Mientras subía y bajaba por la escalera de mano para quitar, lavar y volver a colocar todos los filtros de ventilación del hotel, Esperanza no dejaba de pensar en Ryder. Concluida aquella tarea aparentemente interminable, buceó en el papeleo.
Habían cometido un error, evidentemente, al creer que podían mantener alguna relación con tanta pasión y tan poco en común.
No pensaban igual; sus caracteres eran muy distintos.
No podía estar con alguien que no respetara sus sentimientos, sus necesidades, sus capacidades.
Prefería que hubieran dado un gran paso atrás antes de que la cosa se complicara.
Su trabajo la tenía ocupada y suficientemente satisfecha. Además, esa noche, si había acabado todo lo de la lista, podía dedicar un poco de tiempo a investigar lo de Lizzy y Billy. Como había hecho la noche anterior, y la anterior, y la anterior a esa, dado que Ryder seguía manteniendo las distancias.
Curioso, se dijo, teniendo en cuenta que él trabajaba todos los días a un paso.
Salió del despacho para recibir el pedido de flores para las habitaciones que había hecho ese día, y subió contenta los arreglos florales. Bajó justo cuando Avery entraba por la puerta del Vestíbulo.
—He llamado primero. —Avery se guardó la llave.
—Estaba arriba, en el Ático. Está reservado para esta noche.
—Genial. ¿Ahora no hay nadie? ¿Tienes un minuto?
—Tengo varios si los quieres. ¿Pasa algo con MacT?
—No es eso. Sigue previsto que abramos en dos semanas a partir del jueves, o al menos será esa noche la fiesta para la familia y los amigos. La apertura oficial, el viernes. —Se llevó una mano al vientre—. Se me revuelve un poco la tripa cuando lo digo, pero no en el mal sentido. ¿El notición? Creo que he encontrado mi vestido de novia.
—¿Dónde? ¿Cuándo?
—En internet. Esta mañana, cuando andaba curioseando, antes de venir.
—¿En internet? Pero…
—Lo sé, lo sé, pero con lo rápido que va mi nuevo local y el jaleo de Vesta, Clare que está empezando a caminar como un pato… no le digas que he dicho eso, y tú siempre liada aquí, no tengo muchas oportunidades de ir a las tiendas. Además, solo estaba curioseando, intentando hacerme una idea del estilo que yo podría querer, de lo que me parecía que podía quedarme bien, y allí estaba.
Esperanza levantó una mano. Ella compraba mucho en internet, sobre todo para el hotel, y entendía que era muy cómodo, pero todo tenía un límite.
—¿Te has comprado el vestido de novia por internet?
—¡Todavía no! ¿Por quién me has tomado? No pediría ni un petardo de boda, si quisiera uno, sin que lo vierais Clare y tú primero. Acabo de ir a PLP a enseñárselo a Clare. —Sacó el iPad que llevaba encima—. Ahora quiero que lo veas tú. No os he enviado el enlace porque quería ver vuestra reacción, sincera, de primera mano.
—Vale. Enséñamelo.
—Lo tengo en los favoritos del iPad.
—Vamos a sentarnos.
—Si no te gusta, me lo puedes decir —le comentó mientras iban a la cocina.
—¿Qué le ha parecido a Clare?
—No, no. Quiero que lo veas sin prejuicios. —Avery se sentó, respiró hondo y le enseñó la imagen en la tableta.
En silencio, Esperanza la estudió con detenimiento.
—Bueno, es bonito.
—Bonito no dice mucho de un vestido de novia. Te sangrarían los ojos de ver vestidos bonitos en internet. Son el corte y los detalles lo que me ha llamado de este. Yo soy de constitución menuda y no puedo ponerme un vestido aparatoso de princesa, a mi pesar. Pero tengo buenos brazos y hombros, y puedo llevar un palabra de honor. El fruncido del corpiño disimula mi poco pecho.
—Tú tienes un pecho precioso.
