Ryder abrió la puerta del hotel poco antes de las siete, cuando el sol de primera hora caía de lado en los rosales que bordeaban el muro del jardín. Había puesto en marcha a la cuadrilla muy temprano, antes de que el calor de finales de junio los aplatanara. Ya resonaban martillos, sierras y taladros desde el otro lado del aparcamiento.
El hotel estaba en silencio, y no le sorprendió. Suponía que unas mujeres que tenían el hotel entero para ellas, y nada que hacer más que lo que fuera que hacían cuando se quedaban solas toda la noche, dormirían hasta tarde.
Recordaba vagamente cómo era dormir hasta tarde.
Entró en la cocina. Fuera lo que fuese lo que hacían las mujeres cuando se quedaban solas toda la noche, dejaban limpia la cocina, observó. Dejó el plato vacío de la tarta en la encimera y se dispuso a salir de allí.
Dio media vuelta.
Como le habían enseñado a hacer las cosas bien, abrió un par de cajones y buscó algo con lo que escribir. Al tercer intento, dio con un bloc de posits y un bolígrafo.
Una tarta muy rica. Estamos en paz.
Lo pegó en el borde de una sartén, pero luego vio la cafetera y se lo pensó mejor.
Mientras tanto, entró Clare medio dormida y soltó un grito agudo.
—Tranquila. —Por si el peso de los bebés le hacía perder el equilibrio, rodeó la isla para agarrarla del brazo. Pero ella se zafó de él agitando la mano.
—Qué susto me has dado —dijo Clare, riendo, y se apoyó en el frigorífico, con una mano en el vientre, como hacían todas las embarazadas—. No esperaba encontrarme a nadie tan pronto.
—Solo he venido a devolver este plato. —El pelo le caía como las rosas se descolgaban de sus tallos y su rostro desprendía un resplandor silencioso. Le sentaba bien estar embarazada, decidió Ryder—. ¿Qué haces levantada? Suponía que estaríais todas para el arrastre, después de una noche de desenfreno femenino.
—La costumbre, creo. Mi reloj corporal no ha cambiado al horario de verano. Aun con todo, a estas horas los niños suelen estar despiertos. —Se frotó el vientre—. Estos dos lo están.
La idea de que hubiera un par de criaturas rodando por ahí dentro incomodó un poco a Ryder.
—Deberías sentarte.
—Primero, café. Maravillosa cafeína calentita y despejante. Me dejan tomar una mísera taza al día.
Ryder intentó imaginarse aguantando el día entero con una sola taza de café. No era capaz.
—Pues siéntate, que yo te lo preparo. Estaba pensando en llevarme un poco.
Encantada de que le sirvieran, Clare se subió a uno de los taburetes.
—Gracias. Fue un detalle que Owen y tú os quedarais anoche con Beckett y los niños.
—A cambio, me dieron de cenar. —Ryder se volvió hacia ella mientras encendía la cafetera… Clare la de la melena dorada, el amor de toda la vida de su hermano—. Tu primogénito es un crack del boxeo.
—Y se encarga de que todo el mundo lo sepa. Les encantan sus noches de tíos. Solemos hacerlas coincidir con las del club de lectura. Cuando nazcan los gemelos, me los llevaré conmigo, creo, para que se mantenga la tradición hasta que sean lo bastante mayores para participar.
—¿No confías en que Beckett vaya a poder con los cinco?
—No tiene experiencia con bebés. Es mucho para él.
—Ya se las apañará.
—Lo sé. Es un padre genial, espontáneo y paciente. Me ha cambiado la vida. Supongo que nos la hemos cambiado mutuamente. —Sonrió cuando Ryder le ofreció su taza de café; se serviría el suyo en un vaso para llevar—. Estaba buena la tarta, ¿eh?
—Sí. Voló.
—Esperanza nos ha contado lo de la visita de Jonathan. No soy boba, sé que hay gente mala y egoísta por el mundo, pero aún me sorprende que pudiera tratarla como lo ha hecho. Como lo hizo en su día.
