4

Ryder cogió una camisa seca y razonablemente limpia de su camioneta, y desenterró sus vaqueros de emergencia. Pensó que estaba más que justificado si antes te habían atacado con una manguera de jardín.

Se los llevó a MacT.

—Mujeres —fue lo único que dijo, y Bobo le lanzó una especie de mirada de solidaridad masculina. Al entrar, los recibió la música de trabajo (country en la radio, porque él no había estado allí para cambiarlo a una emisora de rock), el estrépito de los taladros, el silbido y el golpe seco de las clavadoras.

Cruzó el comedor, pasó delante de los fontaneros que trabajaban en los baños y entró en la cocina.

Beckett estaba de pie junto a una encimera, consultando los planos.

—Hola. He pensado que, como al final aquí solo va a haber una puerta, tendríamos… —Beckett alzó la mirada y arqueó las cejas mientras Ryder tiraba su ropa junto a la enorme parrilla—. ¿Te ha sorprendido una tormenta?

Ryder soltó un gruñido y se agachó a desatarse las botas.

—Una gerente con una manguera de jardín.

Beckett soltó una sonora carcajada mientras Ryder se peleaba, maldiciendo, con los cordones empapados de las botas.

—Qué fuerte. Te ha dejado completamente mojado.

—Cierra el pico, Beck.

—¿Qué has hecho, intentar pillar otra vez?

—No. Para empezar, yo nunca he intentado pillar. —Enderezándose, se quitó la camisa, la tiró al suelo y la prenda sonó como una bolsa de agua.

Ryder lanzó a su hermano una mirada asesina mientras se quitaba enfurecido el cinturón.

—Ya te dije que no pillé nada y que fue idea suya, así que cállate.

—Te ha empapado, tío. ¿Qué has hecho, seguirla por todo el Patio?

Lo había empapado, desde luego, hasta la ropa interior. Dado que no llevaba repuesto en la camioneta, tendría que ir sin ella.

Se desnudó por completo mientras Beckett le sonreía.

—Si no fuera porque tu mujer está embarazada, te daría una buena tunda.

—Me parece, hermanito, que eres tú quien lleva todas las papeletas.

—No necesito papeletas para dártela a ti. —Con cuidado, Ryder puso a salvo sus partes nobles y se subió la cremallera—. Va por ahí regando las puñeteras flores sin mirar a dónde apunta. Además, está de los nervios.

—Igual es porque tú la asustas.

Con los ojos clavados en Beckett, Ryder se puso el cinturón, pasándolo despacio por cada presilla.

—¿Has terminado ya?

—Se me podría ocurrir algo más. Cuidado con las humedades, cosas así.

Ryder le enseñó los dos dedos de en medio y se puso la camisa.

—Quizá la próxima vez te afeite además de ducharte. Vale, ya basta por hoy.

—He mandado a Chad a los apartamentos de encima de la panadería para que termine de instalar los juegos de cerradura y pomo y las llaves de la luz. Owen quiere que estén bonitos cuando vaya a enseñarlos hoy. El fregadero de Carolee no va bien y me ha pedido que vaya a echarle un vistazo. Iba de la panadería al hotel a por la llave y un puñetero café cuando se vuelve y me apunta de lleno. Primero a la entrepierna, claro, luego a la cara.

—¿Lo ha hecho aposta? Porque, si esperamos a Owen, entre los tres podemos con ella.

—Qué gracioso. —Ryder le dio una patada a su ropa mojada—. Le he sacado el café y una magdalena.

—¿De cuáles?

—De las mías. Voy a subir a los pintores al elevador de personal. Por lo visto, no va a llover en los próximos días y pueden empezar con la siguiente capa exterior.

—Bien. Ya hemos tenido chaparrón esta mañana. ¿Qué quieres que le haga? —dijo Beckett levantando las manos con gesto risueño—. Me las pones a huevo.

—La próxima vez que llamen del hotel, mandaré a Deke. Que la bese él.

Beckett pensó en el obrero: trabajador, de carácter alegre. Y con una cara que solo una madre miope podría adorar.