—Huy, gracias. Pero no tengo mucho. Además, mira, es más estilo imperio, que me hace más alta, y los detalles, los adornos de cuentas… —Agrandó en la pantalla el detalle de la pedrería de la falda—. Todo a pequeña escala.
—Como tú.
—Sí. La falda tiene un poco de vuelo, pero no inflada. —Suspiró un poco—. Me habría encantado inflada. Si no puedes llevar una falda inflada el día de tu boda, ¿cuándo, entonces? Me he hecho esa pregunta y he llegado a la conclusión de que, en mi caso, nunca. Soy demasiado blanca para ir de blanco, y creo que el marfil me sentará mejor. Voy a pasar del velo; prefiero algo tipo diadema. Ese será mi detalle de princesa. Quiero algo de princesita.
—Con uno de estos, parecerás una —decidió Esperanza, cogiendo la tableta para desplazar la imagen, moverla, agrandarla, encogerla y poder juzgarla mejor—. Una princesa de cuento. Tienes razón: mejor un poco de vuelo que una falda inflada, la cintura alta, los detalles más pequeños y más delicados. Vas a estar preciosa.
—Intuyo que hay un «pero» por ahí escondido.
—Es que, si lo pides por internet, no puedes probártelo, compararlo con otros, tocar el tejido.
—Me lo puedo probar cuando llegue, tocar el tejido. Y, si no me convence, puedo devolverlo.
Esperanza pensó en la emoción, única en la vida, de verse rodeada de vestidos de novia, de seda, de tul, de distintos tonos de blanco.
Y cayó en la cuenta de que esa emoción era suya, más que de Avery.
—Eso es cierto.
—Posaré para Clare y para ti. Y para Justine. Si no me convence, aún tengo mucho tiempo para elegir otro.
Después de examinar por última vez el vestido y a su amiga, Esperanza le devolvió la tableta.
—Te encanta.
—Me encanta la foto. Quiero saber si me encanta vérmelo puesto.
—Entonces, pídelo.
—Estupendo, porque lo tengo en el carrito de la compra, y mis datos introducidos. Lo único que tengo que hacer es… —Avery tocó la pantalla, deslizó el dedo por ella, tragó saliva y pulsó «Pedir»—. Ay, Dios. Acabo de comprarme un vestido de novia.
Riendo y con los ojos empañados, Esperanza se acercó dando saltitos a abrazarla.
—¿Cómo te sientes?
—Asustada, pero bien. Y entusiasmada de comprar en internet algo que no sea para cocinar, congelar o desatascar, que es en lo que me he estado gastando el dinero.
—Quiero que me avises en cuanto te llegue.
—Prometido. Supongo que aún es pronto para hacer el seguimiento del envío. —Sonrió, volvió a abrir la imagen para mirarla—. Algo que estaré haciendo cada hora hasta que llegue.
—Zapatos. Necesitas unos absolutamente fabulosos.
—Quiero unos con taconazo —anunció Avery—. Sexis, preciosos, altísimos. Ya me los cambiaré por unos más bajos cuando bailemos, pero quiero sentirme alta. Con algo brillante, como la diadema, así resplandeceré de los pies a la cabeza.
—Excelente idea. —Frunció los ojos—. También los tienes en favoritos.
—En realidad, tengo tres pares en favoritos.
Esperanza abrió las páginas en la tableta.
—Vamos a verlos.
Pasaron los siguientes diez minutos debatiéndose entre zapatos de salón, sandalias de tiras y zapatos de salón con los dedos al descubierto. Esperanza descartó los de salón, bonitos pero demasiado refinados, y, siguiendo su consejo, Avery pidió un par de los otros dos, para poder compararlos cuando se probara el vestido.
—Sabía que podía contar con tu sabio consejo para elegir los zapatos ideales. —Avery dio un último vistazo al vestido, y dejó la tableta—. Bueno, ¿qué tal con Ry? ¿Cómo va lo vuestro?
—No hay nada entre Ryder y yo, por lo visto. No he vuelto a hablar con él desde anteayer.
