Cuando la mujer por la que uno estaba colado trabajaba mucho y a horas extrañas, uno empezaba a vivir igual. A él no le importaba. Le quedaba libre su tiempo de ocio, y así tenía más alternativas. Trabajar, ver deporte por la tele, tomarse una cerveza. Podía cenar de gorra en casa de su madre o de alguno de sus hermanos.
O, como ese día, pasar la noche en el campo de béisbol con sus hermanos y sus sobrinos.
A juicio de Ryder, no había nada como el béisbol de liguillas. Desde luego, una excursión a Candem Yards para ver a los O en la vistosa catedral del béisbol era, sin lugar a dudas, una experiencia inigualable.
Las liguillas ofrecían la intimidad, el drama y la simplicidad del juego estival. Y si se le añadían tres niños, aquello era una auténtica gozada.
Allí sentado, engullía un perrito caliente bien cargado, bebía una cerveza fría (porque Owen y él habían decidido que condujera Beckett) y disfrutaba como un crío.
La multitud abucheaba, gritaba, silbaba a los lanzadores, hasta a los suyos. Los Hagerstown Sun, dos carreras por debajo en la quinta, tomaron el campo. El calor de mediados de julio que había hecho toda la tarde fue cediendo con una suave brisa a medida que el sol se ponía.
Ryder vio al lanzador liquidar al primer bateador y luego miró a Harry, que devoraba la situación, con los codos clavados en las rodillas, el cuerpo inclinado hacia delante, el rostro atento, como solo un fan devoto del béisbol podía entenderlo.
—¿Estás tomando nota, Houdini?
Harry sonrió mientras el siguiente bateador subía a la base.
—El entrenador me ha dicho que el sábado lanzo.
—Eso he oído. —Trataría de estar ahí para ver al crío pavonearse.
—Estoy practicando mi parábola. Beckett me ha enseñado a hacerlo.
—Él es bastante bueno.
Ryder se acomodó para contemplar el siguiente lanzamiento. Al ver que la pelota salía del campo, se movió instintivamente, aupó a Liam y lanzó al aire su mano enguantada. Se ladeó y notó, igual que Liam, que la pelota golpeaba la parte mullida del guante.
—¡La tengo! —Atónito, emocionadísimo, Liam miró boquiabierto la pelota que sostenía en la mano—. ¡La he pillado!
—Qué bien. —Beckett dedicó a Liam y a su hermano una sonrisa inmensa—. Fenomenal.
—El señor Hoover es un horror. Déjame verla —pidió Owen, y seis varones examinaron la pelota como unos mineros examinarían una pepita de oro.
—Yo también quiero. —Murphy abrió su guante—. ¿Me ayudas a coger una?
—Tienen que tirarla aquí. Esa venía muy alta. —Ryder se cuidó de decir que habían tenido suerte—. Abre muy bien los ojos y ten el guante siempre a punto.
—¡Ry! Me ha parecido que eras tú.
La guapísima rubia de melena sexy y curvas generosas embutidas en shorts y camiseta ajustada se hizo hueco para ponerse a su lado.
Colgándose de su cuello, le dio un beso sonoro y gozoso.
—Jen. ¿Qué tal?
—Genial. He oído lo que estáis haciendo en Boonsboro. A ver si encuentro el momento de acercarme y verlo yo misma. Hola, Owen, Beck. ¿A quién tenemos por aquí? —Sonrió a los niños.
—Son de Beck y Clare —le dijo Ryder—. Harry, Liam, Murphy.
—¡Vaya, hola! Me han dicho que Clare y tú os habéis casado. ¿Qué tal está?
—Está bien. Me alegro de verte, Jen —dijo Beckett.
—Mi mamá lleva dos hermanos más en la tripita —anunció Murphy.
—¿Dos? ¿En serio? ¡Vaya! Enhorabuena. ¿Y es cierto eso que dicen de que Avery y tú os habéis prometido, Owen?
—Sí, así es.