—Qué duro eres, tío.

—Si a tu fantasma le gustan los jueguecitos, que juegue con otro.

—No es mi fantasma. Y dudo que Lizzy quiera liar a Esperanza con Deke.

—A mí no me lía nadie y, si quisiera liarme con doña Perfecta, lo haría yo.

—Si tú lo dices.

Oyeron voces de niños y un estrépito de pasos. Ryder vio iluminarse el rostro de su hermano cuando los tres críos entraron en la enorme cocina.

Murphy, el pequeño de seis años, se abrió paso entre sus hermanos y se lanzó sobre Beckett. Llevaba en la mano un muñeco del Capitán América decapitado.

—Se le ha caído la cabeza. Me lo arreglas, ¿vale? Porque la necesita.

—A ver… —Beckett se agachó—. ¿Qué ha pasado?

—Quería ver cuánto podía volverse, porque los malos siempre se esconden detrás, y se le ha caído la cabeza. —Se la dio a Beckett—. Pero tú lo puedes arreglar.

—Podemos enterrarlo. —Liam, el mediano, sonrió—. Tenemos los ataúdes que nos hicisteis. Podríais hacerle otro, solamente para la cabeza. —Desvió hacia Ryder aquella sonrisilla perversa—. Si se te cae la cabeza, estás muerto.

—¿Nunca has visto un pollo descabezado? El resto del cuerpo sigue andando, como si estuviera buscándose la cabeza.

—¡Venga ya! —exclamó Harry, el mayor, con voz de asqueado deleite al ver la expresión de espanto de Liam.

—Como te lo cuento, joven Jedi. De hecho… Anda, mira, si es la Rubia.

—Lo siento. Hoy teníamos revisiones… todo bien. Se han empeñado en pasar a ver esto antes de ir a la librería.

—Puedo quedarme a trabajar. —Harry miró a Beckett con cara suplicante—. Puedo ayudar.

—Si Harry se queda, yo también. —Liam le tiró de los vaqueros a Ryder—. Yo también.

—Y yo —repitió Murphy, echándole los brazos a Beckett—. ¿Vale?

—Teníamos un trato —les dijo Clare.

—Solo estamos preguntando. —Harry, que conocía bien a sus objetivos, cambió la mirada suplicante por una de lógica inocente—. Nos pueden decir que no.

—No nos vendrían mal unos esclavos —consideró Ryder, y recibió a cambio la sonrisa angelical de Harry.

—Ryder, no quiero cargarte con…

—Este está un poco escuchimizado. —Le levantó el brazo a Liam y le pellizcó el bíceps—. Pero tiene potencial.

—Habrá que dividirse. —Beckett le dio a Murphy el superhéroe arreglado.

—Sabía que tú lo podrías arreglar. —Después de abrazarlo con fuerza, Murphy sonrió a su madre—. Porfa, ¿podemos ser esclavos?

—¿Quién soy yo para oponerme a cinco hombres guapos? Les he prometido que comeríamos en Vesta, pero…

—Nos vemos allí. —Dejando a Murphy en el suelo, Beckett se acercó a ella. Le acarició la mejilla, luego sus labios con los de ella—. ¿Hacia mediodía?

—Perfecto. Llama si necesitas refuerzos. Chicos… —una advertencia materna resonó en aquella única palabra—, haced todo lo que os digan. Como os portéis mal, me voy a enterar, aunque no me lo digan. Estoy a un paso de aquí —le dijo a Beckett.

—¿Cómo se entera si no está? —preguntó Murphy en cuanto Clare se fue—. Porque se entera.

—El misterioso poder de una madre —le contestó Beckett.

—De todas formas, si das la lata, te vamos a colgar de la pared por los pies. Cabeza abajo —añadió Ryder—. ¿Te encargas tú del enano?

—Sí. —Beckett le puso una mano en la cabeza a Murphy.

—Acercaré al jamoncete a los apartamentos. Que ayude con las cerraduras.

—¿Y por qué yo soy el jamoncete? —quiso saber Liam.

