Se cuidó mucho de decirle que se sentara o se calmara. No había hombre en la Tierra que entendiera a las mujeres, pero él creía tener un dominio razonable de la especie.
Así que se sentó, suponiendo que pasaría un rato dando vueltas por el patio. Como llevaba uno de esos vestidos de verano, Ryder no podía quejarse de las vistas.
Y siguió allí sentado mientras su perro se acurrucaba debajo de la mesa como si quisiera protegerse de lo que se avecinaba. Pero hacía muchísimo calor y, para colmo, ella estaba tan enfurecida que podría haberse cocido un cubo de langostas con la mirada.
Más le valía tirar del hilo, decidió Ryder.
—Vale, ¿de qué va todo esto?
—¿Que de qué va?
Al girarse, se le levantó el vestido y reveló unas piernas largas y desnudas.
No, no podía quejarse de las vistas.
—¿Que de qué va? —repitió, disparando balas de rabia con aquellos ojos de color chocolate oscuro—. El muy capullo quería ofrecerme un trato.
Ryder miró los vasos de té con hielo. Le apetecía, pero no sabía qué vaso era de quién, y no tenía especial interés en beber del de un capullo.
—Eso —dijo ella, señalando con la mano el aparcamiento— era Jonathan.
—Sí, ya me lo has presentado.
—Éramos… —¿Qué?, se preguntó, ¿qué eran?
—De eso estoy al corriente. Estabais liados y te dejó por otra. —Se encogió de hombros cuando ella se detuvo lo justo para mirarlo—. Los chismes vuelan.
—Pues los chismes vuelan mal. La otra era yo. No lo supe hasta que me dijo que estaba prometido, una bomba que me soltó poco después de que hiciéramos el amor. Y yo creyendo que teníamos una relación, una relación seria, pero él solo tonteaba conmigo. Idiota, idiota, idiota.
Su aspecto y su voz eran ardientes, y cuando se enfadaba de verdad, pensó, podía verse el fuego del que provenían.
—Vale, él es un capullo y tú eres idiota. Has sido lista y te has librado de él. ¿Este vaso es tuyo?
—Sí, y claro que corté con él. Se lo he dejado claro. Aún pensaba que todo iba a seguir como antes. Que yo iba a trabajar para su familia y continuar a su lado.
—Entonces el idiota es él.
—¡Tú lo has dicho. Sí, señor! —Sinceramente agradecida por el comentario, ella le dio una palmada en el hombro a Ryder al tiempo que reiniciaba su ir y venir—. Se casó en mayo; celebración por todo lo alto, claro, en el Wickham, y luna de miel de tres semanas en Europa.
—¿Le sigues la pista?
Esperanza se detuvo. Alzó la barbilla.
—Leo la sección de sociedad del Post. Y, sí, desde luego, sentía curiosidad… como cualquier ser humano. Tú habrías hecho lo mismo.
Ryder lo meditó, luego negó con la cabeza.
—No lo creo. Si haces algo, hecho está. ¿Qué hacía aquí? Porque eso de visitar a una vieja amiga es una chorrada.
—¿Que qué hacía aquí? Te lo voy a decir. Según él, quería hacerme saber que se siente culpable en parte de mi traslado y demás… «en parte». Según él, quería ver el hotel y llevarme a comer. Según él, se me echa de menos y su padre le ha pedido que me haga una generosa oferta. ¡Generosa, sí!
Nunca la había visto tan alterada, observó Ryder. Molesta, enfadada, incluso cabreada, pero no furibunda. No debía de estar bien seguir allí pensando que aquel enfado le sentaba de maravilla.
—¿Birlarnos a la gerente? —se preguntó Ryder en tono suave, al contrario que ella—. Eso no está nada bien.
—Huy, eso no es todo. No, señor. Por lo visto, este trabajo no va conmigo. Según él, no puedo ser feliz ni sentirme realizada a menos que vuelva a Georgetown y dirija de nuevo el Wickham, y me acueste con él.
—Uf. Pues yo te veo muy feliz…, por lo general.
