Ryder no sabía bien cómo definir su situación con Esperanza. No estaban saliendo. No eran amigos. No eran lo que su tía Carolee llamaba «un rollo».
Pero lo mirara como lo mirara, le gustaba.
Quizá hubiera un par de cosas raras, como que siempre aparcara la camioneta detrás de Vesta o al lado de la obra del centro de fitness en vez de detrás del hotel.
No era imposible imaginarse lo que estaba ocurriendo si se prestaba atención. Y siempre había alguien que lo hacía. Aun así, no le parecía bien ser tan descarado.
Quizá también resultara un poco raro que subiese por las escaleras del Patio hasta la tercera planta y entrara en el edificio por ahí.
Algunas noches oía voces de abajo y se encerraba con Bobo en el apartamento hasta que ella terminaba su trabajo.
Y puede que de pronto le interesara el funcionamiento del hotel un poco más de lo que esperaba, pero también pasaba en él más tiempo del que había imaginado, y era lógico.
Y ese funcionamiento le parecía extraordinario. Aunque no le sorprendía, porque, en muchos aspectos, ella era un Owen con faldas.
Cuando repasaba las habitaciones, se enviaba notas por correo con el móvil y después las convertía en listas de tareas pendientes en su ordenador de sobremesa. Pilas nuevas para el mando a distancia de N y N, más papel higiénico para W y B, packs de bienvenida, cartas o bombillas de repuesto donde fuera. Imaginó que así se ahorraba viajes, pues se pasaba el día subiendo y bajando: reponiendo café en la Biblioteca, cargando cajas de vino, refrescos y agua del almacén del sótano.
Ella vivía de las listas, a su parecer. Y, como su hermano, de las notas adhesivas.
Siempre se encontraba alguna cuando entraba en su piso mientras ella atendía a los clientes. «Hay cerveza en la nevera», en la puerta, como si no pudiera abrirla y verlo él mismo. «Por si tienes hambre, ha sobrado algo de pasta», pegada al horno, igual.
Pero debía reconocer que le gustaba que se molestara.
Supuso que la había imaginado más estricta, implacable con sus horarios, como con sus listas y sus notas adhesivas. Pero, cuando era preciso, sabía ser flexible, y mucho: cedía aquí, ajustaba allá, reforzaba esto o prescindía de lo otro.
Debía admitir que había esperado que ella empezara a establecer normas o plantearle exigencias sobre… lo suyo. En cambio, se dejaba llevar, y se dejaba llevar mucho con él, pensó mientras colocaba la siguiente ventana en el centro de fitness.
Justo cuando pensaba en ella la vio salir, ayudando al servicio de lavandería a llevarse un montón de sábanas y toallas.
Estaba tan fresca y tan guapa. Ahora ya la había visto despeinada, y la había despeinado él también, pero seguía siendo capaz de quitarle el hipo a un hombre.
Esperanza se volvió al ver que alguien salía por la puerta del Vestíbulo. Estaban al completo, lo sabía, para el fin de semana del Cuatro de Julio. Aunque no la oía, la vio reír y charlar animadamente con las tres mujeres que salían.
—¿Algún problema con la ventana?
—¿Eh? —Se volvió y vio que Beckett se acercaba por detrás.
—Ah, sí, bonita vista. Clare me ha dicho que van a tener dieciséis huéspedes, todo el fin de semana.
—Es festivo —replicó Ryder, y siguió instalando la ventana.
—Sí, los niños están deseando ir al parque mañana. Iremos temprano para que puedan comer y desfogarse un poco antes de los fuegos artificiales. Así cogeremos sitio para todo el mundo. Lástima que Esperanza no pueda venir.
—Verá los fuegos desde la azotea del hotel. —Pero era un fastidio, admitió. No recordaba la última vez que había pasado el Cuatro de Julio sin pareja. Claro que nada le impedía pedírselo a otra, en teoría—. ¿No tienes nada que hacer? —le preguntó.
