Hizo falta algún tiempo y unos cuantos cambios de planes para que pudieran reunirse todos a la misma hora, en el mismo sitio. A petición de Justine, se juntaron en su casa. Allí, le pareció a ella, todos podrían hablar y especular con libertad.
Y aprovechando que tenía bajo el mismo techo a todos sus seres queridos, bien podía convertirlo en una fiesta.
Conocía a sus hombres, así que adobó unos filetes de lomo, compró mazorcas de maíz en su puesto favorito de la carretera, y recogió tomates y pimientos frescos de su huerto.
—No es necesario que te lleves tanto trajín. —Willy B. se encontraba sentado junto a la encimera, limpiando judías de su propio huerto. El carlino, acurrucado debajo de su taburete.
—Me gusta el trajín. El verano ha pasado volando y apenas hemos podido reunirnos todos así. Además, esto me relaja. —Roció de pimentón un plato de huevos rellenos que había cocinado con mucho picante, uno de los favoritos de Owen—. Cuando pienso en ello, Willy B., en que yo tenía que hacerme con ese hotel, en aquella corazonada. Ahora resulta que hay conexión. Billy Ryder. Después de tanto tiempo.
Suspiró.
—Yo nunca he hecho preguntas sobre los míos, al menos no demasiadas. Nunca me he preocupado de indagar mucho.
—Tú has vivido tu vida, Justine. Tenías a Tommy y a los chicos, y a Carolee.
—Lo sé, y yo siempre he pensado más en el presente y en el después. Aun así, ¿no he sido yo la que ha querido comprar esos edificios antiguos? Así que hay algo. De todos modos, Carolee no sabe mucho más que yo. Ni papá. Cuando nos enteremos de lo que sea que averigüemos, me voy a esforzar más por saber de mis antepasados. Tú investigaste a los tuyos, me acuerdo.
—Fue interesante descubrirlo. —Interrumpió su tarea para rascarse la barba—. De qué parte de Escocia procedían, cómo habían llegado aquí… los que lo hicieron. Además, pensé que Avery debía saberlo. Tal vez me pareció que, como no tenía mucho por parte de su madre, tenía que darle yo todo lo que pudiera de la mía.
—Eres el mejor padre que conozco. Nadie lo habría hecho mejor.
—Bueno, fue fácil con la mejor hija del mundo. —Sonrió, luego se revolvió en el asiento y se aclaró la garganta—. Justine, tú no querrás casarte y eso, ¿verdad?
—¡Willy B. MacTavish! —Batió las pestañas. La pregunta le llegó de sopetón, pero supo abordarla—. Esa es la propuesta más romántica que me han hecho jamás.
—Venga ya, Justine.
Ella rio, llena de afecto.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Pues no lo sé. Supongo que de tanto hablar de las familias… de la boda de mi hija y tu chico. Tú estás sola aquí, y no me mires así. Ya sé que sabes cuidarte y todo lo demás, pero tú y yo ya llevamos un tiempo… ya sabes…
—Me gusta ese «ya sabes», Willy B. Eres el hombre más tierno que conozco, y si quisiera o necesitara casarme, no buscaría más. Estamos bien como estamos, ¿no?
En respuesta, él le cogió la mano.
—Tú lo eres todo para mí, Justine. Solo quiero que lo sepas.
—Lo sé, y te agradezco que me lo hayas pedido. Quizá más adelante te lo pida yo a ti.
—Venga ya, Justine. —La idea ruborizó a Willy B., y eso la hizo reír otra vez a ella, que rodeó la encimera para abrazarlo con fuerza—. Te quiero una barbaridad, Willy B. —Se apartó lo justo para plantarle un beso en la boca.
Entonces entró Ryder, seguido de Bobo.
—Puf. —Los evitó por completo, fue derecho a la nevera a por una cerveza—. Puf —volvió a decir, destapando la botella.
Tyrone se levantó de golpe, tembló un poco al ver que Bobo iba a olfatearlo.
—Venga ya, Tyrone, que Bobo no te va a hacer nada. —Pero Willy B. se bajó del taburete, se agachó a tranquilizar al cachorro y le rascó las orejas a Bobo.