—Tengo que ir a verla y ponerme al día, pasarme un día a comerme una pizza. Y a ver su nuevo restaurante cuando abra. Cuántas novedades. Dos de los hermanos Montgomery fuera de circulación —prosiguió mientras Harry la miraba—. Ahora sí que debes de estar cotizadísimo, Ry. —Soltó otra vez una de sus carcajadas histéricas—. Oye, he venido con un par de amigas. ¿Me llevas a casa cuando termine el partido y nos ponemos al día?
—Ahora estoy… —Extendió las manos para abarcar al grupo.
—Ah, claro. Vale, ¡llámame! Bajo a Boonsboro y me invitas a pizza en Vesta. Dile a Avery que voy a ir a verla, Owen.
—Se lo diré.
—Vuelvo a mi sitio. —Le dio a Ryder otro beso sonoro y le susurró al oído—: Llámame.
En cuanto se fue, sus hermanos lo miraron.
—Ya vale —masculló. Tras un incómodo debate interno, se levantó—. Enseguida vuelvo.
—Tráeme una cerveza —le gritó Owen.
—¿Me compras unos nachos? —preguntó Murphy—. ¿Eh, me los compras?
Ryder agitó la mano a modo de afirmación y continuó caminando. Dio alcance a Jen cuando el segundo base cazaba una pelota rápida y el lateral se retiraba.
—Voy a por bebidas —le dijo—. Te invito a una cerveza.
—Estupendo. Han pasado tantas cosas. Me muero por ver ese hotelito vuestro. Vi el artículo del periódico el invierno pasado, y me pareció impresionante. Y Beckett va a tener gemelos, Owen se casa… ¡con Avery!
No paró de hablar en todo el camino. A Ryder nunca le había importado eso, porque ella era feliz parloteando y le daba igual que él no contestara. O que no prestara demasiada atención.
Se conocían desde el instituto, habían salido de forma algo intermitente, bastante intermitente, porque ella había terminado casándose. Luego divorciándose. Habían seguido siendo amigos, de aquella manera, sin nada más que algo de sexo cuando a los dos les venía bien.
Era más que obvio que a ella le venía bien en ese momento.
La invitó a una cerveza, compró la de Owen, la suya, los nachos del niño, luego lo dejó todo en una de las mesas altas mientras decidía cómo abordar el asunto.
—Yo hoy casi no vengo. Ando atareadísima también. Me alegro de que Cherie y Angie me hayan convencido. ¿Te acuerdas de Cherie?
—Sí. —Probablemente.
—Se divorció hace un año. Lo ha pasado fatal.
—Siento oír eso.
—Sale con uno de los jugadores. El centrocampista. Así que hemos venido con ella a ver el partido.
—Muy bien.
—Oye, ¿qué haces este fin de semana? Podría bajar y así me enseñas el hotel. —Le sonrió con ojos chispeantes—. Igual podíamos reservar una habitación.
—Salgo con alguien. —No supo que iba a decir eso hasta que las palabras se le escaparon de la boca.
—Qué novedad, tú siempre… Ah. —Aquellos ojos chispeantes se abrieron como platos—. Hablas de salir, salir. Uau. ¿Os habéis bebido todos la misma poción?
—Yo… nosotros no… Solo salgo con alguien.
—Me alegro por ti, y por ella. ¿Quién es? Cuéntamelo todo. ¿La conozco?
—No. No lo creo. Es la gerente del hotel.
—¿En serio? Ahora sí que tengo que ir a verlo.
—Venga ya, Jen.
—Venga ya, Ry —contestó ella—. ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos? Yo nunca te enredaría.
—No —suspiró él—. No lo harías.
—Además, me alegro mucho por ti. Lo siento un poco por mí —reconoció—, pero me alegro por ti. He tenido una suerte espantosa con los hombres últimamente.
—Será porque los hombres en los que te fijas son imbéciles.
—Hay muchos de esos por ahí. De todas formas, bajaré a charlar con Avery, echar un vistazo a lo que estáis haciendo.
—Estupendo.
—Me voy antes de que mis amigas manden una partida de búsqueda a por mí. Gracias por la cerveza.
—No hay de qué.
—¿Cómo se llama?
