6

Noche de tíos. Ryder no tenía intención de dejar que lo enredaran para pasar la noche con niños y perros. Ocurrió sin más.

Además, Beckett invitaba a espaguetis con albóndigas, comida de hombres y, por lo visto, una tradición en las noches de tíos.

En cualquier caso, le apetecía estar con los niños, que, junto con Yoda y Ben, los cachorros de labrador mestizo, generaban energía más que de sobra para abastecer a todo el puñetero condado.

Bobo estaba en la gloria.

Ignoraba qué normas se aplicaban cuando estaba presente la señora de la casa, pero la noche de tíos era sinónimo de descontrol general. Los niños corrían por ahí como demonios, comían como lobos, peleaban como enemigos mortales y reían como locos.

Le recordaba a su infancia.

La casa estaba hecha para niños y perros, se dijo. Grande, espaciosa, diáfana, de colores vivos. Sabía que Beckett había alterado los planos de la casa por terminar cuando Clare y él se habían juntado, y la había rediseñado pensando en su familia. Ahora los críos tenían un cuarto de juegos de mayores, con estanterías empotradas y armarios para sus trastos. Lo sabía porque él había ayudado a construirlo, y porque Murphy lo había arrastrado arriba para que lo viera.

Luego había procedido a sacar todos los muñecos coleccionables habidos y por haber.

Ryder tenía su colección guardada en una caja. Ciertas cosas eran sagradas para un hombre.

—Yoda se comió al Duende Verde.

—Si ni siquiera están en el mismo universo.

—El de verdad, no, ¡el nuestro! Lo mordisqueó todo, porque aún era cachorro. Ahora no se come nuestros muñecos. Además, Santa me trajo uno nuevo en Navidad. Me lo dejó en el calcetín. Y también me trajo a Gambito.

—¿Tienes a Gambito?

—Ajá. —Emocionado, Murphy hurgó entre los vistosos muñecos y lo sacó—. A veces Lobezno y él se pelean, pero casi siempre luchan juntos contra los malos.

Ryder siempre había sentido debilidad por Gambito.

—Deberíamos organizar una guerra ahora. Mira, podíamos usar la Batcueva y el Halcón Milenario como bases, y al Duende Verde, a Magneto y al Joker, que están planeando un ataque en el garaje. ¿Ves?, aquí se pueden meter coches, pero también puedes meter a los malos.

Qué demonios, decidió Ryder, y ayudó al crío a organizarlo.

La guerra resultó atroz, sangrienta y, como en todas las guerras, hubo cobardía, heroísmo y numerosas bajas. Entre los daños colaterales, un T-Rex cojo, tres soldados de las Fuerzas Imperiales y un maltrecho osito de peluche.

—¡Al osito le han dado en la tripa! —gritó Murphy.

—La guerra es el infierno, chico.

—La guerra es el infierno —repitió Murphy, porque era noche de tíos, y rio como un loco.

Owen entró justo cuando los Vengadores, los X-Men y los Power Rangers, aliados, volaban la base enemiga.

—Los hemos vencido. —Murphy se levantó de un salto para hacer su baile de la victoria y chocar los cinco con Ryder—. Pero Iron Man está gravemente herido. Está en el hospital.

—Es Iron Man —lo consoló Owen—. Se repondrá. Ve tú a boxear con Harry en la Wii —le dijo a Ryder—. Me ha dado una paliza tremenda.

—Que pelee Beckett con él.

—También ha tumbado a Beckett. Y a Liam. Eres nuestra última esperanza.

—Muy bien. Pues ayuda tú al enano a recoger todo esto.

—Yo no he luchado en esta guerra —protestó Owen—. Estaba en Suecia.

Ryder pensó un momento. El cuarto parecía un campo de batalla… sacudido por un tornado. El soborno siempre funcionaba.

—Tengo una tarta en la camioneta.

—¿De dónde la has sacado?

—Tarta de cerezas. Si quieres, ayuda al enano. Yo voy a tumbar al otro.

—A mí me gusta la tarta de cerezas —atacó Murphy con su sonrisa angelical.

—Recoge y te doy un poco.

Un trato redondo, decidió Ryder mientras se dirigía al salón: se había librado de recoger y había evitado comerse él la tarta entera, porque habría podido hacerlo y seguramente se habría puesto malo después.

