Su madre lo estaba volviendo loco. Como le propusiera un proyecto más antes de que acabaran alguno de los que tenían en marcha, se largaba con el perro a las Barbados.
Ryder podía hacerse una casita mona en la playa. O un lanai hawaiano. Disponía de las habilidades necesarias.
Metió la camioneta en el aparcamiento de detrás del hotel; un gran proyecto, terminado, por suerte, aunque nunca del todo, porque siempre había algo pendiente. El hotel compartía aparcamiento con lo que sería, conforme a la conspiradora Justine, un precioso, inteligente y modernísimo centro de fitness.
De momento era una mole espantosa, verde, de techo plano y llena de goteras. Eso por fuera. Su interior albergaba un laberinto de cuartuchos, un sótano inundado, unas escaleras sacadas de una película de terror y unos techos a punto de desplomarse. Por no hablar del estado tan lamentable de la instalación eléctrica y de la fontanería, que no mencionaría hasta que no hubieran demolido todo aquel puñetero desastre.
En parte, le daban ganas de colarse ahí una noche con una máquina gigantesca y arrasar semejante engendro. Pero sabía lo que había, y disfrutaba del desafío.
Que lo era.
No obstante, Owen, con su habitual eficiencia, le había enviado un mensaje diciéndole que ya había llegado el permiso de demolición, así que por lo menos podían empezar a echar abajo el interior.
Se quedó un momento sentado con Bobo, su perro hogareño y cariñoso, mientras Lady Gaga cantaba seductora The Edge of Glory. La pobre era rara, se dijo, pero cantaba bien.
Juntos, el perro y él, estudiaron la fea mole verde. Le gustaba la demolición. Liarse a golpes con las paredes siempre era gratificante. Toda una experiencia. Y la obra, la transformación de ese horrendo monstruo, resultaría interesante.
Un centro de fitness. No entendía a la gente que se enchufaba a una máquina y no iba a ningún sitio. ¿No era preferible algo más constructivo que te hiciera sudar? Un gimnasio, sí, eso sí lo veía, con sacos de boxeo, cuadrilátero de entrenamiento, pesas en condiciones. En cambio, el centro de fitness le sonaba a cursilada femenina. El yoga, el pilates y todo eso.
Y las mujeres con esas prendas diminutas y ajustadas, se recordó. Sí, eso sí. Eso era como la demolición, ¿a quién no le iba a gustar?
De todos modos, ¿para qué agobiarse? El proyecto era ya cosa hecha.
Salió de la camioneta y Bobo, fiel, lo acompañó.
No acababa de entender por qué se sentía tan tristón. La obra de la panadería estaba pendiente de los últimos retoques y la pintura, el MacT de Avery iba viento en popa, y él estaba deseando poder sentarse a tomar una cerveza en el nuevo pub.
Tenía una cocina casi completamente remodelada, y Owen estaba gestionando unos armarios empotrados para otro cliente. Mejor mucho trabajo que nada que hacer. Ya se construiría la casa de Barbados cuando fuera viejo.
Aun así, se notaba crispado e irritado, y no tenía claro por qué. Hasta que echó un vistazo al hotel.
Esperanza Beaumont. Sí, a ella se debía parte de su crispación.
Hacía un buen trabajo, de eso no cabía ninguna duda. El que fuera obsesiva, extremadamente organizada y amante de los detalles no le molestaba en especial. Había convivido y trabajado con alguien así toda la vida: su hermano Owen.
Solo que había algo de ella que se le colaba muy adentro y le roía las entrañas de cuando en cuando desde que se habían besado en Nochevieja.
Había sido un accidente, se dijo. Un impulso. Un impulso accidental. No tenía intención alguna de repetirlo.
Pero ojalá fuera una mujer de mediana edad, hogareña y regordeta, con un par de nietos y afición por el punto.
—Igual algún día lo es —le susurró a Bobo, que, complaciente, meneó la cola.
Encogiéndose de hombros, avanzó, cruzó la calle y abrió la puerta de servicio del futuro Bar Restaurante de MacT por la que entraba la cuadrilla.
