45 HORAS, 16 MINUTOS
ORC HABÍA TERMINADO hundiendo todos los sofás y camas que Howard encontraba para él. No de inmediato, no en cuanto se sentaba, pero sí al cabo de pocos días.
Pero eso no detuvo a Howard. No dejaba de intentarlo. Lo que había instalado actualmente era más una cama que un sofá o una silla. Tres colchones grandes apilados y arrinconados para que Orc pudiera levantarse apoyándose contra la pared. Y una lona de plástico impermeable sobre la parte superior de la pila. A Orc le gustaba beber. A veces, cuando había bebido bastante, mojaba la cama; otras vomitaba encima. Y entonces Howard cogía los extremos de la funda y la arrojaba en el patio trasero con el resto de fundas asquerosas, muebles rotos, otras fundas de colchón que apestaban a vomitona y demás objetos que cubrían gran parte del patio.
Nadie sabía realmente cuánto pesaba Orc, pero no era ligero, eso seguro. Y tampoco gordo.
Orc había sufrido una mutación extrañísima y muy inquietante. Los coyotes lo atacaron y quedó muy malherido. Mucho. Gran parte de su cuerpo fue devorado por las bestias salvajes hambrientas.
Pero no se murió. Las partes desgarradas, destrozadas y masacradas de su cuerpo fueron sustituidas por una sustancia que parecía grava húmeda. Y hacía un ruidito leve como el lodo cuando se movía.
Lo único que quedaba de la propia piel de Orc era un trozo alrededor de la boca y una mejilla. A Howard le parecía increíblemente delicado. Veía la carne rosada que se había vuelto del color de la masilla bajo la luz verde artificial.
Orc estaba despierto, pero a duras penas. Y solo porque Howard le mintió y le dijo que no le quedaba bebida.
Orc observaba torvo desde su posición privilegiada en la esquina cómo una chica se sentaba en la silla que Howard le había traído de la cocina.
—¿Quieres un poco de agua? —le preguntó Howard.
—Sí, por favor —dijo la chica.
Con manos temblorosas, Howard llenó un vaso de la jarra grande y se lo dio. Ella lo cogió con las manos recubiertas de tierra y se lo llevó a los labios hinchados.
Entonces se lo bebió todo.
Muy normal. Perfectamente normal, salvo por el hecho de que no era para nada normal.
—¿Quieres más? —le preguntó Howard.
Brittney le devolvió el vaso.
—No, gracias.
Howard consiguió controlarse y detener el temblor de los dedos y lo cogió. Casi se le cae. Lo dejó en la mesa y se cayó por el borde. No se rompió, sino que rebotó en la madera, pero de todos modos hizo un ruido estruendoso. Howard se estremeció.
En cambio, le resultó reconfortante que llamaran a la puerta.
—Gracias a Dios —murmuró Howard, y corrió a responder.
Era Sam con Taylor. Sam estaba muy serio. Aunque eso ya era normal. El pobre Sammy había perdido parte de la chispa despreocupada de chico surfero.
—Howard —dijo Sam con la voz que utilizaba cuando intentaba ocultar su desprecio.
Pero a Sam le pasaba algo más. Aunque temblara de miedo, Howard lo veía. Había algo raro en su manera de reaccionar.
—Oye, gracias por pasarte —empezó Howard—. Te ofrecería té y galletas, pero lo único que tenemos es mole hervido y alcachofas. Además, tenemos una chica muerta en el salón.
—¿Una chica muerta? —replicó Sam, y otra vez igual. Había reaccionado de un modo raro. Estaba demasiado tranquilo y serio.
Claro, Taylor se lo había contado. ¡Claro! Claro. Por eso Sam no se sorprendía. Pero aún le parecía que había algo raro en la reacción de Sam. Howard había conservado su puesto porque interpretaba muy bien a la gente. Hacía mucho tiempo que estaba a buenas con Orc, y, con todo en contra, consiguió hacerse un sitio en el Consejo del ayuntamiento. Pese a que Sam seguro que sospechaba que era Howard quien vendía la mayoría de las sustancias ilegales de Perdido Beach.