Entró, hizo unas rotaciones de hombros y se marcó un bailecito de boxeador.

—Vas a caer, Harry Caray. Te voy a dejar K. O.

Harry levantó ambos brazos.

—Invicto. Campeón mundial. ¡Hasta he tumbado a Owen! Le han salido equis en los ojos.

—A Owen Mandíbula de Cristal —se mofó Ryder, golpeándose la suya—. Menuda hazaña. —Se acercó a la nevera de debajo de la barra y cogió una cerveza—. Reza lo que sepas.

—Yo rezo por ti —dijo Beckett a su hermano—. El chico no tiene compasión.

—Ahórratelo. Por cierto, en el suelo de la camioneta, hay una tarta de cerezas, ¿por qué no vas a por ella?

—¿Tarta? —Liam saltó de pronto del suelo, donde jugaba con los perros—. Yo quiero tarta.

—Y tarta tendrás, pequeño saltamontes. —Beckett se levantó del sillón de cuero.

—Bueno, actual campeón a punto de ser derrotado, prepáralo.

Harry accedió al Mii de Ryder, de pelo oscuro, ojos verdísimos, gesto ceñudo, y le ofreció el mando.

El público se volvió loco.

El crío le dio una paliza.

Ryder se dejó caer en el sofá, cerveza en mano, mientras Harry daba vueltas en círculos por todo el salón con los puños en alto.

—¿Qué pasa, que juegas todo el santo día?

—Tengo un talento natural.

—Sí, claro.

—Me lo ha dicho el abuelo. A él también le gano, pero él es un poco viejo.

—¡Yo quiero jugar! —entró Murphy de repente.

—Ahora me toca a mí. —Liam se preparó para defender sus derechos—. Beckett ha dicho que luego podíamos jugar a la PlayStation, y elijo yo: WWF.

Primero boxeo y ahora pressing catch, se dijo Ryder. Beckett debía de dormir como un tronco todas las noches.

—Voy a por la tarta. —Ryder se levantó. Su ímpetu infantil cambió de rumbo de inmediato y salieron los tres en estampida hacia la cocina.

No quedó ni una miga de la tarta, algo que Ryder lamentó un poco. Lucharon, persiguieron a ladrones, derrotaron a asesinos. Liam fue el primero en caer rendido, y se quedó traspuesto con los perros. Beckett lo cogió en brazos y se lo llevó a la cama.

Al volver, Beckett se encontró a Harry boca abajo en el sofá. Mientras repetía el proceso, Murphy, sentado en el suelo con las piernas cruzadas y bien despierto, enseñaba a Owen a jugar a Mario Bros.

—¿Nunca cae? —preguntó Ryder, señalando a Murphy con el pulgar.

—Es como un vampiro. Se quedaría despierto hasta el alba si lo dejáramos. Hora de irse a la cama, Murph.

—Si no estoy cansado. Mañana no hay colegio. Quiero…

—Te dejo que veas una película arriba, en mi cama.

—¡Vale! ¿Me dejas ver dos?

—Por ahora, una. —Beckett cogió a Murphy en brazos, y se lo echó al hombro para hacerle reír.

Mientras Beckett se llevaba a Murphy, Owen se tumbó en el sofá.

—¿Dos más?

—Sí, pero Beck ya tiene perfectamente controlado lo de ser papá. Además, tendrá su propio equipo de baloncesto en cuanto el enano crezca unos centímetros.

—Avery y yo hemos pensado en dos.

—Bonita cifra. —Distraído, metió la mano en un paquete de patatas chips con sabor a barbacoa medio magulladas—. ¿Tienes planificadas las fechas de la concepción, el nacimiento y la graduación universitaria?

Acostumbrado a esos comentarios, Owen se limitó a encogerse de hombros.

—Madre mía, sí que las tienes.

—Solo una aproximación. De todas formas, vamos a empezar con perros.

—No sé yo si los carlinos son perros. Son más bien de tamaño gato.

—Son perros y se llevan muy bien con los niños. Hay que ser previsor. Cuando investigamos las razas…

—Cuando investigaste.

—Lo que sea. A Avery le gustaba mucho la idea de un carlino. Luego habló con mamá y ella le habló de los refugios. Así que al final vamos a adoptar a un carlino de un año que se llama Tyrone y es sordo de un oído.

