15

Esperanza se despidió del último de sus huéspedes. A medianoche una tormenta había descargado una lluvia muy necesaria y había dejado tras de sí una manta de calor y humedad. Estuvo fuera un minuto, mirando al otro lado del aparcamiento, entre el montón de camionetas. Necesitaba encontrar veinte minutos para ir allí y hacer fotos de los progresos de la obra para subirlas a la página web.

Pero esa mañana tenía otras prioridades.

Volvió dentro, a la cocina, donde Carolee limpiaba la isla de granito.

—Estamos sin existencias —le dijo Carolee—. Ya sé que lo tienes en la lista de cosas pendientes, pero he pensado que podía acercarme yo a por suministros. Quizá se sienta más cómoda si hay menos gente por aquí.

—No sé qué haría sin ti.

—Mientras lo averiguas, cojo la lista y me encargo yo. Justine vendrá después, así que ya nos cuentas a las dos. ¿Qué crees que pasará cuando le encuentres a Billy?

—No sé. Si pasa… a mejor vida, la voy a echar de menos.

—Te entiendo. A mí también me gusta hablar en alto sin tener la sensación de que hablo sola. Y notar que anda por ahí. Ya sabes a qué me refiero.

—Desde luego.

—No tardaré mucho. —Carolee cogió el bolso y guardó la lista de la compra—. Ay, ¿dónde tendré la cabeza? Antes, como has empezado a contarme lo de esa carta, se me ha olvidado comentarte las novedades. Justine ya tiene director y subdirector para el centro de fitness.

—¿Ha encontrado a alguien? Qué gran noticia. ¿De la zona?

—De la zona y con mucha experiencia y, según Justine, desborda energía.

—Justo lo que uno querría del director de un centro de fitness.

—Justine tiene un don para encontrar a la persona perfecta para cada puesto —dijo Carolee abrazándola con un solo brazo—. Te veo en unas horas.

Ya sola, respiró hondo. Como había decidido tras meditarlo toda la mañana, empezó a subir las escaleras. Aquello había que abordarlo desde la «zona cero».

Acababa de pasar delante de su despacho cuando empezó a sonar el teléfono. Estuvo a punto de dejar que saltara el contestador, pero retrocedió para cogerlo.

—Buenos días. Hotel Boonsboro.

Veinte minutos después, volvió a intentarlo. Y Avery entró corriendo.

—Se me ha complicado la mañana. ¿Has intentado ya hablar con ella?

—No, también a mí se me ha complicado. ¿Conoces a Myra Grimm?

—Puede ser. Conozco a Brent Grimm. Trabaja en Thompson’s y viene mucho por Vesta. Creo que Myra es su hermana mayor. ¿Por qué?

—Quiere reservar el hotel para una celebración discreta de segundas nupcias. Lo que puedo decirte es que se divorció de Mickey Shoebaker hace dieciséis años, recuperó su apellido de soltera, vive a tres kilómetros del pueblo y trabaja en la Funeraria Bast.

—Por suerte, no he tenido que hacer negocios con ella.

—Conoció a su futuro marido allí hace tres años, cuando enterró a su esposa.

—Huy. Nunca habría pensado que se pudiera ligar en una funeraria.

—El amor siempre encuentra su camino —dijo Esperanza riendo—. El caso es que él le hizo la pregunta, como dice ella, y quieren casarse el mes que viene.

—Van rápido.

—Ya no son unos críos, dice. Algo discreto, de veinte a veinticinco personas. Por la tarde. Ya me darán detalles.

—Una boda discreta en segundas nupcias por la tarde —meditó Avery—. Puedo preparar algo sencillo, y encargar una tarta.

—Eso le he sugerido yo. Va a hablar con su prometido, claro que, como dice, a él le vale cualquier cosa que le parezca bien a ella.

—Suerte que tiene.

—Estaba como loca. Qué tierno. Bueno… —Miró hacia las escalera, se volvió al oír llamar a Clare a la puerta del Vestíbulo.

—Quería estar presente, si no os importa. Ella me ha ayudado, y he pensado que quizá el tenernos a las tres aquí la ayude a ella.

—Buena idea. Vamos para arriba. E y D es su habitación favorita, así que lo intentaremos allí.