—¿Dónde está Esperanza? —le preguntó Justine.
—Tenía jaleo. Luego viene. —Veloz como el rayo, porque un hombre debía ser rápido en la cocina de su madre, cazó un huevo relleno.
—¿Ha vuelto a tener problemas con los de la ciudad?
—No, ni creo que los tenga. El caso está cerrado.
—Bien. Anda, saca fuera a esos perros. Tyrone se lleva bien con Finch y Cus. No tardará mucho en llevarse bien con Bobo.
Ryder obedeció y sacó de allí al cachorro reticente empujándolo con la puntera de la bota.
—Beckett y su tropa acaban de llegar. Los perros también.
—Huy, vaya, igual debería…
—Willy B., deja que ese cachorro socialice —le ordenó Justine—. Si no, lo vas a volver neurótico.
—Son todos más grandes que él.
—Tú eres el más grande de todos y no haces daño a nadie. —De un armario, sacó tres pistolas de pompas que ya había cargado y se las llevó a los niños.
Unos segundos después entró Clare con un cuenco.
—¿Qué traes? —preguntó Ryder y le cogió el cuenco—. ¿Ensalada de patata? Eres mi cuñada favorita.
—Soy tu única cuñada, aunque no por mucho tiempo. Avery y Owen venían justo detrás de nosotros. —Se acercó a besar a Willy B. en la mejilla.
—Siéntate aquí, descansa los pies.
—Eso voy a hacer, y a limpiar las judías que quedan.
—Vale. Entonces me voy fuera a…
Clare arqueó las cejas al ver que Willy B. salía corriendo por la puerta.
—Le agobia que los otros perros traumaticen a esa rata suya de ojos saltones.
—No lo harán. Y Tyrone es adorable.
—Parece un perro marciano.
—Igual sí. —Limpió judías mientras los niños gritaban, los perros ladraban. Unas carcajadas masculinas lo envolvían todo—. Ve fuera. Quieres ir. Yo estoy bien. Me sirve de cura de salud.
—Si tú lo dices.
Ryder quería salir, sí, sobre todo porque había guardado el viejo Super Soaker en el cobertizo para una ocasión así.
Cuando llegó Esperanza, aquello era la guerra. Niños, perros, hombres, todos completamente empapados, luchaban con diversas armas de agua.
Miró a los combatientes con recelo. Confiaba más o menos en que los niños no se atrevieran a apuntarle, a los perros tenía que evitarlos sin más, pero sabía bien que los hombres ya creciditos no podrían resistirse a un nuevo blanco.
Salió con cuidado, usando la puerta del coche como escudo mientras buscaba algo en el asiento de atrás.
Entonces detectó el brillo de los ojos de Ryder detrás de su pelo chorreante.
—¡Traigo tartas! —gritó—. Si me mojas, se mojan las tartas. Piénsatelo bien.
Ryder bajó el arma.
—¿De qué son…? —Y, ahora vulnerable, recibió un disparo por la espalda del guerrero benjamín.
—¡Te he dado de lleno! —gritó Murphy, luego empezó a gritar histérico cuando Ryder comenzó a perseguirlo.
Esperanza aprovechó la distracción y su escudo de tarta de cereza para salir disparada hacia la casa.
—Ahí fuera están todos empapados —proclamó, y vio a Avery, sujetando una copa de vino, con una camisa de hombre que le llegaba por las rodillas—. ¿Una baja?
—Yo me he defendido como he podido, pero se han confabulado contra mí. No se puede una fiar de los hombres.
—Bueno, ya estamos todos. —Justine le dio un abrazo rápido a Esperanza—. Willy B., ¿por qué no vas encendiendo la barbacoa?
—Bueno… —Con el cachorro en el regazo, miró desconfiado hacia la puerta.
—Ah, esto lo arreglo yo. Esperanza, coge algo de beber. —Dicho esto, Justine salió. Esperanza se acercó y se asomó con curiosidad. Vio a Justine abrir la manguera.