—Ya lo he estado haciendo. Tú estás con las últimas ventanas. Los del tejado, con las tablillas; está quedando muy bien, también. Owen me ha mandado un mensaje desde MacT. El acero está de camino. Parece que levantaremos las vigas hoy.
—La semana que viene esto estará lleno de subcontratistas. —Ryder terminó y se apartó de la ventana—. Siéntate encima de mamá hasta que haya elegido el estilo y el acabado de las barandillas.
—¿Y por qué tengo que sentarme yo encima de ella?
—Porque se me ha ocurrido a mí primero. —Miró el reloj. Era casi la hora de la comida, pero, si el acero estaba en camino, no quería marcharse—. Y también puedes ir a por algo de comer.
—¿Puedo?
—Yo tengo demasiado lío aquí para irme y quiero repasar contigo un par de cosas de los planos.
Beckett apretó la mandíbula.
—Cambios, querrás decir.
—Bueno, no te precipites, hermano. Solo son unos ajustes, unas aclaraciones. Si vamos a montar ya el esqueleto de este sitio, quiero dejar resuelta la iluminación.
—Lo hacemos ahora. Pediré que nos traigan algo. ¿Qué quieres?
—Comida. —Uno de los hombres le hizo una seña, y Ryder dejó que fuera Beckett quien lo decidiera.
Se instalaron en un rincón del fondo, en lo que sería la zona de entrenamiento, para repasar juntos los planos. Ryder siempre quería hacer cambios, Beckett lo sabía; como Ryder sabía que Beckett solo se oponía si los cambios fastidiaban el concepto o carecían de sentido desde el punto de vista arquitectónico.
—Le estoy haciendo una lista a mamá —dijo Beckett—. Número de luces, tipos, zonas. Ella es la que sabe qué aire quiere darle.
—No la dejes pedir nada sin haber comprobado tú antes el voltaje.
—Ya. No nací ayer, Ry. —Le sonó el móvil; lo sacó—. Owen está en el Patio con la comida.
—¿Y qué hace ahí?
—Si quieres comer, más vale que lo averigüemos.
Claro que quería comer, y estaría presente por si llegaba el acero. Como tenía los planos grabados en la cabeza, no los necesitaba para darle la lata a Beckett.
—En cuanto a los suelos de bambú…
—Mamá ha elegido bambú, y yo estoy de acuerdo, por cierto. Ni te molestes.
—Nos ahorraría tiempo y dinero, y quedaría genial, poner el suelo acolchado en todo el gimnasio.
—Quedaría soso y vulgar. El bambú da un toque bonito al aula, las escaleras y los pasillos.
—Las escaleras van a ser un suplicio para mí si las forramos de madera.
—En eso no pienso ceder —le contestó Beckett—. Y te apuesto lo que quieras a que mamá tampoco.
Salieron al Patio, donde los esperaba Owen, sentado bajo una alegre sombrilla, con tres recipientes de comida para llevar y una pila de papeles.
—Esperanza me ha pillado cuando pasaba y me ha dicho que comiéramos aquí. Se está bien.
—¿Qué me has traído? —Ryder abrió el recipiente y asintió cuando vio el panini con patatas fritas—. Me vale.
—He estado repasando el sistema de pintura del exterior del centro de fitness. Va a llevar muchos pasos, un proceso complejo, lograr que esos bloques de hormigón dejen de parecerlo.
—No empieces —le advirtió Beckett, y cogió su panini—. No vamos a darle una manita de pintura y ya está. Se quedará igual de feo.
—Ya es menos feo —señaló Ryder—. Pero estoy contigo en esto.
—¿Quién dice que yo no? —Estiró las piernas y giró el cuello agarrotado—. Digo que podemos hacerlo, pero deberíamos subcontratar a alguien que sepa cómo. Nosotros vamos a tardar mucho, y hay demasiada superficie para fastidiarla.
Antes de que Ryder pudiera discutírselo, salió Esperanza con una bandeja. Una jarra enorme, vasos y un plato de galletas.