Para Ryder, los malos y egoístas superaban la cifra de los buenos y generosos.
—Está acostumbrado a tener lo que quiere solo con quererlo. Así lo veo yo.
—Creo que tienes razón. Ella merece algo mejor. Siempre lo ha merecido.
—No te cae muy bien ese tío, ¿verdad?
—No. Bueno, en realidad apenas lo conozco, pero nunca me ha caído bien. Esperanza dice que no es como Sam.
Ryder se vio entrando en el dormitorio de la casita de Clare en Main Street detrás de Beckett. Encontrándola pálida, aturdida, temblorosa cuando ese canalla de Sam Freemont la siguió. A Beckett dándole un puñetazo en la cara, después de que Clare le hubiera atizado con lo único que tenía a mano: un puñetero cepillo de pelo.
—No, no es lo mismo, Clare. Freemont es un malnacido enfermo. ¿Wickham? —Recordó el calificativo de Esperanza—. Ese no es más que un capullo asqueroso.
—Ella me ha convencido, casi. Pero ahora que sé lo lejos que pueden llegar algunos, lo mucho que se obsesionan… ¿Tú podrías tenerla un poco vigilada?
—Ya lo estoy haciendo.
Cogió la taza que él le ofrecía.
—Así ya me siento mejor. —Inspiró el aroma del café—. Mucho mejor.
—Tengo que irme. ¿Estás bien tú sola?
Ella sonrió con ternura y se dio una palmadita en la tripa.
—Estamos estupendamente.
Ryder salió, sacó a Bobo de la camioneta y juntos fueron caminando hasta MacT. Puede que le tomara el pelo a Beckett con lo de ser marido y papá, pero en el fondo sabía que le había tocado el gordo con Clare. La tenía por una entre un millón.
Se habían cambiado la vida el uno al otro, como decía ella, pero las cosas tenían que cambiar. El cambio implicaba progreso, mejoras, alguna sorpresa agradable.
Como cuando habían echado abajo el muro que separaba el restaurante del bar y se habían encontrado el viejo revestimiento de madera con sus dos viejas ventanas.
También a Owen le había tocado la lotería con Avery, pensó. Le había echado un vistazo al revestimiento y, en vez de pedir que lo taparan de nuevo, había decidido conservarlo, había sabido apreciar su valor y lo que aportaba al edificio.
Imaginaba que, en un puñado de años, también Owen estaría compaginando los niños con el trabajo y con la vida. Por muy planificador que fuese, Owen no era tan estúpido ni tan rígido como para no saber adaptarse.
Al cambio, se dijo mientras empezaba otra jornada; a eso era a lo que él se dedicaba.
Trabajó duro con sus herramientas, interrumpido un par de veces por el móvil, que empezaba a odiar otra vez. Cruzó al centro de fitness a solucionar un problema, luego volvió al restaurante, donde se encontró a Beckett, que había reemprendido su trabajo.
—Owen ha hablado con el inspector —dijo Beckett—. Nos ha dado luz verde con la panadería.
—Ya me he enterado.
—Ahora ha quedado con Lacy —añadió Beckett, refiriéndose a la panadera—. Luego irá a por el permiso de ocupación. Una preocupación menos.
—Aún queda mucho por hacer. Por aquí todo está bajo control. —Ryder miró alrededor para cerciorarse—. Te puedes venir conmigo.
—¿Adónde?
—Vamos a tirar ese puñetero tejado.
—Eso íbamos a hacerlo a mitad de semana.
—Hoy no va a llover, ni pasaremos de los treinta grados. Así lo dejamos listo.
No era la primera azotea que tiraban, pero sí la más grande. Beckett recordaba, con poquísima ilusión, lo laborioso, sucio y absolutamente desagradable que era.
—¿No prefieres esperar a Owen?
—¿Tienes miedo de sudar, cielo? —le dijo Ryder con retintín.
—De que me dé una insolación, más bien.