—Qué raro es esto, ¿verdad? —dijo Avery, a la retaguardia, detrás de Clare—. Pero no raro de yuyu. Más bien como ir a hablar con una amiga a la que no conoces muy bien en realidad, pero a la que aprecias.

—Yo cada día la conozco mejor. Llevaba una vida limitadísima. Por la época, por la cultura, pero también porque su padre era severísimo, demasiado estricto. ¿Sabéis que no he encontrado ni una sola carta de ella entre las cosas de su hermana? Debería haber alguna. En aquella época, la gente se escribía mucho.

—Era el correo electrónico del siglo XIX —comentó Avery.

—Unas hermanas se habrían escrito —coincidió Clare—. Pero si el padre era tan estricto, puede que destruyera todas las cartas que escribió Lizzy.

—Creo que fue así. Hay mucho mensaje subliminal en las cartas que he leído —prosiguió Esperanza—. Catherine lo temía. Tiene que ser horrible temer a tu padre. Creo que Catherine fundó la escuela, una vez estuvo casada y libre del yugo paterno, por la clase de limitaciones que habían sufrido. A Catherine le encantaba leer y, durante la guerra, descubrió su vocación médica. Quiso estudiar, pero era impensable.

—De modo que fundó una escuela para que otras mujeres sí pudieran hacerlo. —A Clare se le empañaron los ojos—. Para que otras pudieran perseguir sus sueños.

—¿Y Lizzy? —añadió Esperanza—. Ella solo quería enamorarse, casarse, formar un hogar y una familia. Justo lo que quería su padre, salvo por lo primero, porque el amor no entraba en los planes que tenía para sus hijas.

Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta.

—Anoche tuvimos huéspedes en esta habitación. Aún no la han limpiado.

—Creo que por una cama sin hacer no nos vamos a desmayar. Siéntate, Clare —le ordenó Avery.

—Estoy bien.

—Una embarazada nunca debe desperdiciar una ocasión de sentarse.

—Sí, tienes razón. —Clare se instaló en la silla de terciopelo púrpura—. ¿Crees que se queda aquí cuando tienes huéspedes en la habitación, como anoche?

—Según. A veces noto que está arriba, en mi apartamento. O en la Biblioteca si entro a rellenar el decantador de whisky o a reponer el café de la cafetera.

—Le gusta hacerte compañía —dijo Avery—. Cuéntanos lo de la carta.

—Ya os lo he dicho.

—Cuéntanoslo otra vez y así quizá se lo cuentes a ella también.

—Hay cientos. Mi prima y la archivista de la escuela se han esforzado mucho por encontrar cartas recibidas por Catherine y escritas por ella. La mayoría de las que tienen y de las que yo he podido leer se las escribieron a ella. Son cartas de amigos, de parientes, de la institutriz que tuvo de pequeña, de su profesora de música, etc.

Avery asintió con la cabeza, sentada al borde de la cama.

—Hay cartas de James Darby, el hombre con el que se casó, y varias que ella le escribió a él. Son mis favoritas por ahora. En ellas se ve la evolución de lo que sentían el uno por el otro, el afecto, el humor, el respeto. Él se enamoró primero, creo, y me parece que su amor por ella, el modo en que él la veía, la ayudó a descubrirse.

—Tuvo mucha suerte —afirmó Clare—. Se casó con alguien a quien amaba y que la amaba a ella.

—Creo que fueron muy felices juntos —dijo Esperanza—. Él no solo financió gran parte de la escuela que Catherine quería sino que llegó a compartir su ilusión. James era de buena familia, de posición social y económica consolidada, y el padre de ella aprobó el enlace. Pero ellos se querían. Pudo vivir feliz con el hombre al que amaba. No fue un matrimonio por miedo, obligación o conveniencia.

Al oler la madreselva, Esperanza se sentó despacio al lado de Avery.

—El amor amplió sus horizontes. Quería a su hermana, pero aún era joven, tenía miedo, y no sabía lo que era estar enamorada. Por lo que sé, le guardó el secreto. Sus cartas destilan lealtad. No creo que te traicionara. Escribió a tu prima Sarah Ellen. Tenían casi la misma edad y compartía con ella sus sentimientos, sus pensamientos, sus alegrías y sus preocupaciones. Temía que te pasara algo si tu padre se enteraba de que te escapabas a ver a Billy. Él era un albañil que trabajaba en la finca de tu padre. ¿No es así? Tienes que decirnos si es así para que pueda seguir buscando.