—Claro, pero ¿cómo iba a serlo en este pueblecillo, dirigiendo una pensión, y sin estar a su puñetera disposición?
Ryder, que ya no sabía qué decir, se rascó la nuca.
—Bueno…
—Así que me ha hecho una segunda oferta generosa. Que si quería ser la otra, y esta vez con conocimiento de su esposa; él me trataría como a una reina. Un viajecito a París para reencontrarnos, la casa que yo eligiese (aunque, por lo visto, él ya tiene una en mente) y un suculento estipendio todavía por determinar. ¿De verdad piensa que accedería a ponerle los cuernos a su mujer? ¿Que sería su fulana? ¿Que yo me tiraría en plancha a por el puesto por dinero y una juerga en la rue du Faubourg Saint-Honoré?
Ryder no tenía ni idea de qué era esa rue nosequé, pero valoró el conjunto.
—¿Te ha dicho que si vuelves y te conviertes en su felpudo te untará bien?
—En resumidas cuentas.
Si Ryder hubiera conocido todos los detalles antes de que el capullo se largara, aquel miserable estaría ahora sangrando e inconsciente en el aparcamiento.
—¿Y no le has dado un puñetazo en la cara?
—Huy, se me ha pasado por la cabeza. —Una violencia que Ryder admiraba y respetaba brilló en esos ojos oscuros e intensos—. Lo he imaginado. Muy vivamente. Iba a tirarle el té con hielo a la cara y a estropearle su puñetero traje de Versace. Entonces te he visto y me he dejado llevar. ¿Se cree que estoy aquí esperándolo a él? Capullo arrogante, pretencioso e inmoral. ¿Piensa que me puede camelar con dinero, una casa y un condenado viaje a París?
—Esperanza… —Quizá fuera la primera vez que la llamaba por su nombre, por lo menos en aquel tono, paciente, pero ninguno de los dos se dio cuenta de eso—. Ese imbécil está más ciego que un murciélago. Y no te entiende.
—Desde luego que sí, y no, no me entiende. Por eso se lo he dejado bien claro besándote delante de él y haciéndole creer que estamos juntos.
—No le has dado un puñetazo en la cara; le has pateado la entrepierna.
—Sí. —Soltó un suspiro—. Y gracias por la ayuda.
—De nada.
—No, en serio, gracias. Lo de Jonathan ha sido un golpe duro para mi orgullo. Me ha venido muy bien poder devolvérselo. Te debo una.
—Sí, eso me has dicho.
Se miraron un instante, y algo peligroso e interesante los hizo vibrar a los dos.
—Vale. ¿Qué quieres a cambio?
A él se le ocurrían montones de cosas peligrosas e interesantes. Probablemente ella esperaba algo así, algo en una habitación medio en penumbra. La tenía por una de esas mujeres que suelen conseguir lo que esperan.
—Me gustan las tartas.
—¿Cómo dices?
—Las tartas. Que me gustan. Es buena época para hacer una tarta de cerezas. Bueno, tengo que irme. —Se levantó, y el perro también—. Mira, a veces el que la hace la paga; otras no, y hay que conformarse con una buena patada en la entrepierna.
Quizá sí, pensó ella mientras él se iba, pero ¿por qué aquello no la consolaba?
Ahora que se le había pasado el enfado y estaba sola, todo lo que había hecho junto a Jonathan carecía de sentido. Los años dedicados al negocio de su familia, a él, a ser la empleada, compañera y anfitriona perfectas le parecían insípidos y artificiales. La hacían sentirse fatal.
No solo les había dado a los Wickham y a Jonathan lo mejor de su existencia, sino que, al final, con lo mejor no había bastado. Mucho peor aún, la habían utilizado. No cabía duda de que los padres de él estaban al corriente de todo. La habían invitado a su casa como… ¡pareja de su hijo! Les había presentado a su familia.
La habían traicionado. Se habían burlado de ella.
No. Se puso en pie y volvió a colocar los vasos en la bandeja. Eso se lo había hecho ella. Era responsable de sus actos, de sus decisiones, como de su felicidad.