—Té con hielo —anunció—. Y dentro tengo más. Ha entrado julio y esto se ha convertido en un horno. Dicen que el domingo pasaremos de los cuarenta grados.
—Gracias. No tenías que molestarte —le dijo Owen—. Avery me ha dicho que este fin de semana estás a tope.
—Ya te digo. Todos los huéspedes han salido, de modo que tengo un minuto. El centro de fitness y el nuevo restaurante están despertando muchísimo interés. Todos quieren saber cuándo abrirán.
—Todos tendrán que esperar —murmuró Ryder.
—Yo les digo que estén al tanto de la web y de la página de Facebook. Avisadme si necesitáis algo más.
Cuando ella regresó dentro, Ryder se bebió de golpe medio vaso de té.
—Vuelvo enseguida —dijo, y la siguió.
—¿Se da cuenta de lo colado que está? —se preguntó Owen en voz alta.
—¿Ry? Qué va.
—Era una pregunta retórica. Mediados de agosto para MacT —añadió Owen con la boca llena—. Va bien, y sé cómo es Ry con los plazos, pero será un problema. Supongo que tardará más o menos el mismo tiempo en ver que está colado.
Esperanza iba a meterse en su despacho cuando oyó que se abría y se cerraba la puerta. Volvió hacia la cocina y sonrió al ver que era Ryder.
—Le he dicho a Owen que comierais dentro, que se está más fresco. Si queréis, puedo…
La agarró (siempre lo hacía, como si fuera a escaparse), y el beso fue cálido como el mes de julio.
—Solo quería hacer esto —le dijo—. Ahora ya no estaré tan distraído.
—Qué curioso, a mí me produce el efecto contrario.
—Bueno, están todos fuera, así que…
—No. —Se zafó de él riendo—. Tentador, pero no. Estamos a tope.
—Carolee…
—Ha ido a hacerse una endodoncia.
La mueca de dolor de Ryder fue sentida.
—No sabía nada.
—Ha ido esta mañana porque yo le he insistido. Iba a aguantar con ibuprofeno hasta el lunes. Laurie, de la librería, vendrá luego a echarme una mano.
—¿Necesitas ayuda hasta entonces? Puedo prescindir de Beck.
—No, ya me las apaño.
Ahora ya sabía cómo iba su trabajo, y un fin de semana con dieciséis clientes significaba que no pararía en todo el día.
—No te vendrían mal unas vacaciones, un fin de semana largo. Algo.
—Creo que libraré un par de días en septiembre. Los pasaré en plan marmota.
—Resérvatelos. A mamá no le importará.
—Me lo pensaré. —Señaló hacia su despacho, donde sonaba el teléfono—. Pero somos un establecimiento popular.
—Resérvatelos —le repitió él, y la dejó trabajar.
Ryder se dejó caer en su silla otra vez y cogió su panini.
—Carolee ha ido a hacerse una endodoncia, y la gerente está sobrepasada.
—La puedes llamar Esperanza —señaló Owen—. Te acuestas con ella.
—¿Endodoncia? —Como su hermano, Beckett hizo una mueca de dolor—. ¿Necesita ayuda, Esperanza?
—No lo sé. No es mi área. Pero cuando no tiene gente, está preparándolo todo para cuando la tiene, y todo ese lío del marketing. Lo que sea. Necesita tiempo libre.
—¿No habrá ningún interés personal en todo esto? —inquirió Owen.
—El sexo no es el problema. Si el trabajo la agota, estamos perdidos.
—Vale, eso es cierto. Además, ninguno de nosotros quiere verla sobrepasada. Así que…
Owen se interrumpió al verla salir corriendo por la puerta.
—Tengo documentos —anunció—. Me ha escrito mi prima. Hay montones. No sé cuándo me voy a poner con ellos, pero…
—Pásamelos a mí —le dijo Owen—. Les echaré un vistazo mientras tanto.