—Medio carlino, querrás decir, y no lo digo por la sordera, sino por el tamaño. El carlino es medio perro, de modo que, con el labrador, tendréis perro y medio.

—Bingo —dijo Owen, negando con la cabeza—. ¡Hay que tener mala sombra para llamar a un perro Bingo! Como solo tiene cuatro meses, se lo vamos a cambiar. Le daremos un poco de dignidad.

Volvió Beckett, que fue directo a por una cerveza.

—Dios, llevo con esto casi un año, más o menos, y a veces aún me pregunto cómo se las apañaba Clare cuando estaba ella sola.

Le quitó las piernas del sofá a Owen, de un manotazo, y se dejó caer.

—Es la primera vez que pasa la noche fuera. Se me hace raro.

—Ya la has dejado embarazada —señaló Ryder—. Ahora déjala en paz.

—Quiere empezar a preparar la habitación de los bebés. Ya me está hablando de cucos y de cambiadores.

—¿Nervioso?

—Puede, pero más que nada es lo de los cucos. Me suena a niña.

—¿Qué puñetas es un cuco? —preguntó Ryder.

—Como un cesto montado sobre un pie.

—¿Vas a meter a tus hijos en un cesto?

—Un cesto especial para bebés. El que me ha enseñado lleva un faldón blanco con volantes y lazos azules. —Necesitado de apoyo, Beckett los miró suplicante—. No se puede meter a un niño en un cesto con faldones de volantes. No está bien.

—Pues ponte los pantalones y demuéstrale quién manda —propuso Ryder.

—Está embarazada.

—Por eso estás ahí hablándonos de faldones con volantes. Qué vergüenza.

—Que te den. —Beckett miró a Owen, tirado en el sofá—. Se me ocurre que podíamos construir algo. Bueno, serían dos algos. Una especie de cuna, pero elevada sobre un pie, para que no haya que agacharse a coger al niño. Algo bonito que le guste a Clare, lo suficiente para que no quiera taparla con unos puñeteros faldones.

—Sí, podríamos. Y que se meza.

—Con los nombres de los niños grabados.

Intrigado, Beckett miró a Ryder.

—Los nombres.

—Así sería única, y evitaría que los confundieras. Y vete pensando en algo para que no se te mosqueen los tres que ya tienes.

—Voy a hacerles una casa en un árbol. Pero no he pasado de la fase de diseño. Tengo demasiadas cosas entre manos.

—Nada como una casa en un árbol —dijo Owen—. Nosotros nos pasábamos horas en la nuestra. Almacén de chuches, cómics. ¿Recuerdas la revista guarra que le compraste a Denny? Yo vi mi primer porno en esa casa. Qué buenos tiempos.

—Yo eché mi primer polvo allí. Tiffany Carvell. Qué tiempos grandiosos.

—Dios. —Beckett cerró los ojos—. No habléis de porno ni de polvos a Clare o no me dejará construirla en la vida.

—Nenaza.

Beckett miró a Ryder con desdén.

—Ya me lo dirás cuando te cases.

—Para eso ya estáis vosotros dos. Las mujeres del mundo necesitan al menos un Montgomery soltero y sin compromiso.

—A mí me va a gustar estar casado —comentó Owen.

—Casi es como si lo estuvieras ya.

—Sí. Y me gusta. Saber que estará esperándome en casa cuando vuelva, o que llegará luego. Y también se me hace raro que no esté esta noche —le dijo a Beckett.

—Lo deben de estar pasando en grande. Clare solo me ha llamado una vez para saber de los niños. Y me ha dicho que Esperanza necesitaba compañía femenina. Por cierto, ¿qué ha ocurrido con ese tal Wickham? Clare no me lo ha contado todo.

—Se pensaba que podía birlárnosla.

—Capullo.

—Un capullo con un traje de cinco mil dólares.

—Fue él el que la dejó, ¿no? —Owen bebió despacio un sorbo de cerveza—. Por una rubia. Una rubia buenorra, para el que le gusten de esas. Avery me enseñó una foto en la sección de sociedad del Post.

—¿En la sección de sociedad? —se mofó Ryder—. ¿En serio?