Llevó la bandeja dentro, a la cocina, y tiró con serenidad el té sobrante a la pila. Sí, se le había pasado el enfado, se dijo mientras metía los vasos en el lavavajillas. Ahora estaba triste, triste y avergonzada.
De pronto los ojos se le llenaron de lágrimas, y las dejó escapar. ¿Por qué no? Estaba sola. Afanosa, bajó al sótano a por botellas de agua y latas de refrescos.
Rellenó el frigorífico, luego apoyó la frente en la puerta metálica.
Entonces olió ese aroma fresco y cálido a madreselva, y sintió que una mano le acariciaba el pelo.
Cerró los ojos con fuerza. No estaba sola, después de todo.
—Se me pasará. Ya verás. Solo tengo que reponerme de este disgusto.
«No llores por él».
No estaba segura de si había oído aquellas palabras o las había pensado.
—No. No es por él. Es por mí. Por los tres años que le he dedicado creyendo que le importaba. Resulta duro descubrir que nunca fue así. Cuesta entender, digerir, que yo no era para él más que un accesorio que podía comprar, usar, dejar de lado y, peor, volver a coger cuando quisiera.
Inspiró hondo.
—Se acabó. Ya está.
Se volvió, despacio; vio solo la cocina vacía.
—Supongo que aún no estás preparada para dejarme verte. Quizá tampoco yo esté preparada. Pero es un alivio que haya otra mujer por aquí.
Sintiéndose mejor, entró en su despacho a por el estuche de pinturas que guardaba allí. Después de retocarse el maquillaje, hizo la lista de la compra.
Tenía que preparar una tarta.
Mientras escribía, oyó abrirse la puerta del Vestíbulo. Cuando se levantaba, dando por supuesto que volvían sus huéspedes, Avery la llamó.
—Estoy aquí.
Salió a su encuentro.
—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber Avery—. ¿Estás bien?
—Sí. ¿Por qué?
—Ryder me ha dicho que ha venido Jonathan y que estabas disgustada.
—¿Eso ha dicho?
—Bueno, en realidad me ha dicho que ha venido el capullo de tu ex y te ha puesto de los nervios. El resto me lo he figurado. ¿Qué hacía aquí ese desgraciado?
—Pues… —Se calló cuando oyó la puerta principal y voces en la entrada—. No te lo puedo contar ahora. —La sacó por la puerta del Vestíbulo—. Ya han vuelto mis huéspedes. Te lo cuento luego.
—Termino a las cinco. Voy a por Clare y…
—No puedo; mientras haya huéspedes, no. Y a estas señoras les va la fiesta. —Pero aquello había que hablarlo cara a cara, se dijo. Con unos mensajes o unos correos no haría nada—. Mañana, cuando se vayan.
—Dame alguna pista —insistió Avery.
—Quería que volviera a Georgetown, recuperara mi puesto y fuera su querida.
—¡La madre que lo trajo!
—Desde luego. No puedo hablar ahora. —Miró por encima de su hombro.
—¿Tienes algún ingreso mañana?
—No, no tengo ninguna reserva para mañana.
—Ahora ya tienes una. Clare y yo vendremos a pasar la noche. Traeré comida para hacernos una fogata de campamento con los cataplines encogidos de Jonathan.
—Bien. —Lo peor de su enfado se esfumó cuando abrazó a Avery—. Eso es precisamente lo que necesito. Justo eso. Tengo que volver dentro.
—Llámame si me necesitas antes de mañana.
—Lo haré, pero ya me encuentro mejor… mucho mejor.
Una siempre podía contar con sus amigas, pensó Esperanza mientras se volvía hacia la puerta. Ellas nunca te defraudaban.
Lo que no había esperado era que Ryder pudiera tener la perspicacia suficiente para darse cuenta de que las necesitaba.
Quizá debería haber imaginado que la tendría.
Esa noche, cuando el hotel volvió a estar en silencio (aunque Esperanza se preguntaba si el eco de seis mujeres achispadas jugando a Rock Band rondaría las habitaciones durante días), se puso un rato con su portátil.
