Justine consideró la posibilidad de coger la otra llave del apartamento de la gerente, pero pensó que Esperanza ya había visto bastante comprometida su intimidad ese día. En su lugar, subió a la tercera planta, albergando en su cabeza oscuros pensamientos sobre mujeres tontas que culpaban a otras personas de sus fracasos matrimoniales y hombres que no tenían el valor de enfrentarse a una mujer llorosa.
Alzó la mano para llamar a la puerta, y esta se abrió, enseguida, suavemente.
Esperanza se levantó como un resorte del sofá, donde estaba llorando.
—No la he abierto yo —dijo Justine, levantando los brazos con inocencia—. Alguien más cuida de ti.
—Necesito unos minutos para serenarme.
—Lo que necesitas es un hombro en el que llorar y, si no fuera tan temprano, tres dedos de whisky. De momento, nos conformaremos con el hombro, además del té que te voy a preparar en un minuto.
Se fue derecha a Esperanza y la abrazó con fuerza.
—¡Ay, Dios mío! —pudo decir, impotente ante aquel apoyo incondicional—. Ha sido horrible.
Justine la meció suavemente para tranquilizarla.
—Bueno, en una escala del uno al diez, donde el uno sería cortarte con una hoja de papel y el diez rebanarte la mano con un machete, esto no ha sido más de un tres. Pero ya es bastante malo.
—Lo sien…
—No vuelvas a pedirme disculpas por el mal comportamiento de otra persona. —Aunque lo dijo seria y brusca, lo hizo mientras la consolaba frotándole la espalda.
—Yo no estuve con Jonathan por ascender profesionalmente. Y lo de Ryder… Por favor, no pienses que es eso.
—Ven, vamos a sentarnos y te explico por qué es innecesario que me digas esas cosas. Cielo… —Justine apretó los labios cuando vio la marca roja en la mejilla de Esperanza—. Espera, que primero voy a ponerte hielo.
—No pasa nada. —Instintivamente se llevó una mano hacia el dolor, sordo pero constante—. Estoy bien.
—Te ha dado justo en el pómulo. Son muy bonitos, pero un blanco fácil. Anda, siéntate.
Justine entró en la cocina y rebuscó en el congelador.
—No tienes guisantes congelados. Yo siempre tenía cuando los chicos vivían en casa… aún tengo. Siempre están dándose golpes. —Vio bolsas de congelación y llenó una de hielos—. Esto servirá. Póntelo en la mejilla unos minutos —le ordenó y le pasó la bolsa fría improvisada—. ¿Por dónde iba?
—Justine…
—Ah, sí. Tú y ese impresentable de Jonathan Capullam.
La deliberada deformación del apellido le arrancó una inesperada risa.
—Toda mujer tiene derecho a cometer un error. Yo tuve mi impresentable a los dieciséis, cuando me volví loca por Mike Truman. Me engañó con una majorette de pechos grandes. Ya se ha divorciado dos veces, y parece que va a por la tercera. Para que veas.
Parloteaba, las dos lo sabían, para que a Esperanza le diera tiempo a serenarse.
—¿Qué fue de la majorette? —preguntó Esperanza.
—Se puso gorda. Es muy mezquino por mi parte sentirme superior por eso, pero toda mujer tiene derecho a ser un poco mezquina de vez en cuando.
A Esperanza se le escapó un suspiro, en parte disgustada, en parte divertida.
—Ay, Justine.
—Cielo, pusiste tu fe y tus emociones en las manos equivocadas, y él no fue capaz de respetar ninguna de las dos. Por lo visto, tampoco respeta las de su esposa, pero eso no es problema tuyo. Esa boba, de zapatos carísimos y mirada desesperada, quiere convertirlo en problema tuyo para poder culparte de que obviamente su marido es ahora su impresentable.
—Lo sé. Lo sé, pero, Justine, se ha montado un lío horrible.
—El lío lo tiene ella, no tú. Podías haberle dicho que él vino aquí a proponerte que tuvierais una aventura juntos.
—No me ha parecido necesario. Ella no me habría creído.