—Échale agallas y quitémonoslo de en medio.
No fue tan malo como Beckett recordaba. Fue peor.
Pringado de sudor y de protector solar, resoplaba a través de la mascarilla mientras clavaba la pala. Le ardían los músculos como si los tuviera cubiertos de brasas ardientes. Los obreros se llevaban los escombros en carros y carretillas o subían neveras llenas de agua muy fría.
Bebían como camellos y nada parecía saciarlos, porque cada gota de agua que bebían la derramaban en forma de sudor.
—¿Cuántas capas de mierda de esta lleva la puñetera azotea? —gritó Beckett.
—Es un milagro que la condenada no se hundiera el invierno pasado.
Ryder levantó un trozo más con la pala eléctrica, alzó la mirada y sonrió.
—Ya sale.
—Si no nos mata primero. ¿De qué te ríes?
—Me gustan las vistas.
Beckett paró, se limpió el sudor y se asomó. Los rayos del sol resplandecían sobre el tejado de cobre del hotel. Vio la Plaza, los coches que pasaban, la gente que entraba en Vesta para comer y, al girar y mirar calle abajo, Pasar la página.
—Preferiría disfrutar de esta vista a la sombra de un porche, con una cerveza en la mano y mi chica al lado.
—Tú échale imaginación. —Ryder se quitó la mascarilla saturada y bebió agua a grandes tragos. Como no podía desperdiciarla, imaginó que se echaba esa agua fría por la cabeza.
Mientras hacía una breve pausa para desentumecerse los hombros doloridos, vio a Esperanza salir al porche de la segunda planta. Ella se detuvo un momento y miró a un lado y a otro, observando el trabajo de los obreros. Ryder lo supo en cuanto sus ojos se encontraron; sintió, podría jurarlo, como un pinchazo en la entrepierna.
Ella estuvo quieta un instante, como él, luego abrió la puerta de J y R y desapareció.
—Debe de tener algún huésped —comentó Beckett.
—¿Eh?
—Que te he visto mirar.
Ryder cogió una mascarilla nueva.
—Que yo sepa, no está prohibido.
—Aún no. ¿Por qué no le pides que salga contigo?
—¿Por qué no sigues dándole a la pala?
—Una cenita, algo de conversación. Si hasta te ha hecho una tarta, por Dios.
—De la que tú comiste tanto como yo. Llévala tú a cenar y habla con ella.
—Ya lo he hecho. Bueno, Clare y yo la hemos invitado a cenar con nosotros. ¿Necesitas ayuda, hermano? Podemos invitaros a cenar a los dos, allanaros el camino.
—Que te den —le dijo Ryder, y siguió trabajando.
Por mirar no hacía daño a nadie, se dijo Esperanza. Fue adentro, abrió Eve y Roarke. Allí podría subir las persianas, lo justo para ver la azotea. O lo que suponía que quedaba de ella.
No tenía ni idea de cómo pensaban quitarla entera. Iban a necesitar un montón de palas afiladas, barras pesadas y algún tipo de sierra. Además de muchísimo ruido.
Supuso que sería un trabajo horrible, pero le ofrecía vistas interesantísimas.
Casi todos los hombres iban descamisados. Confiaba en que se hubieran puesto abundante crema protectora o lo lamentarían por la noche.
Titubeó un instante, luego se dijo: ¿qué demonios?
Subió corriendo a su apartamento, cogió sus gemelos de teatro y bajó aprisa.
Desde luego era un trabajo horrible, concluyó cuando pudo verlo de cerca. Madre del amor hermoso, sí que estaba bien hecho ese hombre.
Ya lo había observado, aun con camisa, y lo había notado las pocas veces que lo había tenido pegado a su cuerpo, pero… no había nada como un primerísimo plano de un hombre sudoroso con los músculos en acción.
Ninguna mujer podía negar el cosquilleo que eso producía, aunque el hombre sudoroso y musculoso no fuera su tipo.
