8

Como los huéspedes habían salido, las habitaciones estaban limpias y Carolee había ido al mercado, Esperanza pudo al fin pasar un tiempo en su despacho. Tenía nóminas y facturas de las que ocuparse, el sitio web, la página de Facebook, correos, reservas, y un poco de tranquilidad para hacerlo todo.

Después estaban las tareas rutinarias de siempre. Los clientes le comentaban lo limpio, lo bonito y lo perfumado que estaba el hotel, y tenerlo así requería un esfuerzo constante.

Cuando terminó con las nóminas, subió unas cuantas fotos nuevas a la página de Facebook, y añadió un comentario, luego pasó a los correos.

Acababa de contestar el último cuando sonó el timbre de Recepción. Un momento tan bueno como cualquiera para hacer una pausa, pensó. Iba a levantarse cuando se le vino a la cabeza la imagen de Jonathan. Si se lo encontraba en la puerta, estupendo. Hasta le venía bien. Esta vez le iba a decir lo que pensaba de verdad.

Se preparó, casi deseándolo, pero quien llamaba a la puerta era Justine.

—¡Hola! Pensaba que tenías llave.

—Y la tengo, pero no me gusta usarla. —Se volvió para mirar a los obreros que martilleaban y serraban sobre el esqueleto de un tejado—. Espero que el ruido no sea un problema.

—No es para tanto; además, la vista mejora a diario. La gente está emocionada con que vayamos a tener un centro de fitness en el pueblo.

—Eso es lo que quiero oír.

—Siento haberme perdido vuestra visita de ayer.

—Por eso he venido. Aquí siempre huele tan bien. —Justine entró en la cocina y se cogió un refresco del frigorífico—. Me sube el ánimo cada vez que vengo. Por cierto, ¿has visto que a Lacy ya le están instalando las máquinas? La panadería debería estar lista, en marcha y abierta al público en unos diez días.

—Qué ganas tengo de que abra. Me va a gustar tener una vecina, y que encima hace unas pastas riquísimas.

—Avery me ha dicho que nos vamos a chupar los dedos. Hemos alquilado también los dos apartamentos de encima de la tienda. Así que tendrás más vecinos. ¿Podemos hablar tranquilamente?

—Claro. —Reorganizó mentalmente sus quehaceres y se sentó con Justine en la isla de la cocina.

—¿Tienes huéspedes hoy?

—Tenemos una pareja majísima que está pasando el fin de semana en J y R. Él es un entusiasta de la Guerra de Secesión. Tanto es así que ayer se acercaron a PLP antes de que cerrara y volvió con un puñado de libros de autores locales que no tenía. Parecía que hubiera encontrado oro. Ahora están de paseo por el campo de batalla. Han contratado el paquete de Aventura Histórica. El trato es que ella lo acompaña hoy y mañana él tiene que ir con ella a ver tiendas de antigüedades.

—Me parece justo.

—No para de contar anécdotas. Anoche hubo otras dos parejas y los entretuvo a todos hasta pasada la medianoche. Le encantó el ajedrez de la Guerra de Secesión que hay en el Salón. Confía en que alguno de los clientes que entran hoy sepa jugar.

—Tommy y Willy B. solían jugar. Yo prefiero el Monopoly. —Rio con ganas.

—Juegas muy bien. Te iba a mandar un correo electrónico en cuanto tuviera todos los detalles, pero hay alguien que quiere reservar el hotel para una fiesta nupcial.

—¿Una boda?

—No, ya tienen sitio para la boda y el convite, pero su intención es reservar el hotel para la noche antes. Los novios, los invitados, los padres. Y para la noche de bodas. Lo he bloqueado, de momento. En principio, me lo confirmarán el lunes.

—Suena bien. ¿Qué tal vuestra noche de chicas?

—Fenomenal. Agradezco mucho la posibilidad de hacer algo así. Me gustaría poder organizar otra más adelante, con Carolee y contigo, quizá con Darla también. Y con mi madre y mi hermana, si pueden venir.

—Eso suena todavía mejor. —Asintiendo satisfecha con la cabeza, se recostó en la silla—. Eres feliz.

—Este es el trabajo de mis sueños, Justine. No podría ser más feliz.

—Entonces ¿no te sientes tentada de aceptar la oferta de Jonathan Wickham?

Esperanza hizo una mueca.

—Tendría que habértelo contado yo, ¿verdad?

—No necesariamente —dijo Justine con un gesto desenfadado—. Al final termino enterándome de todo lo que merece la pena saber.