—Esperanza.
—Qué bonito. ¿Es guapa?
—Es la mujer más hermosa que he conocido nunca —dijo, de nuevo sin saber de dónde venían aquellas palabras.
—Uf. —Jen se inclinó y le dio un beso en la mejilla—. Buena suerte, cielo.
—Sí. Lo mismo digo.
Lo que acababa de pasar, pensó Ryder mientras cogía las bebidas y los nachos, había sido rarísimo. Inició el camino de vuelta, se detuvo un momento, manteniendo en equilibrio los nachos y la cerveza, para ver al bateador de los Sun cazar un doble del campo izquierdo, hacer una carrera y poner un hombre en la segunda y la tercera.
Barbilla bien alta, se dijo, y se abrió paso hasta su sitio.
—¿Has visto? —le preguntó Harry.
—Sí, buen golpe. —Ryder dejó la bandeja de nachos en el regazo de Murphy y le pasó a Owen la cerveza.
—¿Y bien? —dijo Owen.
—¿Y bien qué?
—¿Que qué le has dicho a Jen?
—Que estoy saliendo con alguien. Dios, Owen, yo no vacilo así a las mujeres.
—Él no vacila así a las mujeres —repitió Murphy muy serio—. Dios, Owen.
Ryder rio a carcajadas, Beckett hizo una mueca, y los Sun la carrera decisiva.
Ryder tenía decidido ir a casa y quedarse en ella, entrenar una hora (para compensar los perritos, los nachos y la cerveza), luego tumbarse con su perro a ver otro partido en la televisión.
Quince minutos después de que Beckett lo dejara en su casa, volvió a salir con el perro. Molesto consigo mismo, se subió a la camioneta y fue a Boonsboro.
Pensaba que ya lo habían dejado todo claro. Habían puesto las cartas sobre la mesa. No quería rollos raros. No quería rollos, punto, así que lo solucionarían de una vez.
Vio dos coches en el aparcamiento, con el de ella. Sabía que tenía huéspedes. Sin problema, decidió. Subiría y la esperaría en su apartamento, luego lo hablarían.
Y así tendría tiempo de pensar en cómo hacerlo.
Las luces exteriores brillaban en la oscuridad, convertían el Patio en un sueño avivado por la fragancia de las rosas que rebosaban por encima del muro de piedra.
Lo había diseñado Beckett, recordó. El muro, las flores, el sauce del centro. Daba un encanto al lugar que no entendía cómo no había huéspedes disfrutándolo.
Subió a la tercera planta por las escaleras exteriores y entró en el edificio. Reinaba un agradable silencio en todo el hotel, así que dedujo que los huéspedes se habían instalado en el Salón a ver una película o jugar una partida de Scrabble.
Abrió la puerta del apartamento de Esperanza, entró con Bobo. Como en casa, cogió una Coca-Cola de la nevera y pensó en cómo matar el tiempo hasta que subiera.
Probablemente debería avisarla de que estaba allí, pero no le apetecía bajar y volver a subir. Le mandaría un mensaje tras tirarse en la cama a ver el partido.
Entró en el dormitorio, y allí estaba, en la cama con las piernas cruzadas, vestida con pijama de verano, los auriculares conectados a su iPod, concentrada en la pantalla de su portátil.
Le dio un vuelco el corazón. Era humillante la facilidad con que le producía ese efecto sin quererlo. Sin saberlo siquiera.
Bobo, encantado, se acercó trotando y le plantó las patas delanteras encima de la cama.
Ella gritó como si alguien le hubiera clavado un cuchillo en el vientre.
—Eh, eh. —Se acercó al verla saltar y llevarse la mano al corazón.
—Me has dado un susto de muerte. —Pasándose los dedos por el pelo, se sentó sobre los talones—. No te esperaba esta noche.
—Sí, bueno… Yo pensaba que estarías con los clientes. Debería haber llamado a la puerta.
