DIECISIETE

15 HORAS, 59 MINUTOS

—¿MADRE MARY? ¿PUEDO levantarme y ponerme contigo?

—No, cari. Vuelve a dormir.

—Pero no tengo sueño.

Mary puso la mano sobre el hombro de la niña de cuatro años y la condujo de vuelta hasta la habitación principal. Había camas en el suelo. Sábanas en el suelo. Pero ya no podía hacer gran cosa al respecto.

«Tu madre dice que ya has hecho suficiente, Mary».

Madre Mary, la llamaban. Como si fuera la Virgen María. Los niños le profesaban admiración. La admiraban profundamente. Pues qué bien. Eso no ayudaba mucho a Mary a avanzar en la rutina día y noche, día y noche.

Con «voluntarios» enfurruñados. Batallas interminables entre los chavales por los juguetes. Hermanos mayores que dejaban a sus hermanitos y hermanitas en la guardería. Arañazos, rasguños, resfriados, narices que sangraban, dientes caídos e infecciones de oído. Niños que se iban sin avisar, como Justin, el último. Y series interminables, interminables de preguntas por contestar. Demandas de atención que nunca cesaban, nunca, ni por un segundo.

Mary tenía un calendario. Había tenido que elaborarlo ella misma, dibujado cuidadosamente sobre un trozo grande de papel encerado. Necesitaba espacios grandes para escribir interminables recordatorios y notas. El cumpleaños de todos y cada uno de los niños. Cuando un niño se quejaba por primera vez de una infección de oído. Que debían ir a buscar más telas para hacer pañales. Conseguir una escoba nueva. Cosas que tenía que decir a John o a uno u otro de los trabajadores.

Ahora mismo miraba ese calendario. Miraba la nota que escribió para recordar que debía dar un día de fiesta a Francis en honor de tres meses de buen trabajo.

Pero Francis ya se lo había tomado por su cuenta.

En el horario había una nota de semanas atrás donde decía que tenía que conseguir «P». Eso quería decir Prozac. Pero no había encontrado. El botiquín de Dahra Baidoo estaba prácticamente vacío. Dahra le había dado un par de antidepresivos distintos, pero tenían efectos secundarios. Tenía sueños muy vívidos, absurdos, con los que se pasaba el día intranquila y temía volver a dormirse.

Comía lo que se suponía que tenía que comer.

Pero había vuelto a vomitar. No cada vez. Solo a veces. A veces podía elegir entre no comer y meterse el dedo en la garganta. A veces no podía controlar ambos impulsos, así que tenía que escoger uno.

Y luego sollozaba, porque detestaba su propia mente, los pequeños cánceres que parecían devorar su alma noche y día y día y noche.

«Tu madre te echa de menos…».

En el calendario, el día de la Madre estaba señalado en rojo.

«¡15.º cumple!».

Dio la vuelta al reloj de Francis y comprobó la hora. ¿De verdad era tan tarde? Solo faltaban dieciséis horas. Dieciséis horas para cumplir quince años.

No era mucho. Tenía que prepararse para ello, para el gran salto.

Tenía que prepararse para luchar contra la tentación que invadía a cada chaval de la ERA cuando llegaban a la fecha señalada.

Ahora todos sabían lo que pasaba. El tiempo parecía congelarse. Y mientras estabas en una especie de limbo, una persona se te acercaba y te tentaba. La persona a la que más querías agradar. Con la que más querías reencontrarte. Y te ofrecía una escapatoria. Te suplicaba que fueras con ella, que salieras de la ERA.

Había centenares de teorías sobre por qué ocurría. Mary había oído teorías numerológicas, teorías de la conspiración, teorías astrológicas, todo tipo de teorías sobre alienígenas, científicos del gobierno, etc.

La explicación de Astrid, la «explicación oficial» era que se trataba de un fenómeno de la naturaleza, una anomalía que nadie podía entender, cuyas reglas los chavales en el interior de la ERA debían intentar descubrir y comprender.

El extraño efecto psicológico del gran salto no era más que una distorsión mental. La persona que se te acercaba no era real como tampoco lo era el demonio que aparecía a continuación.

—No es más que la manera en que tu mente dramatiza la elección entre la vida y la muerte —explicó Astrid con su habitual tono de cierta superioridad.

La mayoría de los chavales no pensaba en ello. Los quince años quedaban muy lejos para un chaval de diez o doce años. Cuando se acercaban los quince empezabas a pensar en ello, pero Astrid, cuando aún tenían electricidad para imprimir, había impreso un práctico folleto con instrucciones denominado: «Sobrevivir a los 15».

Mary no pensaba que Astrid fuera a mentir a propósito. Por mucho que Nerezza afirmara que sí. Pero tampoco pensaba que Astrid fuera infalible.

En general, Mary no tenía tiempo que perder con indagaciones filosóficas. Por decirlo delicadamente, en general estaba hasta el cuello de crisis relacionadas con los niños.

Pero la fecha seguía acercándose. Y luego pasó lo de Francis.

Y ahora Orsay…

«Ese día liberarás a tus niños para poder volver a ser Mary la niña».

Mary sentía que la depresión se cerraba en torno a ella. Que la acechaba pacientemente. La observaba y esperaba. Y cuando percibía la menor debilidad, se acercaba.