—Porque eres el de en medio, como en los sándwiches.

—Cuando nazcan los bebés, ya no seré el de en medio. Lo será Murphy.

—Mira qué calculado lo tiene —señaló Beckett la mar de orgulloso.

—¿Otro genio de las matemáticas? Se lo encargaremos a Owen cuando llegue. Yo me llevo a este —dijo, haciéndole una llave a Harry y poniéndolo de puntillas—. No es tan bajito como estos. Nos iremos al gimnasio. De paso, soltaré en la panadería al que todavía sigue siendo el mediano.

—Genial. Gracias. —Cuando Ryder salió, seguido de dos de los niños, Beckett se volvió hacia Murphy—. Bueno, vamos a por nuestras herramientas.

El pequeño esbozó una sonrisa de ángel.

—Nuestras herramientas.

Como los dos obreros que estaban trabajando en los apartamentos tenían hijos, Ryder dio por supuesto que no dejarían a Liam hacer ninguna estupidez. No obstante, se quedó unos minutos, y le asignó unas llaves de la luz y un destornillador pequeño.

Liam tendría ocho años, pensó, y buenas manos. También era el más astuto de los tres (quizá fuera cosa de los medianos), y el de temperamento más vivo.

—Si no la fastidias, te llevas un pavo la hora. Si la fastidias —dijo Ryder—, cero pelotero.

—¿Cuánto es cero pelotero?

—Nada.

—No quiero cero pelotero —protestó Liam.

—Ni tú ni nadie, así que no la fastidies. Si os da la tabarra —se dirigió Ryder a sus hombres—, se lo lleváis a Beck. Vamos, Harry Caray.

—A mí me tienes que dar más que a Liam, porque soy mayor.

—Un pavo la hora —repitió él mientras bajaban las escaleras exteriores—. Para todos lo mismo.

—Me podrías dar un plus.

Tan divertido como fascinado, Ryder estudió a Harry mientras avanzaban.

—¿Qué sabrás tú de pluses?

—Mamá les da pluses a sus empleados en Navidad porque trabajan mucho.

—Vale, recuérdamelo en Navidad.

—¿Me vas a dejar usar una de esas pistolas de clavos?

—Claro. Dentro de cinco años.

—Abu dice que estáis haciendo un sitio al que la gente va a hacer ejercicio y a divertirse poniéndose sana.

—Eso pretendemos.

—A nosotros nos hacen comer brécol para que estemos sanos, pero tenemos la «noche de tíos», y esa noche no.

—Lo bueno de la noche de tíos es que no hay brécol en el menú.

—¿Voy a medir cosas? En casa tengo una cinta métrica que me dio Beckett, pero no me la he traído.

—Tenemos alguna de repuesto.

Cuando entraron, Harry se quedó plantado, absorto.

Acabada la demolición, quedaban las paredes maestras, un tejado espantoso y un espacio grande como un granero. Zumbaban las sierras, aporreaban los martillos, golpeteaban las clavadoras mientras la cuadrilla trabajaba.

—Qué grande —dijo Harry—. No me lo imaginaba tan grande, pero lo es. ¿Cómo es que no hay nada dentro?

—Porque lo que había no era bueno —respondió Ryder con sencillez—. Construiremos algo que lo sea.

—¿Lo construís vosotros? ¿Todo entero? ¿Y cómo sabéis?

Consciente de que el crío lo decía literalmente, lo llevó hasta los planos.

—Los ha hecho Beckett. Yo lo he visto. El tejado no se parece a eso.

Vale, se dijo, el chaval no solo hacía un montón de preguntas, cosa lógica, también prestaba atención. Quizá estuvieran viendo nacer a la siguiente generación de constructores.

—Se parecerá. Vamos a tirar el tejado antiguo.

—¿Y si llueve?

—Nos mojaremos.

Harry lo miró sonriente.

—¿Puedo yo construir algo?

—Sí. Ven, vamos a buscarte un martillo.

