19

Conocía esa tierra, su grandeza y su decadencia, la extensión de sus campos, las rocas que los poblaban. Conocía los muros de piedra que cercaban los pastos donde pacían las vacas. Sus manos habían ayudado a levantar algunos, con el paciente tutelaje de su tío.

Aunque había viajado lejos de aquella tierra, de su grandeza y su decadencia, siempre había previsto volver. Crear su hogar cerca de algún recodo del arroyo que corría por encima de las rocas y enfriaba sus aguas al abrigo del bosque.

Amaba aquella tierra como ninguna otra que hubieran pisado sus pies.

Pero esa mañana de septiembre, el paisaje era infernal. Esa mañana, el sudor le empapaba el uniforme y mojaba la tierra de debajo. El sudor, pero no la sangre. Todavía no.

Ese día luchó, y vivió como lo había hecho otros días desde que aquella necesidad irrefrenable lo llevó a alistarse. Y ese día, deseó con todo su corazón, con toda su alma, haberse arrancado esa necesidad y haberla pisoteado con sus botas.

Había creído que encontraría honor, emoción, incluso aventura. En cambio, había encontrado desesperación, terror, miseria y preguntas que no sabía cómo responder.

El cielo, que había amanecido hermoso y azul, se había convertido en una niebla sucia bajo el humo negro de los cañonazos. Las balas minúsculas silbaban en su despiadada trayectoria y terminaban en un crescendo de tierra volando por los aires, carne destrozada.

Ay, qué ofensa para el cuerpo y el alma era la guerra.

Los gritos de los hombres asaltaban sus oídos, sus entrañas, hasta que oía poco más, sordo incluso a los cañonazos, al interminable chirrido de los proyectiles, al repiqueteo metálico de las balas.

Yació un instante, esforzándose por recuperar el resuello que parecía no querer volver a su cuerpo. La sangre que llevaba en el uniforme era del amigo que había hecho durante la marcha, George, un aprendiz de herrero, con el pelo del color de la pelusa del maíz y los ojos tan azules y alegres como el verano.

Ahora la pelusa del maíz se había teñido de rojo y aquellos ojos miraban a la nada desde su rostro desfigurado.

Conocía esa tierra, se dijo Billy de nuevo mientras le pitaban los oídos y el corazón le latía con la fuerza de los tambores de guerra. La carretera tranquila que la cruzaba separaba las granjas de los Piper y los Roulette. Sus padres eran amigos de los Piper.

Se preguntó dónde estarían ahora, ahora que aquella frontera serpenteante hundida en aquella tierra ondulada servía de línea de sangre y muerte.

Los rebeldes de la colina se ocultaban en esa carretera hundida y usaban ese escondrijo para lanzar descargas mortíferas contra las tropas al ataque que devastaban igual que una cerilla encendida entre arbustos secos. En esa primera descarga, un proyectil de mosquete le había arrancado a George media cara, y tumbado a solo Dios sabe cuántos más.

Tronaba la artillería, sacudía el suelo.

Parecía que llevase horas allí tendido, mirando fijamente el azul del cielo a través del humo, escuchando los gritos, los gemidos, los alaridos y el interminable, incesante, atronador clamor de los proyectiles y los cañonazos.

Minutos solo en realidad. Solo minutos para respirar, para comprender que su amigo había muerto y él vivía de milagro.

Le tembló la mano cuando se hurgó bajo el uniforme y sacó con cuidado la fotografía. Eliza. Lizzy. Su Lizzy de pelo como el sol y sonrisa que le abría el corazón. Ella lo amaba, pese a todo. Lo esperaba y, cuando aquel infierno terminara, se casarían. Él le construiría una casa, no muy lejos de donde estaba tendido ahora. Pero la casa viviría de amor y alegría, de las risas de sus hijos.

Cuando aquel infierno terminara, regresaría con ella. Le había llegado una carta, solo una, que Lizzy había conseguido sacar de su casa y le había enviado a la madre de Billy, y ella se la había pasado a él. Había sabido de su desesperación al encontrarse encerrada bajo llave la noche en que habían planeado escaparse los dos, y de su certeza inquebrantable de que volverían a verse.