Lo vio mirar, quitarse la mascarilla para gritarle algo a uno de los obreros. Además, tenía un rostro hermoso, de rasgos muy afilados, algo desaliñado y barbudo, pero guapísimo. Y cuando sonreía, como ahora, otro cosquilleo la recorría por dentro.
Profirió un sonido de estremecimiento.
—¿Esperanza? No estaba segura de qué querías hacer con…
Se giró. A punto estuvo de lanzar los gemelos, pero no andaba tan distraída. En su lugar, sonrió, con cara de boba quizá, al ver a Carolee a la puerta.
—Estoy espiando a los vecinos.
—¡No me digas! —señaló Carolee meneando las cejas, y se acercó—. ¿Qué…? Ah, los de la azotea. Uf, qué calor, tienen que estar sudando la gota gorda… —Se interrumpió, rio—. Y de eso se trata. Déjame echar un vistazo.
Cogió los gemelos, miró por entre las lamas de la persiana.
—Qué guapos, ¿verdad? Solo veo a dos de los chicos… de los de Justine. Owen debe de haber encontrado un modo de escaquearse. Un trabajo horrendo. Deberíamos prepararles un poco de limonada.
—Bueno, no sé si…
—Por supuesto que sí. —Sonriente, Carolee le devolvió los gemelos—. Cogeremos un par de botellas termo, un cubo de hielo y algunos vasos de plástico. Abajo hay una mesa plegable que nos vendrá muy bien.
—¿Y tengo que pagar por el espectáculo?
Carolee le dio una palmadita.
—Yo no lo diría así. Vamos, no tardaremos mucho. Aún faltan un par de horas para el registro.
No podía decirle que no a Carolee, sobre todo porque la había sorprendido comiéndose con los ojos a su sobrino. De modo que hicieron un montón de limonada. Salieron cargadas con la mesa plegable, botellas termo, hielo y vasos. Carolee llamó por su nombre a uno de los obreros y le pidió que se acercara. Eso inició un ir y venir de hombres del tejado al interior del hotel.
Oyó muchos «gracias, Esperanza», o, en algunos casos, «señorita Esperanza».
—Nos has salvado la vida. —Beckett se bebió un vaso y acto seguido le guiñó el ojo a su tía.
—Tened cuidado ahí arriba.
—Claro. Casi hemos terminado. Ya estamos llegando al condenado caucho. Habéis aparecido muy oportunamente. Pararemos para comer, y terminaremos luego.
—Repasa bien esa zona por si hay algún clavo —le ordenó Ryder a alguien; luego cogió un vaso y se lo bebió de un trago—. Gracias.
—Voy a pedir la comida —anunció Beckett, y se alejó con el móvil.
—Toma, Ryder, bébete otro. Tu madre vendrá más tarde.
—¿A qué?
—Porque le he dicho que estabais tirando el tejado y quiere verlo. Voy a hacer más limonada y así tendréis para la comida.
—Y querrá ver el restaurante, y la panadería. ¿Dónde puñetas está Owen?
—Toma. —Esperanza le sirvió otro vaso—. No te acalores.
—No hay suficiente limonada en el mundo para eso. —Pero se la bebió—. Habremos terminado de tirar esa porquería antes de que empiece a apretar el calor, algo es algo.
Al oír la voz de su dueño, Bobo salió de su refugio, se frotó contra las piernas de Ryder. Esperanza se sacó una galleta para perros del bolsillo.
—Esperará una galleta cada vez que te vea.
—Tú tienes limonada.
—Él no ha estado tirando una azotea de alquitrán y gravilla, sudando a mares.
Esperanza se agachó a acariciar al perro, ladeó la cabeza de modo que sus ojos brillaron a través de una oscura mata de pelo.
—Igual debería ir a por la manguera.
—No me vendría mal al final del día. —Titubeó—. ¿Tienes huéspedes hoy?
—Sí. Tres habitaciones, unos se quedan todo el fin de semana.
—Vale.
—¿Lo preguntas por algo en particular?
—No.