Lo pasó en grande. El chico era inteligente y entusiasta, y tenía esa disponibilidad para hacer cualquier cosa que uno solo tiene cuando no la ha hecho nunca antes. Además, era gracioso, a menudo a propósito. Ryder ya se había ocupado de organizar a los niños y las herramientas unas cuantas veces cuando estaban terminando la casa de Beckett, por lo que sabía que Harry era bastante cuidadoso. Le gustaba aprender; le gustaba construir.

Al enseñarle al chico algunas cosas elementales, Ryder recordó su infancia, cuando había aprendido el oficio de su padre.

Montgomery Family Contractors no habría existido si Tom Montgomery no hubiera tenido las aptitudes, la energía y la paciencia necesarias para construir, y no se hubiera casado con una mujer llena de ideas y de entusiasmo.

Ryder notaba que echaba más de menos a su padre al principio de un trabajo, como aquel, cuando el potencial se desplegaba como una alfombra infinita.

Aquello le habría encantado, se dijo mientras indicaba a Harry cómo medir y marcar la posición del siguiente tope: el ruido resonando en el inmenso espacio vacío, el olor a sudor y a serrín.

Y le habría encantado aquel niño, le habría encantado el potencial del crío. Nueve años, casi diez, recordó Ryder. Larguirucho y de codos puntiagudos y pies demasiado grandes para el resto de su ser.

Ahora, dos más en camino. Sí, a su padre le habría puesto muchísimo las pilas la tropa Brewster-Montgomery.

El crío tenía cautivada a toda la cuadrilla. Iba y venía incansable. No duraría, pensó Ryder, pero la novedad del día compensaba aquel trabajo tan esclavo, y hacía que el chico se sintiera un hombre. Parte del equipo.

Se apartó y bebió un trago de la botella de Gatorade. Harry lo imitó: se quedó, como Ryder, estudiando el trabajo.

—Bueno, acabas de levantar tu primera pared. Ahí tienes. —Se sacó un lápiz de carpintero del cinturón—. Toma, ponle tu nombre.

—¿En serio?

—Desde luego. Quedará tapado con el aislamiento, las placas de cartón yeso y la pintura, pero tú sabrás que está ahí.

Encantado, Harry cogió el lápiz y escribió su nombre cuidadosamente sobre el muro desnudo.

Al oír gritos, se volvió y vio entrar a Liam.

—¿Te han echado? —preguntó Ryder.

—¡Qué va! He instalado un millón de llaves de la luz, y un pomo también. Chad me ha enseñado cómo. Luego ha venido Beckett a buscarme para que vayamos a comer pizza.

Mientras hablaba, llegó Beckett con Murphy.

—¡He levantado una pared! Mira. La hemos hecho Ryder y yo.

Liam la miró ceñudo.

—¿Cómo va a ser una pared si se puede atravesar? Mira. —Se lo demostró.

—Es una pared de entramado —replicó Harry dándose importancia.

Al instante, el rostro de Liam adoptó una expresión rebelde.

—Yo también quiero levantar una pared de entramado.

—La próxima vez. —Beckett lo cogió por el cuello—. Ándate con cuidado. Una norma básica de cualquier obra.

—Yo he construido una plataforma. Te puedes subir en ella —dijo Murphy—. Ahora estamos en el descanso del almuerzo y vamos a comer pizza.

Había perdido la noción del tiempo, notó Ryder.

—Voy a asearlos —señaló Beckett.

—Primero vamos a jugar a las maquinitas. ¡Llevo tres dólares! —Liam agitó los billetes.

—Sí, sí. —Ryder sacó la cartera al ver la duda dibujada en el rostro de Harry—. Te lo has ganado.

—Gracias. ¿Vas a comer con nosotros?

—Enseguida voy. Tengo un par de cosas que terminar.

—Owen está en el restaurante nuevo, viendo unas cosas con Avery. Ha dicho que a y veinte.

—Por mí, bien.

—Venga, tropa, vamos a asearnos.

Esperanza los vio por la ventana de la cocina, a Beckett y a sus hombrecitos. Qué tierno, pensó. Irían a Vesta a comer, supuso.