—Los huéspedes de las dos habitaciones han querido ir a acostarse temprano. —Volvió a masajearse el corazón, luego rio—. Madre de Dios, vivo con un fantasma. No debería asustarme tan fácilmente. ¿Te he asustado yo a ti? —le ronroneó al perro, acariciándole la cabeza—. Estaba aprovechando la tranquilidad para echar un vistazo a estos documentos y cartas a Lizzy.
—¿Algún progreso?
—No estoy segura. Pero empiezo a conocerla un poco mejor. Sé que su padre tenía mano dura y que su madre a menudo se acostaba aquejada de «dolor de cabeza», que empiezo a pensar que era más una excusa para evitar el conflicto que un problema de verdaderas migrañas. Su padre era rico y ostentaba una posición social destacada, tenía influencia política, y…
—No me acuesto con nadie más. Ahora —añadió él, algo tarde.
Ella se lo quedó mirando un momento.
—Me… alegra saberlo.
—Si piensas salir con alguien más o acostarte con otros, quiero saberlo.
—Me parece justo. No. Ahora mismo, no.
—Vale. —Ryder echó un vistazo, vio que Bobo se había instalado en la cama que ella le había comprado, con las patas en la hamburguesa de plástico con silbato que ella había incluido en el lote—. Si quieres seguir, te dejamos tranquila.
—Creo que prefiero que te quedes y me cuentes a qué ha venido eso.
—Por nada en particular. Solo quiero evitar malentendidos, evitar rollos raros.
—Entiendo.
¿Qué tenían algunas mujeres?, se preguntó Ryder. Esas que, como su madre, sabían usar el silencio con la eficacia de un poli veterano interrogando a un testigo.
—Me he encontrado con una amiga en el partido. Eso es todo.
—Ah —dijo ella con naturalidad—. ¿Y qué tal el partido?
—Bien. Al final han ganado los Sun, cuatro a tres. Liam ha pillado una pelota que se ha salido del campo.
—¿En serio? —Sonrió, aplaudiendo deprisa—. Se habrá puesto como loco.
—Sí, le durará un rato.
—Qué maravilla que los niños hayan podido salir una noche con vosotros tres. —Mirándolo a los ojos, dejó que se hiciera el silencio.
—La conozco desde el instituto.
Esperanza se limitó a ladear la cabeza, no dijo nada.
—Ay, Dios mío. Nos acostamos a veces. Nada serio. ¿Qué demonios te pasa? —preguntó al ver que guardaba silencio.
—No me pasa nada. Estoy esperando a que termines.
—Vale. Me la he encontrado, eso es todo, y me ha pedido que quedáramos. Quería ver el hotel y, ya sabes, igual reservar una habitación.
—Ah. —Esperanza cruzó las manos—. Eso ha tenido que ser muy violento, teniendo en cuenta que ahora te acuestas con la gerente.
La miró ceñudo, y sus ojos adquirieron un color verde fulgurante.
—«Violento» es una palabra estúpida. De chicas. Ha sido raro. He tenido que decirle que estaba saliendo con alguien, porque no quería rollos raros.
—¿Se ha enfadado?
—No. No es de esas. Somos amigos.
Esperanza, toda comprensión, asintió con la cabeza.
—Es buena idea, incluso aconsejable, que puedas seguir siendo amigo de alguien con quien te has acostado. Dice mucho de ti.
—No se trata de eso. —Su calma, sus respuestas condenadamente razonables lo pusieron nervioso—. Se trata de ser claro. Yo no voy a acostarme con nadie más, así que tú tampoco. Eso está claro.
—Por supuestísimo.
—No soy como ese capullo con el que estabas liada.
—No eres en absoluto como ese capullo —coincidió—. Y otra cosa igual de importante para mí: tampoco soy la misma que cuando estaba liada con ese capullo. ¿No es genial que seamos quienes somos, e incluso mejor, que podamos ser quienes somos el uno con el otro?
—Supongo que sí. —Él suspiró y liberó, por fin, casi toda su frustración—. Me descolocas —reconoció.
—¿Por qué?
—Porque no haces preguntas.
