13

Después de un día larguísimo y tremendamente caluroso que había incluido una ronda en compañía de un inspector al que le habían dado ganas de estrangular con un pulpo, uno de los hombres clave de la cuadrilla en urgencias al que habían dado doce puntos y una metedura de pata en una entrega de materiales, Ryder se preguntó por qué no acababa el día en su casa, en calzoncillos, tomándose una cerveza y una pizza del guerrero.

Pero un trato era un trato, así que se duchó rápido y se molestó en afeitarse.

Se acordó de hacer la cama, que rara vez hacía. Luego puso los ojos en blanco y, mascullando maldiciones que llevaron a Bobo a tumbarse en su rincón, la deshizo y quitó las sábanas.

Lo mínimo que podía hacer un hombre era cambiar las sábanas si iba a tumbar en ellas a una mujer.

Conocía bien las normas. Y sábanas, toallas y baño limpios eran parte de ellas. Las mujeres eran muy quisquillosas, y Esperanza (ahora había pasado bastante tiempo en su apartamento y había podido comprobarlo por sí mismo) era más quisquillosa que la mayoría.

Pues muy bien.

Satisfecho al ver que el dormitorio había quedado pasable, bajó las escaleras recogiendo cosas por el camino. No era un dejado, se dijo. Y tenía a Betts, la señora de la limpieza, cada dos semanas, pero entre el trabajo y el tiempo que pasaba con Esperanza, la casa estaba un poco desordenada.

Fue a la cocina y tiró al cuartito de la lavadora lo que había ido recogiendo, más tarde se ocuparía de ello. La cocina no era problema. La tenía resplandeciente, porque si pasaba su madre por allí (y lo hacía), le echaba la bronca. En realidad, no. No era necesario, porque como viera pilas de platos sucios o bolsas de basura por ahí, le lanzaba una de esas miradas suyas.

Sacó la botella de Cabernet Sauvignon que había escogido, buscó una copa. Después, mascullando nuevamente, sacó una más. A él no le importaba beber vino, y era menos descortés que no acompañarla.

Conocía bien las puñeteras reglas.

Tenía la casa limpia, muy limpia. Tenía vino y copas decentes donde tomarlo. Tenía un par de filetes. Él no cocinaba; solamente usaba la barbacoa y el microondas. Así que haría el filete a la barbacoa, las patatas al microondas y echaría en un cuenco la ensalada preparada que había elegido.

Si a ella no le gustaba, que se fuera a casa de otro tío a cenar.

¿Por qué se comportaba como si estuviera nervioso? Él no estaba nervioso. Eso era absurdo. Ya había invitado a otras mujeres a su casa. Normalmente después de ir a algún sitio, pero no era la primera vez que usaba la barbacoa y el microondas para obsequiar a una mujer. Lavó bien un par de patatas y luego abrió el vino.

Se sorprendió haciendo varias cosas a la vez: poniendo música, sacando a Bobo, dejándolo entrar.

Sintió un gran alivio cuando oyó que llamaban a la puerta. Se le daba mejor hacer que pensar en hacer.

Estaba impresionante. Cada vez que la veía le daba un vuelco el corazón.

—Te has cortado el pelo.

—Sí. —Se llevó la mano al pelo corto con las puntas largas y disparadas—. Tenía tiempo, y me estaba volviendo loca. ¿Qué te parece?

—Te queda bien. —Todo le quedaba bien. Resaltaba aquellos ojos seductores, a juego con su voz seductora. Llevaba un vestido, uno de esos que le hacían anhelar que el verano no acabara nunca. Con los hombros al descubierto, y buena parte del muslo, y de la espalda, observó sin perder detalle cuando ella entró.

—Toma.

Ni había visto que llevaba flores en la mano, y ahora las miraba ceñudo.

—¿Nunca te han regalado flores?

—No puedo decir que sí.

—Pues déjame que sea la primera. También te he traído esto de la panadería. ¿Has probado los brookies que hacen?

—No. ¿Qué son?

—Orgásmicos.

—Pensaba que de eso ya nos ocupábamos nosotros.

—¿Por qué conformarnos con eso? Créeme, te van a encantar. Ya pongo yo las flores en agua. ¿Tienes un jarrón?

—Eh… me parece que no.