—Uf, si tuviera que decidir cuál de los dos es más cabezota, lo tendría crudo.
—Yo no soy cabezota. Si quiere hablar conmigo, aquí me tiene.
—Y si tú quieres hablar con él, lo tienes ahí mismo. —Avery señaló la puerta con los ojos en blanco—. ¿Ni siquiera quieres saber qué le dijo al padre de Jonathan y qué le contestó él?
—Eso es irrelevante. —Aunque la trajera de cabeza—. Además, tú lo sabes. Seguro que ya se lo habrá contado a Owen.
Avery resopló.
—¿Así que en vez de hablar directamente con Ryder, prefieres que te cuente lo que Owen me ha dicho que él le dijo?
—Sí.
—Pero no eres cabezota —añadió Avery.
—¿A ti te parece normal que fuera hasta allí para enfrentarse a Baxter Wickham sin hablar conmigo primero?
Resoplando de nuevo, Avery se levantó y cogió un refresco de la nevera. Aquello se iba a alargar más de lo previsto, y le iba a dar sed.
—Tú creciste con una hermana y una madre, amén de un hermano y un padre. En mi caso, solo éramos mi padre y yo, y la familia adoptiva de los Montgomery, que eran tres tíos. Por eso, en algunas cosas, tengo una perspectiva más de tío.
—¿Y qué me quieres decir con eso?
—Creo que Ry hizo exactamente lo que su instinto le dijo que hiciera, o quizá su segundo instinto, porque el primero sería ir a por Jonathan y darle una buena tunda. A mí me gusta más el primero, pero a ti no. El segundo es más civilizado.
—¿Civilizado?
Esperanza se quedó tan parada, que Avery levantó los hombros y extendió las manos.
—Perdona, pero así lo veo yo. Se fue hasta Washington, y deberías saber que odia ir allí. Para Ryder, la interestatal 270 es como el séptimo infierno. Además, debió de cabrearlo perder medio día de trabajo. Pero lo hizo porque nadie te iba a fastidiar de ese modo e irse de rositas.
—Pero…
—Una relación no tiene por qué ser siempre racional y equilibrada, Esperanza. Somos humanos. Y tú mantienes una relación con un hombre que es más de obras que de palabras, de hablarlo, discutirlo, sopesar alternativas. Complicado para ti, que eres de las que todo lo hablan, lo discuten y lo sopesan. No es que estés equivocada; ninguno de los dos lo está. Solo que abordáis las cosas de forma distinta.
Ver que su mejor amiga no la apoyaba incondicionalmente en aquel asunto, e incluso la reconvenía, resultó un trago difícil de dirigir. Pero prefería la sinceridad a que le dieran la razón como a los tontos.
Por lo general.
—Ese es el problema, ¿no? Que somos demasiado distintos.
—También lo somos Owen y yo. De hecho, él es más como tú; yo, como Ry. Pero yo no estoy enamorada de Ryder. No me voy a casar con Ryder vestida con lo que acabo de comprar por internet. Soy desordenada e impulsiva, y salto enseguida. Pero Owen no intenta cambiarme.
—Yo no pretendo cambiar a Ryder. No es eso lo que quiero —rectificó cuando Avery arqueó las cejas—. Era un problema mío, Avery.
—Chorradas. Yo me planteé lo de mi madre con las mismas miras estrechas. Estaba equivocada.
—Ahora crees que me equivoco.
—Creo que Ryder y tú tendríais que hablar en lugar de estar de morros. Y, sí, te equivocas, también.
Muy a su pesar, Esperanza rio.
—Yo prefiero pensar que estoy meditabunda. Bueno, va, cuéntame qué le dijo Ryder a Baxter Wickham y qué le contestó Baxter a Ryder.
—No. —Avery se levantó, negando rotundamente con la cabeza—. Pregúntaselo a Ryder.
Puede que costara digerir los desacuerdos, pero las disensiones se atascaban directamente en la garganta.
—¡Avery!