—Vete a la mierda. Lo vio Avery, y me lo enseñó. Así que la deja por la rubia, celebra una boda por todo lo alto y viene aquí, a nuestro hotel, a birlarnos a la gerente. Dan ganas de patearle el culo y estropearle su bonito traje de cinco mil dólares.

—Le ofreció un incentivo: podía volver con él y le pondría un piso.

Owen se incorporó de golpe.

—¿Cómo has dicho?

—Ya me has oído. Que quería convertirla en su fulana. Comprarle una casa, darle un poco de dinero para gastos y llevársela de viaje a París o no sé qué mierda.

—Y sigue vivo —masculló Beckett—. ¿Por qué no le diste una buena tunda?

—Porque no me enteré hasta que ya se había ido. Además, ella lo llevó bien, manejó perfectamente la situación. Ya lo estaba mandando a tomar viento fresco cuando yo llegué. Y no os lo perdáis… —dijo, metiendo la mano en el paquete de patatas fritas— se me acerca, me dice que le siga la corriente y me planta un besazo largo y apasionado.

—De eso no me había enterado. —Owen miró a uno, después al otro—. ¿Cómo es que no me había enterado? Yo me entero de todo.

—Fue ayer, y hemos estado ocupados. Seguro que ya se ha corrido la voz, algo en lo que ella probablemente no pensó en ese momento.

—¿Le seguiste la corriente? —preguntó Beckett.

—Claro. ¿Por qué no? Vi lo que pasaba, y no me gustó ese tío. Ni su traje. Supuse que quería mosquearlo, darle celos. A mí me daba igual. Luego, cuando el tío se fue… noté que ella estaba temblando.

—Maldita sea —masculló Beckett.

—No paraba de despotricar. Cabreadísima. Poniéndolo a caldo, sobre todo. Pero también estaba conmocionada.

Owen sacó el móvil.

—¿Viste el coche que llevaba?

—Un Mercedes C63 de este año, negro. —Ryder le cantó la matrícula—. Dudo mucho que vuelva. Ella le dio donde más le dolía. Claro que no está de más tener los ojos bien abiertos.

—Exacto. Ese malnacido acaba de casarse y ya quiere convertir a Esperanza en su… Le hizo un favor cuando la dejó.

—Sí, creo que eso ya lo sabe.

—¡La tarta te la ha hecho ella! —dijo Beckett señalándolo con el dedo.

Ryder sonrió.

—Una tarta muy rica. Supongo que quería compensarme. Así que la acepté, luego le devolví la jugada. Me gusta llevar ventaja.

—¿La volviste a besar? —quiso saber Owen.

—Las otras veces había empezado ella. Comenzaba a sentirme utilizado.

Beckett rio y Owen le dio un puñetazo en el hombro.

—¡Oye!

—Puede que no tenga gracia. ¿Te estás enrollando con Esperanza?

Ryder le dio un trago lento a la cerveza.

—Eso entraría en la categoría de «no es asunto tuyo».

—Es la gerente.

—Avery es arrendataria nuestra, y eso no te detuvo.

—Sí, pero… —Mientras Owen trataba de salir de aquella, Ryder se encogió de hombros.

—Relájate. Por favor, besar a una mujer, disponible y dispuesta, es un derecho que Dios otorga a todo hombre. No busco nada serio. Además, empezó ella.

—Y está como un queso —añadió Beckett.

—Casado, padre de tres niños y con dos más en el horno —señaló Ryder.

—Aunque fuera padre de veinte, seguiría teniendo ojos en la cara. Es lista, está buena (fue miss, no lo olvidéis) y hace tartas. Buen trabajo, hermano.

—Y cómo se mueve.

Owen se agarró la cabeza con las manos y Beckett se echó a reír otra vez.

—Se agobia por todo, este hombre.

—Es la gerente. La mejor amiga de Avery y Clare. La dejó el hijo de su jefe.

—No se te ocurra ponerme en el mismo saco que a Wickham, hermano.

—No lo hago. Solo expongo los hechos. Uno más: mamá está loca con ella. De modo que, si quieres acostarte con ella y ella quiere acostarse contigo, estupendo. Pero, por favor, no la fastidies.

—Estás empezando a cabrearme —le dijo Ryder con calma, siempre un signo de peligro—. ¿Por qué no me nombras a una sola mujer con la que la haya fastidiado?