—Ya lo hago yo, ya buscaré algún hueco. Me da que vamos a encontrar algo. —Inconscientemente, apoyó una mano en el hombro de Ryder mientras hablaba—. Necesito confiar en que vamos a encontrar algo.
—¿Por qué no te sientas un momento? —Antes de que pudiera responder, Ryder tiró de ella y se la sentó en el regazo. Cuando ella intentó escaparse, él sonrió a sus hermanos y la agarró más fuerte—. Le da mucha vergüenza.
—No me da vergüenza. Estás sudando.
—Hace calor. Cómete unas patatas fritas.
—Me acabo de tomar un yogur…
—Entonces te hacen falta unas patatas.
Sabía bien que no la soltaría hasta que comiera, así que cogió una del recipiente.
—Ya está. Ahora…
—Bebe un poco. —Le puso su vaso en la mano.
—Vale, vale. —Bebió y dejó el vaso en la mesa.
—Ry nos estaba diciendo que te vendría bien algo más de ayuda —dijo Owen.
La espalda se le puso rígida como una tabla.
—¿Ha habido alguna queja?
—No, pero…
—¿Me he quejado yo? No —respondió ella misma—. Sé con lo que puedo y con lo que no. Tenlo presente —le dijo a Ryder, clavándole el codo en el estómago y poniéndose en pie—. Tengo que volver al trabajo.
—Qué bocazas eres, Owen.
—Nos acabas de decir que…
—Qué bocazas. Ahí llega el acero. —Cogió el panini y se fue.
—Decididamente, está colado —observó Beckett.
—Ha sido él quien ha dicho que la veía sobrepasada de trabajo.
—Sí, porque es él quien está colado.
Le mandó flores. Ryder siempre había tenido la idea de que, si una mujer se enfadaba, por lo que fuera y sin importar quién tuviera la culpa, el hombre le mandaba flores. Aquello volvía a suavizar las cosas, más que nada. Después, distraído por el sudor y el esfuerzo del trabajo, se olvidó de ello hasta que estaba cerrando y apareció ella.
—Las flores son preciosas. Gracias.
—De nada.
—Solo tengo un minuto, y eso no significa que esté sobrepasada de trabajo. Significa que estoy trabajando.
Maldito Owen, pensó él.
—Vale.
—No quiero que vayas diciéndole a tu familia que no puedo con esto.
—No lo he hecho.
—Si necesito ayuda, hablaré con Justine. Sé hablar por mí misma.
—Entendido.
A un hombre le habría valido con eso, pero como esperaba, ella, al igual que la mayoría de las mujeres, siguió insistiendo.
—Yo agradezco tu preocupación, Ryder. Es todo un detalle, y no lo esperaba. A veces el trabajo produce mucho estrés y tensión. Seguro que el tuyo también.
—Eso no te lo voy a discutir.
—Tampoco te vendrían mal unas vacaciones, un fin de semana largo o algo.
Ryder rio al contestarle ella con sus propias palabras.
—Sí, probablemente. El caso es que tengo los próximos dos días libres.
—¿Cuánto tiempo te pasarás en el taller, o ideando nuestro plan de ataque de la próxima semana, o hablando con tu madre de este trabajo?
Ahí lo había pillado.
—Un poco.
Bobo se arrimó a ella y le empujó la mano con el hocico.
—Cree que estoy enfadada contigo. No lo estoy.
—Me alegra saberlo.
Se acercó y lo besó en la mejilla.
—A lo mejor podrías pasarte mañana después de los fuegos artificiales.
—Sí, puedo hacer eso.
—Te veo mañana, entonces.
—Oye —la llamó cuando se iba—. ¿Te apetece ir al cine? No digo esta noche —añadió él cuando vio su cara perpleja—. La semana que viene, en tu noche libre.
—Ah… eso lo podría arreglar. Claro. Me encantaría.
—Arréglalo y me cuentas.
—Muy bien. —Sonrió, aún perpleja—. ¿Le sacas una entrada al perro?
—Se la sacaría, pero no lo dejarían entrar.