—Encontraré algo. Y no me he olvidado de ti —dijo a Bobo mientras el perro se frotaba contra sus piernas. Abrió el bolso y sacó un hueso de cuero inmenso.

—Madre mía, ¿te has cargado a un mastodonte?

Riendo, señaló a Bobo con el dedo hasta que este se sentó, meneando la cola.

—Ha sido una cruenta batalla, pero al final he ganado yo.

Bobo lo atrapó con los dientes y acto seguido se fue la mar de orgulloso con él al salón, donde se tumbó a mordisquearlo.

Esperanza miró a Ryder sonriente.

—¿Y bien?

—Tengo vino en la cocina.

—Justo lo que necesitaba después de derrotar a un mastodonte.

Echó un vistazo alrededor, discretamente, mientras lo seguía a la cocina. Había estado en su casa una vez, pero no había visto mucho más que el dormitorio.

Le gustaba el espacio, el uso del color y del confort, y el detalle de la madera. Sabía que la habían construido sus hermanos y él, como las de Owen y Beckett.

Si alguna vez compraba una casa, se aseguraría de que fuera un proyecto de Montgomery Family Contractors.

Le encantaba la cocina, esa sencilla eficacia, de líneas puras, maderas oscuras, estanterías al aire, armarios con puertas de cristal.

—¿Te importa que busque algo donde poner las flores?

—No, claro. Seguro que habrá alguna jarra o algo por el estilo.

Mientras ella buscaba, él sirvió el vino.

—He oído decir que ha habido problemas con el inspector en MacT.

—Es un poco puntilloso, nada más. Lo solucionaremos.

—Vi el local el otro día. Dios, va a quedar fenomenal.

Encontró una jarra vacía y la llenó de agua.

—A la primera ronda invita la Pelirroja Buenorra.

—Cuenta con ello —dijo mientras colocaba las flores—. Me encanta tu casa. Es muy tuya, muy vuestra. Y de tu madre, seguro, los jardines. Tiene todos los toques de los Montgomery.

—No se hace nada en lo que no participemos todos.

—Qué bien. En mi familia no somos muy hábiles. Con cosas prácticas, digo. Mi madre es creativa y artística, y mi padre puede hablarte de cualquier libro o película que se te ocurra, pero ninguno de los dos sabe usar nada más allá de un destornillador.

—Gente así es la que mantiene el negocio a flote.

—Tienen los números de todas las empresas de mantenimiento en marcación rápida. Personalmente prefiero hacer yo misma las chapuzas. —Lo vio sonreír con aire de suficiencia, frunció los ojos—. Sé hacer reparaciones de poca monta, y las hago. ¿Crees que os llamo cada vez que hay que clavar o atornillar algo? Tengo herramientas.

—¿Esas tan bonitas con los mangos de flores?

—No —contestó ella, clavándole el dedo en la tripa. Cogió el vino, conmovida al comprobar que era su favorito—. ¿Qué hago?

—¿Con qué?

—La cena. ¿En qué te ayudo?

—No hay mucho que hacer. Podemos salir y pondré en marcha la barbacoa.

La llevó por un comedor que usaba de despacho. Allí, el espíritu organizador de Esperanza se estremeció. Papeles sin archivar, material revuelto, un escritorio que temblaba con el peso de tantas tareas pendientes.

—No empieces —dijo él al verle la cara.

—Unos se desenvuelven bien entre herramientas, otros lo hacen en despachos. Diré con orgullo que yo me defiendo bien en lo primero y soy un genio en lo segundo. Podría echarte una mano con esto.

—Sé…

—… dónde está cada cosa —terminó ella—. Eso es lo que dicen todos.

Esperanza salió a una amplia terraza y respiró hondo. Justine, no le cabía duda, había diseñado aquel precioso jardín de aire rústico cuyas plantas rebosaban color. Todo fluía hacia la verde extensión del bosque y la elevación de la colina.

—Esto es maravilloso. Me tomaría el café aquí todas las mañanas.

—Por las mañanas nunca da tiempo para eso. —Abrió una barbacoa enorme, de un plateado resplandeciente, que a ella le resultó intimidatoria—. Jamás habría imaginado que pudiera gustarte vivir en el bosque.

