DOCE

45 HORAS, 36 MINUTOS

HUNTER SE HABÍA convertido en una criatura de la noche. Era la única manera. Los animales se ocultaban durante el día y salían de noche. Zarigüeyas, conejos, mapaches, ratones, y el mayor trofeo de todos: los ciervos. Los coyotes cazaban de noche, y Hunter había aprendido de ellos.

A las ardillas y los pájaros había que perseguirlos de día. Pero la noche era el momento en que Hunter hacía honor a su nombre («cazador»).

La zona que abarcaba Hunter era amplia. Iba desde el límite de la ciudad, donde los mapaches y ciervos se acercaban buscando una manera de entrar en los jardines traseros de la gente, hasta las tierras secas, donde se encontraban serpientes y ratones y otros roedores. Siguiendo la costa podía matar a pájaros, gaviotas y golondrinas de mar. Y una vez consiguió atrapar a un león marino perdido.

Hunter tenía responsabilidades. No solo se llamaba cazador. Era el cazador.

Sabía que en realidad la palabra era la misma, aunque ya no pudiera deletrearla.

La cabeza de Hunter ya no funcionaba como antes. Lo sabía. Lo notaba. Se recordaba vagamente viviendo una vida muy distinta. Se recordaba levantando la mano en clase para responder a una pregunta difícil.

Hunter ya no tenía esas respuestas. Las que ahora tenía ya no las podía explicar con palabras. Sabía cosas. Cómo notar si un conejo se iba a echar a correr o se iba a quedar quieto. Si un ciervo te olía u oía o no.

Pero si intentaba explicarlo… no le salían bien las palabras.

Uno de los lados de su cara no estaba bien. No se lo notaba. Como si un lado de la cara solo fuera un trozo de carne muerta. Y a veces sentía como si esa carne muerta se extendiera hacia su cerebro. Pero el extraño poder mutante, la capacidad de dirigir el calor asesino hacia donde quería, había permanecido.

No podía hablar muy bien, ni pensar muy bien, ni esbozar una auténtica sonrisa, pero podía cazar. Había aprendido a caminar despacio, a seguir la dirección de la brisa. Y sabía que de noche, en las horas más oscuras, los ciervos se dirigían hacia el campo de repollos, atraídos pese a los gusanos asesinos, los bichos que se cargaban a todo lo que pisara sus campos sin pedir permiso.

Los ciervos no eran tan listos. Ni siquiera tan listos como Hunter.

Hunter avanzaba con sumo cuidado, pisando con la parte anterior de la planta del pie, procurando notar a través de las botas desgastadas cualquier ramita o piedra suelta que lo delatara. Se movía tan sigiloso como un coyote.

La gama estaba un poquito más adelante, moviéndose entre los matorrales, indiferente a los espinos, decidida a guiar a su cervato hacia el olor a verde que quedaba un poco más allá.

Cerca. Más cerca. La brisa soplaba desde el ciervo en dirección a Hunter, de modo que no lo olían.

Unos pocos metros más, y estaría lo bastante cerca. Primero la gama. La mataría primero. El cervato no sabría cómo reaccionar. Dudaría. Y entonces lo derribaría.

Cuánta carne. Albert se pondría muy contento. Últimamente no había mucha carne de ciervo.

Hunter oyó el ruido y vio que el ciervo salía disparado con su cría.

Desaparecieron antes de que pudiera siquiera alzar las manos, y ya no digamos lanzarles el calor asesino invisible.

Desaparecieron. Toda la noche persiguiéndolos y siguiéndoles el rastro, y a escasos segundos de una buena caza huían saltando entre la maleza.

El ruido era de gente —Hunter lo supo enseguida— que hablaba y se empujaba y se agitaba y tropezaba y se quejaba.

Hunter estaba enfadado, pero también era práctico. Cazar era así: la mayor parte del tiempo acababas perdiendo el tiempo. Pero…

El chico frunció el ceño.

Esa voz…

Se agachó entre los arbustos y trató de no hacer ruido. Se esforzó por escuchar. Eran varias personas. Chicos.

Se acercaban en dirección a él, bordeando el campo de bichos.

Ahora los veía, formando siluetas oscuras. Eran cuatro. Los veía a través de los tallos de hierba crecida y las marañas de zarzas. Avanzaban a trompicones porque no sabían moverse como Hunter. Y llevaban unos paquetes pesados que hacían que se encorvaran.

Y esa voz…

—… lo que quiere. Ese es el problema con los raros mutantes como él, no te puedes fiar de una sola palabra que digan, nunca.

Esa voz…

Hunter había oído esa voz antes. Había oído esa voz gritando a una turba sanguinaria:

«¡Este mutante, esta basura inhumana de aquí, este raro, este ruti ha matado deliberadamente a mi mejor amigo, Harry! ¡Es un asesino! ¡Cogedlo! ¡Coged a esta basura mutante asesina!».