Apuntó sin piedad, sin advertencia previa, mientras resonaban los gritos de «¡Mamá!» y «¡Abu!».
—Hora de la tregua. Buscad ropa seca y lavaos. Comemos en media hora.
La vestimenta quizá fuera algo excéntrica, pero la comida estaba exquisita. Se habló del restaurante, porque Avery ya contaba los días. Se habló de las obras, del pueblo, de los bebés y de la boda.
Se vaciaron los platos, los niños y los perros salieron corriendo al patio bajo la prohibición expresa de las mujeres de la casa de utilizar otra cosa que no fueran pompas y pelotas.
—A ver —dijo Justine recostándose—, os voy a contar cómo están las cosas por mi lado. Existe un antiguo libro de familia que Carolee ha conseguido rastrear hasta nuestro tío Henry, el hermano de nuestro padre —dijo, dándole una palmadita en la mano a su hermana—. Tío Hank. Cuando murió el padre de mi padre, tío Hank y su esposa se lo llevaron todo. Algunas personas son así. Sabe Dios qué querría hacer con todo aquello, pero llenó dos camiones de mudanza. El libro de familia iba allí. Ese registro se remonta bastante tiempo atrás, de forma que si Billy es de los nuestros, aparecerá en él. Lo único que hay que hacer es recuperarlo.
—Me ha dicho que nos lo presta —intervino Carolee—. Cuando lo encuentre. Asegura que está guardado, lo que probablemente significa que lo tiene enterrado debajo de algún montón de cosas.
—Él no tiene prisa por desenterrarlo —prosiguió Justine—, pero he hablado con mi prima, su hija. Siempre nos hemos llevado bien. Ella se encargará de insistirle. Por otro lado, mi tío no recuerda a ningún Joseph William Ryder; mi padre tampoco. Pero a papá le suena haber oído contar a su abuelo que dos de sus tíos habían luchado en la Guerra de Secesión y uno de ellos, cree, murió en Antietam. Claro que no puedo asegurarlo con certeza. Quizá papá lo recuerde así porque se lo he preguntado así.
—Es un principio —dijo Esperanza. Lentísimo, eso sí—. Yo no he encontrado a mi Joseph William Ryder en los registros del Cementerio Nacional.
—Yo no tengo nada de momento —añadió Owen—, pero aún queda mucho por revisar.
—Papá me ha dicho que sabe que hay una bayoneta de la Guerra de Secesión y algunas cosas más, bombas, una gorra de uniforme, e incluso viejas balas de cañón —dijo Carolee—. Lo que no sabe es si son de nuestra familia o solo las encontraron enterradas en la granja. Se encuentran muchas cosas de ese tipo.
—Yo apenas recuerdo la granja —les comentó Justine—. Se vendió antes de que nacieran los chicos. Levantaron casas allí y el Servicio de Parques compró parte. Pero papá dice, y de eso estaba seguro, que hay un pequeño cementerio familiar.
Esperanza se irguió.
—¿En la granja?
—A veces la gente enterraba a los suyos en el campo, en vez de en las iglesias o los cementerios. Dice que se llega por un antiguo camino lleno de baches, oculto entre unos árboles. Puede que aún esté ahí.
—Puedo averiguarlo —dijo Owen—. Si los exhumaron, habrá papeles. Trasladar una tumba tiene su procedimiento.
—En la vieja granja Ryder hay un lago. —Ryder miró ceñudo la cerveza—. Uno pequeño.
—Papá me ha contado que tenían una poza. ¿Cómo sabes tú eso?
—Salí con una chica que vivía en una de las casas que han levantado. También hay un pequeño cementerio, antiguo. Está cercado por un muro de piedra bajo, con una placa. Como las del Servicio de Parques. No me fijé. Estaba más preocupado por lograr que se bañara desnuda.
—¿Por qué no lo has dicho antes? —quiso saber su madre.
—No suelo hablarte de las chicas a las que intento desnudar. —Y le sonrió—. Mamá, tenía dieciséis años. Era la primera chica a la que llevaba por ahí después de que me dieran el carnet. ¿Cómo se llamaba? Angela… Bowers, Boson… no sé qué. No conseguí que se desnudara, así que no duró. Y no había vuelto a caer en la cuenta hasta ahora. Recuerdo que pensé: «Mierda, algunos de esos muertos son parientes», luego volví a confiar en que se desnudara.