Decidió que también ella debería comer algo muy pronto, antes de que regresaran sus clientes y no pudiera permitírselo. Ya había hecho su ronda por las habitaciones, recogiendo vasos y tazas, y restos diversos. Además, tenía que pedir más posavasos y toallas para el baño del Vestíbulo. Más tazas, se recordó, porque solían llevárselas.

Pero en aquel instante el hotel estaba vacío y silencioso, porque las mujeres habían salido a cuidarse y Carolee había ido con Justine a mirar azulejos y suelos, y cualquier otra cosa que se les ocurriera, para el centro de fitness.

El equipo de limpieza llegaría en una hora para cambiar las sábanas y limpiar las habitaciones. Entonces ella volvería a hacer su ronda. Así que acabaría de preparar aquella jarra de té helado y rellenaría el frigorífico de agua y de refrescos. Luego haría un pequeño descanso antes de ocuparse de los pedidos y archivar.

Justo cuando dejaba la jarra en la encimera de la isla, al lado de un cuenco de uvas moradas gordísimas, sonó el timbre de Recepción.

No esperaba ninguna entrega, se dijo, pero de vez en cuando a algún huésped se le olvidaba la llave, o pasaba por allí alguien a quien le apetecía echar un vistazo.

Se dispuso a abrir, con su sonrisa de gerente.

Pero esta se desvaneció por completo cuando lo vio a través del cristal de la puerta.

Llevaba traje, por supuesto, de verano, de color gris perla. La corbata, anudada con un Windsor perfecto, era exactamente del mismo tono, con una franja carmesí para darle contraste.

Lucía un bronceado dorado, era alto y delgado, de belleza clásica, elegante.

Y no le apetecía nada verlo.

A regañadientes, Esperanza abrió la puerta.

—Jonathan. Qué sorpresa.

—Esperanza. —Sonrió, encantador, como si hacía poco más de un año no se hubiera deshecho de ella como una se deshace de una prenda anticuada—. Estás genial. Llevas el pelo de otra forma, y te queda muy bien.

Alargó los brazos como si fuera a estrecharla entre ellos. Esperanza retrocedió con decidida repulsa.

—¿Qué haces aquí?

—Ahora mismo, preguntarme por qué no me haces pasar. Es raro encontrar cerrada la puerta de un hotel en pleno día.

—Es norma de la casa, y esto es un hostal. A nuestros huéspedes les gusta disfrutar de cierta intimidad.

—Desde luego. Parece un lugar muy agradable. Me gustaría verlo. —Esperó un segundo, luego esbozó una sonrisa—. ¿Por cortesía profesional?

Le habría gustado darle con la puerta en las narices, pero habría sido infantil. En cualquier caso, él podría haberlo interpretado como que le importaba.

—La mayoría de nuestras habitaciones están ocupadas, pero puedo enseñarte las zonas comunes si te interesa.

—Sí. Mucho.

No entendía por qué.

—Repito, Jonathan, ¿qué haces aquí?

—Quería verte. Mis padres te mandan recuerdos.

—Pues dales tú recuerdos de mi parte. —Inspiró hondo. Muy bien, se dijo, qué demonios—. Esta es la zona de recepción.

—Es pequeña pero acogedora, y tiene personalidad.

—Sí, eso pensamos.

—¿Ese es el ladrillo original?

Esperanza miró hacia la larga pared de ladrillo visto.

—Sí, y eso son fotos antiguas del hotel y de Main Street.

—Ajá. La chimenea debe de venir muy bien en invierno.

Se esforzó por combatir la desagradable sensación que le producía tenerlo allí, haciendo observaciones sobre su hotel.

—Sí, es uno de los rincones favoritos. Tenemos cocina abierta —dijo, dirigiéndolo a ella y deseando haber contado con cinco minutos para poder retocarse el maquillaje y el pelo. Por orgullo—. Los huéspedes pueden servirse lo que quieran.

Jonathan escudriñó las llamativas lámparas de hierro, los electrodomésticos de acero inoxidable, la generosa encimera de granito.