—Supongo. Y no, no me tienta en absoluto. Este es mi hogar. Puede que Jonathan piense que no existo sin Georgetown, el Wickham y él, pero se equivoca. Aquí me siento más… yo, de lo que me he sentido en mucho tiempo.

—Me alegra oír eso. Me alegra saber que no has hecho ni caso a ninguna de sus dos propuestas.

—Huy, huy, huy, no me hagas hablar de la segunda.

Justine volvió a reír.

—Precisamente a eso he venido. A hacerte hablar. Los hombres nunca cuentan los detalles, solo te hacen un resumen.

—¿Quieres saber con qué clase de persona he estado? —Se echó hacia atrás y se cogió un refresco también—. Sabía que tenía defectos; todo el mundo los tiene. Además, sabía que tenía flaquezas y, cómo no, pensé que yo las mantendría a raya. No suelo ser tan estúpida, pero…

—Te acostumbraste a él. Le tenías aprecio.

—Sí, sí, así es. Ahora veo que fue un poco todo. El sitio, Jonathan, la gente. Tenía a su hermana por una de mis mejores amigas. No lo era. Creía estar en mi sitio, y aquel estilo de vida… Estaba muy bien. O eso parecía. Me cuesta reconocer que todo era pura apariencia.

—¿Cómo se puede ver algo así desde dentro?

—Mirando. —Suspiró—. Aun habiéndome dado cuenta, habiéndolo admitido, viéndolo todo claro, y viendo cómo es él en realidad, me dejó completamente atónita su propuesta de retomar lo que teníamos… a cambio de una sustanciosa suma.

—Capullo.

—Como poco. Cuando conseguí calmarme, llamé a mi madre y me desahogué con ella cerca de una hora. Siempre fue muy cariñoso con mi madre, con mi familia. Eso era muy importante para mí. Ella me apoyó cuando todo se fue al garete, pero sé que sentía debilidad por él. Hasta que se lo conté todo. Cuando terminé, estaba aún más enfadada que yo.

—Creo que tu madre y yo nos llevaríamos bien.

—Sí, sí. Mira que venir aquí con su traje de Versace y su corbata de Hermès, con el bronceado de su luna de miel aún intacto, y decirme que a mí esto no me llena, que aquí estoy fuera de lugar, que tendría que volver al Wickham, con un aumento, y con él, que me trataría como a una reina… Gilipollas.

—Gilipollas se parece mucho al adjetivo que se me estaba ocurriendo.

—Nunca pensé que me daría pena de Sheridan, su esposa. Pero me da.

—Un momento. ¿No fue ella a restregártelo a la cara? ¿No fue a tu despacho, sabiendo de sobra lo que había entre vosotros, a decirte que quería que te encargaras de organizar su boda en el hotel?

—Sí. —Esperanza frunció los ojos—. Desde luego que sí. Ya no me da pena. Son tal para cual.

—Eso creo yo. Me alegro de que Ryder llegara a tiempo para que tú pudieras restregarles algo a la cara.

Esperanza miró a Justine; la observaba risueña y sorbiendo despacio.

—¿También te has enterado de eso?

—Yo me entero de todo, cielo. Siempre.

—Supongo que no pensaba que Ryder te lo fuera a contar. No me parece de esas cosas que él vaya contando.

—Me he enterado por otra vía, después le he pinchado para que me informara. Y del segundo encuentro.

—No fue un… ¿También te has enterado de eso?

—Esto es un pueblo. Si besas a un hombre en un aparcamiento, seguro que alguien se entera.

Y ella que pensaba que ya se había acostumbrado a las costumbres del pueblo. Supuso que aún le quedaba mucho por aprender.

—Como es lógico, entendería que prefirieras que no me… que no nos… relacionáramos de ese modo. Yo…

—¿Y por qué iba a preferir eso? —Arqueó las cejas—. Ya sois mayorcitos.

—Él es tu hijo. Yo soy tu empleada.

—Quiero a mi hijo. Lo quiero lo bastante para creer que puede y debe tomar sus propias decisiones, seguir su camino. Adoro este hotel, no tanto como a mis hijos, pero por ahí anda. Nunca habría puesto a su cargo a alguien en quien no creyera, a quien no apreciara, alguien a quien no respetara y en cuyas decisiones no confiara. Si Ry y tú decidís tener una relación, del tipo que sea, eso es decisión vuestra.

Hizo una pausa y sonrió de oreja a oreja.

—He visto las chispas, cielo. Me preguntaba a qué demonios esperabais.