Volvemos a los monosílabos, se dijo ella, y probó por otro camino.
—Me han contado que la tarta voló en la noche de tíos.
—Los críos son unos buitres. Los había subestimado.
—Me queda media de otra. Te la puedes llevar si quieres.
—Me la llevaré.
—Cógela antes de marcharte. Tengo que volver al trabajo.
—Luego os devolvemos la mesa y lo demás. Se agradece.
—Muy bien. Ah, si quieres que te riegue un poco, puedo buscar un hueco.
Se dio el gustazo de verlo fruncir los ojos, intrigado, antes de dar media vuelta para marcharse.
Esperanza se consideraba buena jueza y, a su juicio, Ryder Montgomery y ella estaban coqueteando descaradamente.
A ver a dónde los llevaba todo aquello.
Owen apareció cuando Ryder bajaba de la azotea por última vez. Se habría cabreado con él, pero vio que iba sudado y sucio, y que aún llevaba el cinturón de las herramientas.
Pero, qué demonios, un poco de pique entre hermanos era un signo de afecto.
—Suponía que aparecerías cuando estuviera hecho el trabajo sucio.
—Alguien tiene que encargarse de la otra cuadrilla cuando te da la venada de cambiar de planes. Ya te has dado el gusto de quitar esas baldosas horrendas, ¿no?
No precisamente, se dijo Ryder, y no pudo evitar alegrarse de no haber tenido que hacerlo.
—Si traes el material mañana, podemos empezar el tejado nuevo.
—Estará aquí a las ocho. —Owen miró a Ryder de arriba abajo—. Parece que te has ganado una cerveza.
—Me he ganado un puñetero pack de seis.
—Avery cierra esta noche y me iba a acercar un rato. Le toca pagar a Beckett.
—Beckett se va a casa —anunció el aludido—. A darse una ducha de cinco horas.
—Pues solo quedamos tú y yo, Ry.
—Quedas solo tú —corrigió Ryder—. Yo voy a hacer lo mismo que Beckett, y mi perro también.
—Me parece bien, teniendo en cuenta lo mal que oléis los dos. Lo dejaremos para mañana. Hay que repasar unas cosas, de las dos obras. Podemos hacerlo antes de que llegue la cuadrilla por la mañana o cuando terminemos la jornada.
—Cuando terminemos —dijo Ryder, rotundamente.
—¿Un viernes por la noche? —Beckett arqueó las cejas—. ¿Ninguna cita?
—Mis citas no empiezan tan temprano, ni acaban muy tarde. —De todos modos no iba a salir, ni se lo había planteado. Igual cuando se quitara cinco o diez centímetros de porquería se lo pensaría un poco.
—Pues nos vemos mañana. —Cuando Owen se fue, Beckett echó un vistazo al edificio. Ryder y él se quedaron allí de pie como un par de evadidos del infierno—. ¿Nos echamos a suertes quién hace la última comprobación y cierra todo?
Recordando sobre todo su conversación con Clare en la cocina a primera hora, Ryder se encogió de hombros.
—Vuelve a casa con tu mujer y tus hijos. Ya lo hago yo.
—Me voy volando.
Ryder volvió a entrar, cogió su sujetapapeles. Quería anotar un par de cosas, cuando se hiciera a la idea de que había vuelto a quedarse solo. Comprobó la puerta que daba a Saint Paul Street y cogió su botella termo.
Pensó en la limonada.
No tenía tiempo para eso, se dijo. Y, aunque le apetecía la tarta, no iba a entrar en el hotel con ese aspecto. Tendría que dejar eso para mejor ocasión, también.
Se disponía a salir cuando una camioneta se detuvo a la puerta.
Era la de Willy B., con su madre al volante. Procuró no pensar en que el padre de Avery se acostaba con su madre. Prefería seguir viendo a Willy B. como siempre: un viejo amigo de la familia, un tío genial que había sido el mejor amigo de infancia de Tommy Montgomery.
Si pensaba en ese grandullón de barba pelirroja como el amante de su madre, la cosa se complicaba.