Le gustaba el local, sobre todo ahora que habían vuelto a unir los dos bloques, abriendo en la pared que los separaba una amplia entrada para que la clientela del restaurante y el bar, y el personal, pudiera pasar de un lado al otro.
Avery sabía bien lo que quería y cómo hacerlo realidad, por eso Ryder estaba convencido de que MacT sería un buen local para comer y beber, socializar si a uno le iba eso. Un establecimiento de buena comida para adultos, como decía ella misma, en contraste con el estilo familiar y desenfadado de Vesta.
Ryder sentía debilidad por Vesta, y una debilidad aún mayor por su pizza del guerrero, pero como Avery llevaba meses probando recetas con ellos, suponía que podría tragarse alguna que otra comida del nuevo local.
Se acercó al paso que comunicaba los dos edificios, estudió el espacio del bar. Quedaba mucho por hacer, pensó, pero ya lo imaginaba terminado, con la barra larga que sus hermanos y él estaban construyendo. Maderas oscuras, colores fuertes, ladrillo visto en algunas paredes. Y todas aquellas cervezas de barril.
No, no le importaría tener que pasar algún rato por allí, y brindar con una cerveza como recompensa por un trabajo bien hecho.
Cuando estuviera hecho.
Oyó voces y retrocedió.
En cuanto dejó a la cuadrilla trabajando, fue a la panadería a echar un vistazo a los hombres de allí. Si hubiera podido, se habría ceñido el cinturón de las herramientas y se habría puesto a trabajar de verdad.
Pero tenía una reunión matinal en la nueva obra, y ya llegaba tarde.
Al rodear el edificio, vio las camionetas de sus hermanos en el aparcamiento. Supuso que Owen habría traído café y donuts, y el permiso de demolición. Con Owen se podía contar en el día a día y hasta en un holocausto nuclear.
Pensó en Beckett, casado con Clare la Rubia, padre repentino de tres críos, y ahora ilusionado futuro padre de gemelos.
Dios, gemelos.
Aunque quizá la emoción de la llegada de los gemelos distrajera a su madre y le impidiera maquinar algún nuevo proyecto.
Seguramente no.
Entró por las puertas abiertas que daban a Saint Paul Street, olió el café.
Sí, con Owen se podía contar.
Cogió el vaso de café para llevar que quedaba, el que tenía una «R» escrita con indeleble por su meticuloso hermano. Le dio un trago mientras levantaba la tapa de la caja de los donuts.
De inmediato su perro empezó a mover la cola frenético en el suelo.
Oyó las voces de sus hermanos en algún lugar del laberinto, pero cogió el café y, después de lanzarle a Bobo un pedazo de su donut relleno de mermelada, se acercó a los planos extendidos en la mesa improvisada con un tablón sobre unos caballetes.
Ya los había visto, claro, pero lo dejaron pasmado. El diseño de Beckett le proporcionaba a su madre todo lo que quería, y más. Sí, se dijo, mejor que echarlo todo abajo. Era preferible demoler lo justo y construir encima de lo que pudiera aprovecharse.
A Ryder no le parecía un gimnasio, al menos no de esos con sacos de boxeo y vestuarios apestando a sudor que él frecuentaba, pero era una belleza.
E iba a suponer trabajo y complicaciones de sobra para maldecir a Beckett durante semanas, meses. Años, posiblemente.
Aun así…
La idea de elevar la azotea y convertirla en un tejado a dos aguas resultaba práctica y estéticamente agradable. Lo de quitar el saledizo de techo plano del lado del aparcamiento y convertirlo en una terraza de madera también era buena idea. Mucho cristal para que hubiera mucha luz, y ventanas y puertas nuevas. Desde luego el sitio las necesitaba, aunque fuera preciso horadar los bloques de hormigón ligero.
Vestuarios a la última, con salas de vapor y saunas. Su mentalidad pragmática se rebelaba contra aquello, pero reconocía que también a él le gustaba obsequiarse con una larga y reconfortante sesión de vapor.
Se comió el donut, y le lanzó algún trozo al exaltado Bobo, mientras estudiaba la primera planta, la segunda, las máquinas.