Esa voz…

Hunter se tocó el cuello, y volvió a sentir el roce de la soga áspera.

Lo dejaron tan hecho polvo… Le golpearon en la cabeza. Le corría la sangre por los ojos. Y no conseguía hablar…

Su mente no…

El cerebro confundido… tan asustado…

«¡Coged esa cuerda!».

La voz les apremió, cada vez más aguda, aullando, apremió a la turba de niños que chillaban, eufóricos, y la soga se estrechó en torno al cuello de Hunter y tiraron y tiraron y no podía respirar. Ay Dios mío, buscaba aire pero no había…

«¡Agarrad la cuerda!».

Y lo hicieron. La agarraron y tiraron y le estiraron el cuello y acabaron levantándole los pies, que patalearon en el aire, y quería gritar y la cabeza no dejaba de retumbarle y se le oscureció la mirada.

«¡Zil!».

Fueron Zil y sus amigos.

Y allí estaban. Ni siquiera sabían que Hunter estaba cerca. No lo veían. No eran cazadores.

Hunter se acercó deslizándose. Se aproximó para interceptarlos. Sus poderes no alcanzaban más de cincuenta pasos o así. Tenía que estar más cerca.

—… creo que tienes razón, líder —estaba diciendo uno.

—¿Podemos hacer una pausa? —gimió una tercera voz—. Esto pesa una tonelada.

—Tendríamos que haber vuelto cuando aún había luz y veíamos —refunfuñó Antoine.

—Idiota. Hemos esperado hasta la noche por un motivo —replicó Zil—. ¿Quieres que Sam o Brianna nos pillen aquí en medio?

—Ahora tenemos armas.

—Que usaremos cuando llegue el momento —insistió Zil—. No en una lucha abierta con Sam, Dekka y Brianna donde puedan matarnos.

—Cuando llegue el momento —repitió uno de ellos.

Hunter pensó en lo de las armas. Iban a hurtadillas con armas.

—El líder decidirá —añadió otra voz.

—Sí, pero… —empezó alguien, y entonces se interrumpió—: ¡Chsss! ¡Oye! Acabo de ver un coyote. O igual era un ciervo.

—Mejor que no sea un coyote…

¡Pam, pam!

Hunter se echó a tierra, boca abajo.

—¿A qué estás disparando? —exigió saber Zil.

—Creo que era un coyote.

—¡Turk, pedazo de idiota! —bramó Zil—. ¿Qué haces disparando como un tarado?

—El sonido se desplaza, Turk —señaló Hank.

—Dale el arma a Hank —ordenó Zil—. ¡Idiota!

—Lo siento, me ha parecido… parecía un coyote.

No era un coyote. Era la gama de Hunter.

Siguieron avanzando. Gruñéndose aún los unos a los otros. Quejándose.

Hunter sabía que podía moverse más rápido y más silenciosamente que ellos. Podía acercarse lo bastante como para…

Podía abrir las manos y lanzar el calor abrasador en dirección al cerebro de Zil. Cocinarlo. Cocinarlo dentro del cráneo. Como pasó con Harry…

—Fue un accidente —gimió Hunter en voz baja, para sí—. Yo no quería…

Pero lo hizo.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Se las enjugó, pero brotaron más.

Se estaba defendiendo de Zil. Hace tanto tiempo… Compartían casa, Zil, Harry y Hunter. Tuvieron una pelea estúpida. Hunter ya no se acordaba de cómo empezó. Solo se acordaba de que Zil lo amenazó con el atizador de la chimenea. Hunter se asustó. Y reaccionó. Pero Harry se interpuso entre ellos, intentando separarlos, intentando parar la pelea.

Y entonces Harry gritó, agarrándose la cabeza.

Hunter recordaba sus ojos… cómo se volvieron lechosos… cómo se apagó la luz.

Desde entonces, Hunter había visto la misma luz desaparecer de los ojos de muchos animales. Era Hunter el cazador.

De animales. No de chavales. Ni siquiera de chicos malos como Zil.

Taylor apareció dando un salto en casa de Sam. De noche. Astrid dormía. El pequeño Pete dormía. Mary estaba en la guardería trabajando en el turno de noche, John dormía.

El dormitorio de Sam estaba vacío.

Taylor pensó, satisfecha, que aún había problemas en el paraíso. Sam y Astrid no se habían reconciliado.

Se preguntaba si sería permanente. Sam estaba muy bueno. Si Sam y Astrid habían roto de verdad, puede que hubiera una oportunidad.

Podría despertar a Astrid. Eso era probablemente lo que tendría que hacer. Pero el instinto le decía que no, sobre todo después de cómo la había tratado Astrid horas antes.

Tío, cómo se iba a cabrear Astrid cuando se enterara de que Taylor había ido a contárselo a Sam primero. Pero se trataba del tipo de cosa que le decías primero a Sam. Era demasiado gorda para Astrid. Bueno, en realidad era demasiado gorda para cualquiera.