—¿Código de honor?

—No cobramos. Toda la comida y la bebida están incluidas en el precio. Queremos que nuestros huéspedes se sientan como en casa. El vestíbulo está por aquí.

Él se detuvo a la puerta de su despacho y volvió a sonreírle de aquella manera.

—Tan ordenada y eficiente como siempre. Se te echa de menos, Esperanza.

—¿En serio?

—Mucho.

Se le ocurrieron varias respuestas, pero ninguna de ellas lo bastante educada. Y se había propuesto serlo.

—Nos sentimos especialmente orgullosos del embaldosado de todo el hotel. Aquí puedes ver los detalles del mosaico de baldosas de debajo de la mesa central. Una florista de aquí se ocupa de preparar los ramos no solo según la estación del año sino también según el estilo y el tono de cada habitación.

—Preciosos. Y sí, los detalles son muy bonitos. Yo…

—Como la carpintería —lo cortó, muy educadamente—. O la reproducción de los antiguos arcos. La familia Montgomery ha diseñado, rehabilitado y decorado el hotel. Se trata del edificio de piedra más antiguo de Boonsboro, que en su día fue una posada. El Salón, allí al fondo, era la calzada.

—Esperanza… —Le acarició el brazo con la yema de un dedo antes de que ella pudiera apartarse—. Deja que te lleve a comer después de la visita. Ha pasado demasiado tiempo.

No lo bastante.

—Jonathan, estoy trabajando.

—Tus jefes te darán un descanso razonable para comer. ¿Qué recomiendas?

No le hizo falta esforzarse por ser fría. Su tono reflejaba sin más su ánimo. Jonathan la observó esperando a que ella accediera. Más aún, esperando a que ella estuviera encantada, que se sintiera halagada; que se ruborizara un poco, quizá.

Le encantó decepcionarlo en todos los aspectos.

—Si tienes apetito, te recomiendo que pruebes con Vesta, cruzando la calle. Pero yo no tengo ningún interés en comer contigo. Quizá convenga que veas el Patio antes que el resto de la planta baja. —Abrió las puertas del Vestíbulo. Salió fuera—. Es un rincón estupendo, sobre todo con buen tiempo, para sentarse a tomar un trago.

—La vista deja mucho que desear —comentó él, mirando por encima del muro del jardín el edificio verde del otro lado del aparcamiento.

—No por mucho tiempo. La familia Montgomery lo está rehabilitando ahora.

—Qué trabajadores. Siéntate al menos un rato. Me vendría bien ese trago.

Hospitalidad, se recordó Esperanza. Independientemente de quién fuera.

—De acuerdo. Vuelvo enseguida.

Volvió adentro y se esforzó por destensar la mandíbula. Él podía generarle negocio para el hotel, se recordó. Enviarle huéspedes y clientes que buscaran un sitio apartado, bien dirigido, montado con buen gusto.

Fueran cuales fuesen sus sentimientos, Esperanza no podía negar que él sabía de hospitalidad.

Haría su trabajo y sería cortés.

Le preparó un té con hielo, añadió un platito de galletas. Y, por cortesía, preparó uno para ella también.

Cuando sacó la bandeja, lo encontró sentado a una de las mesas con sombrilla.

—Me sorprende que no hayas venido con tu esposa. Confío en que esté bien. —Toma, se felicitó Esperanza. Y sin atragantarse.

—Perfectamente, gracias. Hoy tenía una reunión del comité y unas compras que hacer. Tú debes de echar de menos Georgetown: las tiendas, la vida nocturna… Eso no lo tienes aquí.

—En realidad, me siento muy a gusto aquí. Soy muy feliz.

Él le dedicó una sonrisa algo teñida de compasión. Una que decía claramente que creía que mentía para guardar las apariencias.

Se imaginó borrándosela de la cara. Pero eso no sería cortés.

—Cuesta creer que una mujer con tu dinamismo, tus gustos, quiera instalarse en un pueblecillo en medio del campo. Y llevar una pensión, por encantadora que sea, después de haber dirigido el Wickham. Supongo que vives aquí mismo, en la finca.