—No sé, quizá es que nunca he tenido ocasión de planteármelo. De la periferia a la ciudad, de la ciudad a un pueblo pequeño. Todo me ha gustado. Creo que también me gustaría vivir en el bosque. ¿Por dónde vive Clare? ¿Y Avery?

Después de encender la barbacoa, se acercó a ella y se colocó a su espalda. Levantándole el brazo con el suyo, señaló en una dirección.

—Avery. —Luego señaló en otra—. Clare. Y… —La hizo girar otra vez—. Mi madre.

—Es agradable estar cerca. Pero no demasiado cerca.

—Cuando llega el otoño, veo las luces de sus casas. Están bastante cerca.

Esperanza miró por encima del hombro para sonreír, y de pronto se encontró de frente a él, pegada a él. Ryder atrapó la boca de ella con la suya, muy apasionado. Una sorpresa, porque le había parecido de lo más natural. Una sorpresa maravillosa, se dijo, mientras el deseo de él despertaba el suyo.

Ryder le cogió la copa de vino y la dejó por ahí.

—Luego cenamos. —Y, agarrándola de la mano, se la llevó dentro.

Ella lo siguió a trompicones.

—Muy bien.

Al llegar a las escaleras, la empujó contra la pared, se torturó con sus labios, con su cuerpo.

—Déjame que…

Ryder encontró la cremallera corta que empezaba a media espalda, se la bajó. Sin casi darse cuenta, se vio desnuda salvo por un tanga, los tacones y los pendientes.

—Dios. Maldita sea. —Se había jurado que no le pondría las manos encima hasta después de la cena, hasta después de la película, o al menos hasta la película, pero con aquel aspecto, aquel perfume, aquella voz… Era demasiado. Demasiado.

Se llenó las manos con sus pechos, atacó su boca.

Y ella le respondió, tan ansiosa, tan desesperada como él. Le subió la camisa, se la sacó por la cabeza, la tiró, le recorrió la espalda desnuda con sus largas uñas, consiguió que se le hiciera un nudo en el estómago.

Cuando la cogió en brazos, se derritió en él, como cera caliente y perfumada.

No pesaba nada. La llevó escaleras arriba como si cargara con una pluma. Nunca había subido las escaleras en brazos de nadie, y menos aún después de haberse dejado tirado el vestido en el suelo.

Magnífico.

Esperanza se alimentó de su cuello, de su cara, se dio un festín con su boca mientras él entraba al dormitorio.

—No puedo quitarte las manos de encima.

—No lo hagas. —Lo envolvió con fuerza mientras ambos caían sobre la cama—. No me quites las manos de encima.

Ryder quería esa piel suave y cálida, esas líneas y curvas perfectas e infinitas. Que su sabor lo llenara mientras iba descendiendo por su cuerpo. Ella se arqueó, gritó.

Sabía que era brusco, intentó aminorar la marcha, procuró ser tierno, un poco. Trató de recordar la delicadeza de ella y la dureza de sus manos. Volvió a besarla, más suavemente ahora, un beso largo e intenso. Su cuerpo femenino era un motor revolucionado que empezó a ronronear.

Algo se revolvió en el interior de Esperanza, un torbellino líquido y lento, luego otro, y otro, que la dejaron aturdida, la dejaron débil.

Ella susurró su nombre mientras los labios de él se deslizaban por su cuerpo, suaves como una pluma ahora. Una droga que se le filtraba por las venas.

Alargó las manos de nuevo, lo acarició suavemente, soñando, dejándose envolver por las sensaciones como si fuera papel de seda.

Luego, dispuestos a saborear más que a devorar, a seducir más que a arrebatar, se movieron juntos bajo la luz aplacadora.

Cuando le sujetó la cara entre las manos, cuando sus ojos se encontraron, Esperanza sintió una mezcla de gozo y deseo.

Él vio curvarse sus labios antes de rozarlos con los suyos. Notó que le hundía los dedos en el pelo. Y cuando ella se arqueó hacia él, cuando se abrió para recibirlo, él se adentró en su interior de cálido terciopelo.

Contuvo la respiración, la soltó, volvió a contenerla. Y esos ojos se clavaron en los suyos mientras los dos subían y bajaban. Unos ojos profundos y perplejos que se volvían oscuros y ciegos a medida que él la instaba a subir y subir, y a desbordarse.

Su cuerpo se tensó como un arco y, tras estremecerse, se desplomó lánguido de placer.