—A los dieciséis, la capacidad de atención de un tío es escasa —dijo Beckett—. Salvo cuando hay chicas desnudas de por medio.
—Todavía sigue ahí —recordó Justine—. Tendríamos que haberlo sabido. Qué falta de respeto por nuestra parte, Carolee.
—Papá quería largarse de la granja —le recordó Carolee—. Quería alejarse de todo lo que tuviera que ver con la agricultura. Y él y el abuelo lo discutieron mucho. No me extraña que no lo supiéramos.
—Ahora lo sabemos —les dijo Owen—. Iremos a echar un vistazo.
—Muy bien. —Justine se levantó—. Reunid a los niños y los perros.
—¿Qué? —Owen la miró espantado—. ¿Quieres ir ahora?
—¿Qué tiene de malo?
—El sol no tardará en ponerse y…
—Entonces, no perdamos tiempo.
—Si esperamos a mañana, puedo ir yo, echar un vistazo, y contaros lo que…
—¿Para qué malgastas saliva? —le preguntó Ryder.
Tras las prisas, una pausa para discusiones y mucha excitación de los niños por lo que prometía ser una aventura, se amontonaron en varios coches y camionetas. Una de las discusiones fue por los perros y, al final, dejaron a Ben y a Yoda con Cus y Finch, y redujeron así el número.
Esperanza iba en la camioneta de Ryder, con Bobo desparramado entre los dos asientos, a toda pastilla.
—Habría sido más sensato ir mañana —comentó.
—Todo esto no tiene nada de sensato —le replicó él.
—No, eso es cierto. Si en el fondo me alegro de que vayamos esta tarde. Puede que Billy no esté allí, o que las lápidas estén deterioradas. Incluso puede que nunca las hubiera.
—Estupendo. Tú sigue así de positiva.
—Me preparo para lo que pueda pasar.
—También puede pasar que encuentres lo que buscas.
—Supongo que estoy un poco nerviosa, tanto por si encontramos algo como por si no encontramos nada.
Ryder soltó una mano del volante para cogerle una a ella; aquel gesto le alborotó el corazón.
—Para ya, y relájate.
Como esa orden brusca estaba más en la línea de lo que solía oír, obedeció.
—Todo esto eran tierras de cultivo —le dijo al tomar un camino sinuoso sembrado de casas lo bastante espaciadas como para tener habitaciones decentes, césped, árboles frondosos.
—Debía de ser precioso. Todo campos y colinas onduladas.
—La gente tiene que vivir en algún sitio. Y no los han apiñado, algo es algo. Tuvimos bastante trabajo por aquí durante el boom. La gente ampliaba, remodelaba.
Se inclinó hacia delante.
—¿Es esa…?
—Sí, la vieja granja Ryder. El promotor fue lo bastante listo de no tirarla; invirtió en ella, y apuesto a que le sacó provecho.
—Es muy bonita; la cantería, el «pan de jengibre»… Además es grande. Los jardines y los árboles son preciosos. Ese solárium debieron de añadirlo después, pero está bien hecha. Es un sitio encantador. —Lo miró mientras pasaban por delante y volvían a girar—. ¿Has estado dentro alguna vez?
—Hicimos unas obras hace unos tres años. Arreglamos la cocina, dos baños, añadimos una habitación más encima del garaje. Y el solárium que tanto te gusta.
—¿Cómo te sentiste?
—¿Entonces? Supuso un buen trabajo. ¿Ahora? —Se encogió de hombros—. Supongo que entiendo lo que decía mamá. Deberíamos haberle prestado más atención a esta parte de nuestras vidas, sentir más respeto por ella. Mi abuelo odiaba la granja, y es obvio que no se llevaba bien con su padre, y yo nunca he pensado mucho en ello.
Giró una vez más, en dirección a un camino angosto de gravilla.
—¿Esto es propiedad privada?