—No. Y me largo antes de que me convenzas. Te quiero, y no voy a ayudarte a evitar algo que las dos sabemos que debes afrontar sola. A lo mejor lo tuyo con Ry no sale bien, pero deberíais al menos concederos el puñetero privilegio de hablarlo.
Se quedó pasmada mirando cómo Avery cogía el iPad, se dirigía a la puerta, la abría y salía.
—¡Maldita sea! —repitió.
Ahora tenía que saber lo que se habían dicho o se volvería loca. Quizá Avery tuviera razón, a medias por lo menos. Aun así, no podía ir a preguntarle a Ryder. Además, tampoco podía, ni lo haría, disculparse por tener sentimientos y opinión.
Quizá valorara la situación tal cual estaba, considerara una posible solución. Pero no iba a ceder sin más.
Y eso no era ser cabezota ni ofuscarse.
—Y si es así, ¿qué? —masculló.
Intranquila y disgustada, sacó la bolsa de basura de la cocina al cobertizo. Aprovechando que ya estaba fuera, arrancó unos hierbajos, cortó unas rosas mustias. Y, sí, miró hacia el centro de fitness para ver cómo iba.
No vio a Ryder, y se dijo que era preferible así. Buscaría la mejor salida al punto muerto en el que se hallaban.
De regreso al hotel, iba a entrar por el Vestíbulo, pero encontró la puerta cerrada con llave, cuando sabía bien que la había dejado entornada para poder entrar de nuevo fácilmente. Se encogió de hombros y sacó la llave del bolsillo. La introdujo, pero la llave no giraba.
—Para ya —musitó—. Déjame entrar.
El pomo no cedía.
Tampoco el de la otra puerta, ni el del acceso de la segunda planta.
—¡Por el amor de Dios! ¡Esto es una chiquillada!
Volvió a bajar las escaleras a toda velocidad. Muy bien, iría a por la de Avery. Y si eso fallaba, llamaría a Carolee y le pediría que viniera pronto.
Furibunda, enfiló la calle del hotel y se detuvo a un paso de Ryder, que venía en su dirección.
Él la miró fijamente un momento.
—¿Algún problema?
—No. Sí, maldita sea. Me ha dejado encerrada fuera.
—¿Carolee?
—No, Carolee no. Mi llave no abre ninguna de las cerraduras de fuera.
Ryder se limitó a tenderle la mano para que le diera la llave, la cogió y se fue hacia la primera puerta.
La llave entró y giró.
—Ahora sí funciona.
—Ya lo veo.
—¿Qué has hecho para cabrearla?
—Yo no he hecho nada. —Le arrebató la llave y se dispuso a entrar.
Una gran llamarada salió de la chimenea, de pronto encendida. Todas las luces empezaron a lanzar destellos. Desde donde estaba, oyó cerrarse de golpe la puerta de la nevera, una y otra vez.
—Pues a mí sí me parece cabreada. —Ryder la apartó de un empujón.
En cuanto entró él, cesó toda la actividad.
—¿Acaba de empezar?
—Sí, hace un minuto. No sé por qué se ha enfadado. Las últimas dos noches he dedicado un total de cinco horas a investigar lo suyo.
—Ya se ha tranquilizado. —Se volvió hacia la puerta, y entonces empezó otra vez.
Ryder cogió el mando a distancia y apagó la chimenea.
—¡Basta ya!
La respuesta fue un clic audible de la cerradura de la puerta.
—Puede que se haya enfadado porque no has venido por aquí estos dos días —sugirió Esperanza.
Ryder dejó el mando a distancia.
—Tenía la impresión de que la gerente no quería que viniera.
—Pues tenías la impresión equivocada. No me gustó nada que hicieras algo que me afectaba directamente sin consultarme primero.
—A mí no me gustó que te dieran una bofetada. —Se encogió de hombros—. No tiene por qué gustarnos todo.
—No hago mal queriendo que hables conmigo.
—Ni yo queriendo defenderte.