El desayuno le tocaba a Carolee, se dijo, de modo que podría dormir hasta tarde si lo necesitaba. Quería dedicar una hora a buscar a Billy antes de acostarse.
Recordó la sensación de una mano acariciándole el pelo cuando estaba triste. Las amigas nunca te defraudan, caviló, y supuso que Lizzy era su amiga, o algo así.
Abrió la página web de la Liberty House School. La había fundado su antepasada, Catherine Darby, que, según había descubierto, era hermana de Eliza Ford, su Lizzy. También ella había ido a aquella escuela, como sus hermanas, su madre y su abuela.
Quizá aquella conexión diera sus frutos.
Encontró la dirección electrónica de la bibliotecaria y le escribió un correo. Puede que hubiera alguna documentación, viejas cartas, algo. Ya había bombardeado a su propia familia, pero, según todas las personas con las que había podido hablar, los papeles relacionados con Catherine Ford Darby se habían devuelto a la escuela hacía mucho tiempo.
—Un nombre —murmuró—. Solo necesitamos un nombre.
A lo mejor las hermanas se habían escrito cuando Eliza abandonó Nueva York para ir a Maryland, por Billy. Si no, seguramente Catherine habría hablado de su hermana a amigos o familiares en sus cartas.
Después escribió a un primo lejano, uno al que no había llegado a conocer. Sus familiares le habían asegurado que dicho primo estaba escribiendo una biografía sobre Catherine. Si eso era cierto, el primo podría ser una fuente de información. Resultaba difícil escribir sobre Catherine sin mencionar a su hermana, esa hermana que murió joven y tan lejos de casa.
Tras enviar los correos, abrió la web que tenía la lista de todos los soldados de la Guerra Civil enterrados en el Cementerio Nacional de Sharpsburg.
Creían que Billy era soldado, de la zona o bien que había luchado en Antietam. Quizá ambas cosas. Pero, según los datos que tenían de Lizzy, había llegado al hotel antes de la batalla, y había muerto durante los combates.
Todo parecía indicar que había dejado a su familia acomodada e influyente de Nueva York para mudarse a Boonsboro joven y sola. Por Billy.
La intuición le decía que había ido allí por él, por amor. ¿Se habrían fugado? ¿Lo destinarían allí? ¿Habrían llegado a verse, aunque fuera solamente un instante, antes de que ella contrajera las fiebres que le quitaron la vida?
Esperaba que sí, pero todo parecía señalar que Eliza Ford había muerto sola, sin amigos ni familia a su lado.
Habían fallecido tantos soldados, se dijo Esperanza. Emprendió la triste tarea de leer los nombres. Eran muchos, y William era un nombre corriente.
Aun con todo, se puso a ello, e hizo anotaciones hasta que empezó a palpitarle la cabeza y a enturbiársele la vista.
—No puedo hacer más por hoy.
Cerró el portátil y recorrió el apartamento para comprobar las luces y la puerta. Cuando se metió en la cama, repasó la lista de cosas que debía hacer al día siguiente. Pero se quedó dormida con el recuerdo de aquel beso en el aparcamiento. De la mano de Ryder enterrada en su pelo.
Una ráfaga de madreselva pasó por encima de ella, pero esta vez Esperanza no notó que ninguna mano le acariciara el pelo.
Al día siguiente por la tarde, cuando la cuadrilla terminó su jornada, Ryder aprovechó la tranquilidad para repasar su lista de comprobación y realizar algunas modificaciones en la asignación de tareas de la siguiente jornada.
Bobo roncaba debajo del tablón sujeto por los caballetes, soltando gemidos de cuando en cuando mientras soñaba con lo que sea que sueñan los perros.
Qué día tan largo, se dijo. Qué semana tan larga. Le apetecía una cerveza fría y una ducha caliente, en ese orden.
Iría pronto a Vesta, en compañía de sus hermanos, porque las chicas tenían una fiesta de mujeres en el hotel esa noche. Verían los progresos y se daría el gusto de decirle a Owen de que ya podían dar por terminado el edificio de la panadería. Al parecer, el nuevo inquilino podría instalar su equipo y mobiliario durante el fin de semana.