—¿Tienes DVD?
—Claro.
—¿Microondas?
—¿Cómo iba a cocinar si no?
—Entonces ¿por qué no me voy a tu casa? Podemos ver una película allí… los tres.
Ahora era él el perplejo.
—Vale. Si eso es lo que quieres.
—¿El miércoles por la noche?
—Perfecto. ¿Querrás cenar?
—Si vas a cocinar tú en el microondas, no.
—Puedo poner algo al grill.
—Entonces, sí. Iré hacia las seis, te echaré una mano. Tengo que volver. Laurie está sola.
—Hasta luego.
Ryder se metió las manos en los bolsillos y la vio alejarse.
—Cada vez que pienso que ya la entiendo —le dijo a Bobo—, resulta que no.
La noche siguiente, cuando empezaba a ponerse el sol, Ryder le dio la segunda mitad de su segundo bocadillo de carne picada a Murphy.
—Eres un pozo sin fondo.
—Está bueno. Y ya no les queda helado.
—Tendría que ser ilegal.
—Pues los llevamos a la cárcel. —Sonriendo y con las manos pringosas, Murphy se subió a su regazo—. Mamá ha dicho que podemos pasar por la Heladería si aún está abierta cuando lleguemos. ¿Quieres venir?
Noche calurosa de julio. Helado.
—A lo mejor.
—Mamá me ha dicho que Esperanza no va a venir porque tiene que trabajar. —Devorando el bocadillo, Murphy se lamió la salsa que le escurría por las manos—. ¿Esperanza es tu novia?
—No. —¿Lo era? Dios.
—¿Y por qué no? Es muy guapa, y casi siempre tiene galletas.
Visto así, la combinación tenía un atractivo tan innegable como la del helado en una noche calurosa de julio.
—Buenos argumentos.
—Mi novia es guapa. Se llama India.
Dios, el crío era la bomba.
—¿Qué clase de nombre es India?
—Pues el nombre de India. Tiene los ojos azules y le gusta el Capitán América. —Le bajó la cabeza a Ryder y le susurró—: Le di un beso, en la boca. Y estuvo bien. Tú le das besos en la boca a Esperanza, así que es tu novia.
—Te voy a dar un beso en la boca a ti como no te calles.
La carcajada de Murphy le hizo sonreír.
—Ya van a empezar, ¿verdad? ¿Verdad?
—En cuanto se haga de noche.
—Tarda un montón en hacerse de noche, menos cuando no quieres que se haga.
—Qué listo eres, joven Jedi.
—Voy a jugar con mi sable láser. —Se escurrió, cogió el sable de juguete que Beckett le había comprado y lo blandió en el aire.
Sus hermanos lanzaron un ataque de inmediato.
—Así eras tú —le dijo Justine.
—¿Cuál de ellos?
—Los tres. ¿Por qué no te acercas al hotel y ves los fuegos desde allí?
Ryder se estiró en la tumbona plegable.
—Tradición familiar de los Montgomery.
—Te otorgo una dispensa.
Puso una mano encima de la de su madre.
—No pasa nada. Está ocupada.
—¡Liam! Como no pares, te voy a quitar esa cosa.
Justine miró a Clare y suspiró.
—Y así era yo. Todo se va, Ryder. —Volvió la mano debajo de la de su hijo y puso la otra encima de la de Willy B., que estaba sentado al otro lado, con Tyrone tumbado en su regazo—. Hay que disfrutar de las cosas buenas mientras se pueda.
—No me digas que has comprado algo más.
—Ya sabes a qué me refiero. Está empezando —le susurró mientras una estela de luz cruzaba el cielo—. No hay nada como el comienzo de algo grande.
Desde el porche del hotel, Esperanza vio estallar el cielo. Alrededor, los huéspedes aplaudieron, admirados y sorprendidos. Había preparado margaritas para quienes quisieran; ella misma estaba tomándose uno mientras contemplaba el espectáculo de luz y color.
Y pensó en Ryder, en el parque con su familia.