Iba a discutírselo, pero se dio cuenta de que no podía. Ni quería.
—Dime que no hago mal por querer que lo hablaras conmigo y yo te diré que tú no haces mal por querer defenderme.
—Vale. Tú primero.
Ella soltó una carcajada casi a la vez que él esbozaba su sonrisa pícara.
—Vale. No haces mal.
—Tú tampoco. ¿Ya está?
—No, no está. Necesito saber que tendrás en cuenta mis sentimientos.
El rostro de Ryder volvió a teñirse de frustración.
—No tengo en cuenta otra cosa. Tuve muy en cuenta tu dolor y tu vergüenza. No iba a pasarlos por alto.
—Si hubieras hablado conmigo primero…
—No me habrías convencido de que no lo hiciera. Habríamos discutido antes, pero yo habría ido de todas formas a decir lo que tenía que decir.
—No te habría convencido de que no lo hicieras —coincidió ella—. Lo habría intentado al principio. Luego te habría acompañado.
Él se quedó parado un momento, ceñudo.
—¿Habrías ido allí?
—Sí. De hecho, antes de enterarme de que habías ido tú, ya me había calmado lo suficiente para pensármelo. Iba a arreglarlo por carta, una carta a Baxter Wickham con todos los detalles. Porque me di cuenta de que no podía, ni debía, dejarlo correr.
—Cara a cara es mejor. Pero no se me ocurrió eso… que tú quisieras ir. Estabas llorando.
—Dejé de llorar. Necesitaba llorar, pero después paré, y empecé a pensar. Había cosas que tenía que decir y quería escribirlas. Reconozco que habría hecho varios borradores, que me habría llevado unos días conseguir el tono adecuado y las palabras.
—Seguro.
—Pero si me lo hubieras dicho y hubiera visto que no iba a poder impedírtelo, habría ido contigo, Ryder. Me habría enfrentado a él cara a cara.
—Vale. —Relajó los hombros y asintió con la cabeza—. Vale. Siento haberlo hecho sin ti.
—Yo siento no haberte agradecido como es debido que dieras la cara por mí.
—Muy bien. ¿Ahora ya está?
—No.
—Ay, Dios.
—Voy a traerte una bebida fría y me cuentas lo que le dijiste a Baxter, y lo que te dijo él. Ponte en mi lugar. Sabes bien que tú querrías que te lo contara.
—¿Quieres que te cuente toda la excursión?
—Por supuesto.
—Mierda. —Detalles, se dijo él. Las mujeres siempre querían detalles—. Vale, pero entonces yo quiero sexo de reconciliación.
Ella cogió una Coca-Cola fría de la nevera y sonrió.
—Trato hecho.
Tenía tiempo, calculó él, dejándose caer en un taburete. Le apetecía descansar los pies cinco minutos. Le apetecía mirarla, de cerca, percibir su aroma, oír su voz. Podía contarle el trato que había hecho con Wickham. Pero no veía la necesidad de contarle que si se habían topado el uno con el otro a la puerta del edificio era porque él había decidido dejar lo que estaba haciendo en esos momentos con la intención de encontrarse con ella y tener una bronca de las gordas.
Ya estaba más que harto, harto de darle tiempo y espacio para que se serenara. Harto de pensar en ella todo el puñetero día y ni siquiera poder dormir.
Ninguna mujer le había quitado nunca el sueño.
Y también estaba harto de intentar averiguar qué demonios quería que hiciera cuando su infalible ramo de flores no había servido de nada.
Así que le debía un favor a Lizzy por arreglarlo todo para que él pudiera estar donde quería estar. Mejor aún, reconoció, porque se estaba tomando una Coca-Cola fría y Esperanza estaba sentada a su lado, aguardando. Observándolo.
Y encima lo esperaba una sesión de sexo de reconciliación.
—¿Y bien? —dijo ella al fin.
—Estoy pensando. ¿Cuánto calculas que tardará la rubia en dejar al capullo con el que se ha casado, poniéndote como excusa?