Dentro de unas semanas, quizá a mediados de agosto, Avery podría planificar la inauguración.
Entonces podría centrarse en ese lugar, reflexionó, mirando las paredes desnudas. Si todo iba bien, y deseaba con todas sus fuerzas que así fuera, a la semana siguiente tirarían ese tejado espantoso y empezarían a montar el esqueleto del nuevo.
Sabía que su madre ya estaba mirando baldosas y pinturas, y se quitó aquello de la cabeza. Debía plantearse primero lo más inmediato, y lo más inmediato era traer las vigas de acero, cortar los bloques de hormigón ligero e instalar un montón de ventanas nuevas.
No, rectificó, eso era para mañana y la semana siguiente. Lo inmediato era aquella cerveza fría.
Despertó al perro con el pie.
—Puedes dormir en la camioneta, pedazo de holgazán.
El animal bostezó, se estiró y se incorporó; luego se instaló en el regazo de Ryder.
—Para ti no hay cerveza. —Ryder le rascó las orejas y acarició ese hocico que le era tan familiar—. No te sienta bien. ¿No te acuerdas de lo que ocurrió la última vez? Cuando me quise dar cuenta, ya te habías tomado a lengüetazos media cerveza vertida, y luego, ¿qué pasó? Que andabas chocando contra las paredes y terminaste vomitando. Eres un borracho penoso, Bobo.
—Mi abuela tenía una gata que bebía coñac.
Esta vez fue ella quien lo sobresaltó. Se revolvió, inquieto, al ver a Esperanza entrar por la puerta de Saint Paul Street. Por un instante, la luz la enmarcó, reflejándose en las puntas de su pelo.
Aquella mujer le cortaba la respiración a cualquier hombre, se dijo Ryder.
—¿Ah, sí?
—Sí. Se llamaba Penelope y le apasionaba el Azteca de Oro. Bebía unas gotas todas las noches y murió con veintidós años. La gata que no se moría.
—A Bobo le gusta el agua del váter.
—Lo sé. —Se acercó y dejó el plato de la tarta sobre el tablón de madera—. Deuda saldada.
Se había tomado la molestia de hacer un enrejado de masa en la parte superior de la tarta, observó él. Clavó el dedo en uno de los huecos, ignorando la exclamación de espanto de ella.
—¡No! Ay, de verdad.
Ryder sacó un poco con el dedo y probó. Había logrado un equilibrio perfecto entre ácido y dulce. Debió suponer que lo haría.
—Está buena.
—Estaría aún mejor en un plato, con un tenedor.
—Puede. Luego la pruebo así.
—¡No! —repitió Esperanza, y esta vez le dio un palmetazo. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un Milk Bone para el perro—. Se beberá el agua del váter, pero sus modales son mucho mejores que los tuyos. —Le hizo una caricia en el cogote—. ¿Te parece bien que haga unas fotos de la obra mañana?
—¿Para qué?
—Había pensado en actualizar la página de Facebook del hotel e incluir algo de lo que está ocurriendo. Esto, el local de Avery, la panadería. Vamos a ofrecer pases gratuitos de un día a los huéspedes, así que puede que algunos de los que tienen previsto reservar estén interesados en el progreso de la obra. Sobre todo si puedo darles una fecha aproximada de inauguración.
—Mira alrededor —dijo él, trazando círculos con el dedo—. ¿Tú crees que puedo darte la fecha de inauguración?
—Aproximada.
—No. Haz todas las fotos que quieras. Pronto podrás informar de la apertura de la panadería.
—¿Cuándo?
—Pregúntaselo a la panadera. Mañana nos darán el certificado final de obra y el permiso de ocupación, luego ya depende de ella.
—Qué bien. Me pondré en contacto con ella. —Titubeó—. Gracias por decirle ayer a Avery que estaba disgustada.
—Pasaste de enfadada a tristona. Supuse que eso era territorio de mujeres.