Justine bajó del vehículo. Llevaba pantalones pirata y una camiseta de chica con zarandajas en el cuello.
Se había arreglado un poco, el pelo y la cara, y estaba guapísima.
—No te acerques mucho —le dijo levantando una mano—. No estoy para que se me acerque nadie.
—Te he visto peor, pero esta camiseta es nueva, así que… —Le tiró un beso.
—Otro para ti. ¿Cómo va, Willy B.?
—Va bien. —Casi dos metros de altura. Un hombre grande de gran corazón y con una buena mata de pelo rojo en la cabeza a juego con la barba. Con los pulgares en los bolsillos, contempló el edificio—. Habéis limpiado por completo la azotea.
—De limpia no tenía nada. Supongo que querréis echar un vistazo dentro.
—No estaría mal. Si tienes que irte, ya cierro yo.
—Da igual. —Encabezó el grupo.
Willy B. se agachó, inclinó la cabeza a un lado y a otro, arriba y abajo según iba recorriendo el espacio.
—Qué imaginación tienes, Justine.
—Va a quedar fabuloso. Mis chicos no se conformarán con menos.
—No nos deja elección. A primera hora de la mañana nos llegará el material para poder empezar el tejado nuevo.
Habló de tejados y ventanas con Willy B., después dejó que Justine lo llevara de un lado a otro, señalándole los espacios vacíos que se transformarían en taquillas, una pequeña aula, el espacio de recepción.
—Espero que te hagas socio.
—Anda ya, Justine.
—Nada de anda ya —le dijo ella, agitando el dedo, luego le dio una palmadita en el hombro—. Te haré descuento, dado que vamos a ser consuegros.
Willy B. sonrió al oír eso.
—Qué bueno, ¿verdad? Mi hija y tu hijo. A Tommy le encantaría, ¿no crees?
Así era Willy B., se dijo Ryder. Eso era lo que lo convertía en Willy B. Siempre pensaba en sus amigos.
—Le encantaría, sí. Y me habría dicho que estoy loca por comprar este sitio. Pero luego se habría puesto manos a la obra. Ay, te digo yo que va a quedar genial, y no habrá nada igual en esta zona. Tengo grandes planes para las taquillas.
—Tu madre me ha hablado de las taquillas y eso —le dijo Willy B. a Ryder—. Conozco a un tipo que hace cosas de este estilo.
—Owen lo ha estado mirando un poco. Igual podrías darle el nombre.
—Eso haré. Dentro de un rato iremos a Vesta. Se lo daré a Avery.
—Owen está allí.
—Perfecto —asintió ella—. Queremos echarle un vistazo al nuevo restaurante antes de ir a cenar.
—Owen tiene la llave. Él os lo enseñará.
—Te invito a una cerveza —le ofreció Willy B.—. Y a pizza, si quieres.
—Con esta pinta, no —dijo Ryder señalándose—. Sanidad le cerraría el local. Pero, gracias.
—Cuando esto esté terminado, podrás ducharte y darte un baño de vapor aquí. —Justine le sonrió—. He oído decir que le estás tirando los tejos a nuestra gerente.
—Ay, no, Justine —le susurró Willy B. al ver fruncir el ceño a Ryder.
—No es cierto.
—Entonces alguien que se te parece mucho la besaba ayer en el aparcamiento.
—Eso… no fue nada.
—Pues a Mina Bowers, que pasaba por allí en coche y se lo contó a Carolee, que me lo dijo a mí, sí le pareció algo.
Sabía que se correría la voz, pero no esperaba que la voz le llegara a su madre tan pronto.
—La gente debería meterse en sus asuntos.
—Bah, eso nunca pasa —dijo Justine, satisfecha—. Además, me he enterado de primera mano por Chrissy Abbot, que iba paseando al perro, de que habíais tenido otro «no fue nada» antes. Indagando un poco, he sabido que el hombre del traje caro que estuvo aquí entonces era ese tal Jonathan Wickham.