—Tal vez. Quizá sea del Servicio de Parques. Les plantaremos cara si hace falta.
—¿Lucharon aquí? ¿Norte y Sur, niños y hombres?
—Un infierno de ida y vuelta —confirmó Ryder—. ¿Ves allí?
Esperanza se fijó en el pequeño estanque del que él había hablado, de aguas oscuras y profundas a la luz cada vez más tenue. Se apiñaban a su alrededor las espadañas, con sus cabezas de terciopelo marrón, y los helechos, verdes del verano, formando una frondosa alfombra.
Algo más allá, antes de llegar a la espesura, pudo ver un muro bajo de piedra. Uno, pensó, que Billy Ryder podía haber construido. En el centro, lápidas ladeadas. Contó dieciséis, picadas por el paso del tiempo y las inclemencias meteorológicas, algunas inclinadas por el accidentado terreno.
—Se ve muy solitario. Triste y solitario.
—No creo que la muerte sea una fiesta.
Aparcó y salió con el perro detrás. Al ver que Esperanza se quedaba sentada, rodeó la camioneta y le abrió la puerta mientras llegaba el resto del convoy familiar.
—Puede que esté aquí y puede que no. En cualquier caso, nosotros sí.
Ella asintió, salió a su lado.
Le parecía menos solitario con gente, con voces. Con los niños correteando y los perros olisqueando. Aun así, se sentía lo bastante insegura para coger a Ryder de la mano, para agradecer que él entrelazara sus dedos con los de ella.
Más de dieciséis, observó cuando se acercaron. Algunas de las lápidas eran poco más que una piedra a ras de suelo.
No todas las tumbas tenían nombre o, si lo tenían, el tiempo lo había borrado. Pero leyó los que pudo. Mary Margaret Ryder. Daniel Edward Ryder. Y uno diminuto que señalaba la tumba de Susan, a secas, que había muerto en 1853 a la tierna edad de dos meses.
Alguien cortaba la hierba allí, caviló Esperanza, para que no creciera salvaje. No obstante, aquello tenía aspecto de abandonado. Para compensar la del bebé, encontró la tumba de Catherine Foster Ryder, que había vivido de 1781 a 1874.
—Noventa y tres —susurró Justine a su lado—. Una vida larga. Ojalá supiera qué parentesco tenía conmigo.
—Cuando tengas el libro de familia, lo sabrás.
—¿Por qué no se quedan en el hotel con Lizzy? —le preguntó Murphy—. ¿Por qué tienen que estar aquí?
—Lizzy es especial, me imagino. —Justine lo cogió en brazos, hundió la cara en su cuello mientras Esperanza se volvía.
Pensaba que Ryder estaba a su lado, pero entonces vio que se había alejado, hacia la derecha, y estaba solo junto a un trío de tumbas.
Se dirigió a él, notó que el corazón le palpitaba al hacerlo.
—Es el de en medio.
—¿Qué? —Temblorosa, volvió a cogerlo de la mano.
—Nació el último, murió el segundo. Eran hermanos.
—¿Cómo ves…? Yo no distingo los nombres.
—Se va la luz —dijo él mientras ella se arrodillaba para ver mejor.
—Ay, Dios, Billy Ryder. No le pusieron su nombre verdadero en la tumba. Solo Billy. 14 de marzo de 1843 a 17 de septiembre de 1862.
—Y Joshua, a principios de ese mismo año. Charlie, veintidós años después. Tres hermanos.
—Es Billy. —Fue lo único que pudo pensar al principio. Allí. Habían dado con él—. ¿Está ella aquí? —Esperanza levantó la cabeza—. ¿Cómo puede ser?
—No, no es ella. —Comprendiendo de pronto, Ryder señaló—: Madreselva. Casi ha enterrado el muro que hay detrás de estas tumbas.
Ryder se volvió y miró a su madre. Cuando sus ojos se encontraron, no tuvo que llamarla, que hablar. Los de ella se empañaron mientras se dirigía a él.
—Lo habéis encontrado.
—El tiempo ha deslustrado el grabado, pero aún se distingue el nombre. Murió el mismo año que Lizzy. El mismo mes, más o menos el mismo día.
