15 HORAS, 12 MINUTOS
LA GASOLINERA ESTABA a oscuras. Todo estaba a oscuras.
Zil levantó la vista hacia el cielo. Las estrellas brillaban muy relucientes y perfiladas. Negra noche, con estrellas blancas brillantes que deslumbraban la vista.
Zil no era ningún poeta, pero entendía por qué la gente se quedaba hipnotizada con las estrellas. Muchas personas ilustres, importantes, debían de haber mirado a las estrellas cuando estaban a punto de hacer algo, preparándose para hacer esas cosas que los harían importantes para siempre.
Qué lástima que aquellas estrellas no fueran auténticas.
Hank apareció como un fantasma. Estaba con Antoine. Zil vio a otros en la oscuridad junto a la carretera, ya reunidos. Arremolinándose asustados, nerviosos, la mayoría de ellos dispuestos a salir pitando, probablemente.
—Líder —susurró Hank de un modo intenso.
—Hank —respondió Zil. Su voz calmada resultaba tranquilizadora.
—La Pandilla Humana espera tus órdenes.
Se oyó un murmullo de múltiples voces. Como ovejas asustadas que balaran al unísono, intentando no perder el coraje.
Lance también estaba allí.
—Lo he comprobado. Hay cuatro soldados de Edilio. Dos dormidos. No hay raros, por lo que he podido ver.
—Bien —dijo Zil—. Si avanzamos rápido y aprovechamos el elemento sorpresa quizá no tengamos que hacer daño a nadie.
—No cuentes con eso… —intervino Hank.
—Pasará lo que tenga que pasar —opinó Turk.
—El destino.
Zil tragó saliva. Si mostraba alguna debilidad, todo habría terminado.
—Este es el principio del fin para los raros —anunció—. Esta noche devolveremos Perdido Beach a los humanos.
—Ya habéis oído al Líder —lo respaldó Turk.
—Vamos —dijo Hank. Llevaba una escopeta tan grande como él colgando del hombro. Se la descolgó e hizo el gesto ostentoso de quitar el seguro.
Y entonces se pusieron en marcha. Caminaban rápido. Zil iba a la cabeza con Hank a un lado y Lance al otro, y Antoine avanzaba como un pato con Turk en la segunda fila.
Nadie los vio cuando salieron a la carretera. O cuando marcharon a paso rápido y dejaron atrás el cartel antiguo y desgastado donde se indicaban los precios de la gasolina.
Pasado el primer surtidor, una voz gritó:
—¡Oye!
No dejaron de moverse, y corrieron excitados.
—¡Oye, oye! —volvió a gritar la voz.
Zil no sabía el nombre del chaval que gritaba, y entonces una segunda voz exclamó:
—¿Qué pasa?
¡PUM!
El ruido resultó ensordecedor. La explosión generó una ráfaga de fuego amarillo. Era la escopeta de Hank. El primer chaval cayó bruscamente.
Zil casi grita. Casi chilla: «¡Para!». Casi dice: «No tenías que…».
Pero era demasiado tarde para eso. Demasiado tarde. El segundo soldado alzó su arma, pero dudó. Hank no.
¡PUM!
El segundo soldado se volvió y echó a correr. Arrojó su arma al suelo y huyó.
Otras voces gritaban aterradas y confundidas. Hubo más disparos. Aquí. Allá. Disparos alocados, todos lo que pudieron, explosiones de luz en la oscuridad.
—¡Alto el fuego! —gritó Hank.
Los disparos continuaron. Pero ahora todos procedían del bando de Zil.
—¡Parad! —gritó Zil.
Los estallidos cesaron.
A Zil le pitaban los oídos. Se oyó una voz lastimera a lo lejos que lloraba como un bebé.
Durante un largo instante nadie dijo ni hizo nada. El chico que yacía boca arriba permaneció callado. Y Zil no se fijó más en él.
—Vale, seguid el plan —propuso Hank, tan calmado como si todo aquello no fuera más que un videojuego que hubiera puesto en «pausa».
Los chavales a los que habían encargado traer botellas empezaron a descargarlas. Lance se dirigió hasta el surtidor manual cuya gasolina procedía del depósito subterráneo. Empezó a vaciarlo y a llenar botellas de cristal que sostenían manos temblorosas.
—No me lo puedo creer —dijo alguien.
—¡Lo hemos conseguido! —se regocijó otro chaval.
—Todavía no —gruñó Zil—. Pero está empezando…
—Recordad —intervino Hank—. Meted los trapos bien adentro de la botella como os he dicho. Y que no se os mojen los mecheros.
Encontraron una carretilla entre los hierbajos detrás de la gasolinera. No iba muy bien, porque tenía la rueda torcida, pero bastaba para cargar las botellas.
