30 HORAS, 25 MINUTOS
EL PRIMER DÍA de la desaparición —o, como la consideraba en secreto, la liberación—, Sanjit inspeccionó junto con sus hermanos y hermanas la finca entera.
No encontró a un solo adulto. Ni a la niñera, ni al cocinero, ni a ningún encargado —lo cual fue un alivio porque uno de los ayudantes parecía un poco pervertido—, ni a las criadas.
Los chavales se quedaron juntos formando un grupo. Sanjit no dejaba de contar chistes para mantener a todo el mundo animado.
—¿Estáis seguros de que queremos encontrar a alguien? —preguntaba.
—Necesitamos adultos —afirmó Virtue a su manera pedante.
—¿Para qué, Choo?
—Para… —eso dejó a Choo sin respuesta.
—¿Y si alguien se pone enfermo? —preguntó Peace.
—¿Tú te encuentras bien? —le preguntó Sanjit.
—Creo que sí.
—¿Lo veis? Estamos bien.
Pese a que era innegable que se trataba de una situación inquietante, Sanjit se sentía más aliviado que preocupado. No le gustaba tener que responder al nombre de «Wisdom». No le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer prácticamente a cada minuto del día. No le gustaban las reglas. Y ahora, de repente, ya no había reglas.
No tenía respuesta a las insistentes preguntas de los otros sobre lo sucedido. Lo único que parecía claro era que todos los adultos habían desaparecido. Y la radio, los teléfonos y la tele vía satélite no funcionaban.
Sanjit se imaginaba que podría vivir sin todo aquello.
Pero los pequeños, Peace, Bowie y Pixie, se asustaron desde el principio. Incluso Choo, a quien Sanjit nunca había visto preocupado, se agobió mucho.
El silencio de la isla vacía resultaba opresivo. La enorme casa —con habitaciones que los niños ni siquiera habían visto antes, habitaciones que nadie utilizaba— parecía tan grande y estaba tan muerta como un museo. Y rebuscar en la casa del mayordomo, en la suite que ocupaba la niñera en el piso de arriba, en los diversos bungalós y dormitorios, hizo que se sintieran como ladrones.
Pero, aquella primera noche, todos se animaron cuando volvieron a la casa principal y abrieron la cámara frigorífica en busca de una cena que hacía ya rato que necesitaban.
—¡Sí que tienen helado! —los acusó Bowie—. Siempre han tenido helado. Nos mintieron. Tienen toneladas de helado.
Había doce tarrinas grandes de casi veinte litros de helado. Casi doscientos cincuenta litros de helado.
Sanjit dio una palmadita en el hombro a Bowie.
—¿De verdad te sorprende, pequeñín? El cocinero pesa como 130 kilos, y Annette no se queda atrás. —Annette era la criada que limpiaba las habitaciones de los niños.
—¿Podemos comer un poco?
Aquella primera vez, Sanjit se sorprendió de que le pidieran permiso. Era el mayor, pero nunca se había planteado que estuviera al mando.
—¿Me lo pides a mí?
Bowie se encogió de hombros.
—Supongo que por ahora eres el adulto.
Sanjit sonrió.
—Entonces, como adulto temporal, decreto que podemos comer helado para cenar. Coge una de esas tarrinas y cinco cucharas y no pararemos hasta llegar al final.
Eso mantuvo a todo el mundo contento durante un rato. Pero Peace acabó levantando la mano, como si estuviera en el colegio.
—No tienes que levantar la mano —le indicó Sanjit—. ¿Qué ocurre?
—¿Qué va a pasar?
Sanjit lo pensó durante unos segundos. Sabía que normalmente no era una persona reflexiva. Normalmente era un bromista. No un payaso, pero tampoco alguien que se tomara la vida demasiado en serio. Tomarse la vida en serio correspondía a Virtue.
En la época en la que Sanjit vivía en las calles y los callejones de Bangkok los peligros nunca cesaban: estaban los jefes de las fábricas que intentaban secuestrarte y ponerte a trabajar catorce horas al día; los policías que te pegaban; los tenderos que te perseguían desde sus puestos de frutas con palos de bambú, y siempre los chulos que te entregaban a extraños hombres extranjeros para satisfacer sus deseos.