—Huy, en el fondo, sí. En el fondo, ella sabe lo que hay. —Mientras hablaba, Justine se levantó a por pañuelos de papel. Volvió a sentarse y se puso a secarle ella misma las lágrimas a Esperanza—. Me enfurece y abochorna. Como te abochorna a ti. Eso es lo que lamento. En cuanto a Ryder, ¿por qué iba yo a pensar que estás con él por interés profesional? Tú ya eres la gerente del hotel, y no tengo pensado montar una cadena hotelera. Además, Ry tiene defectos, bien lo sabe Dios, pero es un buen hombre. Da gusto mirarlo y tengo la impresión de que sabe lo que hacer y cómo hacerlo, bueno, en la cama.
—Ay, Dios.
—Eso te abochorna, pero, cielo, sería una pena que Ry y tú no lo estuvierais pasando bomba en la cama en este momento de vuestra relación. Dicho esto, tú tienes tu integridad y tu orgullo. Si no, estarías con el impresentable cuando pudiera escapar de esa boba, y te servirías del sexo como trampolín para sacarle lo que quisieras.
—¿Por qué no me dejan en paz de una vez? Yo los he dejado en paz.
—Tú vas a ser una pesadilla para ella mientras esté con él, que calculo que no será más de un año, dos a lo sumo. Y también lo serás para él. Lo abandonaste —dijo Justine sin más—. Eso nunca lo entenderá, ni entenderá que la culpa es solo suya. Dudo que alguno de los dos vuelva a molestarte, pero, si lo hacen, quiero enterarme. Quiero que me lo cuentes. Y no es negociable.
—Muy bien.
—A ver, déjame ver eso. —Justine cogió la bolsa fría y examinó la mejilla—. Con eso valdrá.
—Ya está bien. De verdad. Ha sido la conmoción. Y me he quedado pasmada. Tú le habrías devuelto la bofetada.
—Le habría dado un revés que la habría dejado sentada sobre su raquítico trasero. Pero yo soy así, cielo. Tú eres distinta. Te voy a preparar ese té.
—Gracias.
—Es parte del pack. —De vuelta en la cocina, puso la tetera al fuego, buscó por los armarios hasta que encontró su colección de tés. Eligió el de jazmín, uno de sus favoritos—. Ahora me toca a mí disculparme.
—¿A ti? —Se limpió unas lágrimas que aún asomaban—. ¿Por qué?
—Por mi hijo. Tendría que haber subido él, a ofrecerte su hombro, a escuchar, a soltarte el sermón, a hacerte un té.
Le brotó una sonrisa que resultó un verdadero alivio.
—Le habría fastidiado mucho.
—¿Y qué? Ellos nos dejan la tapa del váter levantada y no apuntan bien cuando se han bebido más cervezas de la cuenta. Y nosotras tragamos. Las lágrimas lo repelen, siempre ha sido así. Los otros lo llevan algo mejor, pero Ry no. Si te cortas un dedo, él es tu hombre pero como llores por ello, se larga.
—No se lo reprocho.
—A mí me gustan los hombres que saben aguantar unas cuantas lágrimas, siempre que la mujer no sea de esas que se echan a llorar con un cortecito de papel. No te voy a preguntar si puedo darte un consejo, porque me dirías que sí, pese a que, en realidad, a nadie le gustan. Así que te lo voy a dar. Tú procura que él te escuche. Los sentimientos hay que expresarlos. No siempre se entienden como uno querría.
Vertió agua caliente sobre la taza con la bolsita de té.
—Como digo, es un buen hombre. Inteligente. Espabilado y trabajador, de los que te dicen la verdad te guste o no. Si no te va a decir la verdad, mejor no dice nada. Tiene un lado tierno que no siempre se ve y uno arisco que se ve demasiado.
Le llevó el té a Esperanza, y reclamó su atención.
—En su vida se ha tomado en serio a ninguna mujer. Las respeta, disfruta de su compañía, las aprecia, pero siempre ha puesto mucho cuidado en pisar tierra firme. Contigo está resbalando un poco, no sé si te has dado cuenta.
—No, no me había… ¿Tú crees?
—Lo creo. Te va a mandar flores, y confía en que la tormenta haya pasado cuando vuelva a verte. —Se inclinó y le besó la frente a Esperanza—. No dejes que se salga con la suya. Anda, bébete el té y tómate un poco de tiempo para serenarte.