Sí, pensó ella, era más perspicaz de lo que había creído. Y más amable.
—Algo así. Debería volver. Como no tenemos huéspedes esta noche, Avery y Clare van a pasar la noche en el hotel.
—Estoy al tanto. —Se levantó y cogió la tarta—. Yo iré a tomar una cerveza.
—Estoy al tanto. —Esperanza salió y, por cortesía, esperó a que él cerrara—. ¿De qué color vais a pintar esto?
—De otro.
—Eso ya es una mejora. Tu madre dice que de azul pizarra, detalles cromo, bordes blancos, cantería gris por la base.
—Todo eso es cosa suya.
—Se le da bien. ¿Has visto el logo de Avery para el nuevo local?
—¿El del carlino tirando una cerveza de barril? Es gracioso.
—Muy tierno, también. Owen y ella van a comprar uno este fin de semana… un carlino y, por lo visto, también un labrador, porque no se han puesto de acuerdo.
También se había enterado de eso. Owen tenía listas.
—Se le van a comer los zapatos, las botas, los muebles y se van a hacer pis por todas partes, y a Owen le va a dar algo. Te apuesto lo que quieras.
Metió al perro en la cabina de la camioneta, con las ventanillas medio bajadas y, como conocía a Bobo, dejó la tarta en el suelo del vehículo.
—Bueno —empezó ella—, que…
No pudo decir más, porque él la atrajo hacia sí, la obligó a ponerse de puntillas y le dio un beso que hizo que las demás palabras le salieran disparadas de la cabeza. Ella consiguió agarrarse a la cintura de él para mantener el equilibrio, aunque no se habría caído ni con un terremoto, por lo menos mientras él la tuviera tan bien sujeta, con una mano en el pelo y la otra en la parte posterior de la blusa.
Le bajó el calor por los brazos, le subió por las piernas, le atacó el vientre, certero como un rayo. Esperanza subió las manos por su espalda y lo agarró de la camisa mientras surcaba ese rayo.
Ella no se apartó, ni hizo ningún aspaviento de sorpresa o de protesta. Él la habría soltado si lo hubiera hecho. Pero estaba harto de mirar para otro lado, o de intentarlo. De ignorarla, o de intentarlo. Lo había provocado ella. Podía justificarse de ese modo. En el Ático, y luego otra vez en el condenado aparcamiento.
Ya la había catado. Ahora quería darle un buen mordisco saludable.
Esperanza olía a verano. A brisa cálida, a flores de nombres exóticos bañadas por el sol. Sabía igual que la tarta, el equilibrio perfecto entre ácido y dulce. Y satisfacía las exigencias del beso sin titubear. Anhelo por anhelo.
Cuando la soltó, se tambaleó un poco. Sus ojos seductores entornados y vivos. Esperanza juntó apenas los labios, como para retener el sabor, y volvió a provocarlo.
—¿A qué ha venido eso? —le preguntó ella.
—Quería que esta vez fuera iniciativa mía. —Ladeó la cabeza—. ¿Quieres que te haga una tarta?
Le arrancó una carcajada por sorpresa.
—No hace falta. He hecho dos. Una pregunta: ¿tú te consideras mi jefe?
—¡Qué dices! —No solo pareció perplejo sino también irritado—. Tu jefa es mi madre. Yo no tengo tiempo para mandar a nadie. Ya tengo bastante con lo mío.
—Muy bien.
—Oye, si piensas que esto es algo como lo del capullo con el que estabas…
—Ni mucho menos. —Vio que su irritación se transformaba en rabia, así que le puso una mano en el brazo para tranquilizarlo—. Ni mucho menos. Solo es un detalle que quería confirmar, por los dos. Entonces eso ya está claro, por si a alguno de los dos le surge la duda. Disfruta de la tarta —le dijo, y volvió al hotel.
—Va a costar más entenderla de lo que pensaba —murmuró él, luego se giró hacia el perro—. Échate una siesta. Regresaré en un rato.
Dejó la camioneta donde estaba y fue a reunirse con sus hermanos.