Pero Sanjit siempre intentaba reír y no llorar. Por mucha hambre o miedo que tuviera, por muy enfermo que se sintiera, nunca había cedido como otros chavales que veía. No se había embrutecido, aunque por supuesto sobrevivía robando. Y al hacerse mayor en aquellas calles tremendamente excitantes, aterradoras y nunca aburridas, había desarrollado cierta chulería, cierta actitud que le hacía destacar. Había aprendido a vivir día a día, a no preocuparse mucho del día siguiente. Si tenía comida para pasar el día, si tenía una caja donde dormir, si en los harapos que llevaba no se habían acumulado demasiados piojos, estaba contento.
—Bueno, pues tenemos mucha comida —señaló Sanjit cuando cuatro caras lo miraron en busca de consejo—. Así que lo que haremos es quedarnos por aquí, ¿no?
Y esa respuesta bastó para el primer día. Todos estaban desconcertados, pero siempre se habían dedicado a cuidar los unos de los otros, pues no confiaban demasiado en los adultos indiferentes que los rodeaban. Así que se lavaron los dientes y se arroparon los unos a los otros aquella primera noche; Sanjit fue el último en irse a su habitación.
Pixie se acercó para dormir con él. Luego vino Peace, sosteniendo una manta y con ojos llorosos. Y luego Bowie también.
Cuando se hizo de día elaboraron un horario. Se encontraron para el desayuno, que consistió básicamente en tostadas con mucha mantequilla prohibida y mermelada prohibida y montones de gruesa Nutella prohibida.
Después salieron de la casa y entonces fue cuando se percataron del extraño chirrido.
Corrieron hasta el borde del acantilado. Unos treinta metros por debajo vieron el yate, un barco enorme, bonito, elegante, tan grande que tenía su propio helicóptero, y que se había encallado. La proa en forma de cuchillo estaba abollada, encajada entre unas rocas enormes. Cada olita que se formaba levantaba el barco y lo volvía a hundir, chirriando.
El yate pertenecía a sus padres. Ni siquiera sabían que venía, no sabían que sus padres estaban cerca.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Peace con voz trémula.
Virtue contestó.
—Se ha estampado contra la isla. Debía de estar acercándose… y entonces… se ha estampado contra la isla.
—¿Por qué no lo ha parado el capitán Rocky?
—Porque ha desaparecido —explicó Sanjit—. Como todos los otros adultos.
Por algún motivo fue entonces cuando Sanjit se dio cuenta de todo. Nunca había sentido mucho afecto por los dos actores que se hacían llamar madre y padre, pero al ver su yate estrellado contra las rocas lo entendió.
Estaban solos en la isla. Puede que solos en el mundo entero.
—Alguien vendrá a por nosotros —dijo Sanjit, aunque no estaba seguro de creérselo.
Así que esperaron. Días. Y luego semanas.
Y luego empezaron a racionar la comida. Aún quedaba mucha. La isla estaba abastecida para fiestas que en ocasiones incluían a un centenar de huéspedes, que venían en helicóptero y jet privado.
Sanjit había visto algunas de esas fiestas. Luces por todas partes, todo tipo de gente famosa con ropa elegante que bebía y comía y se reía demasiado alto, mientras que los niños tenían que quedarse en sus habitaciones, y a veces los sacaban para decir buenas noches y oír a la gente hablar de lo estupendo que era que sus padres hubieran sido tan generosos al rescatar a «estos niños».
Pero Sanjit nunca se había considerado rescatado.
Aún quedaba mucha comida. Pero el combustible diésel que hacía funcionar el generador se estaba acabando pese a todos sus esfuerzos por gastarlo con prudencia.
Y ahora también estaba lo de Bowie. Normalmente, Sanjit esquivaba las responsabilidades. Pero no podía dejar que Bowie muriera.