—Ni siquiera estaba segura de que nos gustáramos. Aún no lo estoy del todo.

—Yo no soy imparcial, pero diría que ambos tenéis motivos para gustaros. Ya los iréis descubriendo. Y si resulta ser solo sexo, os lo pasaréis en grande.

—Eso es algo que no esperaba oír de mi jefa, ni de la madre de un hombre.

—Ante todo, soy Justine. Una vez aclarado eso, ¿hay algún asunto del hotel que tengamos que tratar antes de que me acerque a la librería a asegurarme de que Clare se está cuidando y está cuidando de mis nietos?

—A propósito, ¿te parece bien que hagamos aquí la fiesta de premamá? Sé que no será hasta entrado el otoño, pero, si me das luz verde, querría fijar una fecha cuanto antes y reservarla.

—Me parece perfecto. Ya me dirás si puedo ayudar en algo.

—Pues podríais alojaros aquí. Tú, Clare, Avery, la madre de Clare, Carolee. Habría sitio para tres más si Clare quiere.

—¿Una fiesta de premamá seguida de una noche de chicas? Más que perfecto. Cuenta conmigo. En cuanto te pongas de acuerdo con Clare, dime la fecha. Podríamos hacer lo mismo con la despedida de soltera de Avery.

—Esperaba que dijeras eso. Dios, va a ser divertidísimo.

—Creo que Lizzy quiere asegurarse de que la invitamos.

—No me había dado cuenta —dijo Esperanza al oler el aroma a madreselva—. A veces ni lo noto. Forma parte del lugar. Bueno, ella lo es.

—Eso significa que estás a gusto con ella.

—Así es. Espero información de una prima que está escribiendo una biografía de Catherine Darby. También me he dirigido a la escuela, a la bibliotecaria, confiando en que tengan en sus archivos cartas o documentos. Encontrar a Billy con tan pocos datos está resultando complicado.

Asomó su frustración. Cuando uno tenía un cometido, una tarea, un deber, debía hacerlo. Descubrir que no podía, al menos no como a ella le gustaría, la irritaba.

—Ojalá nos dijera, a cualquiera de nosotros, algo más. Su apellido, algo. Habló con Owen. Solo me queda esperar a que vuelva a hacerlo.

—¿Quién sabe qué barreras hay entre su mundo y el nuestro? Quiero pensar que te dirá lo que pueda cuando pueda.

—¿A mí?

—Tú estás con ella más tiempo que cualquiera de nosotros, y es tu antepasada —señaló Justine—. ¿Alguno de los huéspedes ha mencionado algo?

—Hubo una mujer que me comentó que había oído música en plena noche y que le había parecido que olía a madreselva. Se despertó porque no se encontraba bien y luego no podía conciliar el sueño, así que fue a la Biblioteca a por un libro y, cuando estaba allí leyendo, oyó la música.

—Interesante.

—Pensó que se había quedado traspuesta y lo había soñado. No sé yo si no sería así, porque la música nunca ha formado parte del repertorio de Lizzy.

—No me sorprendería nada que diversificara. Voy a tener que dejarte ya. Dime esas fechas en cuanto las sepas, y las anotaré con tinta indeleble.

—Lo haré.

Esperanza se levantó con ella y la acompañó a la puerta. Se detuvieron un rato a observar a los hombres que trabajaban al otro lado del aparcamiento.

—La primera vez que vi a Tommy Montgomery estaba subido a una escalera, trabajando, sin camisa. Yo empezaba mi nuevo trabajo y quería ser muy profesional, muy digna. Y lo vi y pensé: «Madre mía». —Riendo un poco, Justine se llevó la mano al corazón—. Aquello fue el fin y el principio para mí.

—Me habría gustado poder conocerlo. Todo el mundo habla muy bien de él.

—Tommy era un buen hombre. Tenía sus defectos, como todos. Me ponía histérica algunas veces, pero me hacía reír muchísimo. No lo habría querido distinto. Ni una pizquita. —Se dispuso a abrazarla—. Si Ryder no te hace reír, olvídate de él. El sexo no merece la pena si no te hace reír. Creo que voy a ir a interrumpirlo un rato antes de darle la tabarra a Clare.

La vio cruzar el aparcamiento con sus deportivas rojas, saludando a su hijo con la mano por el camino. Ryder se irguió, meneó la cabeza y sonrió a su madre.

¿A quién no le gustaría ser como Justine de mayor?, se dijo Esperanza, y volvió dentro.