Ryder escondió el rostro en su cuello, e hizo lo propio.

Soñando aún, Esperanza volvió la cabeza, le acarició el pelo con los labios y paseó la mano arriba y abajo por su espalda, mientras los dos yacían inmóviles. Cuando él se movió al fin, ella se acurrucó en su costado. Él la envolvió con el brazo. Adormilado, no cayó en que el afecto se había enredado con la pasión, a ambos lados.

—Supongo que debería asar la carne.

—Tengo hambre. Pero creo que voy a necesitar el vestido.

—Estás muy bien sin él, pero es un vestido bonito. Voy a buscarlo.

—Y mi bolso…

—¿Para qué?

—Necesito retocarme un poco.

Él la miró ceñudo.

—¿Para qué? —repitió—. Estás muy bien.

—No tardaré ni cinco minutos en estar mejor.

Como estaba, ya le alborotaba el corazón a un hombre, pero Ryder se encogió de hombros y bajó. El vestido olía a ella, se dijo, olfateándolo al tiempo que buscaba el bolso en la cocina.

Bobo, con el hueso ya algo deslucido aún en la boca, le lanzó una mirada de «sé lo que habéis estado haciendo».

—Te da envidia. —Le llevó el vestido y el bolso arriba, donde la encontró sentada en la cama, agarrándose las rodillas. Al verla sonreír, le dieron ganas de volver al ataque.

—Gracias. Enseguida bajo a echarte una mano.

—Vale, pero no hay mucho que hacer.

La dejó sola antes de que le fallara la voluntad y se abalanzara sobre ella.

Fiel a su palabra, Esperanza terminó en cinco minutos.

—No veo diferencia salvo por el vestido —le dijo él.

—Mejor. Se supone que no tienes que verla.

—¿Cómo te gusta la carne?

—Cruda.

—Así es más fácil. —Metió un par de patatas enormes en el microondas, pulsó unos cuantos botones; luego sacó la ensalada del frigorífico.

—¿La quieres aliñada? —le preguntó ella.

—Tengo un frasco de salsa italiana y otro de queso azul.

Esperanza asomó la cabeza a la nevera para coger los ingredientes.

—Se me ocurre algo mejor, si tienes aceite de oliva.

—Sí. Ahí arriba —dijo él, señalando un armario.

Ella abrió el armario, encontró otro par de cosas que le venían de perlas y las sacó.

—¿Un cuenco pequeño, un batidor?

—Tengo el cuenco.

—Entonces eso y un tenedor.

Se puso manos a la obra, tranquila y rápida, y no parecía en absoluto la mujer que hacía apenas unos minutos le había nublado la razón. Salió al jardín a asar la carne. Cuando volvió dentro, la vio removiendo la ensalada.

—No encuentro tus palas de servir.

—No tengo. Usa tenedores.

—De acuerdo. —Dejó dentro del cuenco los tenedores que había usado.

—He pensado que podíamos comer fuera.

—Perfecto. —Esperanza sacó la ensalada, y volvió dentro a buscar platos y cubiertos. Cuando Ryder trajo la carne, ella ya había puesto la mesa, con las flores, y había rellenado las copas de vino. Había encontrado mantequilla, crema agria, sal, pimienta. También había emplatado las patatas.

Lo admitía: la mesa tenía un poquito más de clase que si le hubiera dejado ponerla a él.

—¿Cuál era tu talento en ese concurso de belleza? ¿Los trucos de magia?

Esperanza se limitó a sonreír mientras él le ponía la carne en el plato.

—Esto tiene una pinta estupenda.

Le sirvió ensalada a él, luego se sirvió la suya y alzó la copa para brindar.

—Por las largas noches de verano. Mis favoritas.

—Lo suscribo. ¿Cuál era tu talento? —repitió él—. Hay que tener uno, ¿no? Apuesto a que hacías malabares con mazas encendidas.

—Te equivocas.

Le dio un sorbito al vino y luego cogió el tenedor.

—Va, suéltalo, princesa. O le digo a Owen que lo busque. A él se le da mejor que a mí investigar en internet.

—Canté.

—¿Cantas bien?

Ella alzó los hombros mientras comía.

—No gané por esa parte del concurso.

—No cantas bien.