Apareció delante del balcón.

—Grabó en piedra nuestras iniciales. Me lo enseñó. Dentro de un corazón. Luego lo enterró en el muro para que durara siempre y nadie más lo supiera.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Esperanza.

—Billy. Mi Billy. Yo estaba montando a caballo y fui más allá de donde se me permitía. Sola. Hasta el arroyo. Y él estaba allí, pescando, un domingo por la tarde. No debería haber estado allí, ni yo. Una fría tarde de marzo, y el agua del arroyo abriéndose paso entre los restos del deshielo.

Lizzy cerró los ojos como si se retrotrajera.

—Podía oler a la primavera intentando desplazar al invierno, aunque la nieve aún se ocultaba entre las sombras. El cielo era de un gris invernal; el viento, crudo.

Abrió los ojos y sonrió.

—Pero allí estaba él, y de pronto ya no hacía frío. Jamás debí haber hablado con él, ni él conmigo. Aun así, lo supimos como si siempre lo hubiéramos sabido. Una mirada, una palabra, y nuestros corazones se abrieron. Como en las novelas que Cathy me leía y de cuyos relatos de amor a primera vista yo tanto me reía.

Esperanza se vio tentada de hablar, interrumpirla. Su nombre, dinos su nombre. Pero no tuvo valor.

—Nos vimos cuando yo pude escaparme, y nos amamos ese frío marzo y durante la florida primavera hasta el lozano estío.

Le tendió una mano a Esperanza.

—Tú lo sabes. Las tres sabéis lo que se siente cuando se quiere así a alguien. Trabajaba con las manos, no con madera como vuestros amados, sino con piedra. Solo por eso ya no era digno a los ojos de mi padre. Nosotros lo sabíamos.

—¿Se enteró tu padre? —le preguntó Esperanza.

—Él jamás habría creído, ni sospechado siquiera, que yo pudiese desafiarlo de ese modo. Me eligió un marido y lo rechacé cuando nunca me había opuesto a nada. Al principio fue como si no me hubiera pronunciado. Siguió con sus planes de boda. Yo seguía negándome, pero en realidad no habría tenido elección. Y la guerra…

Se volvió hacia Clare.

—Tú sabes bien lo que la guerra les hace a los que luchan en ella, y a los que quedan atrás, esperando y temiendo. Me dijo que debía luchar, debía ir, por su honor. Le rogué que no lo hiciera, pero su voluntad era inquebrantable. Nos iríamos juntos, nos casaríamos y yo me quedaría con su familia hasta que él volviera a por mí.

—¿Dónde estaba su familia? —intervino Avery.

—¿Aquí? —Lizzy se tocó el cuello alto de su vestido, mirando alrededor—. ¿Cerca? Se desvanece. Su rostro es nítido, su voz, sus caricias. Sus manos duras. Duras y fuertes. Ryder.

—Sí —murmuró Esperanza—. Manos fuertes y duras. ¿Te fugaste con Billy?

—No pude. Esa noche mi padre firmó mi contrato nupcial. Debí callar, pero le grité, perdí el control. Pensé en Billy yendo a luchar y me enfurecí con mi padre. Jamás me casaría si no era por amor. Podía golpearme, encerrarme, echarme de casa, pero ni con esas haría lo que me pedía. Así que me encerró en mi cuarto. Me pegó.

Como si ese recuerdo estuviera aún demasiado fresco, se tocó la mejilla.

—Cuando mi madre fue a acostarse, él volvió a pegarme, me llevó a rastras a mi cuarto y me encerró allí. No pude salir, ni pude escaparme. Tres días con sus noches me tuvo encerrada en mi cuarto a pan y agua. Hice lo que debería haber hecho antes. Le dije que obedecería. Le pedí perdón. Mentí y mentí, y esperé mi oportunidad. Tomé cuanto pude y en plena noche abandoné aquella casa y a mi familia, y a mi hermana, a la que quería muchísimo. Cogí el tren a Filadelfia. Asustada, ilusionada. En busca de Billy. Viajé en coche de caballos. Hacía mucho calor. Era un verano muy caluroso. Yo estaba enferma. Escribí… a su madre. Creo. Se desvanece. Le escribí, y vine aquí. Él estaba aquí.

—¿Billy vino aquí? —le preguntó Esperanza.