Solo había dos maneras de entrar y salir de la isla. En barca, y no tenían. O en helicóptero, que sí tenían. Más o menos.
Había llegado la hora de plantearse en serio la opción más imposible.
Sanjit y Virtue encontraron una cuerda en la caseta del encargado. Sanjit aseguró un extremo alrededor del endeble tronco de un árbol joven. Y arrojó el otro extremo al vacío.
—Probablemente nos caerá el árbol encima, ¿eh? —se rio.
Sanjit y Virtue bajaron. Ordenaron al resto que no se moviera, que se mantuvieran alejados del acantilado y que esperaran.
Sanjit perdió el equilibrio y se deslizó rozando con el culo dos veces hasta que consiguió pararse clavando el talón en un arbusto o un afloramiento rocoso. Al final la soga no sirvió para nada en el descenso. Se desplazó a la derecha del camino, demasiado lejos para alcanzarla.
El barco, el Chico volador II seguía ahí, abollado, oxidándose, cubierto de algas en torno a la línea de flotación. Se bamboleaba con las olas leves, y la popa parecía aferrarse desesperadamente a las rocas contra las que había chocado meses atrás.
—¿Cómo nos subimos al barco? —preguntó Virtue cuando acabaron de descender.
—Qué buena pregunta, Choo.
—Pensaba que eras invencible, Sanjit.
—Invencible sí, pero no intrépido —lo corrigió Sanjit.
Virtue sonrió con ironía.
—Si escalamos por esa roca, igual podremos agarrarnos a la barandilla de popa y subirnos.
Desde abajo el barco parecía mucho más grande. Y el movimiento leve con el que la popa abollada se balanceaba adelante y atrás parecía mucho más peligroso.
—Vale, hermanito. Lo voy a hacer, ¿vale? —indicó Sanjit.
—Yo trepo mucho mejor que tú.
Sanjit le puso la mano en el hombro.
—Choo, hermano, no verás muchas veces en las que sea valiente y me sacrifique. Disfruta de esta. Puede que sea la última.
Y para evitar futuras discusiones, Sanjit se encaramó al espolón y fue avanzando con cuidado, con cautela, hasta el final. Las zapatillas resbalaban en la roca cubierta de algas y agua salada. Se apoyó con una mano sobre el casco blanco. La cubierta le quedaba a la altura de la vista.
Se agarró con ambas manos a la barandilla de acero inoxidable de aspecto frágil y tiró para subirse hasta que los codos quedaron en ángulo recto. La zona peligrosa quedaba justo debajo de él, y, si se soltaba, tendría suerte si sobrevivía con un pie aplastado.
No se subió con mucha elegancia, pero solo se hizo una rascada en un codo y una rozadura en el muslo. Se quedó unos segundos boca abajo, jadeando, en la cubierta de madera de teca.
—¿Ves algo? —le gritó Virtue.
—He revivido toda mi vida en un segundo, ¿eso cuenta?
Sanjit se incorporó, doblando las rodillas para balancearse con el barco. No se oía actividad humana. No se veía a nadie. No es que le sorprendiera, pero, en el fondo, Sanjit casi esperaba ver cadáveres.
Colocó las manos sobre las barandillas, miró hacia el rostro ansioso de Virtue y exclamó:
—¡Ah del barco, compañero!
—Vete a echar un vistazo —le pidió Virtue.
—«¡Vaya a echar un vistazo, capitán!», tienes que decirme.
Sanjit fue paseándose con fingida despreocupación hasta la primera puerta que encontró. Había visitado el yate un par de veces antes, cuando Todd y Jennifer aún estaban, así que sabía cómo era.
Tuvo la misma sensación inquietante del primer día de la gran desaparición: como si entrara en lugares donde no debía estar, y no hubiera nadie para detenerlo.
Silencio. A excepción del crujido del casco.
Qué mal rollo. Un barco fantasma. Como salido de Piratas del Caribe. Pero muy pijo. Con cristaleras muy elegantes. Estatuitas metidas en huecos. Pósteres de películas enmarcados. Fotos de Todd y Jennifer con algún actor viejo y famoso.