—Hago muchas preguntas. De lo contrario, no sabría que te hiciste esa cicatriz del trasero al volcarse el trineo cuando tenías ocho años. O que perdiste la virginidad en la casa del árbol que tu padre os construyó, por fortuna hace ya unos años. O…
—Sobre hacia dónde vamos —la interrumpió él—. Las mujeres siempre queréis saber hacia dónde vamos.
—Me gusta donde estamos tú y yo ahora, y no necesito saber dónde podríamos estar. Me gusta estar aquí. Soy feliz contigo, y eso me basta.
Aliviado, se sentó al borde de la cama, se volvió para mirarla.
—Nunca he conocido a nadie como tú. Y me cuesta entenderte.
Ella le acarició una mejilla.
—A mí me pasa lo mismo. Me gusta que hayas venido hoy a contarme esto. Que te haya preocupado lo bastante como para tener que decírmelo.
—Algunas mujeres no soportan que un tío tenga amigas, o que hable con una con la que se ha acostado.
—Yo no soy celosa. Quizá, si lo hubiera sido, si hubiera sido menos confiada, no me habrían traicionado, pero yo soy así. Si no puedo confiar en el hombre con el que estoy, no debería estar con él. Confié en Jonathan, y me equivoqué. Confío en ti, y sé que hago bien. No mientes, y eso es importante para mí. Yo no te voy a mentir, y todo irá bien.
—Tengo más amigas.
Riendo, se colgó de su cuello.
—Apuesto a que sí. —Le dio un beso suave, que alargó—. ¿Te vas a quedar?
—Igual sí.
—Bien. Entonces déjame guardar esto.
Hacía unas horas extra todas las noches, a veces solo, otras con uno de sus hermanos, o con los dos. Si ella no tenía huéspedes, cenaban juntos o salían a algún sitio, después se quedaban en casa de él.
Esperanza nunca se dejaba nada en su casa, algo que a Ryder le parecía extraño. Las mujeres siempre iban dejándose cositas por ahí. Pero ella no.
Así que igual compraba un frasco del gel de ducha que ella usaba para tenerlo en su casa. Dios, le gustaba cómo olía, mucho. Y se hizo con un par de toallas nuevas, porque las suyas ya estaban un poco gastadas.
No era como llenar la casa de flores y velas perfumadas.
Ella le compraba cervezas, él su gel de ducha, y sí, también su vino favorito. No era para tanto. Tampoco ella le daba importancia.
Esperanza nunca se quejaba del perro, y muchas se lo habían echado en cara. Pero ella no. Si incluso le había comprado a Bobo una cama y un juguete para que se sintiera como en casa cuando pasaban la noche en su apartamento.
Pensaba en eso más de lo que debía, más de lo que quería, en que ella no hacía las cosas que él suponía que haría.
Aquellas sorpresas lo descolocaban de un modo que había llegado a apreciar.
Y valoraba que no fuera de las que protestaban cuando el trabajo lo retenía, como en ese momento.
Echó un ojo al bar de MacT, satisfecho con aquella distribución del espacio, el brillo de los suelos de madera, la simetría de las luces.
—Cuando acabemos esta mole —dijo, mientras sus hermanos y él remataban la barra—, quiero una pizza del guerrero. Le toca pagar a Beckett.
—Yo no puedo. —Beckett hizo una pausa para limpiarse el sudor de la cara—. Tengo que volver a casa y echarle una mano a Clare. Termina siempre agotada.
—De todas formas, hoy le toca a Ry —dijo Owen—. Y a mí sí me apetece. Avery cierra, así que me viene fenomenal.
—¿Cómo que me toca a mí?
—Así van los turnos. Madre mía, esta cosa es inmensa. Y preciosa.
Al colocar la última pieza, retrocedieron y admiraron el lustre oscuro de la caoba, el detalle de los paneles que habían construido e instalado.
Aún le faltaba el reposapiés, la superficie y los grifos, pero a Ryder le parecía que habían hecho un trabajo impresionante.
Owen pasó la mano por el canto.
—Al ritmo que vamos, en una semana, semana y media máximo, lo tenemos. Nos ha venido bien que Ry esté colgado de la gerente y tenga que entretenerse aquí.