—Cerca. Iba a venir. Oía el tronar de los cañones, pero estaba muy enferma. Él iba a venir. Me lo prometió. Lo estoy esperando.

—Eliza, necesito saber su nombre. Completo. —Esperanza se puso en pie—. Se llamaba William.

—No. Era Billy, pero Joseph William. Iba a construir una casa para nosotros, con sus manos. ¿Hará tu Ryder una casa para vosotros?

—Él ya tiene una casa. Eliza…

—Y perro. Tendríamos perros. Abandoné a mis perros, mi casa, a mi familia. Pero tendríamos perros y una casa y una familia. Creo que yo estaba embarazada.

—Ay, Dios —susurró Avery.

—Creo… Las mujeres sabemos esas cosas. ¿No es así? —le preguntó a Clare.

—Creo que así es.

—Nunca se lo dije. Yo empecé a sospecharlo cuando vine aquí. Luego el calor y la enfermedad. Y se desvanece. Demasiado tiempo. —Les tendió una mano a través de la que se podía ver—. Todo se desvanece.

—Ay, no… —le dijo Esperanza, pero Lizzy se desvaneció como su mano.

—Preñada, sola y enferma, mientras el hombre al que amaba iba a la guerra. —Avery se levantó y se puso en cuclillas junto a Clare, apoyando la mejilla en su mano.

—Lo mío no fue así. Yo nunca estuve sola. Tenía una familia que me quería. Pero, sí, entiendo el miedo que debió de pasar. Y, Dios, qué valor tuvo de marcharse con lo puesto, venir a un lugar desconocido… Y luego saber que estaba embarazada.

—Luego pasar los días en cama, enferma y moribunda, oyendo los cañones. Billy combatió en Antietam —dijo Esperanza—. Estoy convencida. Estaba cerca, y era soldado.

—Su familia también —le recordó Avery—. Y no buscamos a un William, sino a Joseph William. ¿Williams, quizá? ¿Lo llamarían Billy?

—No sé, pero tener un posible primer y segundo nombre, o nombre y apellido, nos va a venir muy bien.

—Cuanto más hablaba, o lo intentaba, menos «estaba». Se la veía menos según iba hablando con nosotras.

Esperanza asintió al comentario de Clare.

—Eso ya ha pasado antes. Debe de ser alguna especie de energía. A saber. Podría empezar a indagar sobre actividades paranormales, apariciones, pero me robaría tiempo del que necesito para encontrar a Billy. Esa es la prioridad.

—Se lo contaré a Owen, para que investigue él. Pero ha hablado con nosotras. —Avery cogió de la mano a Clare cuando esta se levantaba, después a Esperanza—. Con nosotras tres. En todo este tiempo no había podido contarle la historia a nadie. Solamente quería a Billy, un hogar, una familia y un perro. Ojalá se nos apareciera su padre. No sé si se puede zurrar a un fantasma, pero me encantaría intentarlo.

—Ahora este es su hogar —suspiró Esperanza—. Y nosotros su familia.

—Beckett la despertó. Estoy convencida de eso —le dijo Avery a Clare—. Hubo algo en él que la animó a manifestarse. Quizá le recordara a Billy. Quizá todos le recuerden a Billy; los tres, Owen y Ryder también. Confía en ellos, los aprecia. Existe algún tipo de conexión entre ellos, y quizá sea algo más que el que ellos hayan rehabilitado el edificio.

—Sí —dijo Esperanza, circunspecta—. Tienes razón. Hay algo… —Se interrumpió al oír que se abría la puerta de abajo y unas voces que subían—. Las de la limpieza.

—Tengo que volver a la tienda. —Clare se irguió con dificultad—. Deberíamos anotar todo esto. Puedo hacerlo yo. A lo mejor, teniéndolo por escrito, vemos algo que se nos ha escapado al oírlo.

—Empezaré a buscar por Joseph William, o Williams, tan pronto como pueda. —Esperanza bajó la primera.

—Tendríamos que reunirnos. Los seis, y Justine, si quiere.

—Yo estoy libre mañana por la noche. ¿Tienes canguro?

—La busco —le dijo a Esperanza—. ¿Podemos vernos aquí? Puede que eso nos dé el empujón que necesitamos.