—Canto bien —replicó ella rotunda—. También toco el piano, y bailo claqué. Pero quería centrarme en una sola cosa. —Sonrió mientras se comía la ensalada—. Ganó la chica que bailaba claqué mientras hacía malabares con mazas encendidas.

—Te lo estás inventando.

—Búscalo en internet.

—¿Y cómo ganaste el concurso si perdiste en lo del talento?

—Arrasando en todo lo demás. Bordé la entrevista.

—Seguro que también bordaste el desfile ese en traje de baño.

Esperanza volvió a sonreír, con aquella sonrisa lenta y seductora.

—Podría decirse que sí. Pero de eso hace mucho.

—Apuesto a que aún guardas la corona.

—La tiene mi madre. Lo mejor es que me dieron la beca. Era lo que pretendía. No me agradaba la idea de endeudarme y endeudar a mis padres. Ya tenían dos hijos en la universidad y a punto de empezar estudios de posgrado. El ganar me vino bien. Además, me lo merecía. Esos concursos son brutales. El caso es que gané y aprendí.

—Cántame algo.

—No —se negó ella, azorada y divertida al mismo tiempo—. Ahora estamos comiendo. La carne está perfecta, por cierto. ¡Eh! —Quiso coger el plato, pero él fue más rápido y se lo quitó de las manos.

—Canta si quieres cenar.

—No seas ridículo.

—Quiero oírte, juzgar por mí mismo.

—Vale, vale. —Pensó un momento, luego le cantó un par de compases del Rolling in the Deep de Adele, que había oído en la radio del coche cuando iba hacia allí.

Grave, sexy, cálida. Se preguntó por qué le sorprendía.

—Cantas bien. Sigue.

—Tengo hambre…

—No tengo piano. —Le devolvió el plato—. Pero después de cenar no te escapas de bailar claqué.

Esperanza frunció los ojos al ver que le tiraba un trozo de carne al perro.

—Tu madre te ha enseñado mejores modales.

—Ella no está aquí. ¿Qué más sabes hacer?

Negó otra vez con la cabeza.

—No. Te toca a ti. ¿Qué sabes hacer tú, aparte de lo que ya conozco?

—Sé chutar.

—Te he visto chutarle la pelota al perro de tu madre.

—Eso no es nada. Metí el tanto de la victoria en mi último año de instituto. Ganamos el campeonato. —De eso hacía mucho, se dijo. Pero qué importaba—. Sesenta y tres yardas.

—Supongo que eso es impresionante. La distancia, digo.

—Cielo, que yo sepa, lo máximo que se ha conseguido en ligas juveniles han sido setenta yardas.

—Entonces estoy impresionada. ¿Seguiste jugando en la universidad?

—La beca me vino bien. También éramos tres. La universidad no era lo mío, pero lo intenté.

—¿No te planteaste dedicarte a ello profesionalmente?

—No. —No le apasionaba, pensó. No lo llevaba en las venas—. Era un juego. Me gustaba. Pero quería lo que tengo ahora.

—Resulta agradable que las cosas salgan bien. Que uno consiga lo que quiere. En ese aspecto, los dos hemos tenido suerte.

—Hasta ahora.

Oscureció mientras acababan la cena y saboreaban el vino. Cuando centellearon entre las sombras verdes las primeras luciérnagas, ella se levantó para recoger.

—Ya lo recojo yo por la mañana —le dijo él.

—Lo recojo yo ahora. No puedo relajarme si los platos están por lavar.

—Igual necesitas terapia.

—Cuando todo está en su sitio, el mundo está en equilibrio. En cuanto acabe, me puedes llevar al cine. ¿Qué vamos a ver?

—Ahora decidimos. —De momento, le valía con verla a ella—. ¿Palomitas?

—Esa también es una cuestión de equilibrio —dijo, cargando el lavaplatos—. Película. Palomitas. No puede haber lo uno sin lo otro.

—¿Con mantequilla y sal?

Iba a decir que no, pero cedió.

—Qué demonios. Es mi noche libre. Además, voy a tener un centro de fitness a la puerta del hotel dentro de poco.

—¿Te pones uno de esos conjuntos mínimos?

Ella lo miró de lado por debajo de los mechones largos y puntiagudos.

—Pues sí. Pero, con la excusa de la inauguración, me compraré algo nuevo. Ahora no me ve nadie cuando tengo tiempo para ponerme un DVD de ejercicios.

