaló Brittney, alzando un brazo.

Su hermano, que ahora brillaba en un tono verde oscuro, como mil millones de pequeños nódulos de radioactividad, pero seguía siendo él mismo, comentó:

—Sí. Ha llegado la hora.

Brittney dudó.

—¿Por qué, Tanner?

Él no respondió.

—¿Estamos cumpliendo la voluntad del Señor, Tanner?

Tanner no contestó.

—Estoy haciendo lo que debo, ¿verdad?

—Ve hacia las llamas, hermana. Todas las respuestas que buscas están allí…

Brittney bajó el brazo hacia un costado. Todo aquello le parecía extraño, por algún motivo. Todo aquello le parecía muy extraño.

Había salido escarbando de la tierra húmeda. ¿Cuánto había tardado? Una infinidad. Escarbando como un topo. A ciegas. Como un topo. No, como un gusano.

Tanner empezó a recitar con voz cantarina. Un poema extraño que Brittney recordaba de mucho tiempo atrás. Una tarea para una asignatura, algo que se memorizaba y se olvidaba rápidamente. Pero continuaba alojado en su memoria. Y ahora salía de la boca de Tanner, de su boca muerta que expulsaba un fuego bordeado en negro, chorreando como el magma.

Pero ¡mirad en medio de la chusma de mimos

inmiscuirse una forma reptante!

¡Un ser rojo sangre que sale retorciéndose

de fuera de la soledad del escenario!

¡Se retuerce!, ¡se retuerce!, con dolores mortales

los mimos en su alimento se convierten,

y sollozan serafines al ver sus colmillos de alimaña…

Tanner esbozó una sonrisa espectral y concluyó:

en sangre humana empapados.

—¿Por qué dices eso? Me estás asustando, Tanner.

—No durará mucho —replicó Tanner—. Pronto entenderás la voluntad del Señor.

Justin se despertó de repente. Inmediatamente se deslizó y palpó la parte de la cama donde había estado durmiendo. ¡Estaba seca!

¿Lo ves? Llevaba razón desde el principio. No mojaba esa cama.

Pero solo para asegurarse, debía salir corriendo hasta el patio trasero y mear allí, porque notaba cierta presión. Llevaba el mismo pijama viejo de siempre que se encontraba en el cajón de siempre. Estaba muy suave porque aún era de los viejos tiempos. Su madre había lavado ese pijama y lo había vuelto muy suave.

El suelo estaba frío al tacto. No había conseguido encontrar sus zapatillas. Roger incluso le ayudó a buscar. Roger el artero era agradable. Lo único nuevo en su habitación era un dibujo que Roger había pintado para él. Mostraba a Justin feliz con su mamá y su papá, y jamón y boniatos y galletas. Estaba pegado en la pared de la habitación.

Roger también le había encontrado el álbum de fotos. Estaba en el piso de abajo, en el armario del comedor. Estaba lleno de fotos de Justin, su familia y sus amigos de entonces.

Y ahora estaba debajo de la cama de Justin. Se puso bastante triste al mirarlo.

Justin bajó las escaleras sigilosamente para no despertar a Roger.

Los baños ya no funcionaban. Toda la gente meaba y otras cosas en agujeros de sus patios traseros. No importaba. Pero le asustaba salir de noche. Justin temía que volvieran los coyotes.

Le resultó más fácil que de costumbre encontrar un agujero. Fuera se veía como una luz, una luz naranja parpadeante.

Y no había el silencio habitual. Oía a unos chavales chillar. Y oyó como si a alguien se le cayera un vaso y se rompiera. Y luego, a alguien gritar, así que volvió a entrar corriendo en la casa.

Entonces se detuvo, atónito. El comedor estaba ardiendo.

Notaba el calor. Salía humo del comedor y subía acelerado por las escaleras.

Justin no sabía qué hacer. Recordaba que tenía que quedarse quieto, dejarse caer y rodar si alguna vez se prendía fuego. Pero no era él quien se estaba quemando, sino la casa.

—¡Llama a la policía! —dijo en voz alta. Pero eso ya no serviría. Ya nada funcionaba.

De repente oyó un pitido muy fuerte. Muy fuerte. En el piso de arriba. Justin se tapó las orejas, pero aún podía oírlo.

—¡Justin! —Era Roger que gritaba desde arriba.

Entonces apareció en lo alto de las escaleras. Se ahogaba debido al humo.

—¡Estoy aquí abajo! —gritó Justin.

—Espera. Voy a… —Entonces Roger empezó a toser. Tropezó y cayó por las escaleras. Cayó de cara, hasta que alcanzó el final de las escaleras y se quedó quieto.

Justin esperó a que se levantara.

—Roger, despierta, ¡hay un incendio!

El fuego estaba recorriendo el comedor. Era como si se comiera la alfombra y las paredes. Hacía un calor tremendo. Más que en un horno.

Justin empezó a ahogarse debido al humo. Quería salir corriendo.

—¡Roger, despierta, despierta!

Justin corrió hasta Roger y le tiró de la camisa.

—¡Despierta!

Pero no conseguía mover a Roger, y Roger no se despertaba. Roger gimió y se movió un poco, pero volvió a dormirse.

Justin tiraba y tiraba y gritaba y el fuego debía de haberlo visto gritar y tirar porque se acercaba a atraparlo.