—Gracias. Gracias, Justine.
—Son gajes del oficio. Voy a ver qué han estado haciendo mis chicos. Llámame si me necesitas.
—Lo haré.
Cuando Justine se dirigía a la puerta, esta se abrió. Rio de asombro.
—Cuesta acostumbrarse. Bueno, parece que vas a tener compañía un rato.
Mientras su madre estaba con Esperanza, Ryder intentó que se le pasara el enfado trabajando. Cuanto más trabajaba, más enfadado se sentía.
Estaba rodeado por todas partes de subcontratistas, de bullicio y de preguntas. Se interponían en su camino, y estaba harto. Harto de tener que saber las respuestas, harto de tomar decisiones, harto de terminar todos los puñeteros días cubierto de sudor y porquería.
Al próximo que se le pusiera delante lo iba a…
—Oye, Ry, necesito que me…
Se volvió hacia el pobre Beckett.
—Vete a la mierda.
—No sé qué bicho te ha picado, pero cálmate. Tengo…
—Me importa muy poco lo que tengas. Te he dicho que te vayas a la mierda. Estoy ocupado.
Varios miembros de la cuadrilla se situaron a una distancia prudencial.
—Yo también, así que te jodes. —Beckett frunció los ojos, lo miró tan furioso como Ryder a él—. Si te pones borde, yo también, pero no me escaqueo del trabajo. —Se volvió y, alzando la voz, gritó—: A comer. Ya. Todo el mundo.
—Soy yo quien dirige a la cuadrilla. Yo les digo cuándo descansan.
—¿Quieres público? Por mí, estupendo.
Ryder apretó los dientes.
—A comer. Ya. Largo todo el mundo. Si se trata de algo de MacT —le dijo a Beckett—, soluciónalo tú. Yo estoy hasta aquí arriba.
—No me importa en absoluto hasta dónde estés. Tómate el puñetero día libre. Lárgate a casa. Líate a hostias con tu saco de boxeo o lo que sea.
—Tú no me das órdenes.
—Y tú no me das por saco. Si tienes problemas con el trabajo o has discutido con Esperanza, te jodes, Ry. Gritándome delante de los obreros no haces más que quedar como un capullo.
—No tengo problemas. Ni he discutido con Esperanza, joder. Déjame en paz.
Beckett se acercó a la nevera portátil y levantó la tapa. Sacó una botella de agua y se la tiró a su hermano.
—Tranquilízate —le sugirió cuando Ryder la cazó a centímetros de su cara.
Ryder estuvo a punto de devolvérsela, pero se lo pensó mejor, desenroscó el tapón y bebió un trago.
—La rubia esa viene aquí dándose aires para agredir a Esperanza. Le ha soltado un bofetón.
—¿Cómo? ¿Quién? ¿Que Esperanza le ha dado un bofetón a una rubia?
—Al revés. —Ryder se frotó la nuca con la botella fría. Le extrañó que su piel no desprendiera vapor.
—¿Qué diablos pasa? —Entró Owen, con el cinturón de las herramientas puesto—. Dos de los obreros han venido a MacT a decirme que ha habido una pelea de gatas en el aparcamiento y que ahora vosotros os ibais a zurrar aquí.
—¿A ti te parece que nos estamos zurrando?
Owen escudriñó a sus hermanos.
—Me parece que por falta de ganas no será. ¿Qué está pasando?
—Ry me lo estaba contando. Una rubia le ha dado una bofetada a Esperanza.
—Madre mía. ¿Le ha pegado una clienta?
—No, una clienta, no. —Ryder se dio cuenta de que lo estaba liando todo—. La zorra de la mujer de Wickham. He salido a hablar con el representante del sistema de pintura exterior y he visto a Esperanza con esa rubia pija junto al coche de Carolee. Se palpaba la tensión, el drama. Y lo había, porque la rubia gritaba como una posesa y, cuando me he querido dar cuenta, se ha abalanzado sobre Esperanza y le ha soltado un bofetón. Se ha oído el puñetero tortazo por todo el aparcamiento.
—Madre de Dios —murmuró Beckett.
—Cuando he llegado, la rubia iba a darle más. Le estaba gritando un montón de gilipolleces de que Esperanza se estaba acostando con el capullo ese, que se lo había tirado para ser directora y un montón de chorradas más.