—No es una mujer cualquiera. Es Esperanza. Y ella me…

—¿Sientes algo por ella? —preguntó Ryder.

—Vete a la mierda —le espetó Owen—. He pasado más tiempo con ella que cualquiera de vosotros, acondicionando el hotel, e investigando a nuestra fantasma. Para mí es una especie de hermana.

—Para mí tú eres una especie de hermano.

—Sí, por eso es raro. Además, Avery me ha contado los detalles escabrosos del asunto Wickham. Se la jugó bien gorda, Ry. Toda la puñetera familia. Y ahora… puede que esté algo vulnerable.

—¿A qué te refieres con toda la puñetera familia?

—A que todos lo sabían. El padre, la madre… También tiene una hermana. Todos sabían que la utilizaba y, tanto si les parecía bien como si no, lo dejaron estar. Les dirigía el hotel y era responsable de planificar muchos de sus eventos personales. La invitaban a cenar con ellos, la llevaban a su casa de los Hamptons. Avery dice que la trataban como a una más de la familia, y así era como ella se sentía. Por eso fue como si la familia entera la dejara, Wickham se la jugara y sus empleados la usaran. Le hicieron una putada de las gordas.

Con eso quedaba todo claro. Ryder decidió que el clan Wickham al completo se podía ir a hacer puñetas.

—Yo no hago putadas a las mujeres. Mi familia tampoco.

—No, tú no. Ni nosotros. Pero ahora tienes una idea clara de lo que hay.

—Sí, ahora lo tengo claro. Si llega a haber algo entre nosotros, que no digo que vaya a haberlo, me aseguraré de que a ella también le quede claro. ¿Satisfecho?

—Sí.

—Y no vayas corriendo a contárselo a mamá.

—¿Y por qué iba a hacerlo? No soy un soplón.

—Le contaste que le había roto el jarrón de vidrio tallado de un balonazo y que había escondido los trozos —le recordó Beckett.

—¡Tenía ocho años! —exclamó Owen, verdaderamente dolido y ofendido—. ¿Cuánto tiempo vas a estar echándomelo en cara?

—Eternamente. Me castigó tres días sin ver la tele por esconder los pedazos y uno más por jugar a la pelota en casa. Me perdí las Tortugas Ninja.

—Madura y cómprate el DVD.

—Ya lo he hecho. Pero eso no te libra. Entre hermanos, un secreto es sagrado.

—Tenía ocho años.

Aprovechando que a Owen le preocupaba ya más otra cosa que su vida sexual, Ryder se levantó.

—Vosotras solucionad esto, como damas. Yo me voy a casa a dormir un rato.

—El material llega a las ocho —le recordó Owen.

—Lo sé. Allí estaré.

—Yo iré al taller a trabajar en los paneles de la barra. Si necesitas que vaya, mándame un mensaje.

—Puedo pasar un día entero sin ver tu cara bonita. Pero tú sí me vienes bien —le dijo a Beckett—. A las siete.

—Tendrá que ser a las ocho, a las ocho y media. La madre de Clare quiere que le llevemos a los niños mañana. Tengo que levantarlos, vestirlos, darles de desayunar y llevarlos allí. Clare está en el hotel, no lo olvides.

—Tú ven. Vamos, Bobo. —Se puso en marcha—. Y no juegues a la pelota dentro de casa.

Se acordó del plato de la tarta en el último momento y retrocedió para cogerlo. Acompañado de Bobo, recorrió en coche la escasa distancia que lo separaba de su hogar: salió del bosque, bajó por la carretera y entró de nuevo en el bosque, donde se ocultaba entre los árboles su casa.

Le gustaba así, escondida y privada. Le gustaba tener su propia casa, y que fuera grande. Había contratado un equipo de paisajismo que se ocupara de su parcela. Su madre había querido hacer de él un jardinero, pero no había cuajado. Podía cavar un hoyo para un árbol, algún seto de vez en cuando, pero ¿plantar flores? Eso ya no.

Le gustaba cómo quedaban, las distintas alturas, las texturas, las sombras que producían en la pasarela y en las luces de la terraza.

Como Beckett lo había lavado, Ryder dejó el plato de la tarta en la camioneta para que no se le olvidara. Permitió que Bobo olisqueara e hiciera lo que hacen los perros mientras él disfrutaba, allí de pie, de aquella paz bajo un cielo repleto de estrellas.