—Sí, tengo un apartamento en la tercera planta.

—Cuando pienso en la casa tan bonita que tenías allí… —Meneó la cabeza y registró de nuevo aquella pizca de compasión—. Me siento en parte responsable de todos los cambios que has sufrido. Ahora me doy cuenta de que podía, debía haber llevado las cosas mejor de lo que lo hice.

La cortesía tenía un límite. Ella había alcanzado el suyo.

—¿Te refieres a acostarte conmigo, hacerme creer que teníamos una relación monógama y sólida para luego anunciarme tu compromiso con otra? Ah, ¿y hablarme de la otra justo después de que hiciéramos el amor? —Le dio un sorbo a su té—. Sí, eso deberías haberlo hecho mejor.

—Si vamos a ser sinceros, lo cierto es que nunca te prometí nada.

—No, solo me lo insinuaste, así que fui yo la que te malinterpretó. Lo acepto. —Estudió su rostro al abrigo de la sombrilla. Sí, seguía igual. Zalamero, refinado, seguro de sí mismo. Esa seguridad la había atraído antes. Ahora le parecía arrogancia, y no la atraía en absoluto—. ¿A eso has venido, Jonathan? ¿A saldar cuentas conmigo?

—A arreglar las cosas, espero. —Sus ojos revelaban sinceridad, entonces puso una mano sobre las suyas—. Nos separamos enfadados, Esperanza, y eso me angustia mucho.

—No pienses en ello.

—Lo hago, y he venido a saldar esa deuda. Mi padre está dispuesto a hacerte una oferta muy generosa. Como digo, Esperanza, se te echa de menos.

Mirándolo a los ojos, se zafó de su mano.

—Ya tengo trabajo.

—Una oferta muy generosa —repitió Jonathan—. Donde todos sabemos que deberías estar. Nos gustaría programar un encuentro contigo, cuando mejor te venga, para ponernos de acuerdo en los detalles. Podrías volver, a Georgetown, al Wickham, a tu vida, Esperanza. Y… a mí.

Al ver que no decía nada, volvió a cogerle las manos.

—Mi matrimonio es lo que es, y seguirá así. Pero tú y yo… echo de menos lo que teníamos. Podemos volver a tenerlo. Te trataría como a una reina.

—Me tratarías como a una reina. —Cada una de aquellas palabras se le cayó de los labios como una piedra.

—No te faltaría de nada.

Prosiguió, ay, con esa seguridad en sí mismo, y dejó claro que no la conocía en absoluto. Y que nunca la había conocido.

—Tendrías un trabajo que te satisfaría y la casa que tú quisieras. Hay una preciosa en Q Street que sé que te encantaría. Creo que deberíamos tomarnos unas vacaciones antes de que tú vuelvas a tu puesto, para que podamos redescubrirnos, por así decirlo. —Se inclinó hacia ella, de forma íntima—. Ha sido un año muy largo, Esperanza, para los dos. Te llevaré a donde quieras. ¿Qué te parece una semana en París?

—Una semana en París, una casa en Georgetown. Supongo que algo de dinero para amueblarla, para comprarme ropa, por supuesto, para volver al Wickham… y a ti.

Se llevó la mano de ella a los labios, una costumbre que le encantaba antes, y le sonrió desde esa posición.

—Como te he dicho, te trataré como a una reina.

—¿Y qué piensa tu esposa de tu generosa oferta?

—No te preocupes por Sheridan. Seremos discretos, y se adaptará. —Lo vio despojarse del matrimonio, de los votos, de la fidelidad con un gesto de indolencia—. No puedes ser feliz aquí, Esperanza. Me aseguraré de que lo eres.

Ella se tomó un momento para contestar, casi sorprendida de poder dar cabida a un insulto de semejante envergadura. También para su sorpresa, mantuvo la voz serena y controlada cuando el insulto la instaba a gritar.