—Parece que ese capullo y la rubia son tal para cual —opinó Owen.
—Puede ser, pero ella no paraba de atacar a Esperanza, la amenazaba con irle con el cuento a su jefe de que se estaba tirando a Wickham para volver a Washington. Entonces ha intervenido mamá.
—Mamá estaba allí. —Beckett sonrió por fin, de oreja a oreja—. No he oído ninguna ambulancia.
—Ha debido de salir mientras tanto, no la he visto, pero le ha dicho a la rubia que se largara volando. Y más. También la ha amenazado con llamar a la policía.
—¿Mamá ha dicho que iba a llamar a la policía? —preguntó Owen.
—La rubia. Y yo le he dicho que eso era lo que íbamos a hacer nosotros. Bueno, el caso es que al final se ha ido. Ha montado una buena. —Volvió a beber—. Pero se ha ido.
—Vale. —Beckett se quitó la gorra y se peinó con las manos—. No ha llegado la sangre al río.
—Ha hecho llorar a Esperanza.
—Maldita sea. —Beckett descansó la espalda en la pared. Eso sí que no—. Me parece que vamos a tener que hacer un viajecito, tener una charla con Wickham.
—Y cuando os saque de la cárcel, entonces ¿qué? —quiso saber Owen—. Darle una paliza a Wickham no va a ayudar a Esperanza. No la hará sentirse mejor.
—A nosotros sí —dijo Beckett, y Owen tuvo que asentir.
—Sí, la verdad es que sí. Va, yo conduzco.
—Yo me encargo de todo —dijo Ryder. Pero el saber que contaba con sus hermanos aplacó un poco su ira.
—Alguien tiene que pagarte la fianza —le recordó Owen.
—No voy a zurrar a nadie. Lo más seguro. Se me ocurre una idea mejor. Tengo que irme. Vosotros sustituidme el resto del día. Y cuidad de mi perro.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Beckett.
—No le voy a dar en la cara. Le voy a dar en la cartera y en el orgullo. Supongo que eso sí lo entenderá.
—Llama si necesitas refuerzos —le dijo Owen mientras se quitaba el cinturón de las herramientas.
—No los voy a necesitar.
De camino a Washington le dio tiempo para pensar. Le venía fatal, pero no veía elección. En algún momento entre el calentón y la calma, había entendido cómo podría acabar (y seguramente acabaría) todo ese asunto. La rubia, enfadadísima y furibunda, le iría con el cuento de Esperanza a Wickham. Volvería a meterla en aquello. Se desahogaría también en la peluquería, en el centro de manicura, en el puñetero club de campo.
Ensuciaría el nombre y la reputación de Esperanza.
Y eso sí que no lo iba a consentir.
Todas esas bobadas podían hacer que Wickham pensara que Esperanza estaba ahora más dispuesta a aceptar su oferta, dado que ya la acusaban de ello. Igual le daba por hacer otro viaje a Boonsboro, llamarla, mandarle correos y enredarla otra vez.
Eso tampoco lo iba a consentir.
Podía advertir a Wickham que no lo hiciera, pero el muy miserable se crecería. Él y la loca de su esposa habían humillado a Esperanza, y en su terreno.
Les iba a dar de su propia medicina.
Al entrar en Washington, siguió las instrucciones del GPS, maldijo el tráfico, las calles de un solo sentido, las rotondas, la incompetencia de otros conductores.
Odiaba bajar a la ciudad, lo evitaba como a la peste. Solo había edificios, calles, gente, desvíos por obras, todo muy junto y organizado sin sentido para él.
Estaba deseando salir de allí.
Pero el deber era el deber, se dijo cuando logró aparcar. El calor y la humedad lo golpearon nada más bajar de la camioneta, lo bañaron al dirigirse a la impoluta entrada del Wickham. Elegancia colonial y mares de flores estivales, amplios ventanales y un portero con librea de digno gris y raya roja.
Tan digno que no pestañeó al abrirle la puerta a un hombre vestido de obrero.