Se detuvieron en el Vestíbulo, charlaron con las mujeres de la limpieza. Cuando sonó el teléfono, Esperanza se despidió de sus amigas.

Sin parar de darle vueltas mentalmente a la reunión, desafió el calor saliendo a arrancar las malas hierbas. Pensaba mejor si tenía las manos ocupadas.

Habían adelantado mucho, lo veía. El impulso las llevaría por la vía correcta.

¿Y luego qué?, se preguntó. Cuando encontraran a Billy, cuando descubrieran dónde había vivido y muerto, cómo había muerto y cuándo, ¿qué pasaría con Lizzy?

Ella nunca había tenido una oportunidad, pensó Esperanza, una de verdad. Justo cuando pensaba que su vida empezaba, se terminó. Sin embargo, su espíritu permaneció fiel, compasivo, lleno de humor y de afecto.

Y de amor, pensó. Lizzy sencillamente resplandecía de amor.

Habrían sido felices juntos, caviló. La casa de piedra, la familia, los perros. Por joven que fuera, por trágica que fuese su vida, siempre había sabido lo que quería, y se había esforzado por conseguirlo.

¿Y tú qué quieres?, se preguntó Esperanza.

Su propia pregunta la sorprendió y la paralizó. Tenía lo que quería, ¿no?

Un trabajo que le encantaba, amigos a los que adoraba, una familia con la que podía contar cuando la necesitaba. Un amante al que apreciaba y con quien disfrutaba.

Con eso le bastaba, como le había dicho a Ryder. Era más que suficiente.

Sin embargo, algo la inquietaba, algo en su interior que buscaba expandirse.

No lo estropees, se advirtió. No empieces a hacerte ilusiones. Tómate las cosas como vienen, y sé feliz, disfruta del presente.

Se volvió al ver llegar a Carolee y salió al aparcamiento a reunirse con ella.

—¡Vengo cargada! —anunció Carolee.

—Y yo vengo a ayudarte.

—Ella también. —Carolee señaló a Justine, que aparcaba en ese momento—. La he llevado detrás los dos últimos kilómetros. Llegas a tiempo —le gritó Carolee—. Coge una bolsa y llévala dentro.

Justine, que calzaba unas sandalias con cintas de arcoíris y unas gafas de sol de color rosa chicle, apretó el bíceps.

—Mirad qué poderío. Madre de Dios, hace un calor de mil demonios.

—Creí que con la tormenta de anoche refrescaría. —Carolee metió la mano dentro del coche y sacó un paquete enorme de papel higiénico—. No ha habido suerte.

—Tumbó una rama tan grande y ancha como Willy B. en mitad de mi salida. He tenido que sacar la condenada motosierra.

—¡Sabes usar la motosierra! —exclamó Esperanza, admirada.

—Cielo, sé usar la motosierra, el cortaleña hidráulico y casi cualquier cosa que me pongas en las manos. Si no queda otra. Lo habría hecho uno de los chicos, pero no iba a pedirles que dejaran el trabajo cuando podía hacerlo yo misma.

—Yo sé usar la desbrozadora —bromeó Carolee mientras llevaban la compra al hotel—, pero yo llevo años viviendo en el pueblo y Justine en el bosque. ¿Recuerdas que a mamá casi le parecía que Tommy se te iba a llevar al extranjero cuando compró esa parcela?

—Mamá pensaba que me iba a volver una palurda. Tommy le tomaba el pelo diciéndole que iba a montar un alambique.

—¿No le caía bien? —quiso saber Esperanza.

—Huy, lo adoraba. Estaba loca con él. Solo que no le gustaba la idea de que me soltara en medio del monte, que era como veía ella cualquier cosa que estuviera a más de cinco kilómetros del pueblo. Mi padre se crio en una granja no lejos de aquí y estaba deseando mudarse a la civilización. Estaban hechos el uno para el otro.

—Todo el mundo tiene su sitio —señaló Carolee.

—Y el mío está en el bosque. Tengo suerte de que mis hijos piensen lo mismo, porque así los tengo cerca.

—No, siéntate —le dijo Esperanza a Justine al ver que quería salir otra vez—. Ya voy yo a por el resto. Tómate algo frío y, cuando terminemos de meter las cosas, te cuento lo último de Lizzy.

—Pues sí, voy a hacer eso, y a ver cómo guarda mi hermana todo esto.

—Siempre me has mangoneado.