—¿Hola? —llamó, y al instante se sintió como un idiota.
Volvió a la proa.
—No hay nadie en casa, Choo.
—Han pasado meses —le recordó Virtue—. ¿Qué pensabas? ¿Que estaban todos aquí abajo jugando a las cartas y comiendo patatas fritas?
Sanjit encontró una escalera y la deslizó por el lateral.
—Sube a bordo —indicó.
Virtue subió por la escalera y al instante Sanjit se sintió un poco mejor. Poniéndose la mano a modo de visera para la luz vio a Peace en lo alto del acantilado, mirando ansiosa. Entonces agitó la mano para indicarle que todo iba bien.
—Así que supongo que no habrás encontrado un manual para el helicóptero por ahí…
—¿Helicópteros para inútiles? —bromeó Sanjit—. No, no precisamente.
—Deberíamos buscarlo.
—Sí. Eso estaría genial. —Sanjit perdió momentáneamente su desenfadado sentido del humor al ver a Peace en el acantilado—. Porque, entre tú y yo, Choo, la idea de intentar salir volando en helicóptero de aquí hace que me mee de miedo.
Seis botes de remos salieron del puerto deportivo bajo las estrellas brillantes. Con tres chavales en cada uno. Dos remaban, uno iba al timón. Los remos brillaban fosforescentes con cada palada.
La flota de Quinn. La armada de Quinn. La poderosa marina de Quinn.
El chico no tenía por qué remar; a fin de cuentas, era el jefe de toda la operación pesquera, pero había descubierto que le gustaba.
Antes salían con lanchas motoras y desde ahí lanzaban los sedales y las redes. Pero la gasolina, como todo lo demás en la ERA, escaseaba. Les quedaban unos pocos bidones en el puerto deportivo, pero tenían que guardárselos para urgencias, no para la pesca diaria.
Así que todo se basaba en remos y espaldas doloridas. El día era muy, muy largo, y empezaba mucho antes de amanecer. Tardaban una hora en prepararlo todo por la mañana. Cargaban las redes después de secarlas, el cebo, los ganchos, los sedales, las cañas, las barcas en sí, la comida del día, el agua, los chalecos salvavidas. Luego tardaban otra hora más remando hasta alejarse lo bastante del puerto.
Seis barcas, tres armadas con cañas y sedales y tres que arrastraban redes. Hacían turnos porque todo el mundo detestaba las redes. Había que remar más, ir arrastrándolas adelante y atrás, despacio, por el agua. Y luego cargarlas en la barca y sacar los pescados y cangrejos y desechos varios de las cuerdas. Un trabajo muy duro.
Más adelante, por la tarde, salía una segunda tanda para pescar básicamente los murciélagos azules acuáticos. Los murciélagos acuáticos eran una especie mutante que vivía en cuevas durante la noche y salía volando al agua durante el día. Los murciélagos solo servían para alimentar a los bichos, los gusanos asesinos que vivían en los campos de verduras. Los murciélagos eran el tributo que los chavales pagaban a los bichos. La economía de Perdido Beach dependía doblemente de los esfuerzos de Quinn.
Hoy Quinn había salido en una barca con redes. Se despreocupó durante mucho tiempo y, en los primeros meses tras la llegada de la ERA, estaba cada vez menos en forma. Pero ahora disfrutaba de tener piernas, brazos, hombros y espalda cada vez más fuertes. Claro que ayudaba que recibiera un suministro mejor de proteínas que la mayoría de la otra gente.
Quinn trabajó durante toda la mañana con Big Goof y Katrina, y a los tres les cundió bastante. Sacaron varios peces pequeños y uno enorme.
—Y yo que estaba seguro de que se había enganchado la red —comentó Big Goof. Miraba feliz el pescado de metro y medio de largo en el fondo de la barca—. Creo que es el más grande que hemos pillado.
—Creo que es un atún —opinó Katrina.