Él le había escrito la noche anterior, formando cuidadosamente las palabras mientras se encontraba inquieto en el campamento. Había hallado un modo de hacerle llegar la carta. Ningún hombre podía vivir un infierno y no creer en el cielo.

Él tendría el suyo con Eliza. Tendrían todo el tiempo del mundo.

Billy oyó cómo les ordenaban a gritos que se reagruparan, que volvieran a avanzar por aquella carretera hundida. Cerró los ojos, besó la imagen de Eliza, volvió a guardarla con cuidado. A salvo, se prometió. A salvo junto a su corazón.

Se puso en pie. Respiró, respiró. Cumpliría con su deber para con su país, confiaría en Dios, y encontraría el camino de vuelta a Lizzy.

Cargó de nuevo, la lluvia asesina de proyectiles caía de ambos lados.

Vivió otra vez mientras los cuerpos, reventados, llenaban esas tierras antes en paz. Pasaron horas que parecían años, pero también minutos. La mañana dio paso a la tarde. Supo por el sol que había vivido otro día. Jamás flaqueó en su deber, hombro con hombro junto a otros que habían jurado servir a la nación.

Avanzó, saltando vallas, a un huerto de manzanos, salpicado de fruta caída que rondaban las abejas medio ebrias. Y, desde un alto, miró a los hombres de aquella carretera. Por fin la posición de ventaja les favoreció y se colaron por una brecha. Él se quedó cerca de un recodo de la carretera, miró hacia abajo horrorizado.

Tantos muertos. Parecía imposible; resultaba indecente. Apilados unos sobre otros como leños y, aun así, los que sobrevivían disparaban y disparaban, decididos a defender aquella tierra ensangrentada.

¿Para qué? ¿Para qué? ¿Para qué?, se preguntó una parte afligida de su cerebro, pero oyó la orden de disparar y obedeció. Robó su hijo a otra madre, su amor a otra mujer.

Se llevó la vida de otro hombre que, como él, solo quería irse a casa.

Y entonces pensó en Lizzy, pegada a su corazón. Lizzy, que lo amaba, pese a todo. Que lo esperaba.

Pensó en su madre, llorando por su hermano Joshua, muerto en Shiloh.

No podía disparar otra vez, ni parar un corazón más, hacer llorar a otra madre. Aquello era una masacre. Cientos de muertos y otros tantos por morir. Granjeros, albañiles, herreros, tenderos. ¿Por qué no se rendían? ¿Por qué luchaban y morían en esa hondonada, rodeados de sus hermanos sin vida?

¿Era eso el honor? ¿Era eso el deber? ¿Era esa la respuesta? Agotado, descorazonado, asqueado de la carnicería de allí abajo, bajó el arma.

No notó cómo le entraba el primer proyectil, ni el segundo. Solo notó un súbito y terrible frío, y se encontró una vez más en el suelo, mirando al cielo.

Pensó que las nubes habían cubierto el sol. Todo se volvió gris y sombrío. Y el ruido, todo aquel infierno se redujo a una especie de serena quietud.

¿Había terminado? ¿Había terminado por fin?

Se metió la mano por la guerrera en busca de Lizzy, sacó su fotografía. La miró bien, la miró mientras la sangre manchaba su hermoso rostro.

Entonces lo supo.

Lo supo.

El dolor llegó en un torrente repentino y espeluznante mientras la sangre brotaba de sus heridas. Gritó para contenerlo, volvió a gritar con una pena muy honda para soportarla.

Nunca construiría una bonita casa de piedra cerca del arroyo cantarín donde crecía salvaje la madreselva como le había prometido. Nunca llenarían esa casa de amor, de niños.

Había cumplido con su deber, y había perdido la vida. Intentó besar su rostro por última vez, pero la fotografía se le escapó de los dedos entumecidos.

Aceptaba su muerte, había hecho un juramento, pero también le había hecho una promesa a Lizzy. No podía aceptar que no volvería a verla, a tocarla, nunca más.

Susurró su nombre mientras el aliento y la sangre abandonaban su cuerpo.