—Sí, vino a robárnosla y llevársela a su hotel, y a convencerla de que volviera a acostarse con él.
—Pensaba que él se había casado —intervino Willy B.
—Huy, Willy B., qué ingenuo eres. Es un malnacido —dijo Justine, indignada—. ¿Cómo es que me cuentan que la has besado a ella pero no que le has dado una paliza a ese imbécil?
Ryder sonrió de oreja a oreja, y le salió del alma.
—Te quiero, mamá. De verdad.
—Eso no es una respuesta.
—Porque me enteré tarde. Ya se encargó ella de cantarle las cuarenta.
—No esperaba menos. Si ese hijo de perra vuelve a aparecer por aquí, quiero que lo saques a patadas de nuestras propiedades. O llámame, y lo haré yo misma. Será un placer. Debería ir al hotel a hablar con ella.
—Tiene huéspedes.
—Pues hablaré con ella mañana. —Inspiró hondo dos veces para calmarse—. Y si quieres tirarle los tejos y que la gente no hable de ello, hazlo en privado.
—No le estoy tirando los tejos.
—Entonces me decepciona que no lo hagas. Anda, ve a asearte y descansa. Luego hablo contigo. Ah, Ry, estáis haciendo un buen trabajo aquí. Ya se ve.
Ella sí, se dijo él mientras salían. Como siempre. A veces hasta incomodar.
—Que le estoy tirando los tejos. Dios. Que te decepcionaría si no lo hiciera. No hay quien entienda a las mujeres, ni siquiera a las madres. Sobre todo a ellas. Venga, Bobo, vamos a darnos una ducha.
El animal, que conocía la palabra, meneó la cola emocionado y salió trotando detrás de Ryder.
Acababa de cerrar cuando, al volverse, vio a Esperanza por el aparcamiento, en dirección a su camioneta, con otro plato de tarta.
¿Por qué demonios siempre tenían que coincidir en el puñetero aparcamiento?
—Mi madre y Willy B. se han ido ahora mismo.
—Ah. Podían haber venido al hotel.
—Pensaba que tenías huéspedes.
—Y los tengo —dijo ella, señalando los dos coches aparcados junto al suyo y el de Carolee—. Y seguro que les habría encantado conocerla. Tu tarta.
—Se agradece.
—Carolee les está sirviendo vino y queso a los huéspedes, y yo debería volver a echarle una mano, pero antes quería preguntarte una cosa.
—Vale.
—¿Te estás planteando la posibilidad de acostarte conmigo?
—¿Y qué quieres que conteste a eso?
—Me valdría con la verdad. Valoro la sinceridad en cualquier tipo de relación, por informal que sea. Ya he pasado por eso, y he aprendido la lección. Así que quería saber si, igual que yo, te lo estás pensando. Sin rodeos —prosiguió ella, mientras él, mudo de asombro, la miraba ceñudo—. Sin compromisos, sin complicaciones. Si no, no pasa nada. Solo me gustaría saber a qué atenerme.
Eso era poner las cartas sobre la mesa; sí, señor.
—A qué atenerte. Si no sé ni a qué atenerme yo.
Estaba cansado, sucio, y ella le estaba tirando los tejos en el aparcamiento. ¿Qué decía, que aún no la acababa de entender? Dios, no había forma de entenderla.
—Muy bien. Cuando lo sepas, me lo cuentas.
—Te lo cuento —repitió él—. Si sí o si no.
—Así es más sencillo, ¿no crees? Pareces cansado —observó Esperanza—. Estarás mejor en cuanto te asees y comas algo. Yo tengo que volver. Buenas noches.
—Sí. —Abrió la camioneta para que entrara Bobo. Tras pensárselo un poco, decidió conducir con la tarta en el regazo. De lo contrario, el perro no podría resistirse a meter el hocico entero en ella.
Se sentó al volante y se quedó allí un rato.
—No, no hay quien entienda a las mujeres, Bobo. No hay quien las entienda.