Sam se quedó ahí de pie mirando a Brittney, quien le devolvió la mirada. Como si Sam fuera un profesor preparándose para hacerle una pregunta.
«Brittney, ¿puedes explicarnos el valor del Compromiso de Misuri? ¿No? Bueno, entonces, jovencita, tienes que volver a leerte los deberes. Ah, y, por cierto, ¿cómo es que no estás muerta?».
—Hola, Brittney —dijo Sam.
—Hola, Sam —respondió Brittney.
Howard se fijó en que tenía barro incluso en el aparato dental. El agua solo se lo había aclarado un poquito. Veía un trocito de grava atascada entre los alambres junto al canino izquierdo de Brittney.
Howard pensó que se fijaba en unas cosas muy extrañas.
«Sí, eso sí que es raro, y no que esté aquí sentada charlando».
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Sam.
Brittney se encogió de hombros.
—Pues caminando, supongo… No me acuerdo.
Orc habló por primera vez, gruñendo en voz baja:
—Estaba ahí en el porche cuando he salido a echar una meada.
Sam miró a Howard, quien asintió.
—¿Sabes dónde estás? —le preguntó Sam.
—Claro. Estoy en… —empezó Brittney. Pero entonces frunció un momento el ceño, hasta que dijo—: Estoy aquí.
—¿Nos conoces a todos?
La chica asintió despacio.
—Sam, Howard, Taylor, Orc, Tanner.
—¿Tanner? —soltó Taylor.
Eso sí que sorprendió a Sam. Howard estaba perplejo.
—¿Quién es Tanner?
—Uno de los peques que… —empezó Taylor, pero se mordió el labio—. Es su hermano pequeño. Estaba en la guardería cuando…
Las piezas empezaban a encajar para Howard. Se había olvidado de ese nombre. Tanner, uno de los párvulos que murieron en lo que la gente llamó la Batalla de Acción de Gracias, o la Batalla de Perdido Beach. Coyotes locos de ira. Disparos caóticos. Drake, Caine y Sam utilizando todos sus poderes.
—¿Dónde está Tanner? —preguntó Sam en voz baja.
Britney sonrió en dirección al espacio que quedaba entre Howard y Taylor.
—Justo donde está siempre.
—Brittney, ¿sabes lo que ha ocurrido? —Estaba claro que Sam no sabía muy bien cómo plantear la pregunta—. Brittney, ¿recuerdas que estuviste en la central nuclear? Caine y Drake vinieron y…
El grito de la chica los sobresaltó a todos, Orc incluido.
Fue un chillido fortísimo, un ruido muy fuerte, lleno de algo que solo podía ser odio.
—¡El demonio! —gritó, seguido de un aullido animal, un ruido que se alzó y a Howard le puso los pelos de la nuca de punta, haciéndole sentir como si se deshiciera por dentro.
De repente la chica se calló y levantó un brazo. Se lo quedó mirando como si no formara parte de ella, como si no supiera qué hacía allí. Arrugó la frente, desconcertada.
Sam rompió el silencio estupefacto.
—Brittney, puedes decirnos…
—Creo que me está entrando sueño… —empezó la chica, dejando caer el brazo a un costado.
—Vale —siguió Sam—. Yo… esto… encontraremos un sitio para que pases la noche. —Miró a Taylor—. Salta a casa de Brianna. Dile que vamos para allá.
Howard casi se ríe. A Brianna no le haría ninguna gracia. Pero Sam quería contárselo a alguien que sin duda le fuera fiel.
—Que todo esto no salga de aquí —amenazó Sam.
—¿Más secretos, Sammy? —intervino Howard.
Sam se estremeció, pero no cedió.