En su último pensamiento, creyó que lo llamaba. Le pareció verla, ver su rostro pálido, empapado en sudor, los ojos vidriosos como de fiebre. Ella dijo su nombre. Él dijo el de ella.

Joseph William Ryder, conocido como Billy para todos los que lo querían, murió en el recodo de la carretera, sobre la hondonada a la que se dio el nombre de Bloody Lane.

Ryder despertó helado hasta los huesos, con la garganta completamente seca y el corazón al galope. Junto a la cama, Bobo, hocicándole la mano, soltó un gemido nervioso.

—Estoy bien —le susurró él—. Estoy bien.

Pero, en realidad, no sabía cómo demonios estaba.

Todo el mundo tenía sueños, se dijo. Buenos, malos, raros, eróticos.

Él había soñado con Billy Ryder. Acababan de encontrar la tumba del chico. Tampoco era tan descabellado que soñara con él, con su muerte en Antietam.

¿Un soldado que muere el 17 de septiembre de 1862? Lo más probable es que cayera en combate en el día más sangriento de la guerra.

Billy Ryder había ocupado su mente, eso era todo.

Qué bobada. No seas imbécil, se ordenó.

Había sentido algo en el cementerio y volvía a sentirlo ahora. Algo extraño, algo que no acababa de entender del todo.

El descanso no lo había ayudado, obviamente. Miró el reloj, vio que aún no eran siquiera las cinco. Dudaba que fuera a dormir más, y tampoco estaba seguro de querer arriesgarse, de todas formas.

El sueño, vivo como la vida misma, como la muerte, lo había dejado tocado.

Había estado en el campo de batalla. Había caminado por la hondonada de Bloody Lane. Y aunque se consideraba un hombre práctico, con los pies en la tierra, había sentido el tirón del lugar, su poder. Había leído libros sobre Antietam, a fin de cuentas vivía allí. Lo había estudiado en el colegio, llevado a visitar la zona a amigos y parientes de otros lugares.

Sin embargo, hasta esa noche, jamás lo había imaginado; no, se corrigió, jamás lo había sentido tan vivamente.

Los olores, los sonidos. El humo punzante, la sangre fresca, la carne quemada, la furiosa tormenta de artillería que llenaba el mundo por encima de los gritos de los hombres moribundos.

Si hubiera sido un hombre fantasioso, habría dicho que lo había vivido a través del sueño, y que había muerto en él.

Como Billy Ryder.

Olvídalo, se dijo. A su lado, Esperanza se movió un poco y su calor cubrió ese frío que no conseguía quitarse de encima. Pensó en darse la vuelta, hacia ella, borrarse todo aquello de la cabeza con ese cuerpo tierno y esbelto.

Pensó en la hora; le pareció muy injusto despertarla antes del amanecer, aunque suponía que podía conseguir que le mereciera la pena.

En cambio, salió de la cama, se acercó a las puertas de cristal, las abrió y salió a la terraza del dormitorio.

Quizá solo necesitara un poco de aire fresco.

Le gustaba la quietud de aquella hora y el modo en que aquel pedazo de luna, que no había terminado de hacerse con la noche, se mostraba entre los árboles. Deseó fugazmente haber cogido agua antes de salir, luego se quedó allí absorbiendo la paz.

Todo el esfuerzo, la tensión, las frustraciones del trabajo merecían la pena por momentos como aquel. Los de absoluta tranquilidad y quietud antes de que la noche terminara y empezara el día. Pronto el sol teñiría de rojo el cielo al este, los pájaros despertarían parloteando, y el ciclo comenzaría de nuevo.

Le gustaba el ciclo, pensó, bajando la mano distraído a la cabeza de Bobo cuando el perro se apoyó en su pierna. Tenía lo que quería. Un buen trabajo, una buena casa, una familia que no solo le importaba sino que además lo entendían, y si tenía que ponerse sentimental, lo querían de todas formas.

¿Qué más podía pedir? Entonces ¿por qué tenía la sensación de que algo no acababa de encajar? Que había algo colgando, ligeramente desalineado, y lo único que tenía que hacer era girarlo un poco y entraría justo donde debía estar.