Esperanza preparó vino y queso, galletitas de hierbas y unos frutos del bosque, además de una jarra de limonada recién hecha para la futura mamá. Andaba ocupada con pequeños detalles cuando oyó entrar a Clare.
—¡Ya estoy aquí! —gritó.
Sirvió limonada en un vaso alto con hielo y se la ofreció a Clare al entrar.
—Bienvenida al Hotel Boonsboro y a nuestra primera noche oficial de chicas.
—He estado acordándome de ti todo el día. ¿Cómo estás?
—Ah, bien, pero tengo mucho que contaros. ¿Y Avery?
—Terminando algo en Vesta. Esperanza, tenías que haber llamado en cuanto Jonathan puso sus zapatos de Gucci en este establecimiento.
—En realidad, eran unos Ferragamo. Y me pilló por sorpresa, lo admito, pero lo tenía controlado.
—Avery me ha dicho que tuvo la desvergüenza de proponerte que regresases a Georgetown y volvieras con él. —Clare, con el pelo extendido por los hombros igual que la luz del sol, se dejó caer en el sofá y gruñó—. Nunca me gustó, luego lo odié. Pero ¿ahora? Ahora quiero hacerle daño. Quiero dejarlo inconsciente a palazos y después tatuarle en el culo: «Soy un capullo infiel».
—Te quiero.
—Yo también te quiero.
—Pica algo.
—No hago otra cosa que picar. —Clare suspiró—. Me paso el día comiendo. No puedo parar.
—Comes para tres.
—A este paso, voy a terminar pesando trescientos kilos. Pero me da igual. Siéntate y pica algo tú también, para que yo no me sienta como una vaca hambrienta.
—No puedo sentarme aún. —No mientras durara el zumbido sexual de aquel beso. Pero se untó un poco de queso en una galletita y se sirvió una copa de vino.
Y, al oír que llegaba Avery, sirvió otra.
—¡Dios, siempre surge algo! —Avery cogió la copa y le dio un buen trago al vino—. Venga, que empiece la quema. Huy, frambuesas. —Se comió dos; luego se dejó caer al lado de Clare en el sofá de cuero de color mantequilla, se soltó la melena y la agitó—. Cuéntanos.
Y eso hizo, desde que Jonathan había aparecido a la puerta del hotel.
—Se equivoca, y es imbécil —la interrumpió Clare—. Mira que decir que aquí no puedes ser feliz. Tú ya eres feliz aquí.
—Lo soy, pero ¿sabéis?, cuando me lo ha dicho me he dado cuenta de cuánto. Que estoy exactamente donde quiero estar, haciendo exactamente lo que quiero hacer. Y encima os tengo a vosotras.
—Gusano asqueroso —masculló Avery—. Es un gusqueroso.
—Un gusqueroso —dijo Esperanza, luego siguió.
Cuando llegó a la «oferta» de Jonathan, Avery se levantó como un resorte y agitó los puños en el aire.
—¿Se cree que puede llamarte fulana? Porque eso es justo lo que ha hecho. Hay que castigarlo. Hay que hacerle pagar.
—Lo que hay que hacer es ignorarlo —la corrigió Esperanza—. Sufrirá más. Pero, según Ryder, le he dado una buena patada en la entrepierna.
—Ojalá se la hubieras dado de verdad —masculló Clare.
—El embarazo la vuelve violenta —le dijo Esperanza a Avery—. Le estaba diciendo lo que pensaba de su oferta (que se la podía meter por donde le cupiera) cuando he visto a Ryder cruzar el aparcamiento. Me he dejado llevar. Lo he llamado, me he acercado a él y le he dado un beso apasionado.
—¿A Ryder? —trató de aclarar Clare—. ¿Has besado a Ryder?
—Delante de Jonathan… ya lo pillo. —Cruzándose de brazos, Avery asintió con la cabeza—. Que te den, capullo. Mira qué bombonazo tengo ahora.
—Exacto. Le he pedido a Ryder que me siguiera la corriente, lo ha entendido y lo ha hecho. Jonathan parecía que se hubiera tragado un limón entero… y podrido. Ha sido una gozada. Luego se ha ido. Se acabó.