—No la conozco tan bien. Probablemente no tarde mucho —reconoció.
—Y siendo un capullo rastrero, ¿cuánto crees que tardará él en hacerle creer que ha sido cosa tuya, que tú has ido a por él y demás?
—Nada. Será inmediato.
—Sí, lo suponía. Aún tienes contactos por allí, gente del mundillo, o personas a las que les gusta viajar, alojarse en sitios bonitos, en lugares exclusivos.
—Sí, sí. En tu escenario, para protegerse de alguien a quien le da todo igual y proteger su orgullo, podrían intentar destruir mi reputación. Podrían difundir mentiras y chismes sobre la pobre y maquinadora Esperanza que se acostó con el hijo del jefe para conseguir el trabajo, y ahora volvía a hacer lo mismo.
—No es bueno para el negocio.
—Entonces lo has hecho por el negocio.
—También cuenta. —Poquísimo, quizá, en el conjunto, pero cuenta, claro—. Cuenta más aún que ninguno de los dos merece librarse de todo esto fácilmente. ¿Darle una paliza a él? Owen se pone muy pesado con las detenciones y los juicios por agresión.
—Eso también cuenta —dijo ella con sequedad.
—En mi opinión, merece la pena, hasta que empiezas a pensar en moratones y huesos rotos y en lo que tardan en curar. Después hay quien termina sintiéndose mal por el capullo al que ha acabado zurrando, por merecido que fuera. Así que prefería algo con ventajas a largo plazo. Ese capullo no tiene lo que hay que tener. Y si te fijas bien en la tía con la que se ha casado, se ve claramente que lo que los mueve es el dinero, la apariencia, el estatus. Para presumir hacen falta dinero y oportunidades. El viejo Wickham sigue dirigiendo todo aquello, así que él es la madre del cordero. Podía cortarles el grifo, o las fuentes del grifo, y cerrarles puertas.
Ella había llegado a las mismas conclusiones, pero reconocía, avergonzada, que no había creído a Ryder capaz de hacerlo él.
—¿Todo esto se te ocurrió a ti?
—El camino hasta allí es largo de narices y con un tráfico de mil demonios. Tuve tiempo de sobra para pensarlo. Por cierto, el hotel es precioso.
—Sí, lo es.
—No resultaba difícil imaginarte allí.
—¿Sí?
—Te pega, todo ese lujo.
—Me pegaba. En su día.
La estudió en silencio un instante.
—Supongo que se podría decir que yo estaba un poco fuera de lugar, porque fui directamente desde el trabajo. Fueron muy atentos, tengo que reconocerlo, y seguro que también me habrían echado atentamente a patadas de no ser porque insinué que, si Wickham no me recibía, pondría en marcha una demanda por agresión.
—¿Agresión?
—Te dio una bofetada.
—Sí, pero…
—Eso es una agresión. Si yo le hubiera partido la cara a ese capullo, ten por seguro que habría habido policía y abogados. Puede ser que aquí no acudamos a la policía y a los abogados por un bofetón o un puñetazo, pero supuse que ellos sí. En eso tiene razón Owen.
—Te dio tiempo a pensar mucho en un atasco.
—O eso o compraba un arma y le pegaba un tiro a alguien. Le pidió a su guardia de seguridad que me acompañara arriba, a su despacho.
—¿A Jerald?
—Sí, así lo llamó Wickham. En cuanto le planteé la situación, le hizo una seña para que se retirara. Pensé que nos llevaría un rato, que habría mucha acción, ataques y contraataques, ofensiva y defensiva. Pero no, la verdad es que no.
—¿Qué le dijiste, Ryder?
—Que Jonathan había venido aquí voluntaria, inesperada e inoportunamente, que te había dicho que su padre te haría una oferta si volvías. Y que él te hizo la suya a cambio de que te liaras con él otra vez. Que no estabas interesada. No le hizo gracia, al padre. Me pareció que se sentía culpable por lo tuyo. Que tenía remordimientos. Cuando le conté la segunda parte, cuando le dije que además había venido la rubia, fue entonces cuando mandó salir al tío de seguridad —recordó Ryder.