El olor a gasolina se acumulaba en la garganta de Zil. Se estaba poniendo muy nervioso esperando el contraataque. Esperando ver a Sam acercarse, con las manos resplandeciendo.
Eso pondría fin a todo.
Pero por mucho que escudriñara la negra noche, Zil no veía al raro que podría detenerlos.
El pequeño Pete gruñía mientras apretaba los botones y deslizaba el dedo por la almohadilla de su consola.
Sam estaba callado, ausente. No había dicho nada desde que Taylor los sacó por la puerta y despertó a Astrid de un sueño inquieto.
Astrid se daba cuenta de que era una estupidez no hablar con Sam. Cuando Taylor la despertó, sumida aún en la confusión del sueño, pensó que Sam volvía corriendo con ella, tras perdonárselo todo.
Pero entonces Taylor le dijo que iba a por el resto del Consejo y Astrid supo que algo iba mal.
Y ahora estaban todos en su casa. Bueno, la mayoría. Decían que Dekka estaba enferma por algo que corría por ahí. Pero Albert estaba, y Astrid reconoció para sí que, en la medida en que Albert y ella estuvieran allí, los miembros importantes del Consejo estaban presentes.
Por desgracia, Howard también había venido. Nadie quería sacar a John de casa de noche. Ya se enteraría de todo por la mañana.
Eran suficientes: Astrid, Albert, Howard y Sam. Cuatro de siete. Y Astrid no pudo evitar fijarse también en que era más probable que cualquier voto se decantara a su favor.
Estaban sentados a la mesa bajo un inquietante sol de Sammy.
—Vale, Taylor, como parece que Sam no está precisamente hablador —comenzó Astrid—, ¿qué hacemos todos aquí?
—Han matado a un chaval esta noche —respondió Taylor.
Un centenar de interrogantes surgieron en la mente de Astrid, pero primero preguntó lo más importante:
—¿Quién era?
—Edilio cree que era Juanito. O Leonardo.
—¿Cree?
—Cuesta decirlo —contestó Taylor, no precisamente en broma.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Albert.
Taylor miró a Sam. Sam no dijo nada. Se quedó mirando. Primero su propia luz, que se cernía en el aire. Luego a Taylor. Estaba pálido y parecía casi frágil. Como si de repente fuera una persona mucho, mucho mayor.
—Lo han azotado —explicó Taylor—. Se parece a lo que le pasó a Sam.
Sam bajó la cabeza y se rodeó el cuello con las manos. Parecía que intentara aguantarse la cabeza, apretando fuerte como si pudiera explotar.
—Drake está muerto —afirmó Albert. Y lo decía como alguien que de verdad, de verdad esperara que fuera cierto—. Está muerto. Lleva muerto…
—Sí, bueno… —empezó Taylor.
—¿Sí bueno qué? —preguntó Astrid, y notó al instante el cambio de tono en su voz, el tono evasivo.
Taylor se movió un poco, incómoda.
—Mirad, Edilio me ha dicho que trajera a Sam aquí y os reuniera. Creo que Sam está en plan… bueno… que recuerda cosas que pasaron…
—Han azotado a ese chico. Igual que a mí… —dijo Sam al suelo—. Conozco las señales. Yo…
—No quiere decir que haya sido Drake —señaló Albert.
—Drake está muerto —repitió Astrid—. Los muertos no vuelven. No seamos ridículos.
Howard soltó un bufido burlón.
—Vale. Hasta aquí hemos llegado, Sammy. —E hizo un gesto como si se lavara las manos.
Astrid dio un manotazo en la mesa, que le sorprendió incluso a sí misma.
—Más vale que alguien me cuente de qué van todas estas miraditas.
—Brittney —empezó Howard, soltando el nombre como si fuera un veneno—. Ha vuelto. La tenía Sam y se la ha encolomado a Brianna, y me ha dicho que no dijera nada.
—¿Brittney? —Astrid estaba confundida.
—Sí. Ya sabes, ¿aquella chica muerta, Brittney? ¿Muy muerta? ¿Muerta hace mucho y enterrada hace mucho y que de repente va y está sentada hablando en mi casa? Esa Brittney.
—Sigo sin…
—Pues bueno, Astrid. Me parece que acabamos de descubrir los límites de tu gran cerebro de genio. El caso es que alguien que estaba totalmente muerto va de repente y ya no está muerto.
—Pero… —empezó Astrid—. Pero Drake…
—Tan muerto como Brittney —continuó Howard—. Lo cual puede ser un pequeño problema, dado que Brittney no está precisamente muerta.
Astrid sintió náuseas. No. Seguro que no. Imposible. Qué locura. Ni siquiera allí. Ni siquiera en la ERA.
Pero Howard no mentía. La cara de Taylor se lo confirmaba. Y Sam tampoco lo negaba.
Astrid se levantó y miró fijamente a Sam. Notaba un dolor punzante en la cabeza.