En cuanto empezaron a llegar los clientes del viernes, no le quedó tiempo para pensar en posibles amantes ni en fantasmas. Subió y bajó (trotando, en ocasiones) más veces de las que fue capaz de contar. Supuso que, hasta que abriera el centro de fitness, hacía cardio de sobra en su puesto de trabajo. Llevó a los clientes a sus habitaciones, respondió a preguntas, aceptó los cumplidos sobre la decoración en nombre de su jefa, sirvió refrescos y ofreció consejos sobre dónde ir a cenar o de compras.

Cuando volvió la pareja de la Guerra de Secesión, les sirvió vino en el Patio a petición de ellos.

Algunos huéspedes, lo sabía por experiencia, buscaban un escondite íntimo donde la gerente fuera casi tan invisible como Lizzy. Otros querían que formara parte de su experiencia, compartir con ella las aventuras del día.

Esperanza escuchaba y charlaba cuando ellos querían, y se esfumaba cuando no. Y, al igual que Justine con el pueblo, siempre tenía la oreja pegada al suelo del hotel.

Hacia las cinco, el hotel estaba al completo, con huéspedes en el Patio y en el Salón.

—Si quieres, me quedo —dijo Carolee—. La mujer de E y D te tiene loca. Daba por supuesto que tendríamos carta de vinos —dijo imitando su acento cursi—. Y cuenta, desde luego, con que tengamos yogur griego. No me importa ir a buscarlo, pero podría pedirlo de buenas maneras o, mejor aún, con antelación.

—Lo sé, lo sé. Es una petarda. —Esperanza sirvió otro cuenco de aperitivo—. Son solo dos días —dijo a modo de mantra—. Son solo dos días. E igual deja de ser tan petarda a medida que pase el tiempo.

—Esas nacen petardas. Es de las que te llaman chasqueando los dedos.

Era cierto, recordó Esperanza, pero, por alguna razón, aquello le hizo reír.

—«Niña, niña (porque soy demasiado importante para recordar tu nombre), ¿tendrás al menos galletitas sin levadura?». Yo sí que le iba a dar galletitas…

Ahora fue Carolee la que rio.

—El resto de la gente parece muy agradable y dispuesta a relajarse y disfrutar. Si quieres, me quedo —repitió.

—No, vete a casa, Carolee. Te necesito mañana temprano, despejada, para que me ayudes a preparar el desayuno a esta multitud. Bob, el de la Guerra de Secesión, seguro que me los entretiene a todos otra vez.

—A esa no la entretendría aunque hiciera malabares con bolas de fuego y en cueros. Llámame si quieres que vuelva. Si me necesitas, puedo dormir en tu cuarto de invitados.

—Eres la mejor. —Porque lo era de verdad, Esperanza la abrazó de repente—. Lo tengo todo controlado. No te preocupes.

Sacó más aperitivos, otra botella de vino y sonrió relajada cuando la Petarda le pidió unas aceitunas rellenas. Como tenía, las puso en un cuenco bonito y las sacó. Charló con los que querían charlar, luego volvió dentro a echar un vistazo a los huéspedes del Salón.

E hizo un par de rondas más hasta que al fin la Petarda y su marido salieron a cenar y ella pudo respirar y dar gracias al cielo.

Bob, el de la Guerra de Secesión, bendito fuera, logró convencer a su mujer y a dos de las otras parejas para que pidieran unas pizzas y jugaran un rato en el Salón. Al oírlos reír con ganas, supo que ya nadie la llamaría chasqueando los dedos.

Ahora podría cenar algo ella también, investigar un poco mientras comía, siempre con la oreja pegada al suelo por si la necesitaban.

Pero antes daría una vuelta por el Patio y recogería los platos y las servilletas.

Esperanza salió a la noche cálida. Qué luz tan bonita, se dijo, y qué descanso, ahora que la cuadrilla de la obra había terminado su jornada. La próxima noche que no tuviera huéspedes se daría el gustazo de cenar en el Patio. Incluso se prepararía alguna exquisitez, para ella sola, acompañada con un par de copas de champán. Una pequeña licencia de gerente, se dijo recogiendo las botellas para reciclarlas.

Quizá él había dejado de ser tan silencioso, o ella estaba más sensibilizada, pero alzó la vista justo cuando Ryder pasaba por debajo del arco de glicinia.

—Mucha gente —comentó él.

—Estamos al completo, y algunos han aprovechado esta noche tan fantástica. Ya es tarde para que aún sigas por el pueblo.

—Tenía cosas que hacer. Reunión en Vesta.