—Supongo —convino ella.
—Entendió lo que pasaba y llegamos a un acuerdo.
—¿A qué acuerdo?
—Él se asegura de que te dejan en paz de una vez, y eso incluye el no divulgar mentiras sobre ti, y estamos en paz. Como alguno de ellos venga aquí a molestarte, lo pagarán. Y ya está.
—¿Y ya está?
—Sí. Me dio una tarjeta con su número particular, y me pidió que lo avisara en caso de que alguno de los dos no respetara el trato.
—Un momento —alzó la mano, estupefacta—. ¿Baxter Wickham te ha dado su número particular?
—Sí, ¿y qué? No es Dios. No es más que un hombre, avergonzado y cabreado, que tiene un hijo gilipollas. Ahora ya está, como te he dicho. —Bebió un buen trago, porque tenía la sensación de haber estado hablando una hora sin parar—. La experta en comunicación, en expresión eres tú. Hablar, hablar, hablar. Igual deberías haberte comunicado con ese imbécil, haberle expresado algo, haberle hablado, cuando vino. El viejo me parece un tipo muy razonable.
«Razonable» no era el término más usado para describir a Baxter Wickham, pensó Esperanza. Poderoso, reservado, en ocasiones agresivo.
—Fue mi jefe muchísimos años. Y creía que sería mi suegro. Pero tienes razón. Debí haber acudido a él. Supongo que aún estaba dolida y rabiosa con él, aparte de que la sangre tira.
—Puede, y que no hubiera dado ninguna importancia a la oferta de su hijo. Eras libre de aceptar o no. Pero lo de la nuera… No. Ese capullo igual no tiene pelotas para mantenerla a raya, pero su padre sí lo hará.
—La cosa no debería haberse complicado tanto. Lo lamento.
—Con el sexo de reconciliación lo compensamos.
Al verla reír, él alargó la mano sin pensar y le acarició la mejilla de un modo que la hizo enmudecer.
—Echaba de menos tu cara —le dijo.
Conmovida, ella le agarró la mano por la muñeca.
—Yo la tuya.
Se puso en pie, sereno y ágil, la levantó del taburete y la estrechó entre sus brazos. Esperaba apremio e impaciencia, preludio del sexo de reconciliación. Sin embargo, aquel beso sobrevoló sus sentidos, tierno y etéreo. Le iluminó por fuera el corazón, luego por dentro, antes de que tuviera tiempo de entenderlo, de prepararse.
Aun cuando él se apartó, siguió allí, latiendo en su interior.
Él le acarició la mejilla con el pulgar. De piel callosa, de caricia suave.
—Voy a por algo de comer y vengo luego.
—Muy bien. Tengo…
—… huéspedes. Lo sé. Estoy al tanto. Te espero. —Sus ojos, verdes y penetrantes, se clavaron en los de ella un instante más—. Te esperamos —rectificó—. Bobo también te ha echado de menos.
Salió, y la dejó frágil y confundida.
¿Era aquello lo que había creído que sentía por Jonathan? Qué boba, qué boba. ¿Cómo había podido confundir la satisfacción, la costumbre, lo que había resultado ser afecto y lealtad inmerecidos con esa emoción abrumadora, penetrante, cegadora?
Tuvo que sentarse, para recobrar el aliento, esperar a que dejaran de temblarle las piernas. No lo sabía, no sabía que el amor causara una reacción física semejante. Se sentía febril, convulsa y, tuvo que reconocer al cerrar los ojos, aterrada.
Ella tenía un plan. Enamorarse no formaba parte de ese plan.
—Adáptate —se ordenó, y apoyó la mejilla en el frío granito—. Adáptate.
Algunas personas nunca sentían lo que ella sentía ahora. En aquel momento no sabía si envidiarlas o compadecerlas. Pero había que hacer frente a la realidad. Estaba enamorada de Ryder Montgomery.