—¿Estás segura? —Clare se cruzó las manos en el regazo—. Podría volver. Podría intentar algo. Yo creía que Sam no era más que un pesado, pero…
—Cielo, cielo… —dijo Esperanza, acercándose al sofá a sentarse con Clare y cogerle la mano—. No es lo mismo, cielo. Sam era un hombre enfermo, obsesionado. Te acosaba, y tú nunca habías estado con él. No le habías dado motivo. Yo tuve algo con Jonathan. Él es arrogante, de dudosa moral, y un capullo integral, pero no es igual en absoluto. Es demasiado orgulloso y vanidoso para volver. Dará por supuesto que voy a cambiar de opinión y, cuando vea que no, se buscará a otra.
—Debes tener cuidado. Prométemelo.
—Lo haré, lo hago. Lo conozco. Pensaba que aceptaría encantada su oferta de recuperar el trabajo, volver con él. Le parecía lo lógico, sin problema. Se lo he dejado muy claro. No significo lo bastante para él como para que intente nada. Ahora sé que, en realidad, nunca le he importado mucho.
—Lo siento. Me alegro, pero lo siento.
—Yo no. Aún me duele en mi orgullo, pero no lo siento. Me ha demostrado que he perdido el tiempo con él, y lo que hizo me trajo aquí. Justo donde quiero estar.
—Habría preferido que Ryder le diera una paliza —terció Avery—. Lo mío no es porque esté embarazada; soy así de natural.
—Hablando de Ryder, fue muy considerado, y me estuvo escuchando despotricar de todo después de que se fuera Jonathan. Esperó a que me calmara. De hecho —rectificó—, me ayudó a calmarme.
—Eso se le da bien —convino Avery—. No es su estado habitual, pero a mí me ha dado unas cuantas palmaditas, metafóricas, en la cabeza.
—No me esperaba eso de él. No esperaba que me escuchara, mucho menos aún que me dijera algo sensato. Que me dijera lo que necesitaba oír. Supongo que tiendo a juzgar mal a determinados hombres. Le dije que estaba en deuda con él y ¿sabéis qué me pidió a cambio?
—Madre mía, esto se pone interesante. —Avery se sirvió más vino.
—Una tarta.
—¿Hablas en clave?
—No, una tarta, tarta.
—En el fondo es más tierno de lo que parece —le dijo Clare.
—No sé si será tierno, pero sí que ha sido muy amable, y sensato, y gracioso. Le he hecho la tarta, y llego a lo último. Hemos tenido otra conversación civilizada. Ahí hemos batido récords. Hemos salido juntos del centro de fitness y, cuando hemos llegado a su camioneta, me ha agarrado por la cintura y me ha dado un besazo.
—Sí, señor; está más que interesante. —Encantada, Avery brindó con ella—. ¿Y luego qué?
—Luego he vuelto aquí y él se ha ido a Vesta.
—¡Venga ya!
—No, en serio. Eso es todo. —Contenta, Esperanza alzó la copa y bebió—. Todavía no sé si quiero ir más allá o no. Es tentador, pero, como ya os he comentado, hay mucha sequía. No tanta como antes después de esos besazos, pero aun así… Resulta una posibilidad interesante. Complicada, pero interesante.
—No tiene por qué ser complicada —protestó Clare.
—Para empezar, creo que él es un hombre complicado, y nuestra situación también lo es. Trabajo para su madre.
—¿Y? —quiso saber Avery.
—Ese «y» es lo que tengo que meditar y resolver. Pensaba que vosotras dos podríais contarme algo más de él, darme una imagen más clara.
—Podemos, claro, pero ¿y si lo hacemos mientras cenamos? —Clare se acarició el vientre abultado—. Me comería media vaca.
—¿Te sirve una ensalada verde, lasaña y pan de ajo?
—Y tarta de cereza —añadió Esperanza a la lista de Avery.
—Que vaya entrando. —Clare se levantó con dificultad—. Todo.