—La gente ya está lo bastante asustada —repuso.
—Pides mucho, Sammy, muchacho —le advirtió Howard—. A fin de cuentas, yo estoy en el Consejo. Me pides que se lo oculte a mis compañeros del Consejo. No quiero que Astrid se ponga furiosa conmigo.
—Sé lo de tu negocio de alcohol y drogas —contraatacó Sam—. Te arruinaré la vida.
—Ah… —Fue la reacción de Howard.
—Vale. Necesito un poco de tiempo para entender todo esto —explicó Sam—. No necesito que la gente hable de… nada.
Howard se rio.
—Quieres decir…
—No —le cortó Sam—. Ni lo menciones.
Riéndose, Howard juró sobre el pecho.
—Te lo juro. No seré el primero en usar la palabra con z. —Entonces soltó, en un susurro orquestado—: Zom… biii.
—No es una zombi, Howard. No seas idiota. Debe de tener algún tipo de poder que le permite regenerarse. Si lo piensas, no es muy distinto de lo que hace Lana. A fin de cuentas, vuelve a estar entera, y quedó destrozada cuando la enterramos.
Howard se rio.
—Ajá. Solo que no sé por qué, pero no me acuerdo de que Lana haya salido nunca de una tumba.
Sam se dirigió hacia casa de Brianna. Brittney iba caminando detrás de ellos. Mientras los veía marcharse, Howard pensó que era perfectamente normal: otro paseo con una persona muerta.
El pequeño Pete se despertó. Estaba oscuro. Bien. Con la luz se le atiborraba el cerebro.
Y había silencio. Bien. Los ruidos hacían que le doliera la cabeza.
Y él mismo también tenía que seguir callado o alguien vendría y traería luz y ruidos y toqueteos y dolor y pánico y todo le vendría encima como una marea de más de mil kilómetros de alto, obligándole a dar vueltas, aplastándolo, asfixiándolo.
Y entonces tendría que encerrarse. Tendría que apagarlo todo. Esconderse. Volver al juego, volver al juego, porque dentro del juego todo estaba oscuro y silencioso.
Pero por ahora, sin luz ni ruido ni tacto, podía aferrarse, durante un instante, a… él mismo.
Aferrarse a… nada.
Él sabía dónde estaba el juego. Ahí mismo, en la mesilla de noche, esperando. Llamándolo en voz baja para no molestarle.
Enemigo, lo llamaba.
Enemigo.
Lana no había dormido. Había estado leyendo sin parar, intentando sumergirse en el libro. Tenía una vela pequeña, no gran cosa, pero era algo poco común en la ERA.
Se encendió un cigarrillo en la vela y aspiró el humo. Increíble, la verdad, lo rápido que se había enganchado.
A los cigarrillos y al vodka. La botella estaba medio vacía, la había dejado en el suelo junto a la cama. Pero no había funcionado, no le había ayudado a dormir.
Lana buscó a la gayáfaga en su mente. Pero no estaba con ella, por primera vez desde que salió arrastrándose del pozo de la mina. Había terminado con ella, al menos por ahora.
Eso debería haberle dado paz. Pero Lana sabía que volvería cuando la necesitara, que aún podría utilizarla. Que nunca quedaría libre.
—¿Qué has hecho, vieja criatura malvada? —preguntó Lana medio adormilada—. ¿Qué has hecho con mi poder?
Se decía a sí misma que el monstruo, la gayáfaga… la Oscuridad… solo podía utilizar a la curandera para curar, y que eso no podría provocar nada malo.
Pero en realidad sabía que no era así. La Oscuridad no la buscaba por las puertas traseras del espacio y el tiempo y le extraía el poder sin motivo alguno.
Llevaba días dentro de su mente, utilizándola para curar.
¿Para curar a quién?
Dejó caer la mano en dirección a la botella de vodka, se la llevó a los labios y sorbió el fuego líquido.
¿Para curar el qué?