—Con tanta obra en marcha, hace falta reunirse.

—Eso dice Owen.

—Tiene razón. El tejado está quedando muy bien —dijo, señalando al edificio en construcción—. Me imagino esa parte acabada. Parecerá mucho más grande, y mucho mejor.

Ryder le cogió el barreño en el que llevaba las botellas vacías.

—Trae, que te lo llevo.

—Ya lo hago yo.

—Te lo llevo —insistió él, quitándoselo por la fuerza. Fue hasta el cobertizo y tiró las botellas en el contenedor de reciclaje. Antes de que ella pudiera coger la bolsa de basura que había llenado, se la llevó también.

—Gracias.

Ryder cerró la puerta del cobertizo y se volvió para mirarla.

—¿Hay algo que…?

—Sí.

Al ver que enmudecía, Esperanza arqueó las cejas.

—Muy bien, ¿de qué se trata?

—Sí —repitió él—. Me lo estoy pensando.

—Que te… ¡ah! —No era una conversación que esperara tener con el hotel lleno de gente jugando al gin rummy.

—Bueno, para ser exactos, ya me lo he pensado.

—Ah. ¿Y a qué conclusión has llegado?

Él la miró con esa cara medio sonriente, medio socarrona, medio satisfecha.

—¿Tú qué crees?

—Me voy a arriesgar a decir que has llegado a una conclusión favorable.

—Bien hecho. —Él se acercó; ella se apartó.

—Tengo gente dentro. Huéspedes. No me parece el momento más oportuno para llevar a la práctica esa conclusión.

—No pensaba tirarte al suelo aquí y ahora mismo. —Pero se metió las manos en los bolsillos porque, de repente, la sola idea parecía seducirlo bastante—. Entonces ¿cuál sería para ti el momento más oportuno para…? Dios, ya hablo como tú. ¿Cuándo te viene bien?

—Yo…

Él se sacó las manos de los bolsillos y agitó una como quitándole importancia. Sabía hacerlo mucho mejor, por el amor de Dios. Ella lo despistaba.

—¿Te apetece ir a cenar o algo? Por mí bien. Si tienes alguna noche libre o alguna sin reservas, yo me organizo. —Al verla titubear, él se encogió de hombros—. Salvo que hayas cambiado de opinión.

—No. —Sencillo, se recordó ella. Directo, sin adornos. Eso era lo que quería. ¿No era eso?—. No he cambiado de opinión.

—Muy bien. Tú llevas la agenda en esa hoja de cálculo que tienes por cabeza. Yo tengo un hermano con el mismo tipo de cerebro.

—El martes me viene bien.

—Perfecto, pues el martes. Podemos…

—Vaya. Perdona. —Vio a alguien que cruzaba el Vestíbulo hacia la cocina—. Tengo que encargarme de los huéspedes.

Cuando ella entró disparada en el hotel, Ryder miró a su perro.

—Espera aquí. Ya sabes cómo se pone si entras cuando hay gente.

Bobo suspiró y se dejó caer como un saco de patatas, lo miró con cara de pena, luego enterró el rostro entre las patas.

Ryder entró. Oyó una sonora carcajada proveniente del Salón, seguida de muchas voces. Después oyó otra que venía de la cocina.

Qué buen ambiente, se dijo. Nunca había estado allí con clientes de verdad. Estaba bien saber que, cuando los había, lo pasaban en grande. Deseó que se fueran a hacer puñetas todos unos minutos para que ellos pudieran terminar de quedar en algo.

Mejor aún, podían irse a hacer puñetas un par de horas, y ellos tendrían tiempo de sellar el trato. Notó que olía a madreselva y puso los ojos en blanco.

—Eh, tú no te metas en esto —masculló.

Volvió Esperanza con un tipo que llevaba lo que Ryder calificaba de vaqueros de padre, aunque el suyo nunca se había puesto unos de esos. Él sujetaba dos cervezas, una en cada mano; ella con dos copas de vino tinto.

—Se te ha presentado un huésped sin avisar, Esperanza. —El hombre sonrió, todo afabilidad—. Más vale que prepares una cama plegable.

—¡Ryder! Eh, Bob Mackie, este es Ryder Montgomery. Su familia es la dueña de este hotel.

—Claro, claro, si nos has hablado de ellos. —Bob asujetó las cervezas con una mano y le tendió la otra a Ryder, saludándolo con entusiasmo—. Encantado de conocerte. Habéis hecho un trabajo increíble aquí, un trabajo verdaderamente increíble. Mi esposa y yo aún no nos hemos ido y ya estamos pensando en volver.