Flores, caviló. Vaya sorpresa. Le gustaban las sorpresas, pero también saber lo que significaban. En este caso, una disculpa, concluyó. Aunque no era necesaria.
Luego lo de la película. ¿A qué había venido eso? De nada, que ella supiera.
Boba, se dijo. Una película era una película y punto.
Pero era la primera vez que él le proponía ir a algún sitio (¿una cita, quizá?) desde que habían empezado a acostarse.
¿Ahora salían? Salir era distinto de acostarse. Lo de salir tenía su estructura y un conjunto de normas, flexible a veces, pero normas y estructura, a fin de cuentas.
¿Debía empezar a pensar en eso, en normas y estructura?
¿Por qué se empeñaba en complicar algo tan extraordinariamente sencillo? Disfrutaban en la cama y, además, se gustaban y disfrutaban también el uno del otro fuera de ella.
Y los dos eran personas sensatas, directas y atareadas.
Saborea el momento, se ordenó. Disfruta de los fuegos artificiales.
Una mano cogió la suya, y ella se volvió. Nadie la tocaba; todos miraban al cielo.
—Muy bien, Lizzy —susurró—. Vamos a verlos juntas.
Cuando sonó la traca final, bajó a preparar otra ronda de copas. La complacía muchísimo saber que sus huéspedes disfrutaban de sus vacaciones, y hablaban incluso del espectáculo, el ambiente, el color de la zona.
También la complacía saber que Lizzy buscaba su compañía.
Preparó más patatas chips con salsa, emplató las magdalenitas con la bandera de Estados Unidos que había comprado en la panadería. Dejó algunas en la encimera para los que bajaran, puso el resto en la bandeja para subírselas a los que preferían pasar un rato más al aire libre en aquella noche de verano.
Subió la bandeja. Entonces cayó en la cuenta de que quizá Ryder quisiera probarlas cuando fuera por allí, si iba. Se escapó un momento, bajó y emplató unas cuantas más. Ahora siempre tenía cerveza en su nevera particular.
¿Y eso qué significaba?
Solo que estaba a menudo en compañía de un hombre que prefería la cerveza al vino, se dijo mientras volvía a subir las escaleras.
Se detuvo en seco cuando vio venir a Ryder de la tercera planta.
—No sabía que estuvieras aquí.
—He dejado a Bobo en tu apartamento. Está agotado de jugar con los niños. ¿Las has hecho tú?
—No, son de la panadería…
Cogió dos, se comió la primera de un bocado.
—Qué ricas.
—Sí, lo están. Las iba a subir a mi apartamento por si venías y te apetecían.
—Bien pensado. Me apetecen. —Se comió la segunda; entonces le dio una especie de varita de plástico rematada por una estrella—. Te he traído un regalo.
—Me has… ¿Qué es?
—¿A ti qué te parece? Es una varita mágica o de hada. En el parque venden estos juguetes con luz. A los niños les he comprado sables láser y pistolas de rayos. Esto es más de chica.
—Más de chica.
—Es divertida, mira. —Pulsó un par de botones y la varita empezó a cantar y a despedir luz.
Riendo, Esperanza la cogió, la sacudió un poco en el aire.
—Tienes razón. Es divertida. Gracias.
—¿Has visto los fuegos?
—Sí, ha estado genial. Hemos tomado patatas con salsa y margaritas afuera.
—No es el Cinco de Mayo.
—El cliente siempre tiene razón. Y los margaritas me han salido buenísimos. ¿Quieres salir a tomarte uno?
—Pues no. Hoy ya he cubierto el cupo de gente. El parque estaba atestado.
—Toma. Coge las magdalenas. Subo en cuanto pueda.
—¿Te tengo que guardar alguna?
—Sí.
—Sabía que esto tenía truco.
—Hay cerveza en la nevera —le dijo, y volvió fuera con sus huéspedes.