Owen se acercó a su madre, le pasó un brazo por la cintura, sin soltar la mano de Avery. Luego Beckett con Clare, y los niños, milagrosamente callados. Y Willy B., que le dio una palmadita en la espalda a Carolee cuando esta soltó un leve sollozo.
Se puso el sol y el aire propagó el denso aroma a madreselva.
Esperanza repasó el nombre con un dedo, luego se lo llevó al pecho.
—La próxima vez traeremos flores. —Justine apoyó la cabeza en el hombro de Owen, una mano en el de Beckett, otra en el de Ryder—. Es hora de recordarlos. Estamos aquí gracias a ellos, así que ya es hora de que los recordemos.
Llevado por un impulso, Ryder sacó su navaja, cortó unos tallos de madreselva y los puso sobre las tumbas.
—Algo es algo.
Absolutamente conmovida por aquel gesto tan sencillo, Esperanza se levantó y le cogió la cara con las manos.
—Eso es perfecto —dijo, y lo besó.
—Ya empieza a refrescar. Te vas a enfriar —dijo Beckett a Clare—. Voy a ir a por los perros y me llevo a Clare y a los niños a casa.
—Hay que decírselo a ella. —Clare miró a Esperanza—. Creo que deberíamos estar todos allí cuando se lo digas.
—Puede esperar hasta mañana. Te pones pálida cuando estás cansada. —Le acarició la mejilla—. Y ahora estás pálida. Puede esperar hasta mañana.
—Igual es mejor —señaló Avery—. Así podemos pensar en cómo decírselo. A ver, lo hemos encontrado, está aquí, pero ¿eso qué significa? Me parece casi cruel decirle que está enterrado aquí, a kilómetros de donde está ella.
—Por la mañana —convino Justine—. A las nueve, por ejemplo. Sí, te rompe el día —le dijo a Ryder antes de que él pudiera hablar—. Pero es antes de que Clare y Avery abran, antes de que Esperanza y Carolee tengan huéspedes.
—A las nueve está bien.
—¿Vendrás tú, Willy B.? —Se volvió hacia el hombretón con el perrito en brazos—. ¿Podrás hacer un hueco?
—Si quieres que vaya, Justine, allí estaré.
—Te lo agradecería. Quiero saber cuál de estas es su madre. Perdió a dos de sus hijos, quizá también al tercero, antes de morir. Qué horror. —Se le enturbió la voz y tuvo que respirar hondo para serenarse—. Quiero saber su nombre y recordarlo.
—Se está haciendo de noche. —Willy B. le dio una palmadita en el hombro, luego la acarició—. Deja que te lleve a casa, Justine.
—Muy bien. Vámonos todos a casa.
Pero cuando los otros empezaron a marcharse, Ryder se quedó allí un poco. Se obligó a apartarse del trío de tumbas cuando Esperanza le tocó el brazo.
—¿Estás bien?
—Sí. No sé. Es raro.
—¿Que fueran tres, como Owen, Beckett y tú?
—No sé —repitió él—. Me afecta mucho, supongo. Es familia de mi madre. De los nuestros. Ella es de los tuyos. Yo llevo su nombre; su apellido es mi nombre. Y… —Meneó la cabeza como si quisiera sacudirse de encima aquella sensación—. Vamos.
—¿Qué? ¿Y qué? —insistió ella mientras él se la llevaba de allí.
—Nada. Solo que es raro, ya te lo he dicho.
No le contó que, en cuanto había pasado el murete de piedra, había sabido dónde encontrar a Billy. Había sabido qué camino tomar, lo que encontraría.
Imaginaciones suyas, claro, se dijo mientras volvían a subir a la camioneta. Cosas que pasan cuando visitas un cementerio al anochecer.
Pero había presentido algo, notado algo, como un escalofrío bajo la epidermis. Cuando empezaron a alejarse, miró por el retrovisor. Echó un último vistazo al murete de piedra, a las lápidas y a la madreselva floreciente.
Luego volvió a fijar la vista en la carretera que tenía delante.