—Está quedando muy bien —dijo Beckett—. El único inconveniente es que, con todo este trabajo, y lo ocupadísima que Ry tiene a Esperanza, no hemos avanzado en la búsqueda de Billy tanto como nos hubiera gustado.
—Hay mucho que revisar —le recordó Owen—. Ya casi lo tenemos. El padre de Lizzy se las arregló para eliminar datos de los registros oficiales. Hay lagunas. ¿Qué clase de padre se dedica a eliminar todo rastro de su propia hija?
—Uno de esos de los que huyen los hijos —dijo Ryder—. Como hizo ella.
—¿Owen? ¿Estás ahí? He visto luces cuando… —Avery entró por el acceso del restaurante al bar, se paró en seco—. ¡Ayayay! La barra. La habéis terminado. ¡Me habéis hecho la barra! No me lo habíais dicho.
—Si no fueras tan cotilla, te habríamos dado la sorpresa mañana, que es cuando colocaremos la superficie. Los tíos del mostrador harán las inserciones a primera hora.
—Es preciosa. Sencillamente preciosa. —Entró corriendo y pasó por encima la mano—. Tiene un tacto divino. —Luego se dio la vuelta, agarró a Owen, bailó con él, se volvió hacia Beckett, luego hacia Ryder—. ¡Gracias, gracias! Tengo que ver el otro lado.
Bordeó la barra a toda prisa y soltó unos grititos.
—Es tan bonita por detrás como por delante. Ay, ojalá Clare y Esperanza pudieran verla, ¡ahora! Puedo mandarle un mensaje a Esperanza para que se acerque.
—Tiene huéspedes —le dijo Ryder.
—Solo un minuto. Necesito una mujer. No puedo creer que hayáis terminado sin que yo me haya enterado —siguió diciendo mientras sacaba el móvil.
—No ha sido fácil —reconoció Owen.
—Pero ha sido un detallazo. Dice que viene enseguida. Está pasando de verdad. Tengo tanto que hacer. Dejadme que os saque una foto a los tres delante de la barra.
—Yo os saco una a Owen y a ti —dijo Ryder.
—Primero vosotros tres, que la habéis hecho. Luego Owen y yo.
La complacieron, y Owen se puso detrás de la barra, como si atendiera.
—Una más —murmuró ella, y disparó.
—Ahora tú, Pelirroja… —Ryder la cogió en brazos y la sentó en el borde—. No te inclines, que te caes.
—No me inclino. —Pero se inclinó, y apoyó un codo en el hombro de Owen, que se puso de pie a su lado—. Voy a subirlas a Facebook ahora mismo. Quiero que todo el mundo las vea. Owen…
Le tendió las manos, se abrazó a él mientras la ayudaba a bajar.
—Dios, si necesitáis una habitación, hay un montón al otro lado de la calle.
Ryder se volvió justo cuando Esperanza iba a llamar a la puerta.
—Estaba a punto de venir cuando Avery me ha mandado el mensaje —dijo tan pronto como Ryder le abrió—. Tengo… ¡Anda! Habéis terminado la barra.
—¿A que es preciosa? —Avery acarició el canto como acariciaría el lomo de su mascota preferida—. Me la han hecho mi novio y sus hermanos.
—Una obra de arte. En serio, maravillosa. Todo esto está genial. Me encantan los colores, Avery, y las luces. El suelo. Todo. Vas a tener un éxito rotundo.
Se acercó y estudió la parte del restaurante desde el arco que separaba las dos áreas.
—Y tenéis hecha ya la zona de camareros. No me hacía a la idea, pero…
—¿Ya está? ¡No la había visto! —Avery se levantó de un salto, fue corriendo.
—Le habéis alegrado la noche —le dijo Esperanza a Ryder.
—Tú estás acelerada por otra cosa —observó Ryder.
—¿Se nota? Estoy acelerada. He encontrado algo en una de las cartas de Catherine a mi prima. Era larga y estaba repleta de conversaciones sobre la familia, comentarios sobre la guerra, un libro que había leído sin que lo supiera su padre. Y, entre esas cosas, he encontrado este pasaje sobre Eliza.