Se había obligado a comer.

Y luego se había obligado a vomitar.

No era idiota. No es que no lo supiera. Sabía que se estaba desmoronando. Otra vez. Que se estaba viniendo abajo.

Y no tardaría en encontrarse en ese momento helado, intemporal, del que hablaba el útil folleto de Astrid. Y vería el rostro de su madre llamándola.

«Suelta la carga, Mary…».

«Y ve con ella».

Mary cerró los ojos con fuerza. Cuando los abrió, Ashley estaba de pie ante ella. La niñita estaba llorando. Había tenido una pesadilla y necesitaba un abrazo.

Una chavala llamada Consuela, uno de los soldados de Edilio, fue la primera en verlo, y corrió a contárselo a Edilio.

Pertenecía al turno que vigilaba a altas horas de la madrugada. Se lo encontró, gritó y fue corriendo donde estaba Edilio. Eso era lo que tenía que hacer.

Y ahora Edilio lo estaba observando. Preguntándose qué se suponía que tenía que hacer. Sabía la respuesta correcta: informar al Consejo. Había reñido a Sam por no hacerlo antes.

Pero es que aquello…

—¿Qué debería hacer? —susurró Consuela.

—No se lo digas a nadie.

—¿Debería ir a buscar a Astrid, o a Sam?

Eran preguntas perfectamente razonables. Y Edilio también deseaba una respuesta perfectamente razonable al respecto.

—Vete —le indicó Edilio—. Buen trabajo. Siento que hayas tenido que verlo.

Consuela se marchó encantada. Y Edilio lanzó una mirada torva en dirección a aquella cosa… aquella persona… aquel cuerpo… que sería como una daga en el corazón de Sam.

En los meses transcurridos desde la muerte de Drake Merwin, la derrota de la gayáfaga y el trato con los bichos, cierto orden y calma habían llegado a la ERA.

Edilio sintió que esa estructura endeble, el sistema que tanto se había esforzado por construir, el sistema que justo empezaba a creer que podría durar, se le deshacía entre las manos, como papel de seda en la tormenta.

Nunca había sido real. La ERA siempre ganaría.

Sam se inclinó por encima del cuerpo. La visión lo estremeció, y dio un paso tambaleante hacia atrás.

Edilio lo sujetó.

Sam sintió que el pánico se apoderaba de él. Quería huir. No podía respirar. El corazón le latía muy fuerte en el pecho. Las venas se le llenaban de agua helada.

Sabía lo que había ocurrido.

—Oye, jefe —intervino Edilio—. ¿Estás bien, colega?

Sam no lograba responderle. Cogía aire a pequeños sorbos. Como un niño pequeño que estuviera a punto de echarse a llorar.

—Sam —insistió Edilio—. Vamos, hombre…

Edilio miró el cuerpo mutilado y luego a su amigo y, después, de nuevo el cuerpo.

Él también lo había sufrido. Sam conocía las heridas terribles que veía. El cuerpo de un chaval de doce años llamado Leonard tenía marcas que Sam conocía y nunca olvidaría.

Las marcas de un látigo.

La calle estaba en silencio. No se veía a nadie. Nadie que pudiera haber sido testigo.

—Drake… —susurró Sam.

—No, colega: Drake está muerto y enterrado.

Sam se enfureció de repente y agarró a Edilio de la camisa.

—¡No me digas lo que estoy viendo, Edilio! ¡Es él! —gritó Sam.

Edilio se zafó pacientemente de los dedos de Sam.

—Escucha, Sam. Ya sé lo que parece. Te vi. Vi el aspecto que tenías aquel día. Así que ya lo sé, ¿vale? Pero colega, no tiene sentido. Drake está muerto y enterrado bajo toneladas de piedra en el pozo de la mina.

—Ha sido Drake —afirmó Sam, tajante.

—Oye, basta ya, Sam —le espetó Edilio—. Se te va la olla.

Sam cerró los ojos y volvió a sentir el dolor… Un dolor como nunca se había imaginado que pudiera existir fuera del infierno. El dolor de que lo quemaran vivo.

Los latigazos de la mano de Drake. Cada uno de ellos arrancaba tiras de carne y…

—No lo sabes… No sabes cómo fue…

—Sam…

—Aunque Brianna me inyectara hasta arriba de morfina… no lo sabes… no lo sabes… ¿vale? No lo sabes. Reza a Dios para que no llegues a saberlo nunca.

Taylor eligió ese momento para saltar a la plaza. Echó un vistazo al cuerpo y soltó un grito. Luego se tapó la boca y apartó la vista.

—Ha vuelto —señaló Sam.

—Taylor, llévate a Sam de aquí. Llévalo con Astrid —ordenó Edilio.

—Pero Sam y Astrid están…

—¡Hazlo! —rugió Edilio—. Y luego espabila y trae a los demás miembros del Consejo. ¿Quieren saber lo que pasa? Pues vale. Que se levanten de la cama.

—Nunca desaparece —dijo Sam con los dientes apretados—. ¿Sabes, Edilio? No desaparece. Siempre está conmigo, siempre está conmigo…

—Llévatelo —ordenó Edilio a Taylor—. Y di a Astrid que tenemos que hablar.