Solo tenía que decidir qué demonios hacía al respecto.
—¿Era eso lo que sentías tú? —Esperanza se quedó donde estaba, inspirando la madreselva, procurando mantener el equilibrio—. No me extraña que esperaras. ¿Qué otra cosa podías hacer? Él también te amaba. Tú lo sabías. No albergabas dudas, inquietudes, preocupaciones. Si tú esperaste, si pudiste, él también. Lo encontraré.
«Billy».
Esperanza detectó el gozo en aquel nombre, la vida que había en él.
«Ryder».
—Sí. —Suspirando hondo, volvió a sentarse en el taburete—. Eso parece. Parece que me trasladé aquí, a esto, desde aquel primer minuto. Mareada, acalorada, abrumada, deslumbrada, asustada. Igual que ahora. No debería haber sido así, pero es. Tampoco debería haber sido así en tu caso, pensándolo bien. Será cosa de familia.
«Billy. Ryder».
—Apuesto a que también Billy era arrogante. No sé por qué nos atrae tanto. Te conquistó por completo. Lo entiendo. Ahora lo entiendo. Te dio igual quién fuera tu padre, cuál fuera su posición social. Él te amaba. Te vio y el resto dejó de importar. Me pregunto cómo será eso. Tener a alguien tan fuerte y tan seguro de sí mismo que, en cuanto te ve, en cuanto te mira, ya solo le importas tú.
Suspiró y se puso en pie.
—No puedo pensar en eso ahora. No puedo esperar eso. Tengo que terminar mi lista y debería hacer unas magdalenas antes de que lleguen los huéspedes.
La puerta del armario en el que guardaba los ingredientes de las magdalenas se abrió de pronto, y se cerró de golpe.
—No hay motivo para que te enfades conmigo. Billy te amaba. Lo entiendo. Quería casarse contigo. Ryder no…
Retrocedió instintivamente al tiempo que la puerta volvía a cerrarse de golpe. Oyó los nombres claramente.
«Billy. Ryder».
—Muy bien, Eliza. Ya basta. Si digo que ojalá Ryder sintiera por mí lo que Billy sentía por ti, ¿te darás por satisfecha? Pero Billy y Ryder no son…
Hizo una pausa y se agarró con una mano a la encimera, cayendo en la cuenta.
—Ay, Dios, ¿es eso? ¿Era así de fácil? ¿Billy Ryder? Joseph William Ryder. ¿Es eso? ¿Así se llama?
Las luces brillaron intensas, latiendo como un corazón.
—Billy Ryder. Tuyo y, por lo visto, mío. ¿Su antepasado? ¿Podría ser? Antepasado suyo, igual que tú eres antepasada mía. Espera.
Cogió el teléfono de la cocina y llamó a Ryder al móvil.
—¿Qué?
Ignoró su antipatía automática. Odiaba que lo interrumpieran; lo sentía.
—Ryder también es apellido, ¿verdad?
—¿Eh? Dios, ¿y qué?
Alzó la voz para compensar los martillazos del otro lado de la línea.
—¿Era el apellido de soltera de tu madre? ¿El apellido de su familia?
—Sí, ¿y qué?
—También es el apellido de Billy. Se llama Joseph William Ryder.
—La madre que lo parió.
—¿Reconoces el nombre? ¿Te suena?
—¿Por qué me iba a sonar? Murió un par de siglos antes de que yo naciera. Pregúntale a mi madre. A Carolee. Llama a Owen. Cualquiera de ellos lo sabrá mejor que yo.
—Muy bien. Gracias.
—Enhorabuena.
—Aún no lo he encontrado. Pero, sí, esto hay que celebrarlo. Luego hablamos.
Colgó antes que él y llamó de inmediato a Carolee. No tenía tiempo de hacer magdalenas. Decidió que compraría algo en la panadería.
El tiempo que le quedara libre lo emplearía en buscar a Joseph William Ryder.