—¿Qué ocurre?

Se volvió y vio a Esperanza. Había algo por encajar, algo que debía desplazar para que entrara.

—¿Ryder? —Salió ella, atándose aquella bata cortita que él habría preferido que ni siquiera se hubiera molestado en ponerse.

—Nada. Estoy despierto, eso es todo.

—Es temprano, hasta para ti. —Se acercó a él, se apoyó en la barandilla—. Mira qué tranquilidad. La paz del campo, la oscuridad del campo. A veces se puede llegar a olvidar, con todo el bullicio, que hay momentos y lugares tan maravillosamente tranquilos.

Como él había estado pensando casi lo mismo, la observó. ¿Cómo podía ser tan condenadamente perfecta? Lo descolocaba.

Ella le sonrió y, al verla así, con el aspecto aún sonrosado y tierno de quien acaba de levantarse, despertó sus apetitos.

—Si quieres, hago café y nos sentamos aquí a tomarnos la primera taza del día mientras vemos amanecer.

—Se me ocurre algo mejor. —La deseaba, demasiado y demasiado a menudo, pero ¿de qué servía combatirlo? Cayó en la cuenta de que no quería volver a la cama, donde había soñado con una muerte sangrienta y una pérdida amarga.

Así que la cogió de la mano y se la llevó por las escaleras que iban abajo.

—¿Qué haces? Ryder, no puedes andar por ahí de esta forma. Vas desnudo.

—Ah, sí. —Rápido y sagaz, le quitó a ella la bata y la tiró a una de las sillas de la terraza—. Ahora tú también.

Pese a sus protestas, se la llevó abajo.

—La oscuridad del campo, la quietud del campo, la intimidad del campo. ¿Qué te preocupa? No hay nadie alrededor que pueda verte. Bueno, Bobo, pero él ya te ha visto desnuda antes. Yo también.

—Yo no voy a ir andando por aquí sin ropa.

—No pensaba andar mucho. —Dicho esto, la tumbó sobre la hierba, húmeda y fresca del rocío.

—Ah, claro, que esto no es tan descabellado como andar por ahí desnudos. Podemos…

Le tapó la boca con la suya, detuvo sus palabras con un beso lento y ardiente.

—Quiero acariciarte mientras sale el sol. Quiero observarte, estar dentro de ti cuando empiece el día. Solo te necesito a ti —le dijo, y volvió a besarla.

Y con aquellas palabras que le llegaron al corazón, la sedujo. Con sus manos hábiles y expertas, la excitó. Ella se entregó a él, entusiasmada de que la deseara, agradecida de desearlo. Se abrió a él en la hierba mojada mientras las últimas estrellas se iban apagando como velas, mientras la luna se desvanecía ante el auge de la tierra de las sombras. Mientras aquellos primeros destellos de rojo y dorado se abrían paso entre los bosques oscuros como la noche.

Él tomó lo que ella le ofrecía, le dio lo que tenía. Con ella terminó la noche y empezó el día. Los sueños de muerte y desesperación se esfumaron. En su interior, algo giró levemente, hizo clic y encajó.

Allí estaba su esperanza. Allí estaba Esperanza. Y era perfecta.

Cuando notó que ella alcanzaba su clímax, despertaron cantando los pájaros. Y en el cielo floreció un nuevo amanecer.

Esperaba huéspedes a las tres, y a la familia bastante antes. Después de coger el coche y volver al hotel, pasó el rato haciendo sus comprobaciones de rutina.

Necesitaba estar ocupada, se dijo, para no verse tentada de pensar en voz alta. Para no hablar con Eliza.

En Nick y Nora, comprobó las luces, el mando de la televisión, el pack de bienvenida, añadió un poco de aroma al difusor de la habitación; después salió e hizo lo mismo en Jane y Rochester.

Las flores frescas llegarían a primera hora de la tarde.

Fue de habitación en habitación cambiando las bombillas cuando hacía falta, ajustando la temperatura.

De vuelta en la cocina, llenó un cuenco de fruta, sacó unas galletas y preparó una jarra de té con hielo.