Ryder metió la bolsa de palomitas en el microondas y acto seguido la miró.

—Vas a querer que las ponga en un cuenco, ¿verdad?

—Sí, voy a querer. Y vamos a necesitar un plato para los brookies.

—Más platos que recoger.

—Se hace así, Ryder. Igual debería llamar a Carolee antes de que empecemos con la película y las palomitas.

—¿Sabe dónde estás?

—Sí, claro.

—Si necesita algo, puede llamar ella. Déjalo.

—Si lo he estado haciendo fenomenal hasta ahora, solo que acabo de sufrir una pequeña recaída.

Él le sonrió.

—Se te da bien el hotel.

—Gracias. Al principio no pensabas eso.

—No te conocía.

Ella arqueó las cejas.

—Pensaste: una chica de ciudad, con un traje pijo e ideas pijas de ciudad.

Ryder abrió la boca como para decir algo, pero se arrepintió.

—Lo pensaste —dijo, dándole un codazo—. Esnob.

—Yo creía que la esnob eras tú.

—Pues creías mal.

—A veces pasa. —Le acarició el pelo, lo cual sorprendió a ambos—. Me gusta tu pelo —dijo, resistiendo apenas la tentación de meterse la mano en el bolsillo—. Más corto que el mío.

—A ti te hace falta un buen corte.

—No he tenido tiempo.

—Te lo puedo cortar yo.

Ryder rio.

—No, ni hablar.

—Se me da bien.

Él sacó las palomitas y las volcó en un cuenco.

—Vamos a ver una película.

—Hasta tengo las herramientas necesarias.

—No. ¿Quieres más vino? Tengo otra botella.

—Tengo que conducir, así que no. Beberé agua.

—Coge esas cosas de chocolate. La supertele está abajo.

Ella lo siguió al piso de abajo, hizo un aspaviento, sonrió.

—¡Qué maravilla!

—Me gusta.

Supuso que él lo veía como un refugio de tío, pero de refugio no tenía nada. Las puertas de cristal se abrían al exterior y producían una sensación de amplitud. También allí había utilizado perfectamente el color, llamativo, nada suave, ni clarito, a juego con la madera oscura y brillante, y mucho cuero.

Encantada, se paseó por la estancia, estudió el rincón donde tenía las pesas, una fuente de agua anticuada, los sacos… ¿cómo eran? De entrenamiento, recordó.

Se asomó al baño pequeño en blanco y negro, de inspiración déco.

Tenía videojuegos (a los Montgomery les chiflaban). Una máquina de pinball, una Xbox, hasta una de esas máquinas de pantalla táctil que Avery tenía en Vesta.

Pero lo mejor de todo era la barra de bar, tallada y compacta, y la nevera retro, los estantes de cristal con botellas viejas.

—¿Esto es una reproducción de las de antes? —preguntó ella.

—Es de las de antes. Me gustan las antigüedades. —Abrió el viejo Frigidaire y le dio una botella de agua.

—Es como estar en los cincuenta pero en el presente. Genial. —Admiró la mesa de póquer, la máquina de pinball…

—Debes de montar unas fiestas geniales.

—Eso es más cosa de Owen.

—Debería haber dicho que aquí podrías montar unas fiestas geniales. —Su mente planificadora ideó de inmediato temas, menús, decoraciones—. Y ese es, sin lugar a dudas, el televisor más grande que he visto en mi vida.

—También me gustan las cosas grandes. Ese es el armario de las películas. Elige la que quieras.

—¿Elijo yo? Qué detalle.

—Ahí dentro no hay nada que yo no quiera ver, así que tú misma.

Ella rio y, antes de decidirse por ninguna, se acercó y se enroscó a su cintura.

—Eso no hacía falta que lo dijeras. Habría pensado que lo hacías por mí.

—Y por eso lo he hecho.

—Eso me gusta.

—Y a mí. Ah, ¿cómo se llamaba lo de delante de las películas?

—¿Tráiler?

—No, me refiero a lo que ponían antiguamente antes de la película.

—¿El preludio musical?

—Sí, eso. —Él la cogió en brazos—. Pues vamos a por el preludio.

Esperanza rio cuando él se tiró con ella en el sofá de cuero negro.