—Me alegro de que le guste.

—Solo por los baños. —Bob sonrió de nuevo—. Y por la historia del lugar. Me encantan las fotos antiguas que tenéis. Soy un entusiasta de la Guerra de Secesión. Connie y yo hemos pasado el día en Antietam. Precioso. Sencillamente hermoso.

—Lo es.

—¿Te apetece una cerveza?

—Solo he venido…

—Anda, venga, un hombre siempre tiene tiempo para tomarse una cerveza. Quiero presentarte a Connie. Y a Mike y a Deb, y a Jake y a Casey. Son buena gente. —Le puso una cerveza en las manos a Ryder—. Oye, estamos en Jane y Rochester. Apuesto a que costó una barbaridad subir esa bañera de cobre hasta allí.

Casi se lo llevó como un perro pastor se habría llevado a una oveja tozuda.

Esperanza hizo una pausa para recomponerse. Ryder, que no era precisamente el hombre más sociable que había conocido, iba a ser objeto de una sesión intensiva de Bob.

Intentó escabullirse. No es que no le gustara; Bob Mackie era tan simpático como un cachorro. Trató de poner como excusa al pobre perro, que estaba fuera en el Patio, pero lo único que consiguió fue que todos le pidieran que trajera a Bobo dentro del hotel.

Allí lo acariciaron y lo mimaron como a un príncipe de visita.

Mike, de Baltimore, quería hablar de carpintería. Al final Ryder acabó enseñándoles a todos el hotel, mostrándoles algunos de los detalles, explicándoles cómo lo habían hecho, por qué, cuándo. Le hicieron un millón de preguntas. Antes de que terminara, regresaron cuatro huéspedes más, y le hicieron otro millón de preguntas.

Esperanza no le ayudó, ni una pizca. Se limitaba a sonreír, a ir recogiendo detrás de ellos, o peor aún, planteando nuevos temas de conversación.

Cuando logró salir de allí, era ya noche cerrada y estaba aturdido. No de la cerveza; con eso había tenido cuidado. Sino del parloteo.

Ya había cruzado el Patio cuando se abrió la puerta del Vestíbulo. Se relajó un poco al oír el taconeo de los zapatos de Esperanza.

—¿Cómo lo haces? —quiso saber—. ¿Todo el tiempo?

—¿El qué?

—Hablar con absolutos desconocidos.

—Me gusta.

—Me preocupas.

—Son un grupo muy majo, salvo los que han subido derechos a su habitación nada más llegar. En eso has tenido suerte. Ella probablemente te habría pedido que remodelaras algo de su cuarto de inmediato. La llamo la Petarda, secretamente. —Sonrió y le puso una mano en el brazo—. Has sido muy correcto, hasta cariñoso. Debe de ser gratificante que la gente, absolutos desconocidos, admire así tu trabajo.

—Sí, pero no quiero hablar con ellos.

Esperanza rio.

—Bob te ha caído bien.

—Él sí. Pero la próxima vez que sepa que tienes huéspedes me cuidaré mucho de acercarme por el hotel. El martes, ¿no? No habrá nadie.

—Solo yo. Y Lizzy.

—Contigo y con Lizzy no tengo problema —respondió Ryder, y se la arrimó antes de que ella pudiera escaparse.

A la luz de la luna, con el perfume de las rosas. Entre las sombras del hotel, bajo el brillo intenso de las estrellas. Ella no buscaba un romance, pero, si te caía en suerte uno, ¿qué ibas a hacer?

Ella se abrazó a él y a todo aquello. El calor, la promesa, el quedo esplendor de la noche.

Se amoldó al cuerpo de Ryder como si hubiera nacido para eso. Y su perfume de mujer se mezcló con el de las rosas. Uno podía emborracharse solo con su aroma.

Mejor no.

Se apartó.

—El martes. ¿Quieres cenar o no?

—Pediremos que nos traigan algo.

En los labios de Ryder se dibujó una sonrisa.

—Por mí, bien. Venga, Bobo, vámonos a casa.

No iba a verlo cruzar el aparcamiento, se dijo ella. Era absurdo y nada apropiado para lo que había entre ellos, fuese lo que fuese. Pero sí se volvió una vez, una solamente, mientras se dirigía al hotel.

Volvió dentro, al bullicio, el jaleo, las carcajadas. Sonriente, con su secreto, entró en la cocina a preparar una bandeja de galletas para sus huéspedes.