Excelente trabajo, pensó. Beckett tenía talento e imaginación, aunque parte de esa imaginación resultara siempre un engorro a efectos prácticos.
Remojó el donut con café al tiempo que sus hermanos salían del laberinto.
—Permiso de demolición.
—Hecho —dijo Owen—. Buenos días a ti también. —Llevaba las gafas de sol colgando del cuello de su impoluta camisa blanca. Dado que Beckett pretendía que tomara parte en la demolición, pronto dejaría de estar impoluta.
—¿Te planchas los vaqueros, nenaza?
—No. —Los serenos ojos azules de Owen se pasearon por los donuts antes de que decidiera partir un buñuelo por la mitad—. Solo están limpios. Tengo un par de reuniones después.
—Ya. ¡Hola, papaíto!
Beckett sonrió y se pasó los dedos por la mata de pelo castaño.
—Los niños quieren llamarlos Logan y Luke.
—Lobezno y Skywalker. —Ryder lo meditó divertido—. Simbiosis de X-Men y Star Wars. Interesante elección.
—Me gusta. Al principio, Clare lo descartó entre risas, pero parece que la idea empieza a calar en ella. Son buenos nombres.
—Lo bastante buenos para Lobezno y Skywalker.
—Creo que nos quedaremos con esos, y molan. Pero aún me pitan los oídos. Como después de una explosión, ya sabéis.
—Dos es solo uno más uno —señaló Owen—. Es cuestión de planificación y organización.
—Claro, tú tienes mucha experiencia con enanos —dijo Ryder resoplando.
—Todo es cuestión de planificación y organización —contraatacó Owen—. Por cierto, repasemos los planes y la agenda. —Se soltó el móvil del cinturón.
Ryder optó por comerse otro donut, dejar que el azúcar y la grasa lo ayudaran a digerir el bombardeo de datos. Inspecciones, permisos, pedidos y entregas de material, bocetos, diseños definitivos, trabajo en el taller, trabajo en la obra.
También él lo memorizaba todo, aunque quizá no con la exquisita precisión de su hermano. Pero sabía lo que había que hacer y cuándo, a quién asignar cada tarea y cuánto debía durar cada fase. Por fuera y, con las sorpresas de una obra, por dentro.
—Mamá está mirando máquinas —intervino Beckett cuando Owen paró—. Ya sabéis, las cintas de correr, las bicicletas elípticas y todos esos cacharros de moda.
—Prefiero no pensar en eso. —Ryder miró alrededor. Paredes de mierda, suelos de mierda, se dijo. Todo era una mierda. Aún quedaba mucho hasta que pudieran instalar las elípticas, las pesas y las puñeteras colchonetas de yoga.
—Igual deberíamos ver qué hacemos con el aparcamiento.
Ryder miró a Owen con los ojos fruncidos.
—¿Qué le pasa al aparcamiento?
—Ahora que lo tenemos entero, en vez de apañarlo, deberíamos levantarlo, nivelarlo, montar el alcantarillado, revestirlo.
—Joder. —Le habría gustado oponerse, solo por principios, pero necesitaban el condenado alcantarillado—. Vale. Pero también prefiero no pensar en eso ahora.
—¿En qué piensas, entonces?
En lugar de contestar, Ryder se largó.
—¿Está más borde de lo habitual? —se preguntó Owen en voz alta.
—No sabría decirte. —Beckett volvió a examinar los planos—. Esto va a ser una pesadilla, sobre todo para él, pero saldrá bien.
—El edificio más espantoso del pueblo.
—Sí, se lleva el premio gordo. Lo bueno es que cualquier cosa que le hagamos será una mejora. En cuanto lleguen los contenedores de escombros, podemos…
Se calló al ver llegar a Ryder armado con una almádena y una palanqueta.
—Id a por las vuestras —les dijo y, dejando a un lado la palanqueta, eligió una pared al azar. Meció la almádena. El potente y satisfactorio porrazo lanzó por los aires pedazos de cartón yeso.
—El contenedor… —empezó Owen.
—Está de camino, ¿no? —Ryder volvió a darle con todas sus fuerzas—. Según las santas anotaciones de tu sagrada agenda.
—Deberíamos traer a parte de la cuadrilla —consideró Beckett.
—¿Y por qué dejar que sean ellos los que se diviertan? —Cuando la almádena inició de nuevo su recorrido, Bobo se metió debajo de los caballetes a dormir la siesta.
—Cierto. —Beckett miró a Owen, que se encogió de hombros y sonrió—. Habría que empezar por la segunda planta.
—Esta no es muro de carga. —Con un par de golpes más, Ryder hizo pedazos la delgada pared interior—. Pero sí —se apoyó en la almádena y sonrió a sus hermanos—, vamos a destrozar esta mierda.
Tras unos días de golpes y porrazos, a Esperanza le pudo la curiosidad. Dejando a Carolee al mando (la parejita de recién casados ya iba por la cuarta noche de su luna de miel), cruzó el aparcamiento hacia la última obra de los Montgomery. Tenía razones de peso para ir en su busca, pero reconocía que lo hacía sobre todo por curiosidad.
Había oído picar durante todo el día y cada vez que se asomaba a la ventana veía a algún obrero descargando escombros en el enorme contenedor verde.
Por un mensaje al móvil de Avery se había enterado de que había empezado la demolición en el edificio del futuro centro de fitness.
Quería verlo con sus propios ojos.
El clamor de mazazos fue aumentando a medida que se acercaba, y pudo oír un estallido de carcajadas masculinas por las ventanas abiertas. Un rock guitarrero y estridente lo acompañaba.
Se acercó a la puerta lateral (a lo que quedaba de ella) y se asomó.
Los ojos se le pusieron como platos.
Jamás había entrado en el edificio, pero lo había visto por las ventanas, y habría jurado que antes había paredes y techos.
Ahora apenas quedaba el esqueleto, además de una maraña de cables colgando y una nube de polvo gris.
Con mucha cautela, pues los mazazos, golpes y porrazos parecían estremecer la estructura entera, rodeó el bloque en dirección a la puerta principal.
La puerta estaba abierta. ¿Para que entrara algo de aire?, se preguntó. A saber.
Otra puerta, la que conducía a los antiguos apartamentos de la segunda planta, también estaba abierta. Resonaban por ella la música, las carcajadas y los porrazos.
Estudió los estrechos peldaños, la mugrienta escalera, el tremendo estrépito. Decidió que no le interesaba tanto y retrocedió.
Cuando volvía a rodear el edificio, dos hombres, recubiertos de polvo gris, casi anónimos con sus gafas de seguridad, sus guantes de trabajo y sus rostros sucios, sacaban otro lote de escombros de alguna pared. Los cascotes cayeron al contenedor con un ruido sordo.
—Perdonad… —empezó ella.
Reconoció a Ryder por el modo en que volvía la cabeza y ladeaba el cuerpo.
Ryder se subió las gafas y acto seguido le dedicó una de esas miradas algo exasperadas de sus exasperados ojos verdes.
—No es aconsejable que te acerques.
—Eso ya lo veo. Parece que estáis dejando el edificio en el armazón.
—Exacto. Es conveniente que te mantengas alejada.
—Sí, ya me lo has dicho.
—¿Necesitas algo?
—En realidad, sí. Tengo problemas con algunas de las luces, con los apliques. Había pensado que, si el electricista andaba por aquí, podía…
—Se ha ido. —Ryder le hizo un gesto con la cabeza a su ayudante para que volviera adentro, luego se quitó las gafas de seguridad.
Entonces le pareció el negativo de un mapache, y no pudo contener la sonrisa.
—Os estáis poniendo perdidos.
—Y lo que nos queda —replicó Ryder—. ¿Qué les pasa a las luces?
—Que parpadean. No…
—¿Has probado a cambiar las bombillas?
Lo miró fijamente, ofendida.
—Vaya, ¿cómo no se me había ocurrido?
—Vale. Pasará alguien a echarles un vistazo. ¿Algo más?
—De momento, no.
Ryder se despidió con un movimiento de cabeza, entró a toda prisa por la abertura y desapareció.
—Muchas gracias —masculló Esperanza a la nada, y volvió al hotel.
Tan solo entrar allí solía levantarle el ánimo. Por su aspecto, por cómo olía, sobre todo ahora que las galletas con trocitos de chocolate de Carolee endulzaban el aire. Pero fue directa a la cocina, enfadadísima.
—¿Qué demonios le pasa a ese hombre?
Carolee, colorada por efecto del horno, introducía en él una bandeja de galletas.
—¿A qué hombre, cielo?
—A Ryder Montgomery. ¿Tiene por credo la grosería?
—A veces es un poco brusco, especialmente cuando está trabajando. Que es, supongo, casi siempre. ¿Qué te ha hecho?
—Nada. El pobre es así. ¿Sabes esos apliques que se apagan cada dos por tres, o no se encienden? He ido a decírselo, a él o a quien fuera, pero resulta que me he topado con él. Me ha preguntado si había probado a cambiar las bombillas. ¿Acaso parezco idiota?
Sonriente, Carolee le ofreció una galleta.
—No, pero una vez tuvieron una inquilina a la que no le funcionaban las luces y, después de ir hasta allí a comprobarlo, se encontró con que la bombilla estaba fundida. La mujer, que sí debía de ser idiota, se quedó pasmada al saber que había que cambiar las bombillas.
—Mmm —dijo Esperanza, mordiendo la galleta—. Aun así.
—Bueno, ¿qué se cuece por allí?
—Porrazos, escombros y carcajadas.
—La demolición es divertida.
—Supongo. No tenía ni idea de que fueran a dejar el edificio en el esqueleto. Tampoco se va a perder gran cosa, pero no lo sabía. —Y le preocupaba un poco que el ruido pudiera afectar a sus huéspedes.
—Si vieras los planos. Yo les he echado un vistazo. Va a quedar de maravilla.
—No lo dudo. Trabajan muy bien.
—Justine ya ha empezado a buscar las luces y los lavabos.
La galleta, y Carolee, le cambiaron el humor a Esperanza.
—Está en la gloria.
—Lo va a poner muy moderno, elegante, lustroso. Con mucho cromo, dice. Todo del mismo estilo, ¿sabes?, y no como aquí, que hay un montón; sin embargo, aún les queda mucho por hacer. Será divertido ver cómo va transformándose.
—Cierto. —Sí, lo sería, reconoció. No había sido testigo de la remodelación del hotel desde el principio. Ahora tendría oportunidad de presenciar la regeneración de un edificio de principio a fin—. Me voy a trabajar un ratito antes de que empiecen a llegar nuevos clientes.
—Yo me acercaré al mercado en cuanto estén hechas las galletas. ¿Hay algo que quieras añadir a la lista de la compra?
—Creo que ya está todo. Gracias, Carolee.
—Me encanta mi trabajo.
Y a ella, se dijo Esperanza, instalándose en su despacho. Un Montgomery difícil no iba a estropearlo.
Revisó el correo en el ordenador, sonrió al ver la nota de agradecimiento de un antiguo huésped, y luego escribió un informe para satisfacer la petición de un futuro cliente, que quería una botella de champán con la que sorprender a sus padres en su visita.
Comprobó las reservas (estarían completos durante el fin de semana) y revisó su agenda personal.
Cuando llegó la florista, subió los nuevos arreglos florales a Titania y Oberón. Aunque ya lo había hecho, repasó por última vez la habitación para asegurarse de que todo estaba perfecto para los nuevos huéspedes.
Como siempre, entró en la Biblioteca, miró las luces; entre sus tareas diarias estaba la de comprobar todas las luces y lámparas por si había bombillas fundidas; gracias, Ryder Montgomery. Con el móvil se mandó un correo al descubrir una, y añadió una nota para acordarse de subir monodosis para la cafetera de la Biblioteca.
Seguidamente, bajó a hacer la misma comprobación en el Salón, el Vestíbulo y el Comedor. Luego se dirigió a la cocina, y tuvo que contener un grito al ver a Ryder atacando las galletas.
—No te he oído entrar. —¿Cómo podía ser tan sigiloso con esas botas enormes y aparatosas?
—Acabo de llegar. Están buenas estas galletas.
—Carolee las ha hecho hace un rato. Aún debe de estar en el mercado.
—Vale.
Ryder se quedó allí plantado, comiéndose la galleta, mirando a Esperanza fijamente con el perro, sonriente, a su lado. La sonrisa del animal le hizo pensar que también él había probado las galletas.
Se había limpiado, algo. Al menos no se había traído polvo de la demolición.
—A ver, hay una en la segunda y otra en la tercera. —Dio media vuelta y supuso que la seguiría.
—¿Hay alguien en el hotel?
—Tenemos huéspedes en W y B, pero han salido, y llegan hoy los de T y O. ¿Ves?, ahora va. —Señaló el segundo aplique al tiempo que subían las escaleras—. He subido hace un rato y no funcionaba.
—Ajá.
—Mira, pregúntale a Carolee si no me crees.
—Yo no he dicho que no te crea.
—Pues actúas como si no lo hicieras. —Algo irritada, subió a la tercera—. ¡Ahí tienes! Apagada, tú mismo lo puedes ver.
—Sí, ya lo veo. —Se acercó, levantó el globo y desenroscó la bombilla—. ¿Tienes alguna nueva?
—Guardo algunas en mi apartamento, pero no es cosa de la bombilla.
Sacó la llave y abrió la puerta de su apartamento.
Ryder la paró con la mano para que no se le cerrase en las narices. No invadió su espacio, pero, bueno, ya que estaba allí, abrió del todo y echó un vistazo dentro.
Limpio y recogido, como el resto del hotel. Además olía bien, como el resto del hotel. No había trastos. Tampoco muchos cachivaches de chica, como esperaba. Muchos cojines en el sofá, pero conocía pocas mujeres que no atiborraran de cojines los sofás y las camas. Colores fuertes, un par de plantas en tiestos, velas gruesas.
Esperanza salió aprisa de la cocina, se paró en seco, de nuevo sobresaltada. Luego le dio la bombilla.
Él volvió a la escalera y la enroscó. La bombilla lució con intensidad.
—No es cosa de la bombilla —insistió Esperanza—. La otra la he puesto esta mañana.
—Vale.
Bobo se sentó a los pies de Ryder, con los ojos fijos en la puerta del Ático. Meneó la cola.
—No me vengas con vales. Te digo que… ¡Mira! —exclamó triunfante cuando la bombilla se apagó—. Lo ha vuelto a hacer. Tiene que haber un cortocircuito o algún fallo en la instalación.
—No.
—¿Cómo que no? Lo acabas de ver con tus propios ojos. —Mientras hablaba, la puerta del Ático se abrió despacio.
Ella apenas se volvió. Entonces cayó en la cuenta. Olía la madreselva, claro, pero ya estaba acostumbrada.
—¿Por qué iba a jugar ella con las luces?
—¿Y yo qué sé? —Metiéndose los pulgares en los bolsillos delanteros, Ryder alzó los hombros—. Igual se aburre. Ya lleva tiempo muerta. O está cabreada contigo.
—No tiene motivos. —Iba a cerrar la puerta del Ático, pero la abrió del todo—. Se oye un grifo abierto.
Cruzó deprisa el vestíbulo en dirección al ornamentado baño. El agua corría en el doble lavabo, en la generosa bañera de hidromasaje, de la ducha, de los chorros.
—¡Por el amor de Dios!
—¿Sucede esto a menudo?
—Es la primera vez. Venga ya, Lizzy —masculló ella, cerrando los grifos—. Espero huéspedes.
Ryder abrió la puerta de cristal, cerró el grifo de la ducha y los chorros.
—Estoy investigando. —Nerviosa, cerró el grifo de la bañera—. Sé que Owen también, pero no es fácil encontrar a un tal Billy que vivió, suponemos, en el siglo XIX.
—Si tu fantasma te monta el numerito, no puedo hacer nada. —Ryder se secó la mano mojada en los vaqueros.
—No es mi fantasma. El edificio es vuestro.
—Es tu antepasada —dijo encogiéndose de hombros como solía hacer y dirigiéndose hacia la puerta que daba a la sala de estar. Agarró el pomo para abrir y se volvió hacia ella—. ¿Qué tal si le dices a tu tataraloquesea que pare ya?
—¿Que pare el qué?
Ryder giró el pomo de nuevo.
—Eso es porque… —Lo apartó de un empujón e intentó abrir ella misma—. Esto es ridículo. —Completamente desesperada, siguió manipulando el pomo. Luego alzó las manos indignada y, señalando la puerta con la mano, añadió—: Haz algo.
—¿Como qué?
—Desmonta el pomo, o la puerta entera.
—¿Con qué?
Esperanza bajó la mirada, ceñuda.
—¿No llevas encima las herramientas? ¿Por qué no las llevas encima? Siempre las llevas encima.
—He venido a cambiar una bombilla.
El mal humor se le tiñó de pánico.
—No has venido a cambiar una bombilla. Te he dicho que no era la bombilla. ¿Qué haces?
—Me voy a sentar un momento.
—¡No!
Al oírla levantar la voz, Bobo se paseó hasta un rincón y se acurrucó en él. Lejos de la línea de fuego.
—No te atrevas a sentarte en esa silla. No vas limpio.
—¡Por Dios! —Pero no se sentó sino que sorteó la silla y abrió la ventana. Y consideró la logística del tejado.
—¡No salgas ahí! ¿Qué hago yo si te caes?
—Llamar a Urgencias.
—No, en serio, Ryder. Llama a uno de tus hermanos, o a los bomberos, o…
—No pienso llamar a los bomberos porque la puñetera puerta no se abra.
Ella levantó las manos y respiró hondo. Luego se sentó.
—Voy a calmarme.
—Buen comienzo.
—No hace falta que te pongas chulo. —Se toqueteó el pelo, y sí, aquel largo intermedio desde luego era irritante—. No he sido yo quien ha atascado la puerta.
—¿Chulo? —Podría haber sido una sonrisa de satisfacción, o una burlona, pero le salió la perfecta combinación de ambas—. ¿Me pongo chulo?
—Tú le das una nueva dimensión a «chulo». No tengo por qué caerte bien, e intento cruzarme contigo lo menos posible, pero dirijo este hotel, y lo hago de miedo. Es lógico que nos encontremos alguna vez. Podías al menos fingirte educado.
Ryder se recostó entonces en la puerta.
—Yo no finjo. ¿Y quién dice que no me caes bien?
—Tú. Cada vez que te pones chulo.
—Igual es porque tú eres una cursi.
—¡Cursi! —Verdaderamente ofendida, lo miró con los ojos desorbitados—. Yo no soy cursi.
—Tú haces de ello una ciencia. Pero es que eres así. —Se acercó a la ventana y volvió a asomarse.
—Has sido grosero conmigo desde que te conocí. En esta misma habitación, antes de que fuera habitación.
Esperanza recordaba muy bien aquel momento, el mareo, la intensa emoción que inundó su cuerpo, aquella especie de aura luminosa que parecía rodearlo.
No quería pensar en ello.
Irritada, dio media vuelta.
—Igual es porque me miraste como si fuera a darte un puñetazo en la cara.
—No es cierto. Tuve un… nosequé momentáneo.
—Será porque vas por ahí con esos taconazos.
—Vaya, ¿ahora vas a criticar mis zapatos?
—Solo es un comentario.
Profirió un sonido gutural que a él le pareció casi felino y, dando un salto, aporreó la puerta.
—¡Abre esta condenada puerta!
—Ella la abrirá cuando le parezca. Así te vas a hacer daño.
—No me digas lo que tengo que hacer. —Ignoraba por qué motivo la reacción serena de Ryder aumentaba su irritación, y eso hacía que su enfado se tiñera aún más de pánico—. Ni siquiera me llamas por mi nombre. Como si no lo supieras.
—Sé cómo te llamas. Deja de aporrear la puerta, Esperanza. ¿Ves? Sí que sé cómo te llamas. Para ya.
Ryder alargó el brazo y envolvió su puño con la mano.
Y Esperanza volvió a sentirla, esa emoción intensa, ese extraño mareo. Con cautela, se apoyó en la puerta y giró la cabeza para mirarlo.
Cerca otra vez, como en Nochevieja. Lo bastante para ver esas motas doradas que salpicaban sus ojos verdes. Lo bastante para verlos relumbrar, y escudriñarla.
Esperanza no pretendía inclinarse, pero su cuerpo la traicionó. Para frenarlo, apoyó una mano en el pecho de Ryder. ¿No tenía el corazón un poquito alborotado? Eso le pareció. Quizá lo imaginó, para no sentirse sola.
—Tuvo a Owen y a Avery atrapados en E y D —recordó ella—. Quería que… —Se besaran. Que se descubrieran—. Es una romántica.
Ryder retrocedió, y la magia se rompió como un cristal.
—Pues ahora nos está fastidiando.
La ventana que él había abierto se cerró sola, despacio.
—Yo diría que lo está dejando bien claro. —Más tranquila, más serena al ver que él ya no lo estaba tanto, Esperanza se apartó el pelo de la cara—. Venga ya, Ryder, bésame. No te vas a morir, y así nos dejará salir de aquí.
—A lo mejor no me gusta que una mujer, viva o muerta, me manipule.
—Besarte no me va a alegrar el día, créeme, pero mis huéspedes deben de estar a punto de llegar. O, si lo prefieres —sacó el móvil—, llamo a Owen.
—No vas a llamar a Owen.
Ya lo tenía. Que uno de sus hermanos viniera a sacarlos sería humillante. Besarla, calculó ella, era el menor de los males. Divertida, le sonrió.
—Cierra los ojos y piensa en algo bonito.
—Qué graciosa. —Se acercó, le puso una mano a cada lado de la cabeza—. Lo hago solo porque ya he perdido bastante tiempo y me apetece una cerveza fría.
—Perfecto.
Se inclinó, titubeó un instante, a un milímetro de sus labios.
No pienses, se dijo ella. No reacciones. No es nada.
No es nada.
Fue luz y calor, y, ay, esa sensación, que la recorrió de los pies a la cabeza. Ryder no la tocó, salvo con los labios, anclados a los suyos, y ella tuvo que apretar los puños al cuerpo para no alargar los brazos. Para no abrazarse a él, atraerlo hacia sí.
Se dejó llevar, no pudo resistirlo, al tiempo que el beso se intensificaba.
Él no pretendía más que rozarle los labios. Como habría hecho con una amiga, una tía, una mujer regordeta de mediana edad con un par de nietos.
Pero se sumergió en ello, demasiado. Su sabor, su aroma, el tacto de sus labios bajo la presión de los suyos.
Ni tierna ni seca, sino algo misteriosamente intermedio. Algo muy Esperanza.
Lo estremeció más de lo que esperaba. Más de lo que quería.
Apartarse de ella le costó una barbaridad.
Volvió a mirarla un segundo, dos. Luego ella suspiró, abrió los puños e intentó girar el pomo.
—¿Ves? —La puerta se abrió—. Ha funcionado.
—Sal antes de que nos vuelva a encerrar.
En cuanto salieron al pasillo, Ryder se acercó a la bombilla que ya funcionaba perfectamente, cogió el globo del suelo y volvió a montarlo.
—Listo. —Se quedó donde estaba; le dedicó otra mirada larga.
Ella iba a decir algo, pero sonó el timbre de la puerta principal.
—Ya llegan mis huéspedes. Tengo que…
—Saldré por detrás.
Esperanza asintió con la cabeza y bajó corriendo las escaleras.
Ryder oyó el agudo taconeo de sus zapatos en la madera, inspiró hondo.
—No vuelvas a jugármela así —dijo. Seguido fielmente por su perro, se alejó, del aroma a madreselva y de Esperanza.