DIECISÉIS

16 HORAS, 42 MINUTOS

EN LAS HORAS más oscuras de la noche, Orsay se subió a la roca. Lo había hecho muchas veces, así que sabía dónde colocar los pies y agarrarse con las manos. Resbalaba en algunos puntos, y a veces temía caer al agua.

Se preguntaba si se ahogaría. No estaba muy profundo, pero ¿y si se daba en la cabeza al caer? Y se quedaba inconsciente en el agua, y la espuma le entraba en la boca…

La pequeña Jill, que llevaba un vestido limpio y ya no se aferraba tanto a su muñeca, trepó tras ella. Era sorprendentemente ágil.

Nerezza estaba justo detrás de ella mientras trepaba, observándola, sin quitarle los ojos de encima.

—Cuidado, profetisa —murmuró—. Y tú también, Jill.

Nerezza era una chica guapa. Mucho más guapa que Orsay, que era pálida y flaca y parecía casi cóncava, como si la hubieran vaciado, como si se hubiera replegado sobre sí misma. Nerezza estaba fuerte y saludable, con la piel impecable color oliva y el pelo negro brillante. Sus ojos tenían un brillo incongruente, eran de un tono verde increíble. A veces, a Orsay casi le parecía que brillaban en la oscuridad.

Defendía a Orsay con uñas y dientes. Un grupito de chavales estaba al pie de la roca, esperando ya. Nerezza se había vuelto para hablar con ellos.

—El Consejo se dedica a decir mentiras porque no quiere que nadie sepa la verdad.

Los suplicantes alzaron la vista esperanzados, expectantes. Querían creer que Orsay era una auténtica profeta. Pero habían oído cosas…

—Pero ¿por qué no quieren que lo sepamos? —preguntó alguien.

Nerezza adoptó una expresión lastimera.

—La gente que tiene poder normalmente quiere conservarlo. —Su tono sabelotodo cínico parecía funcionar. Los niños asentían, imitando la expresión mayor, más fría y sabia de Nerezza.

Orsay apenas recordaba cómo era la vida antes de que Nerezza se convirtiera en su amiga y protectora. Nunca había visto a Nerezza antes por la ciudad. Lo cual era raro, porque no era la clase de chica que pasabas por alto.

Claro que la propia Orsay era relativamente nueva en la ciudad. Antes vivía con su padre, que era guarda forestal del Parque Nacional Stefano Rey, y no bajó a la ciudad hasta mucho después de la llegada de la ERA.

Pero los poderes de Orsay se desarrollaron antes de la ERA. Al principio no sabía qué pasaba, no sabía de dónde procedían las imágenes extrañas que tenía en la mente. Pero acabó entendiéndolo. Estaba viviendo los sueños de otras personas. Se paseaba por sus fantasías mientras dormían. Veía lo que veían, sentía lo que sentían.

Y no siempre resultaba agradable. Había estado dentro de la cabeza de Drake, por ejemplo, y en aquel pozo de serpientes era mejor no mirar.

Con el paso del tiempo sus poderes parecían haberse expandido, desarrollado. Le habían pedido que intentara alcanzar la mente del monstruo en el pozo de la mina. Aquella a la que llamaban la gayáfaga. O la Oscuridad sin más.

Pero le desgarró la mente. Como si la cuchilla de un escalpelo hubiera atravesado todas las barreras de seguridad e intimidad de su cerebro. Y, después de aquello, nada volvió a ser igual. Tras aquel contacto, sus poderes alcanzaron un nuevo nivel. Un nivel no deseado.

Cuando tocaba la barrera, veía sueños del otro lado. De los de ahí fuera.

Los de ahí fuera…

Ya notaba su presencia al subirse a la roca y acercarse a la barrera. Los notaba pero no los oía, ni penetraba aún en sus sueños.

Solo podía hacerlo cuando tocaba la barrera. Porque al otro lado, fuera de la barrera, al otro lado de aquella barrera gris e impecable, ellos también tocaban. Orsay veía que la barrera era fina, pero impenetrable. Como una lámina de cristal lechoso de escasos milímetros de grosor. Eso era lo que creía, y eso era lo que sentía.

Ahí fuera, al otro lado, en el mundo, padres y amigos se acercaban como peregrinos, tocaban la barrera e intentaban alcanzar a la única mente capaz de oír sus lamentos y transmitir su pérdida.

Intentaban comunicarse con Orsay.

Los sentía. La mayor parte del tiempo. Al principio dudó, aún dudaba a veces. Pero era demasiado vívido para no ser real. Eso fue lo que Nerezza le dijo: «Las cosas que parecen reales son reales. Deja de dudar de ti misma, profetisa».

A veces dudaba de Nerezza. Pero no se lo decía. Había algo categórico en ella. Era fuerte, era una persona cuya profundidad Orsay no lograba entender. A veces casi temía lo segura que se mostraba.

Orsay llegó a lo alto de la roca y se sorprendió al ver que había varias docenas de chavales reunidos en la playa, o que incluso trepaban por la base de la roca misma.

Nerezza estaba justo debajo de Orsay. Hacía guardia y mantenía a los chicos apartados.

—Mira cuántos han venido… —comentó Nerezza.

—Sí —repuso Orsay—. Demasiados. No puedo…

—Debes hacer solo lo que puedas hacer —le recordó Nerezza—. Nadie espera que sufras más de lo que puedas aguantar. Pero habla con Mary. Si no puedes hacer nada más, predice lo de Mary.

—Duele… —reconoció Orsay. Le sabía mal reconocerlo. Todas aquellas caras ansiosas, esperanzadas, desesperadas estaban dirigidas hacia ella. Y lo único que tenía que hacer era soportar el dolor para aliviar sus miedos.

—¡Lo ves! Vienen pese a las mentiras de Astrid.

—¿Astrid? —Orsay frunció el ceño. Había oído a Nerezza comentar algo sobre Astrid antes. Pero la mayor parte de los pensamientos de Orsay estaban en otra parte. Solo era parcialmente consciente de lo que ocurría en el mundo que la rodeaba. Desde el día en que alcanzó a la Oscuridad, se sentía como si el mundo entero no fuera más que una manchita de color, con los ruidos amortiguados. Y parecía tocar las cosas a través de vendas de gasa.

—Sí, Astrid la genio cuenta mentiras sobre ti. De ella vienen las mentiras.

Orsay meneó la cabeza.

—Seguro que te equivocas. ¿Astrid? Si es una chica muy sincera…

—Seguro que vienen de Astrid. Está utilizando a Taylor y a Howard y a otros cuantos más. Las mentiras se desplazan rápido. Todo el mundo las ha oído ya. Y mira, aun así, cuántos han venido.

—Igual debería dejarlo estar… —sugirió Orsay.

—No puedes dejar que las mentiras te molesten, profetisa. No tenemos nada que temer de Astrid, la genio que nunca ve lo que está bien ni aun teniéndolo delante.

Nerezza esbozó su sonrisa misteriosa y luego pareció como si despertara de una ensoñación. Antes de que Orsay pudiera preguntarle qué quería decir, Nerezza propuso:

—Que cante la sirena.

Orsay solo había oído cantar a Jill dos veces. Y ambas fueron como experiencias religiosas, místicas. No importaba cuál fuera la canción, aunque algunas canciones casi te incitaban a hacer algo más que quedarte ahí escuchando.

—Jill, prepárate —le indicó Nerezza. Y luego, en voz más alta, se dirigió a los de la playa—: oíd todos. Tenemos una experiencia muy especial para vosotros. Inspirada por la profetisa, nuestra pequeña Jill tiene una canción para vosotros. Creo que todos la disfrutaréis.

Jill cantó los primeros versos de una canción que Orsay no reconocía.

Duérmete, no llores,

duérmete niñito…

El mundo envolvió a Orsay como una manta blanda y cálida. Su madre, su madre de verdad, nunca le había cantado nanas. Pero en su mente era una madre distinta, la madre que habría querido tener.

Que al despertar tendrás

ponis muy bonitos…

Y ahora Orsay veía, con la mente, los negros y los castaños, los tordos y los grises. Todos bailando en su imaginación. Y con ellos una vida que nunca había tenido, un mundo que no había conocido, una madre que cantara…

Duérmete…

Jill se calló. Orsay pestañeó, como una sonámbula al despertar. Vio a sus seguidores, los niños, todos muy apiñados, tanto que parecían fundirse en uno solo. Se habían arrastrado aún más cerca de Jill y se acumulaban pegados a la roca. Pero no miraban a Jill, ni a Orsay, sino el atardecer adornado con ángeles y los rostros de sus madres.

—Ha llegado la hora —indicó Nerezza a Orsay.

—Vale, de acuerdo.

Orsay puso la mano sobre la barrera. La descarga eléctrica le quemó las yemas de los dedos. Después de tantas veces, el dolor seguía siendo tan abrumador que tenía que hacer esfuerzos por reprimir el impulso imperioso de apartarse.

Pero mantuvo la mano contra la barrera, y el dolor le atravesó todos los nervios de la mano y le recorrió el brazo, abrasándole, quemándole.

Orsay cerró los ojos.

—Está… está… ¿está aquí Mary?

Una voz ahogó un grito.

Orsay abrió los ojos repletos de lágrimas y vio a Mary Terrafino en la parte de atrás. Pobre Mary, siempre tan cargada…

Tan terriblemente flaca. Los efectos del hambre que pasaba se habían visto empeorados en gran medida por la anorexia.

—¿Te refieres a mí? —preguntó Mary.

Orsay cerró los ojos.

—Tu madre… veo que sueña contigo, Mary —Orsay sintió que las imágenes se abalanzaban sobre ella, agradables, inquietantes, distrayéndola felizmente del dolor.

—Mary a los seis años… Tu madre te echa de menos… Sueña con cuando eras pequeña y te enfadaste tanto porque tu hermanito recibió un juguete para Navidad que tú querías…

—El monopatín… —susurró Mary.

—Tu madre sueña con que irás pronto con ella —continuó Orsay—. Vuelve a ser tu cumpleaños dentro de muy poco. Y ahora estás tan mayor… Tu madre dice que ya has hecho suficiente, Mary. Otros se encargarán de tu trabajo.

—No puedo… —La voz de Mary adoptó un tono afligido—. No puedo dejar solos a esos niños.

—Tu cumpleaños cae el día de la Madre, Madre Mary —susurró Orsay. Sus propias palabras le resultaban extrañas.

—Sí —reconoció Mary—. ¿Cómo lo has…?

—Ese día, Madre Mary, liberarás a tus niños para poder volver a ser Mary la niña —le indicó Orsay.

—No puedo abandonarlos…

—Y no lo harás, Mary. Cuando el sol se ponga los conducirás contigo a la libertad —susurró Orsay—. Cuando el sol se ponga y el cielo se vuelva rojo…

Sanjit se había pasado la tarde viendo una película protagonizada por su padre adoptivo, Fly boy too. La había visto antes. Todos habían visto todas y cada una de las películas de Todd Chance. Y la mayoría de las de Jennifer Brattle. Solo le faltaban las que incluían desnudos.

Pero Fly boy too tenía un interés especial por una escena de doce segundos que mostraba a un actor —o puede que fuera un piloto de verdad, quién sabe— pilotando un helicóptero. En este caso pilotaba mientras intentaba ametrallar a John Gage —interpretado por Todd Chance— que saltaba de vagón en vagón de un tren de carga que iba a toda velocidad.

Sanjit reprodujo la misma escena de doce segundos un centenar de veces hasta que la cabeza empezó a darle vueltas y comenzaron a llorarle los ojos.

Ahora que los demás estaban en la cama, Sanjit hizo el último turno de la noche con Bowie. O puede que fuera ya el turno del amanecer.

Se sentó en una butaca hundida junto a la cama de Bowie. Un flexo se arqueaba por encima de su hombro y proyectaba un pequeño círculo de luz sobre el libro que había abierto. Era una novela bélica sobre Vietnam, un país que estaba al lado de Tailandia, donde él nació. Al parecer hubo una guerra en ese país mucho tiempo atrás, y los americanos participaron en ella. Pero eso no era lo que le interesaba. Lo que le interesaba era que utilizaron muchos helicópteros, y aquella novela en particular se centraba en un soldado que pilotaba un helicóptero.

No era gran cosa, pero era lo único que tenía. El autor debía de haber investigado un poco. Las descripciones pintaban bien. No parecía que se las hubiera inventado.

Pero esa no era la manera de aprender a pilotar un helicóptero.

Bowie giró la cabeza violentamente hacia un lado, como si tuviera una pesadilla. Sanjit estaba lo bastante cerca como para ponerle la mano en la frente. El niño tenía la piel caliente y húmeda.

Era un niño guapo, Bowie, con los ojos azul claro y dientes de conejo. Tan pálido que a veces parecía uno de los dioses blancos de mármol que Sanjit había visto en la infancia que ya quedaba muy atrás.

Pero los dioses eran fríos al tacto. Y Bowie no.

Leucemia. No, seguro que no. Pero no era ni un resfriado ni gripe tampoco. Llevaba demasiado tiempo enfermo para ser gripe. Además, nadie más se había puesto enfermo. Así que probablemente no era ese tipo de cosa. No era contagioso.

Sanjit no tenía ninguna gana de ver morir a aquel niñito. Había visto morir a gente. A un anciano mendigo sin piernas. A una mujer que murió en un callejón de Bangkok tras tener un bebé. A un hombre al que acuchilló un chulo.

Y a un chico llamado Sunan.

Sanjit se hizo cargo de Sunan. La madre de Sunan era prostituta. Un día desapareció, y nadie sabía si estaba viva o muerta. Y Sunan se encontró en la calle. No sabía gran cosa. Sanjit le enseñó lo que pudo. Cómo robar comida. Cómo escapar cuando te atrapaban robando comida. Cómo conseguir que los turistas te dieran dinero por llevarles las bolsas. Cómo conseguir que los dueños de la tiendas te pagaran por guiar a los turistas extranjeros ricos hasta la tienda.

Cómo sobrevivir. Pero no cómo nadar.

Sanjit lo sacó del río Chao Phraya demasiado tarde. Apartó la vista del chaval durante un minuto, y cuando se volvió… ya era demasiado tarde. Para cuando lo sacó del agua cenagosa era demasiado tarde.

Sanjit volvió a sentarse y tomó de nuevo el libro. Le temblaban las manos.

Peace entró vestida con un pijama tipo mono y frotándose los ojos por el sueño.

—Me he olvidado a Noo Noo —comentó.

—Ah —Sanjit encontró a la muñeca en el suelo, la recogió y se la dio—. Cuesta dormir sin Noo Noo, ¿eh?

Peace cogió la muñeca y la sostuvo contra su pecho.

—¿Se va a poner bien Bowie?

—Bueno, eso espero —respondió Sanjit.

—¿Estás aprendiendo a pilotar el helicóptero?

—Claro. No cuesta nada. Hay unos pedales para los pies. Un palo llamado colectivo. Y otro palo llamado… no sé qué. Ya no me acuerdo. Pero no te preocupes.

—Siempre me preocupo, ¿no?

—Sí, más bien —Sanjit le sonrió—. Pero está bien, porque las cosas por las que te preocupas casi nunca pasan, ¿verdad?

—No —reconoció Peace—. Pero las cosas que espero tampoco pasan.

Sanjit suspiró.

—Sí, bueno, voy a hacerlo lo mejor posible.

Peace se acercó y le dio un abrazo. Entonces cogió su muñeca y se fue.

Sanjit volvió a concentrarse en el libro. Hablaba de no sé qué de un tiroteo con un tal «Charlie». Se lo leyó en diagonal, intentado extraer pistas suficientes para averiguar cómo pilotar un helicóptero. Desde un barco. Junto a un acantilado.

Cargado con toda la gente que le importaba.