Vestíbulo extenso, suelos de mármol blanco con veta negra, inmensos tiestos, bosques de flores. Paneles de roble oscuro, lámparas de cristal, sofás de terciopelo, todo ello diseñado para transmitir un mensaje: clase alta. Y un mostrador de recepción resplandeciente presidido por una mujer ataviada de negro que podría haberse ganado la vida en cualquier pasarela.
—Bienvenido al Wickham. ¿En qué puedo ayudarle?
—Necesito ver al dueño. A Wickham. Padre.
—Lo siento, el señor Wickham no está disponible. Si lo desea, puede hablar con nuestra directora.
—Con Wickham. Dígale que Ryder Montgomery quiere verlo. No se moleste en llamar a la directora —le dijo, adelantándose—. Ni a seguridad. Dígale a Wickham que he venido a hablarle de la denuncia por agresión presentada contra su nuera.
—¿Cómo dice?
—Ya me ha oído. Dígale que si le parece bien, me voy a casa y sigo adelante. De lo contrario, tendrá que hablar conmigo. —Ryder se encogió de hombros al verla perder la compostura lo bastante como para mirarlo atónita—. Lo espero.
Se apartó del mostrador y miró alrededor. Le había parecido ver un bar precioso al fondo del vestíbulo. Habría querido entrar, no a beber (enseguida tendría que volver a coger la camioneta con aquel tráfico infernal), sino a ver cómo lo habían montado.
Imaginaba a Esperanza allí. Con su traje estupendo y sus zapatos carísimos. Encajaba muy bien con el mármol y el cristal, con el brillo y la elegancia de las flores tan condenadamente grandes que parecían infladas de esteroides.
—Señor Montgomery.
Se volvió, estudió al hombre de traje oscuro.
—¿Seguridad? No hace falta que me saque de aquí. Ya veré al señor Wickham en los tribunales.
—Lo acompaño al despacho del señor Wickham. Y me quedo.
—Por mí, bien.
Subieron por una escalera de caracol, siguieron por un entresuelo, y pasaron una puerta doble de roble hasta un vestíbulo secundario.
El tipo de seguridad llamó a otra puerta doble.
—¡Adelante!
—El señor Montgomery, señor. —Retrocedió y adoptó la posición de descanso.
Wickham permaneció sentado ante un escritorio de talla extraordinaria digno de un presidente o del rey de una nación pequeña. Tenía una buena mata de pelo cano, fríos ojos azules y un perfecto bronceado dorado.
—No consiento que nadie amenace a mi familia.
—¿Ah, no? —Ryder se metió los pulgares en los bolsillos—. Yo tampoco. Permítame que le deje clara una cosa y, cuando lo haga, diga lo que quiera y se acabó. Mi familia es propietaria del Hotel Boonsboro. Esperanza Beaumont es la gerente.
—Estoy al corriente.
—Bien, así nos ahorramos los preliminares. No voy a entrar en lo que hubo entre Esperanza y su hijo, su participación en ello o la de quien fuera. Yo no estaba y, de todas formas, eso ya es historia. Le hablo del presente.
—Mi familia no tiene que ver con la suya, señor Montgomery, y yo me tomo muy en serio las amenazas a la esposa de mi hijo.
—Bien, hágalo, porque van muy en serio. En cuanto a que su familia no tiene nada que ver con la mía, cuando acabe de hablar con usted, tendrá que replanteárselo. Hace un par de meses, su hijo apareció en nuestro hotel. Le dijo a Esperanza que usted tenía una oferta para ella, una lo bastante sustanciosa como para que volviera. Eso es asunto suyo, y puedo entender que lo intente. Ella es buenísima en su trabajo. Luego le hizo otra oferta. Le dijo que, si volvía con él, la trataría como a una reina, que le pondría un piso y la colmaría de atenciones.
Un intenso rubor, mezcla de ira y vergüenza, tiñó las mejillas de Wickham.
—Si cree que puede venir aquí…
—Déjeme acabar, señor. Ella lo rechazó. Si la conoce, no le sorprenderá. Esperanza se fue de aquí porque él le mintió, la engañó, la utilizó. Y cuando supo que iba a casarse con otra, se quitó de en medio. Pero a algunos no les basta con eso.
—Lo que hubo, o hay, entre su empleada y mi hijo es asunto de ellos.