En su despacho, revisó el correo electrónico y envió respuestas, contestó a los mensajes del teléfono; se entretuvo como pudo, deseando que el tiempo pasara rápido.

Hoy le dirían a Lizzy que habían encontrado a Billy. Ignoraba qué pasaría. Pero quería saberlo.

Igual que quería saber qué había tras aquella mirada de Ryder en la oscuridad previa al amanecer. Había estado demasiado callado, hasta para él, desde que habían encontrado la tumba de Billy Ryder.

Y lo había encontrado discretamente apremiante cuando habían hecho el amor. Deberían haberse reído, se dijo. Dos personas que hacen el amor tiradas en la hierba en la compañía silenciosa de un perro deberían haber reído, jugado. Pero él había estado intenso, muy centrado.

¿Y ella? Ella se había visto conquistada, arrebatada por el intenso deseo de él.

Quería entenderlo. Creía que había empezado a hacerlo, ¿y ahora? No sabía, y él no se lo diría.

Recordó las palabras de Avery. Que uno no intentaba cambiar a quien amaba. Eso era cierto, eso era así. Esperaría a que él estuviera preparado para contarle lo que había tras aquella mirada.

Oyó entrar a Carolee y llamarla. Esperanza ordenó el resto de su trabajo, añadió algunas cosas a su lista, tachó las que ya había hecho, y salió a la cocina.

—He traído caracolas de al lado —dijo con una sonrisa algo avergonzada—. Necesitaba hacer algo.

—Sé a lo que te refieres.

—Luego he pensado que igual eso no era lo mejor que podía hacer.

—Las caracolas siempre están bien. —Entendiendo de golpe, le pasó un brazo por los hombros a Carolee.

—¿Crees que esto cambiará las cosas? Sé que suena egoísta, pero no quiero que cambien. Me encanta todo lo de este sitio, incluida Lizzy. Sé, una parte de mí lo sabe, que lo que estamos haciendo es importante. Lo importante a menudo trae cambios.

—Ojalá yo lo supiera.

—Supongo que pronto lo sabremos. He dejado abierta la puerta del Vestíbulo —dijo cuando la oyeron abrirse—. Me ha parecido que así sería más fácil.

Clare y Avery entraron juntas.

—Huy, pastas —dijo Avery—. Acabo de decirle a Clare que deberíamos ir a la panadería a por algo. Os habéis adelantado.

—La comida es un consuelo. —Clare se acarició la tripa—. Yo les he hecho huevos con queso a Beckett y a los niños esta mañana. No sé, necesitaba hacer algo. Beckett se ha ido temprano para intentar adelantar trabajo.

—Owen también.

—Entonces han ido los tres —dijo Esperanza—. Ahí llegan Justine y Willy B. Justo a tiempo.

—¿Nerviosa? —Clare le dio la mano a Esperanza.

—Sí. Hemos hecho lo que nos pidió. Ahora le contaremos lo que sabemos. Tendría que estar ilusionada, pero…

—Es triste —intervino Avery—. No es que esperáramos encontrarlo vivo, a salvo e instalado en Las Vegas, pero es triste.

—Huy, caracolas —observó Justine—. Yo he hecho buñuelos. —Dejó el plato en la isla—. He estado inquieta toda la mañana, y hacer postres me ayuda.

—Hambre no pasaremos —decidió Avery—. Igual nos da un coma diabético, pero no me importa correr el riesgo.

—Hay té con hielo, pero voy a hacer café.

—Ya lo hago yo. —Carolee le dio una palmadita en el hombro a Esperanza—. Deja que me encargue yo.

Entraron juntos, los tres hermanos, con ropa y botas de faena. Esperanza notó el olor a madera, barniz y pintura. Sin saber por qué, la relajó un poco.

—Bueno… —empezó Owen.

—Tengo algo que decir —lo interrumpió Ryder—. A ella, supongo. A todos. Le he estado dando vueltas antes —añadió, mirando directamente a Esperanza.

—Vale —asintió ella.

—Esta noche he soñado con él. Con Billy Ryder. Y no empecéis a vacilarme —advirtió a sus hermanos.