Era más tarde de lo que habría querido, pero montaron sus propios fuegos artificiales. Aunque había dormido poquísimo, se levantó a hacer el desayuno con Carolee. En cuanto encontró un minuto para escaparse, subió, pero Ryder y el perro ya se habían ido.
¿Ves? Sencillo. Directo.
Luego cogió la varita y la encendió.
Sintió que se le ablandaba un poco el corazón, más que con las flores, notó.
La dejó donde estaba y fue a reorganizar el hotel tras el largo fin de semana.
Cuando llevaba las sábanas a la lavandería hasta que fueran a recogerlas, Avery asomó por allí.
—Haz un descanso.
—Antes sabía lo que era eso. ¿Qué haces tú en el pueblo?
—Vengo a secuestrarte. Pasa a ver el nuevo local. Hace más de una semana que no vas por allí.
—Quería acercarme, pero…
—Lo sé. Ahora ya se han ido todos. Haz un descanso.
—Hay que limpiar todas las habitaciones, y tengo que pedir más suministros. Más tarde vendrá una pareja.
—Eso será más tarde. Vamos. Viene Clare también. Tenía que mirar no sé qué en la librería. Te puedes escapar veinte minutos.
—Tienes razón. Y me vendrá bien. Espera que se lo digo a Carolee.
—Ya se lo he dicho yo. —Avery la cogió de la mano—. Déjame que presuma.
—He visto el rótulo. Es precioso. Tiene encanto, es bonito y divertido.
—Sí, vamos a tener mucho encanto, diversión y buena comida. —Se la llevó de la mano—. Owen dice que acabarán a mediados de agosto y yo estoy encantada, pero, a este paso, igual antes. Quiero decir que terminarán antes y tendré más tiempo para prepararlo todo y dejarlo perfecto.
—El sábado por la noche habrías tenido dieciséis clientes, eso te lo aseguro. Te estoy haciendo muchísima publicidad.
—Se agradece. —Mientras cruzaban la calle, Avery sacó las llaves—. Prepárate para alucinar.
—Preparada.
Avery abrió la puerta de golpe.
Las viejas baldosas oscuras ya no estaban. Las habían cambiado por suelos de madera noble, de un color vivo e intenso, protegidos por lonas y láminas de cartón, pero Esperanza pudo ver lo bastante para alucinar. El cobre labrado del techo brillaba, y las paredes estaban llanas, imprimadas y listas para pintar.
—Avery, va a quedar aún mejor de lo que imaginaba.
—Pues aún no has visto nada. Han alicatado los baños.
Tiró más de ella para enseñarle el alicatado, las paredes de la cocina, el acceso ya enmarcado a la zona del bar.
—Ay, si han restaurado el revestimiento. ¡Es fantástico!
—¿Verdad? —Avery acarició la madera pulida—. Ha sido la mayor sorpresa, y fíjate en mi pared de ladrillo visto… ¡es perfecta! Van a pintar y a poner las luces y los sanitarios del baño, el equipamiento de la cocina… después instalarán la barra. Creo que me echaré a llorar cuando la vea puesta.
»Traeré pañuelos de papel. Ahí viene Clare. Y mira la plataforma elevada; los niños han ayudado a construirla. Voy a llorar ya. Cielo —dijo cuando vio a Clare de cerca—, ¿te encuentras bien? Te veo un poco verde.
—Estamos en julio —le recordó, dando unos sorbitos a su botella de agua—. Y son gemelos.
—Hay una banqueta en la cocina. No te muevas.
—Estoy bien —dijo, pero Avery ya se había ido—. Aunque no me vendría mal sentarme.
—No deberías salir con este calor.
—No me voy a quedar mucho rato, pero, embarazada o no, tengo que vivir. Beckett se encarga de los niños, de los perros y del magnífico aspersor.
—Te ha tocado el gordo.
—Lo sé. —No discutió cuando Avery le trajo la banqueta; se sentó sin más—. Gracias. Esto tiene muy buena pinta. Todo está quedando como lo querías.
—Mejor aún. Hay un abanico por ahí. