29 HORAS, 51 MINUTOS
BRIANNA ACOGIÓ A Brittney, como Sam le pidió. Le dio una habitación. Sam le ordenó que no se lo dijera a nadie, y a Brianna le pareció bien.
Brianna respetaba a Astrid, a Albert y a los demás del Consejo, pero Sam y ella habían luchado juntos muchas veces. Él le salvó la vida. Ella le salvó la vida.
Jack también estaba en casa de Brianna, pero no le parecía que eso fuera asunto de Sam, ni de nadie. Jack estaba un poco mejor. La gripe parecía haber durado poco, uno de esos brotes que duran veinticuatro horas. Jack había dejado de toser de aquella manera terrible. Las paredes y el suelo volvían a estar a salvo. Además, una de las rarezas encantadoras de Jack era que, si algo no estaba en una pantalla de ordenador, no lo veía. Así que dudaba de que fuera a fijarse en la nueva habitante de la casa a no ser que tuviera un puerto USB en la cabeza.
Sam también pidió a Brianna que no hiciera otra cosa salvo dar de comer a Brittney, o ayudarla a lavarse un poco, aunque ahora lo más parecido a una ducha era meterse en las olas.
—No le hagas preguntas. —Sam se lo dejó muy claro.
—¿Por qué no?
—Porque puede que no queramos oír las respuestas… —murmuró, pero a continuación se corrigió—: mira, no queremos estresarla, ¿vale? Ha pasado algo muy extraño. No sabemos si esto es cosa de raros o qué. En cualquier caso, ya lo ha pasado bastante mal.
—¿Te parece? ¿Por estar muerta y enterrada y tal?
Sam suspiró, pero se mostró paciente.
—Si alguien la interroga, creo que mejor que no sea yo. Y tú desde luego tampoco.
Brianna sabía a qué se refería. Aunque mantuvieran a Brittney en secreto, Sam debía de pensar que todo aquello tendría que acabar descubriéndose. Y probablemente también pensaba que si alguien iba a interrogar a Brittney, debería ser Astrid.
Así que…
—Así que, Brittney, ¿cómo estás? —preguntó Brianna. Llevaba despierta unos pocos minutos, lo cual era mucho tiempo para Brianna. En unos pocos minutos había podido bajar a la costa, llenar una jarra de agua salada y volver corriendo a la casa.
Brittney seguía en la habitación donde Brianna la instaló. En la cama. Seguía echada con los ojos abiertos. Brianna se preguntaba si habría llegado a dormirse.
¿Dormían los zombis?
Brittney se incorporó. Brianna puso el agua en la mesilla de noche.
—¿Quieres lavarte un poco?
Las sábanas se habían manchado de barro, pero no estaban mucho más sucias que de costumbre. Resultaba tremendamente difícil lavar las cosas echándolas al océano y removiéndolas, aunque pudieras hacerlo a una velocidad supersónica como la de Brianna.
Las cosas seguían quedando sucias. Y rígidas debido a la sal. Y picaban. Y te salían sarpullidos.
Brittney medio sonrió, mostrando los aparatos sucios. Pero no tenía ningún interés en limpiarse.
—Vale, déjame ayudarte —Brianna cogió una camiseta vieja y sucia del suelo y la metió en el agua. A continuación limpió un poquito de barro del hombro de Brittney.
El barro salió. Pero la piel de Brittney no quedó limpia.
Brianna frotó un poco más. Salió más barro. Pero la piel seguía sin verse limpia.
Brianna sintió un escalofrío. Y Brianna no se asustaba casi de nada. Se había acostumbrado al hecho de que su velocidad la hacía casi invulnerable, imparable. Se había enfrentado directamente a Caine y salió riéndose. Pero lo de ahora sencillamente era inquietante.
Brianna tragó saliva. Volvió a frotar. Y otra vez lo mismo.
—Bueno… vale —dijo en voz baja—. Brittney, creo que igual ha… bueno… ha llegado la hora de que me cuentes qué te pasa. Porque me gustaría saber si estás aquí sentada pensando que te apetecería comerte mi cerebro.
—¿Tu cerebro? —preguntó Brittney.
—Sí, quiero decir, vamos Brittney. Eres una zombi. Hay que reconocerlo. Se supone que no debo decir esa palabra, pero alguien que surge de entre los muertos y sale de su tumba y camina entre nosotros es una zombi.
—No soy una zombi —afirmó Brittney con calma—. Soy un ángel.
—Ah…
—Llamé al Señor en mis tribulaciones y me escuchó. Tanner se dirigió a Él y le pidió que me salvara.
Brianna reflexionó un instante.
—Bueno, me imagino que es mejor que ser una zombi.
—Dame la mano —le pidió Brittney.
Brianna dudó, y se dijo a sí misma que si Brittney intentaba mordérsela podría retirarla antes de que le clavara los dientes.
Brianna extendió la mano. Brittney se la cogió. Tiró de ella, pero no en dirección a la boca, sino que puso la mano de Brianna contra su pecho.
—¿Lo notas?
—¿Notar el qué? —preguntó Brianna.
—El silencio. No tengo latido.
Brianna sintió frío. Pero no estaba tan fría como Brittney. Brianna no movió la mano. No notaba ninguna vibración.
No había latido.
—Y tampoco respiro —comentó Brittney.
—¿No? —susurró Brianna.
—Dios me ha salvado —afirmó Brittney convencida—. Ha escuchado mis plegarias y me ha salvado para que haga su voluntad.
—Brittney, has… has estado mucho tiempo ahí bajo tierra.
—Mucho —repitió Brittney. Y frunció el ceño, lo que hizo que se formaran arrugas en el barro de la cara. El barro que no se iba.
—Así que debes de tener hambre, ¿verdad? —preguntó Brianna, volviendo a su preocupación principal.
—No necesito comer. He tomado agua, me la he bebido, pero no he notado que bajara. Y me he dado cuenta de que…
—¿De qué?
—De que no la necesitaba.
—Vale.
Brittney volvió a mostrar su sonrisa metálica.
—Así que no quiero comerte el cerebro, Brianna.
—Eso está bien. ¿Así que qué quieres hacer?
—Se acerca el fin, Brianna. Por eso mis plegarias han recibido respuesta. Por eso hemos vuelto Tanner y yo.
—Tú y… vale. Cuando dices «el fin», ¿qué quieres decir?
—La profetisa ya está entre nosotros. Ella nos guiará para salir de aquí. Nos guiará hasta nuestro Señor, libres de toda atadura.
—Bien —dijo Brianna muy seca—. Solo espero que allí la comida sea mejor.
—Ah, sí que lo es. —Brittney se mostró entusiasta—. Hay pastel y hamburguesas con queso y todo lo que siempre has deseado.
—¿Así que tú eres la profetisa?
—No, no —negó Brittney, y bajó humildemente la vista—. No soy la profetisa. Soy un ángel del Señor. Soy la vengadora del Señor, he venido a destruir al malvado.
—¿Qué malvado? Tenemos unos cuantos. ¿Con tridente y tal?
Brittney sonrió, sin mostrar los aparatos esta vez. Era una sonrisa fría, invernal, secreta.
—Este demonio no lleva tridente, Brianna. El diablo viene con un látigo.
Brianna reflexionó a este respecto durante varios segundos.
—Tengo que ir a un sitio —acabó diciendo, y se marchó tan rápido como pudo.
—¿Qué quieres hacer por tu cumpleaños? —preguntó John a Mary.
Mary sacudió la caca de una servilleta que hacía las veces de pañal. Las heces cayeron en un cubo de basura de plástico que más tarde se llevarían y enterrarían en una trinchera cavada por la excavadora de Edilio.
—Me gustaría no tener que hacer todo esto, eso sería un cumpleaños estupendo —afirmó Mary.
—Lo digo en serio… —replicó John en tono de reproche.
Mary sonrió e inclinó la cabeza hacia la del chico, apoyando frente con frente. Era su versión de un abrazo, algo privado entre dos miembros de la familia Terrafino.
—Yo también lo digo en serio…
—Desde luego tendrías que tomarte el día libre —insistió John—. Quiero decir, si tienes que pasar por todo eso del puf. La gente dice que es intenso.
—Eso parece… —añadió Mary en tono distraído. Echó el pañal en un segundo cubo, que estaba medio lleno de agua. El agua olía a lejía. El cubo estaba colocado sobre un carrito rojo para poder transportarlo hasta la playa. Pero había gente que lavaba los pañales en el océano sin poner demasiado cuidado y se los devolvía aún manchados, y además picaban debido a la arena y la sal.
—Estás lista para eso, ¿no? —preguntó John.
Mary miró su reloj. El reloj de Francis. Se lo había quitado mientras se lavaba. ¿Cuántas horas le quedaban? ¿Cuántos minutos hasta el gran salto?
Mary asintió.
—He leído las instrucciones. He hablado con alguien que ya lo ha pasado. He hecho todo lo que se suponía que tenía que hacer.
—Vale. —John no parecía feliz. De la nada, añadió—: ya sabes que Orsay miente, ¿verdad?
—Sé que me hizo perder a Francis —replicó Mary—. Eso es lo único que sé.
—¡Sí! ¿Lo ves? ¿Ves lo que le pasó por escucharla?
—Me pregunto cómo le irá a Jill con ellas —comentó Mary en voz alta. Se puso con el siguiente pañal. Al haber desaparecido Francis y no contar con nadie totalmente preparado para ocupar su lugar, Mary tenía aún más trabajo que de costumbre. Y tampoco era precisamente el mejor…
—Debe de estar bien… —opinó John.
—Ya, pero si Orsay es una mentirosa de narices, igual no tendría que haberle dejado que se llevara a Jill.
John parecía perplejo, no estaba seguro de cómo responderle. Se sonrojó y bajó la vista.
—Estoy segura de que está bien —añadió Mary rápidamente, al ver la preocupación de John.
—Sí. Solo porque Orsay esté… mintiendo… no quiere decir que sea mala con Jill —remató John.
—Igual iré a ver qué tal está… en mi tiempo libre. —Mary se rio. Era un chiste recurrente que hacía tiempo que ya no resultaba gracioso.
—Igual sería mejor que te mantuvieras apartada de Orsay —propuso John.
—¿Sí?
—Quiero decir, no sé… Lo único que sé es que Astrid dice que Orsay se lo está inventando todo.
—Si Astrid lo dice, debe ser verdad.
John no contestó, pero parecía afligido.
—Vale, esta carga ya puede bajar a la playa —comentó Mary.
John parecía aliviado de tener la oportunidad de marcharse. Mary lo oyó irse, al chirriar las ruedas del carro. Miró hacia la habitación principal. Tenía tres ayudantes, pero solo uno de ellos estaba realmente motivado o entrenado. Pero podrían encargarse de las cosas durante unos minutos.
Mary se lavó las manos lo mejor que pudo y se las secó en los holgados tejanos.
¿Dónde estaría Orsay en ese momento?
Mary salió a la plaza y aspiró profundamente el aire que no olía ni a meado ni a caca. Cerró los ojos, disfrutando la sensación. Cuando volvió a abrirlos se sorprendió al encontrarse a Nerezza caminando rápidamente hacia ella, como si hubieran acordado encontrarse en ese momento y Nerezza llegara un poco tarde.
—Tú eres… —empezó Mary.
—Nerezza —le recordó la chica.
—Ah, sí. Es raro, pero no recuerdo haberte visto antes del otro día, cuando viniste y te llevaste a Jill.
—Ah, me habrás visto por ahí. Pero yo no soy importante. A ti todo el mundo te conoce, Mary, Madre Mary.
—Iba justo a buscar a Orsay —indicó Mary.
—¿Por qué?
—Quería ver cómo está Jill.
—No es por eso —afirmó Nerezza, casi sonriendo.
Las facciones de Mary se endurecieron.
—Vale, es por Francis, por eso. No sé lo que le dijo Orsay, pero debéis saber lo que ha hecho. No puedo creer que eso fuera lo que Orsay quería. Pero tenéis que pararlo, para que no vuelva a pasar.
—¿Qué no vuelva a pasar el qué?
—Francis ha saltado. Se ha matado.
Nerezza alzó las cejas oscuras.
—¿Eso ha hecho? No, no, Mary. Se ha ido con su madre.
—Qué tontería. Nadie sabe qué pasa si saltas durante el puf.
Nerezza puso la mano sobre el brazo de Mary. Fue un gesto sorprendente. Mary no estaba segura de que le gustara, pero no hizo que la apartara.
—Mary: la profetisa sabe lo que pasa. Lo ve. Cada noche.
—¿Ah, sí? Porque he oído decir que miente. Que se lo inventa todo.
—Sé lo que has oído —afirmó Nerezza con voz lastimera—. Astrid dice que la profetisa miente. Pero tienes que saber que Astrid es una persona muy religiosa, y demasiado orgullosa. Cree que sabe toda la verdad. No soporta la idea de que pueda haber alguien más elegido para revelar la verdad.
—Hace mucho tiempo que conozco a Astrid… —empezó Mary. Estaba a punto de negar lo que acababa de decir Nerezza. Pero era cierto, ¿no? Astrid era orgullosa. Y sus creencias eran muy firmes.
—Escucha las palabras de la profetisa —propuso Nerezza, como si divulgara un secreto—. La profetisa ha visto que todos sufriremos una época de tribulación terrible. Llegará dentro de muy pronto. Y entonces, Mary, entonces vendrán el diablo y el ángel. Y nos liberaremos en un atardecer rojo.
Mary contuvo el aliento, hipnotizada. Quería replicarle, quería desdeñarla. Pero Nerezza hablaba totalmente convencida.
—Ven esta noche, Mary, antes del amanecer. Ven y la profetisa misma te hablará. Eso te lo puedo prometer. Y luego, creo, verás la verdad y la bondad en su interior. —Nerezza sonrió y cruzó los brazos por encima del pecho—. Es como tú, Mary: fuerte y buena, y está llena de amor.