—Nadie va a vacilarte —lo tranquilizó Beckett.

Pensó que, si hubiera sido al revés, él sí que les habría vacilado. Y agradeció que se contuvieran.

—Ha sido todo muy real. Como si estuviera allí.

—¿Como si estuvieras dónde? —quiso saber Justine.

—En Antietam. El 17 de septiembre de 1862. Uno lee sobre ello, ve películas, pero esto… No sé cómo alguien puede sobrevivir a una cosa así, salir de ello con vida. Estaba en el asalto de la Unión sobre Bloody Lane. Aún era de día y habían sufrido muchas bajas. Al chico del que se había hecho amigo, George, aprendiz de herrero, casi le habían volado la cabeza. Billy iba cubierto por completo de su sangre. Estaba aturdido, seguramente conmocionado. Sabía dónde estaba. Quiero decir, literalmente. Conocía a los Piper, conocía bien el terreno, sabía que la carretera hundida separaba las dos granjas.

Carolee se acercó a él y le ofreció una taza de café.

—Gracias. —La miró pero no bebió. Todavía no—. He podido oír lo que pensaba. No como si le leyera el pensamiento, sino más bien como…

—… si estuvieras dentro de él —sugirió su madre.

—Sí, supongo. Pensó en ella. En Eliza. Ella le escribió la noche en que habían planeado fugarse juntos, para decirle que no había podido escapar. Consiguió hacerle llegar la carta por mediación de la madre de él. La recibió y le contestó, pero no pudo enviar la respuesta. No sabía, imagino, a dónde mandarla. La noche anterior a la batalla, Billy le escribió una carta.

—La amaba —dijo Clare en voz baja.

—Tenía una fotografía suya —prosiguió Ryder—, y la sacaba para mirarla, y pensaba en que iría a buscarla cuando todo terminara, que se casarían, le construiría una casa, tendrían hijos. Ella lo había cambiado. Lo había abierto, era como lo veía él. El caso es que le parecía, en el sueño, en sus pensamientos, que llevaba mucho tiempo allí tendido, cubierto por la sangre de su amigo y pensando en seguir vivo para poder tener una vida con ella.

—Dios, Clare, no llores.

—Es triste, y estoy embarazada. No puedo evitarlo.

—Cuéntanos el resto —le pidió Esperanza. ¿No olía nadie más la madreselva? ¿Nadie más se daba cuenta de que Lizzy necesitaba oír el resto?

—Les dieron orden de atacar. Si conocéis algo de esa fase de la batalla, sabréis que duró horas, con las tropas confederadas agazapadas en la hondonada, y la Unión intentando romper las líneas enemigas. Los dos bandos sufrieron muchas pérdidas.

Ni loco iba a darles detalles, en aquella cocina soleada, con una embarazada llorando silenciosamente.

—Por la tarde, aunque ambos bandos trajeron refuerzos, hubo una carnicería. Alguien la fastidió ordenando al frente confederado que se retirara y eso proporcionó a la Unión el espacio que necesitaba. Él tomó parte en ese ataque, cuando las tropas confederadas se vieron reducidas a cientos y con la Unión en una posición privilegiada. Tú sabes cómo fue, mamá, pan comido. Los fueron abatiendo hasta que los cadáveres empezaron a amontonarse. Billy no podía con aquello. Disparaba y mataba pensando en su amigo, en su deber. Pero llegó un momento en que ya no pudo hacerlo más. Pensaba en ella, en su madre, en su hermano muerto, en la sangre y en los cadáveres y no pudo hacerlo más. Quería que terminara. Quería estar con ella y ser felices juntos. Y, cuando bajó el arma, le dispararon.

—Murió allí —susurró Esperanza.

—Cayó donde estaba. Veía el cielo. Pensaba en ella, seguía pensando en ella, y volvió a sacar su fotografía. Fue entonces cuando supo que todo había terminado para él. Al ver la sangre y sentir el dolor. Pensó en ella hasta el final, y creyó verla, imaginarla, llamándolo, enferma, asustada y llamándolo. Dijo su nombre, y se acabó.