Ninguno de ellos sabía realmente qué eran algunos de los peces. O eran comestibles o no, o tenían muchas espinas o no. Aquel pescado, que boqueaba lentamente su último aliento, parecía muy comestible.
—Pues igual —dijo Quinn sin estar convencido—. Pero bueno, es grande.
—Hemos tenido que cargarlo entre los tres —señaló Katrina, riéndose feliz mientras pensaba en los tres deslizándose, derrapando y soltando tacos.
—Ha sido una buena mañana —opinó Quinn—. Así qué, chicos, ¿os parece que ha llegado la hora del brunch? —ya era un chiste muy gastado entre ellos. A media mañana todos se morían de hambre, así que lo llamaban brunch.
Quinn sacó el silbato de plata de entrenador que utilizaba para comunicarse con su flota. Silbó tres veces y las otras barcas se pusieron a remar y empezaron a dirigirse hacia donde él estaba. Todo el mundo hallaba energías renovadas cuando llegaba la hora de reunirse para el brunch.
No había olas ni tormentas, tampoco a una milla de la costa, era como estar en un plácido lago de montaña. Desde aquella distancia, incluso se podía pensar que Perdido Beach tenía un aspecto normal. Parecía una encantadora ciudad de playa que brillaba al sol.
Sacaron el hibachi y la leña que habían mantenido seca, y Katrina, a la que se le daban de maravilla esas cosas, encendió un fuego. Una de las chicas de otra barca cortó la cola del atún, le quitó las escamas y la cortó en filetes de un rosa tirando a púrpura.
Además del pescado tenían tres repollos y unas alcachofas hervidas, frías. El olor del pescado cocinándose era como una droga. Nadie podía pensar realmente en nada más hasta que se lo habían comido.
Luego se sentaban, reclinándose, con las barcas atadas entre sí, y hablaban. Así descansaban antes de pasar otra hora pescando y luego se enfrentaban a la larga remada de vuelta.
—Apuesto a que era atún —señaló un chico.
—No sé qué era, pero estaba bueno. No me importaría comerme unos cuantos filetes más.
—Oye, tenemos mucho pulpo —señaló alguien. Los pulpos no los pescaban; se pescaban a sí mismos la mayor parte del tiempo. Y a nadie le gustaban especialmente. Pero todos los habían comido en más de una ocasión.
—¡Púlpate esta! —exclamó alguien, con un gesto ordinario.
Quinn estaba mirando hacia el norte. Perdido Beach quedaba en el extremo sur de la ERA, encajado contra la barrera. Quinn pasó con Sam los primeros días de la ERA, cuando huyeron de Perdido Beach y se dirigieron hacia la costa buscando una salida.
El plan original de Sam era seguir la barrera hasta el final. Paso a paso, por mar y por tierra, buscando un punto por donde escapar.
Pero eso no había sucedido. Habían ocurrido otras cosas.
—¿Sabéis qué tendríamos que haber hecho? —dijo de repente, percatándose apenas de que hablaba en voz alta—. Tendríamos que haber explorado esa zona de allá arriba. Cuando aún teníamos mucha gasolina.
—¿Explorar el qué? —preguntó Big Goof—. Quieres decir, ¿buscar peces?
Quinn se encogió de hombros.
—Aquí no es que se nos hayan acabado precisamente los peces. Casi siempre pescamos unos cuantos. ¿Pero a veces no os preguntáis si hay peces mejores más al norte?
Big Goof lo pensó detenidamente. No era ninguna lumbrera; era fuerte y amable, pero no muy curioso.
—Hay que remar mucho…
—Sí, así sería —reconoció Quinn—. Pero lo que digo es, si aún tuviéramos gasolina…
Se bajó la visera de su sombrero blando y se planteó echarse una breve siesta. Pero no, eso no. Estaba a cargo de todo. Por primera vez en la vida, Quinn tenía responsabilidades. No quería estropearlo.
—Hay islas allá arriba —señaló Katrina.
—Sip —bostezó Quinn—. Ojalá las hubiésemos explorado. Pero Goof tiene razón: hay que remar mucho, mucho.