—¿No me lo has contado? ¿Está pasando todo esto y no se lo has contado al Consejo?
Sam apenas levantó la vista.
—No te lo ha contado a ti, Astrid —intervino Howard, que era evidente que disfrutaba de aquel momento.
Parte de Astrid sentía lástima por Sam. Sabía que aún le quedaba mucho para recuperarse de la paliza que le dio Drake. Bastaba mirarlo una sola vez, con la cabeza colgando, pequeño y asustado, para comprobarlo.
Pero no era el único a quien le aterrorizaba Drake. Al principio de todo, Drake fue a por ella. Y si Astrid lo recordaba, casi volvía a sentir el dolor de la bofetada que le dio.
Le hizo…
La acosó hasta que acabó llamando retrasado al pequeño Pete. La aterrorizó y le hizo traicionar a la persona que más quería del mundo.
Pero ella había conseguido dejar de pensar en ello. ¿Por qué no podía Sam hacer lo mismo?
Howard se rio.
—Sam no quería que la gente dijera la palabra con «z».
—¿La qué? —replicó Astrid.
—Zombi. —Howard puso cara de susto y extendió las manos como un sonámbulo.
—Taylor, sal de aquí —ordenó Astrid.
—Oye, yo…
—Esto es asunto del Consejo ahora —afirmó Astrid con toda la frialdad que pudo acumular en la voz.
Taylor dudó y miró a Sam buscando sus indicaciones. Pero él ni levantó la vista ni se movió. Taylor se tomó un segundo para hacer un corte de mangas a Astrid y salió de un salto de la habitación.
—Sam, sé que estás disgustado por lo que te pasó con Drake —empezó Astrid.
—¿Disgustado? —Sam repitió la palabra en tono irónico.
—Pero eso no es excusa para ocultarnos cosas.
—Ya —intervino Howard—. ¿No sabías que la única que puede ocultarnos cosas es Astrid?
—Cállate, Howard —dijo bruscamente Astrid.
—Sí, tenemos que mentir porque somos los listos —insistió Howard—. No como esos idiotas de ahí fuera.
Astrid volvió a concentrarse en Sam.
—Esto no está bien, Sam. El Consejo es responsable. No solo tú.
A Sam no parecía importarle lo más mínimo lo que estaba diciendo Astrid. Parecía casi inalcanzable, indiferente a lo que estaba ocurriendo a su alrededor.
—Oye, estamos hablando contigo —lo increpó Astrid.
Y eso funcionó. El chico apretó la mandíbula. Levantó la cabeza de repente. Y le llamearon los ojos.
—No me presiones. No fue a ti a quien azotaron y dejaron cubierta de sangre. Fue a mí. Fui yo quien entró en el pozo de la mina para intentar pelear con la gayáfaga.
Astrid parpadeó.
—Nadie minimiza lo que has hecho, Sam. Eres un héroe. Pero al mismo tiempo…
Sam se puso en pie.
—¿Al mismo tiempo? Al mismo tiempo tú estabas en la ciudad. Edilio tenía una bala en el pecho. Dekka estaba destrozada. Yo intentaba no gritar del… Albert, Howard y tú… no estabais, ¿verdad?
—¡Estaba ocupada enfrentándome a Zil, intentando salvar la vida a Hunter! —gritó Astrid.
—Pero no fuiste tú con tus palabras difíciles lo que detuvo a Zil, ¿verdad? Fue Orc. Y él estaba allí porque yo lo mandé a rescatarte. ¡Yo! —Y se clavó un dedo en el pecho con tanta intensidad que igual se hizo daño—. ¡Yo! ¡Brianna, Dekka, Edilio y yo! ¡Y el pobre Duck!
De repente volvió a aparecer Taylor.
—¡Oíd! ¡Uno de los soldados de Edilio acaba de llegar tambaleándose desde la gasolinera! Dice que alguien ha atacado y se ha apoderado del lugar.
Eso puso fin a la discusión.
Armado de un desprecio infinito, Sam se volvió hacia su novia y le preguntó:
—¿Quieres ir a encargarte de ello, Astrid?
La chica se puso roja.
—¿No? Ya me lo imaginaba. Supongo que entonces dependerá de mí.
Y el Consejo quedó en silencio tras su marcha.
—Quizá valga más que aprobemos algunas leyes rápido para que Sam pueda salvarnos el pellejo legalmente —propuso entonces Howard.
—Howard, vete a buscar a Orc —le ordenó Albert.
—¿Y ahora tú me das órdenes, Albert? —Howard meneó la cabeza—. Me parece que no. Ni tú ni ella. —Señaló con el pulgar a Astrid—. Puede que yo no os guste mucho, a vosotros dos, pero al menos sé quién nos salva el pellejo. Y si tengo que recibir órdenes de alguien, será de ese alguien que acaba de marcharse de aquí.