—¿Algo nuevo? —preguntó Owen.
—Habla de que estaba preocupada porque su padre iba a concertar la boda de Eliza con el hijo de un senador del estado. Y Eliza se rebelaba contra él. Está claro que la rebelión no era algo que su padre tolerara. Hay más: cuenta que Eliza se escapaba por las noches para verse con uno de los albañiles a los que su padre había contratado para que levantaran un muro que cercase la finca.
—Un albañil —meditó Owen—. Un hombre de categoría social inferior, ¿no? Papá no lo aprobaría.
—Catherine escribe que teme lo que pueda suceder si la sorprenden con él, pero que ella no quiere hacer caso. Asegura que está enamorada.
—¿Hay algún nombre? ¿Dice ella cómo se llama? —preguntó Beckett.
—No, por lo menos aún no lo he encontrado. Pero ese tiene que ser Billy. Tiene que ser él. Ella estaba enamorada, y se arriesgaba a desatar la ira de su padre. Los dos, de hecho. La carta se escribió en mayo de 1862, unos meses antes de que Lizzy viniera aquí. Meses antes de Antietam. Si pudiéramos encontrar algún registro de quién trabajó en la finca, o los nombres de los albañiles de esta zona…
—Si vino aquí fue porque él estaba aquí —coincidió Avery—. O vivía aquí o se alistó y lo destinaron aquí. Es un gran avance, Esperanza.
—Esto es lo mejor que hemos tenido en semanas. En meses, en realidad. Empieza a tener sentido, al menos algunas partes. Su padre era estricto y temible, y las mujeres, sus hijas, debían hacer lo que les dijeran, casarse con quien les dijeran. Ella se enamoró de alguien que él jamás habría aprobado. Se escapó y fue a su encuentro. Vino a esperar a Billy. Y murió esperando.
—Por aquel entonces era un camino muy largo, de Nueva York a Maryland —dijo Beckett—, y además en tiempos de guerra. Se arriesgó mucho.
—Amaba —espetó Esperanza sin más—. Lo suficiente para dejar a su familia, renunciar a su estilo de vida, poner en peligro su seguridad. Últimamente ha estado tan callada que me pregunto si querrá contarnos más si le digo lo que he averiguado.
—Merece la pena intentarlo —opinó Owen.
—Vamos ahora. Ahora mismo —insistió Avery.
—Tengo clientes, y una pareja en E y D. Temo que no es el mejor momento. Mañana. Cuando se vayan. Lo intentaré entonces.
—Me acercaré al hotel. ¿A las once y media?
—Sí, bien. Estoy segura de que hemos dado un gran paso. Estamos más cerca de encontrarlo. Tengo que volver.
—Te acompaño.
—Muy bien.
—Quédate ahí —le dijo Ryder al perro.
—No has dicho mucho —señaló Esperanza cuando salían.
—Pensaba. Vale, puede que tengas razón, que él fuera el albañil con el que ella estaba enrollada, pero, sin un nombre, es como dar palos de ciego.
—Conseguiremos un nombre. —No iba a descansar hasta que lo tuviera—. Tengo más cartas, más papeles que revisar, y Owen también tiene. Lo encontraremos. —Se volvió hacia él al llegar a la puerta de Recepción—. Intenta ser positivo.
—Es que va contra mis principios.
—Si lo sabré yo.
—¿Has cenado ya?
—Aún no. Como tenía un ratito, me he puesto a mirar las cartas.
—Te puedo traer algo. Los clientes se imaginarán que comes.
—Muy bien, gracias. Una ensalada estaría genial. La Palace.
—¿Y ya está?
—Son enormes. —Le dio un beso suave—. Gracias. Y la barra es preciosa.
—Y quedará todavía mejor cuando estrenen el grifo y me sirvan una cerveza. Vuelvo con tu lamentable concepto de cena en una hora más o menos.
—Ahí estaré. Ah, por si te interesa, he pedido a la panadería que me traigan caracolas para el desayuno.
—Ahí estaré yo también.