Taylor se acordó del parque de bomberos. Donde antes se alojaba Sam. Pero solo se encontró durmiendo a Ellen, la jefa de bomberos, la jefa de bomberos sin agua para rociar. Ellen gruñía en sueños.

No era la primera vez que Taylor se planteaba el hecho de que podría ser la mejor ladrona del mundo. Lo único que tenía que hacer era pensar en un lugar y, ¡pop!, allí estaba. Sin hacer ruido, a no ser que chocara con algo cuando se materializara. Entraba y salía, sin ruido, sin rastro; e incluso, si había alguien despierto, podía volver a saltar antes de darles tiempo siquiera de respirar.

Sip, podría ser una gran ladrona. Si hubiera algo que robar. Y siempre que fuera pequeño. No podía mover más que un puñado de ropa cuando saltaba.

Así que siguió saltando desde el parque de bomberos hasta la casa de Edilio, que ahora dirigía una especie de cuartel, o como quieras llamarlo. Había ocupado una casa grande con siete dormitorios. Tenía un dormitorio para él, y los otros seis los usaban para dormir dos chavales en cada uno. Era su fuerza de reacción rápida. La mitad de los chicos y las chicas tenían armas automáticas a su alcance en las camas. Había un chico despierto, que se sobresaltó cuando sintió a Taylor.

—Vuélvete a dormir, estás soñando —le dijo la chica guiñándole el ojo—. Y, tío, ¿bóxers con caritas sonriendo? ¿En serio?

Para Taylor era como cambiar de canal en la tele. No parecía que ella se moviera, era más bien como si el mundo se moviera a su alrededor. El mundo parecía irreal. Como un holograma o algo así. Una ilusión.

Pensaba en un sitio y, como si apretara un botón del mando a distancia, de repente estaba allí.

La guardería.

La playa.

Clifftop, pero no la habitación de Lana. Se había corrido la voz de que la curandera estaba de muy mal humor desde que la gayáfaga prácticamente se la tragó. Y nadie en su sano juicio querría cabrear a la curandera.

Al final, se le ocurrió a Taylor en qué sofá podría Sam pasar la noche ahora que se había peleado con Astrid.

Quinn estaba despierto, se estaba vistiendo a oscuras. Se quedó extrañamente impertérrito ante la aparición de Taylor.

—Está aquí —dijo el chico sin más preámbulos—. En el dormitorio al final de las escaleras.

—Te has levantado temprano —señaló Taylor.

—A las cuatro. La pesca es para madrugadores. Y yo lo soy… ahora.

—Vale, pues buena suerte. Pesca un atún o algo.

—Oye, si vas a hablar con Sam… ¿Se trata de alguna urgencia de vida o muerte? Necesito saber si me van a matar de camino al puerto deportivo —pidió Quinn.

—No. —Taylor lo desdeñó con la mano—. No de vida o muerte. Más bien de muerte y vida.

Saltó hasta lo alto de las escaleras, y entonces, mostrando una consideración inusual en ella, llamó a la puerta.

No hubo respuesta.

—Pues vale…

Taylor volvió a saltar. Sam, dormido, enroscado en un caos de sábanas y mantas, estaba boca abajo como si intentara cavar a través de la cama y huir así de la habitación.

Taylor le agarró del talón descubierto y le sacudió la pierna.

—¿Eeeh?

Sam se dio la vuelta rápido, alzando la mano, con la palma extendida, dispuesto a enfrentarse al problema.

Pero la chica no se preocupó demasiado. Lo había hecho un montón de veces antes. Por lo menos la mitad de ellas, Sam se despertaba listo para disparar.

—Calma, chico grande —lo tranquilizó Taylor.

Sam suspiró y se frotó la mano por la cara, intentando desembarazarse del sueño. La verdad es que tenía buen pecho y buenos hombros. Y brazos. Estaba un poco más flaco que antes, y no tan bronceado como cuando se pasaba el tiempo en la playa. Pero, ah, sí, Taylor pensó que ya le molaría…

—¿Qué pasa? —preguntó Sam.

—Ah, nada importante. —Taylor se miró las uñas, divirtiéndose durante un instante—. Estaba por ahí haciendo correr la voz, ya sabes, hablando con los chavales que se iban a ver a Orsay. Es todo nocturno, ¿sabes?

—¿Y?

—Ah, pues ha pasado una cosita que me ha parecido más importante que dedicarme a poner verde a Orsay para Astrid.

—¿Te importaría decirme ya qué está pasando? —gruñó Sam.

Taylor pensó que mucho, muchísimo. Pero no tenía sentido complicar las cosas y volver a contar la alocada historia que explicaba un chaval acerca de Drake. Lo distraería de lo bueno de la noticia principal.

—¿Te acuerdas de Brittney?

Sam levantó la cabeza de repente.

—¿Qué pasa con ella?

—Está sentada en el salón de Howard y Orc.