—Porque a ti siempre te ha gustado.

Divertida, Esperanza las dejó a lo suyo y salió a buscar la última bolsa del coche de Carolee.

Cuando se disponía a hacerlo, un BMW Roadster rojo llegó al aparcamiento. No reconoció el coche, que era nuevo, pero sí a la mujer que lo conducía.

Apretó la mandíbula y se le tensaron los hombros. No se molestó en esbozar una falsa sonrisa cuando Sheridan Massey Wickham pisó el suelo del aparcamiento con sus preciosas (¡maldita sea!) sandalias de tacón de aguja de Louboutin.

La melena le caía formando ondas tan resplandecientes y perfectas que Esperanza estaba segura de que Sheridan se había detenido unos minutos por el camino para repasarse el peinado y el maquillaje. Llevaba un vestido de estampado acuarela (Akris, supuso Esperanza), unos pendientes lágrima de platino y un anillo de casada que habría llamado la atención de cualquiera.

Qué suerte la mía, se dijo Esperanza, ahora que estoy sudada, llevo el vestido de desbrozar el jardín y no me he vuelto a dar brillo de labios desde esta mañana.

Perfecto.

—Sheridan —la saludó sin más.

Sheridan se quitó las gafas de sol y las guardó en el bolsito de piel rosa chicle.

—Te lo voy a advertir una sola vez: mantente alejada de Jonathan.

Reconocía la furia cuando la tenía delante, lo que no entendía era el porqué.

—No lo veo por aquí.

—¿Me vas a mentir a la cara? Sé muy bien que ha estado aquí, no lo niegues. Sé que ha estado contigo. Sé perfectamente lo que pretendes hacer.

—No tengo pensado mentirte a la cara ni a la espalda, ni motivo para hacerlo. Ya he escuchado tu innecesaria amenaza, ya puedes irte. Si no te importa, estoy trabajando. Que tengas buen viaje de vuelta.

—¡Escúchame, zorra! —Sheridan la agarró del brazo, clavándole los dedos—. Sé que estuvo aquí. Paró a poner gasolina; he visto el resguardo. No soy imbécil.

Sí, se dijo Esperanza, las celosas como ella revisan los resguardos, el correo, registran los bolsillos. Qué forma tan triste de vivir.

—Deberías hablar de esto con él. Pero te diré que sí estuvo aquí, una sola vez, a principios del verano. Vino a decirme que su padre quería que volviera al Wickham e iba a hacerme una oferta.

—Eres una mentirosa, y una furcia.

—No soy ninguna de las dos cosas. —Se zafó bruscamente de su mano.

—Si su padre quisiera que volvieses, yo me habría enterado. Además, tú no habrías desaprovechado una oportunidad así.

—Obviamente te equivocas en las dos cosas.

Más furiosa aún, Sheridan empezó a levantar la voz.

—No voy a consentir que sigas con tus juegos de antes. Ahora soy su esposa. Yo soy su esposa y tú no eres nada.

Esperanza contuvo la tentación de rascarse el brazo. Sheridan le había clavado las uñas al agarrarla.

—Yo nunca he jugado a nada.

—Te acostaste con él para conseguir el puesto de directora e intentaste casarte con él del mismo modo. Y sé que lo sigues intentando. ¿Crees que no sé a quién viene a ver cuando dice que tiene un viaje de negocios o una reunión hasta tarde?

A Esperanza le habría dado pena de ella si la rabia se lo hubiera permitido. Procuró, en cambio, controlarse para no gritarle ella también.

—Sheridan, métete esto en la cabeza: Jonathan no podría interesarme menos. Si piensas que voy a dedicarle mi tiempo y menos aún acostarme con él después de lo que me hizo, realmente eres imbécil.

—¡Zorra mentirosa!

La bofetada de Sheridan en la cara la dejó atónita y llegó con la fuerza suficiente para hacerla retroceder un paso.

—¡Dime la verdad! Quiero la verdad ahora mismo o…

—Más vale que te largues. —Ryder apartó a Sheridan—. Y bien lejos.

—Quítame las manos de encima o llamo a la policía.

—Ryder…

—Ve dentro, Esperanza.

—Sí, sal corriendo. —Sheridan agitó su bonita melena y sonrió con desdén—. Como hiciste cuando Jonathan te dijo que había terminado contigo.