No podía imaginar vivir en ningún otro sitio, ni se le pasaba por la cabeza. No solo porque hubiera crecido allí, aunque suponía que eso influía bastante, sino porque aquel lugar, ese aire, los sonidos de esas noches silenciosas, lo tenían cautivado. Siempre había sido así.

Había elegido ese lugar, bien lejos de la carretera principal, para echar raíces, para levantar su propio hogar. Había rondado y recorrido esos bosques toda su vida. Sabía cuál sería su sitio mucho antes de hacerse hombre.

Entró por el lavadero a la cocina y encendió la luz. Él mismo había diseñado esos espacios, con ayuda de Beckett. Líneas limpias, sencillas, y lo bastante espacioso para que cupiese una mesa. Enchufó el móvil, que al fin había dejado de resistirse a usar, al cargador; luego cogió una botella de agua.

Se daría esa ducha caliente, muchísimo más tarde de lo que había planeado.

El perro subió trotando con él, y fue derechito al enorme cuadrado de cojines que le servía de cama. Lo rodeó una vez, dos, tres y, suspirando hondo, se acurrucó con el gato viejo de peluche que tanto le gustaba. Quieto, agitando la cola contento, observó a Ryder vaciarse los bolsillos y quitarse el cinturón.

Se desnudó, tiró la ropa al cesto y entró desnudo en el baño grande y lujoso del dormitorio.

Un hombre que trabajaba con las manos, con la espalda, merecía tener la reina de todas las duchas. Sobre todo si era contratista y sabía cómo hacérsela.

Rivalizaba con los baños que habían construido en el hotel: los azulejos y suelos, en su caso, de gris piedra, la larga encimera blanca, los lavabos de acero inoxidable. Abrió al máximo el chorro superior y los laterales, y bien caliente, y dejó que el agua le masajeara con fuerza los músculos tensos después de un largo día de trabajo, y de juego.

Y cuando estos empezaron a relajarse, pensó en Esperanza.

No la iba a fastidiar. Y, estaba claro, él no era culpable de sus historias con capullos.

Había empezado ella. Se recordó aquel detalle porque era la pura verdad. Él había mantenido las distancias, hasta hacía muy poco. Porque había habido algo desde el principio. Y él no quería nada, y menos con un bellezón de ojos almendrados y pómulos prominentes que probablemente pagaba más por uno solo de sus pares de zapatos de tacón que él por todos los que tenía en el armario juntos.

Puede que esos tacones le hicieran las piernas interminables, pero daba igual.

Ella no era su tipo y, desde luego, él tampoco el suyo. A ella le iban los tíos con traje y corbata de diseñador, que asistían a la inauguración de exposiciones y a galas. Y disfrutaban. Quizá a la ópera. Sí, el capullo ese parecía de los que iban a la ópera.

Había empezado ella y, si cortaban, se aseguraría antes de que los dos pusieran las cartas sobre la mesa. Jugaba limpio. Y, aunque Owen tenía razón en ciertas cosas, las meditaría un poco antes de tomar una decisión.

Y si llegaba un momento en que los dos querían, pues jugaría más limpio aún. Sin problemas.

Cerró la ducha, cogió una toalla y se secó el pelo. Le recordó a Esperanza, manguera en ristre, y le hizo sonreír. Igual no le había parecido gracioso entonces, pero ahora sí.

No siempre era perfecta. Ella también cometía errores y daba pasos en falso. Le gustaba más así. Perfecta habría resultado aburrida, intimidadora o desagradable. Le gustaban esas grietas, y se preguntó si aquello seguiría adelante.

Calma, se dijo. Bastantes cosas tenía ya en la cabeza, bastantes preocupaciones sin añadirla a ella ahora mismo, de inmediato.

Volvió desnudo al dormitorio y estiró las sábanas… su forma de hacer la cama.

El perro dormía, y la ventana estaba abierta a la brisa y los sonidos nocturnos. No se molestó en poner el despertador. Lo llevaba en la cabeza y, si no sonaba, sonaría Bobo.

Pensó en encender la televisión, para dormirse. Pensó en Esperanza otra vez, volvió a ver en su recuerdo la expresión de su rostro, la de después del beso.

Y, pensando en ella, se quedó dormido.