—Ni hubo ni hay nada, y usted lo sabe bien. —Ryder se lo vio en los ojos—. Él y la loca de su mujer lo han convertido en asunto mío. Hoy, esta mañana, la esposa de su hijo ha venido a Boonsboro, a nuestro hotel. Conduce un BMW Roadster rojo, un modelo de este año. Llevaba unos zapatos de tacón altísimo, con suelas rojas, y uno de esos vestidos sin mangas en los que parece que hubieran pintado un jardín. Probablemente pueda averiguar qué modelito se ha puesto hoy, si quiere verificarlo. Ha montado un numerito en nuestra propiedad. Yo lo he presenciado, igual que muchas otras personas. Ha acusado y amenazado a gritos a Esperanza. Cree que ella se está acostando con su hijo otra vez, y le garantizo que no es así, aunque es obvio que se acuesta con alguien que no es su esposa. Las mujeres saben esas cosas. Después ha rematado la escena agrediendo físicamente a Esperanza y no ha querido parar hasta que la hemos amenazado con llamar a la policía.
Una visible pesadumbre se apoderó de Wickham, y de su voz al hablar.
—Siéntese, señor Montgomery.
—No, gracias.
—Jerald. —Wickham le hizo una seña al de seguridad, que salió con sigilo.
Wickham se puso en pie y se volvió hacia la ventana, que daba al jardín trasero y al patio de su hotel.
—Me incomoda hablar de mi familia con usted. Solo diré que no tengo motivo para no creer lo que me dice.
—Así ahorramos tiempo.
—¿Han llamado a la policía? ¿Han presentado cargos?
—Todavía no.
—¿Qué quiere?
—Quiero cinco minutos a solas con su hijo y a su nuera treinta días en prisión, pero me conformo con que ninguno de los dos vuelva a acercarse a Esperanza ni venir a Boonsboro, y que no vuelvan a contactar nunca con ella por ninguna vía o motivo. Ah, y si me entero de que divulgan alguna mentira sobre ella que dañe su reputación, me encargaré de destrozar yo la suya y, por extensión, la de usted y la de este hotel. Ocúpese de eso y estaremos en paz.
—Tiene mi palabra. —Wickham se volvió hacia él, con el rostro sombrío, y Ryder vio en sus ojos un atisbo de repugnancia—. Ni mi hijo ni su esposa volverán a molestar a Esperanza de ningún modo. Lamento profundamente que lo hayan hecho.
—Muy bien. Me fío de su palabra; fíese usted de la mía. Pero se lo advierto, señor Wickham, si ellos no respetan su promesa, les voy a complicar mucho la vida.
—Entendido. —Cogió una tarjeta del escritorio y escribió algo en el dorso—. Llámeme, este es mi número particular, si cualquiera de los dos falta a mi palabra. Créame, señor Montgomery, yo puedo complicarles la vida más que usted. Y lo haré.
—Perfecto. —Ryder se guardó la tarjeta en el bolsillo.
—Jerald lo acompañará a la salida.
—Conozco el camino. Confío en que no tengamos que volver a hablar.
Ryder tuvo que lidiar con un tráfico horrible de vuelta a casa y empezó a notarse menos tenso en cuanto divisó a lo lejos las montañas, rumbo norte.
Había hecho lo que creía correcto; no lo satisfacía tanto como darle una patada en la entrepierna a Jonathan Wickham, pero no era su satisfacción lo que buscaba.
Esperaba que Wickham cumpliera su palabra. A saber qué clase de ira y presión sería capaz de desatar y ejercer, pero imaginaba que mucha y potente.
No era solo irritación y vergüenza lo que había visto en su rostro al final. También había arrepentimiento.
Salió de la autopista y tomó la carretera sinuosa y gozosamente familiar que recorría aquellas montañas, entraba y salía de Middletown y lo conducía a Boonsboro.
Giró en la Plaza, vio la camioneta de Beckett pero, cuando aparcó a su lado, no encontró a su perro dentro.
Sí vio un instante a Esperanza, con uno de sus vestidos vaporosos, sirviendo bebidas a unos huéspedes en el Patio.
Tenía que ver qué se había hecho en el gimnasio en su ausencia, y en MacT; tenía que encontrar a su perro y tomarse una cerveza bien fría.
Pero, mientras salía de la camioneta, Esperanza rodeó el muro del Patio.