—Deja que te explique algo. Soy responsable de mi felicidad. No te necesito, ni tu oferta tremendamente ofensiva, para mí y para tu esposa. No necesito a tu padre, ni el Wickham. Tengo una vida aquí. ¿Acaso crees que mi vida quedó en suspenso porque me utilizaras y te deshicieras de mí?

—Creo que te conformas con menos de lo que puedes tener, con menos de lo que te mereces. Te pido disculpas sinceras por el daño que te hice, pero…

—¿Por el daño que me hiciste? Lo que hiciste fue liberarme. —Se puso de pie. Adiós a la serenidad y el control—. Me diste un buen empujón, pedazo de capullo, pero fue un empujón lo bastante fuerte como para hacerme reconsiderar la situación. Me estaba conformando con menos, contigo. Ahora este es mi hogar. —Alzó la mano a los porches, le pareció ver un instante la sombra de una mujer—. Un hogar que amo y del que puedo sentirme orgullosa. Tengo unos vecinos con los que disfruto, amigos a los que adoro. ¿Volver contigo? ¿Contigo, cuando lo tengo…?

No supo bien qué la llevaba a hacerlo (un impulso, una rabia indecible…), pero, al ver a Ryder cruzar el aparcamiento, decidió seguir adelante.

—¡A él, a Ryder! —Cruzó a toda prisa el arco de glicinia cuando lo vio pararse y mirarla ceñudo. Supuso que su sonrisa debía de rayar en la locura. Le daba igual—. Sígueme la corriente, anda, y te deberé una bien gorda —le susurró acercándose a él a toda prisa.

—¿Qué…?

Lo abrazó, pegó sus labios a los de él al tiempo que Bobo meneaba la cola e intentaba interponer el hocico entre los dos para tomar parte en la acción.

—Sígueme la corriente —le dijo sin dejar de besarlo—. ¡Por favor!

No le dejaba elección, porque la tenía pegada a su cuerpo como si fuera una segunda piel. Así que le siguió la corriente. Le enterró la mano en el pelo e interpretó bien su papel.

Por un instante, ella perdió la pista de su argucia. Ryder olía a serrín, sabía a caramelo. Caramelo caliente, derretido. Manteniendo apenas el equilibrio, se apartó.

—Sígueme el juego, nada más.

—¿No lo he hecho ya?

—Ryder. —Lo cogió de la mano, se la apretó mientras se daba la vuelta—. Ryder Montgomery, te presento a Jonathan Wickham. La familia de Jonathan es propietaria del hotel donde yo solía trabajar en Georgetown.

—Ah, sí. —Vale, ya lo entendía. Desde luego que podía interpretar el papel, sin problemas. Le pasó un brazo por la cintura a Esperanza, notó como temblaba—. ¿Qué tal?

—Bien, gracias. —Jonathan miró al perro con recelo una sola vez—. Esperanza me estaba enseñando vuestro hostal.

—Es tan suyo como nuestro. Vosotros la perdéis, nosotros la ganamos, ¿eh?

—Eso parece. —Examinó con disimulo la ropa de trabajo de Ryder—. Entiendo que hacéis las obras vosotros mismos.

—Exacto. Nos pillas con las manos en la masa. —Sonrió al decirlo y se arrimó a Esperanza un poco más—. ¿Te vas a alojar aquí?

—No. —El enfado le brillaba en los ojos a pesar de su forzada sonrisa—. Solamente he venido a ver a una vieja amiga. Me alegro de haberte visto, Esperanza. Si cambias de opinión sobre la oferta, ya sabes dónde encontrarme.

—No cambiaré. Saluda a tus padres de mi parte, y a tu mujer.

—Montgomery —se despidió con un movimiento de cabeza, y se dirigió al Mercedes.

Esperanza no dejó de sonreír hasta que lo vio arrancar, alejarse.

—Ay, Dios. Ay, Dios. —Se zafó de Ryder, volvió al Patio y dio vueltas por él—. Ay, Dios mío.

Ryder pensó en Vesta: en su agradable olor, los niños felices, sin problemas, sin dramas. Alzó la vista al cielo y la siguió hasta el Patio.