—Yo no voy a ir a ningún sitio, pero te sugiero que lo hagas tú.

—Sí, sí, me voy, pero directa a tu jefe. Ya puedes ir buscándote otro sitio donde aterrizar, porque, cuando le diga lo que te propones, se acabó tu trabajo aquí.

—¿Y por qué no me lo dices ya? —le sugirió Justine, acercándose a ella—. Este hotel es mío. Esperanza es mi gerente. Así que más te vale hacerlo bien, porque, si no, le pediré a mi hijo que llame a la policía para que te saque de mi propiedad.

—La está utilizando, como hace con todo el mundo. Jonathan me ha dicho que lo llamó rogándole que viniera a hablar con ella, y que le suplicó que volvieran.

—Encanto, si ya tienes problemas así nada más casarte, la cosa no va muy bien. Que vengas aquí a incordiar a Esperanza no los va a solucionar.

—Yo he visto a Jonathan solamente una vez desde que me fui de Washington —dijo Esperanza—. No lo he llamado. Ni me he acostado con él. No lo quiero, Sheridan. Y, la verdad, no acabo de entender por qué tú sí.

Cuando Sheridan se abalanzó sobre ella, Ryder se interpuso entre las dos.

—Vuelve a ponerle las manos encima y te aseguro que lo vas a lamentar.

Sheridan frunció los ojos.

—Así que vuelves a las andadas, ¿no? ¿A acostarte con el hijo de la jefa? ¡Qué pena das!

—Señora, hay una docena de hombres allí que la han visto abofetear a Esperanza. Todos ellos declararán en su contra cuando ella la denuncie por agresión.

—Yo…

—Calla, Esperanza —le soltó él—. Y tú coge el coche y lárgate de una vez. Y no se te ocurra volver, porque si me entero de que has vuelto, y en un pueblo todo se sabe, haré que te detengan. Seguro que a los Wickham les encantará ver su nombre en las páginas de sucesos del Washington Post.

—Os está utilizando. —Pero esta vez Sheridan lo dijo con lágrimas en los ojos y voz temblorosa—. Os está utilizando e intenta arruinar mi matrimonio. Serás tú el que lo lamente cuando te cambie por un partido mejor.

—Sheridan —le dijo Justine con asombrosa delicadeza—, te estás poniendo en ridículo. Vete a casa.

—Me voy. De todos modos, no hay quien razone con un par de paletos.

Justine sonrió de oreja a oreja mientras Sheridan se metía en el coche.

—¡Fuera! —gritó Justine cuando el BMW arrancó. Le pasó un brazo por los hombros a Esperanza y añadió—: Ay, cielo, no dejes que esa boba penosa te disguste así.

—Lo siento. Lo siento mucho.

Ryder se volvió. Había querido asegurarse de que el Roadster seguía adelante. Al volverse, vio que rodaban lágrimas por las mejillas de Esperanza.

—Deja de llorar. Para ya.

—Lo siento.

—No hay nada que sentir. Entremos —la instó Justine—. Vamos a poner un poco de hielo en esa mejilla. Te ha dado un buen bofetón, ¿eh?

—Lo siento —repitió ella; no parecía capaz de decir otra cosa—. Tengo que…

Se zafó del abrazo, fue corriendo hacia la puerta, pasó por delante de Carolee, que se quedó atónita, y subió directa a su apartamento.

—Ryder, ve con ella.

—No. Ni hablar.

Justine se giró de inmediato, con los ojos inyectados, los puños en la cadera.

—Ve ahora mismo con ella. ¿Qué demonios te pasa?

—Está llorando. A mí no se me da bien eso. A ti, sí. Ve tú. Va, mamá, ve tú.

—Dios, esto es impensable. —Justine le dio un puñetazo en el pecho—. ¿Qué clase de hombre he criado que no es capaz de ir con su chica cuando llora?

—La mía, mamá. Por favor. Yo hablaré con ella cuando se le pase. Tú sabrás qué decirle, qué hacer.

Justine resopló furiosa.

—Muy bien. Pues tú haz lo que se te da bien y cómprale unas puñeteras flores. —Después de asestarle otro puñetazo, más fuerte esta vez, Justine dio media vuelta y entró.

Frotándose el pecho con una mueca de dolor, Ryder sacó el móvil para llamar a la floristería del pueblo.