No encontró restos de lágrimas en sus ojos, gracias a Dios, aunque tampoco pensaba que fuera a dejar que los clientes lo notaran.
—¿Cómo estás? —le preguntó.
—Muy bien. Me gustaría hablar contigo. En privado.
—Vale —dijo él.
—Ahí dentro. —Señaló el centro de fitness—. Carolee está en el hotel.
Sin esperar una respuesta, se dispuso a cruzar el aparcamiento.
De acuerdo, se dijo, estaba enfadada porque no la había consolado cuando lloraba. Igual no le habían llegado las flores todavía.
Sacó la llave y abrió. Echó un vistazo rápido. Progresos en la instalación eléctrica y en la fontanería de esa planta, e indicios de avances en el sistema de calefacción, ventilación y aire acondicionado. Debía subir y echar un vistazo arriba. Quizá hubieran…
—Ryder, te agradecería que me prestaras atención.
—Vale. ¿Qué?
—No sé por qué te enfrentas a Jonathan a mis espaldas. No tenías derecho a ocuparte del asunto por mí, ni a hacer nada en absoluto sin hablarlo conmigo primero. Es cosa mía. ¿Creías que no me iba a enterar de lo que hacías, de a dónde habías ido?
—No lo he pensado. Y no me he molestado en dirigirme al capullo de tu ex. He recurrido a instancias superiores, suele ser lo preferible. He hablado con su padre.
—¿Has…? —Primero se puso pálida, luego la furia le encendió las mejillas—. ¿Cómo has podido hacer eso? ¿Por qué lo has hecho? Eso es cosa mía, mi problema.
Acababa de pasar tres horas conduciendo para ir y venir de lo que consideraba un infierno creado por el hombre, ¿y encima ella le echaba la bronca?
—Tú eres cosa mía. ¿En serio crees que, después de que esa zorra rubia viniera aquí a abofetearte, iba a quedarme como si nada hubiera pasado?
—A mí me ha dado una buena bofetada, pero ella está casada con Jonathan. Diría que se lleva la peor parte.
—Exacto. No se va de rositas. No se va tan fresca después de haberte pegado, de haberte hecho llorar. Ya está.
—No lloraba porque me hubiera hecho daño. Para mí ha sido una humillación. Peor aún. Ni siquiera se me ocurre una palabra. Que tu madre haya tenido que ver eso, oír todo eso.
—Para ella no es un problema.
—Y los obreros, todos ellos lo han visto. A estas alturas, el pueblo entero sabe ya lo que ha pasado, o alguna versión de lo ocurrido.
—¿Y qué más da? —Dios, estaba agotado y empezaba a dolerle la cabeza, y ella seguía allí echándole la bronca por hacer lo que había que hacer—. Es lo que hay, y la que queda como una imbécil es ella, no tú. Y no, no, por Dios, no llores otra vez.
—¡No lloro! —Se le escapó una lágrima—. Además, tengo derecho a llorar. ¡La gente llora! Asúmelo.
—Toma. —Ryder cogió un martillo del cinturón que se había quitado antes—. Atízame en la cabeza. Eso lo puedo soportar.
—Para. Basta ya —rogó, para sí tanto como para él, enterrándose las manos en el pelo mientras se volvía de espaldas—. Eso me da igual. ¡No es ese el problema! Lo has hecho tú solo, sin consultarme; te has ido al Wickham a contarle al padre de Jonathan todo este sórdido asunto.
—Eso es. He hablado con él, y ya está arreglado.
—Hablas con él, pero no conmigo. No me has concedido ni cinco minutos, pero sí que has invertido casi cuatro horas en un viaje de ida y vuelta a Georgetown para hablar con Baxter Wickham. Yo no espero que me seques las lágrimas, Ryder, tampoco que me beses para consolarme, pero desde luego espero que hables conmigo, que tengas en cuenta mi opinión, mis sentimientos, mis necesidades. Hasta entonces, no pienso volver a hablar contigo.
—Espera un momento —dijo al verla irse a grandes zancadas hacia la puerta.
Ella se volvió.
—He esperado cuatro horas. Te toca a ti. Y gracias por las puñeteras flores.
Se fue, y lo dejó perplejo y disgustado una vez más.