Miró el café que llevaba en la mano, esta vez le dio un buen sorbo.

—Dios.

—Billy forma parte de ti. —Justine abrazó a Ryder, con fuerza—. De todos. Necesitaba alguien que contara su historia, alguien que se lo contara a ella. Me parte el corazón.

—Para ya. —Pero Ryder le limpió una lágrima de la mejilla a su madre—. Bastante duro es ya sin que os echéis todas a llorar.

—Basta de lágrimas. —Eliza Ford apareció al lado de Esperanza, sonriente.

—Madre de Dios. —Willy B., con Tyrone en brazos, se dejó caer pesadamente en el taburete que había al lado de Clare—. Con perdón.

—Lo has encontrado.

Ryder deseó por lo más sagrado que Eliza hubiera elegido a otro para clavarle aquellos ojos.

—Está enterrado a unos kilómetros del pueblo, en parte de lo que en su día fue la granja de su familia. Está enterrado con sus hermanos.

—Adoraba a sus hermanos y, cuando se enteró de la muerte de Joshua, decidió alistarse él también. Pero no, no hablo de la tumba. No es eso lo que importa.

Se llevó la mano al corazón.

—Su espíritu. Billy pensaba en mí… Gracias por recuperar ese pensamiento, ese espíritu. Él pensaba en mí y yo en él cuando todo terminó. Yo quería una casita de piedra, una familia, el día a día, pero, sobre todo, quería a mi Billy. Quería su amor y poder darle el mío. Ahora lo tengo y lo noto. Hacía tanto que no lo notaba…

Levantó su mano y la observó.

—Ya no se desvanece. Lo has encontrado. Ahora él puede encontrarme a mí. Tú eres de los suyos. —Eliza se volvió hacia Esperanza—. Tú eres de los míos. Nunca olvidaré este regalo. Ahora solo tengo que esperar a que venga.

—Había madreselva cerca de su tumba —dijo Esperanza.

—Mi favorita. Me prometió que la dejaría crecer salvaje cerca de nuestra casa. Murió siendo soldado, pero no nació para serlo. Murió pensando en los demás. En mí. Mi Billy. El amor, el de verdad, nunca se desvanece. Debo esperar, vigilar.

—Lizzy… —Beckett se acercó.

—Tú fuiste el primero que habló conmigo, el primero que se hizo amigo mío. Tú, todos vosotros, me habéis ayudado a volver a ser, me habéis devuelto mi hogar. Me habéis devuelto el amor. Él vendrá a mí.

—El amor puede obrar milagros —dijo Justine cuando Lizzy se desvaneció—. Voy a creer que ella está en lo cierto.

—Ahora ya es feliz. —Con los ojos empañados, Avery se recostó en Owen—. Me encanta que sea feliz. —Luego sonrió a su padre, que se había quedado de piedra, con las patas de Tyrone en los hombros, y el cachorro lamiéndole la cara entera—. ¿Qué te pasa, papá? Ni que hubieras visto un fantasma.

—Madre de Dios —volvió a decir él, y cogió una caracola.

Presa de una repentina carcajada lacrimosa, Clare se inclinó para darles a él y a su cariñoso cachorro un fuerte abrazo.

Cuando se marcharon todos, al trabajo, a hacer recados, a vivir su día a día, Ryder salió con Esperanza al Patio.

—No estaba evitando hablar contigo.

—Lo sé. De verdad —le prometió ella—. Has vivido una experiencia extraña y difícil. Imagino que habrá sido como si tú mismo estuvieses en la guerra.

—Sí, y quien diga que la guerra es un infierno se queda corto. Es peor aún.

—Necesitabas digerirlo, tomarte tu tiempo. Que hables conmigo no significa que me cuentes todo lo que se te pasa por la cabeza.

—Vale. Tal vez podríamos establecer unas pautas en algún momento.

—Tal vez.

—Tengo que volver a lo mío. Esta noche a lo mejor te apetece una ensalada de esas que tanto te gustan.

—Estaría bien.

—Te veo luego.

Los vio alejarse a él y a su perro y, sonriendo para sí, volvió dentro a trabajar ella también.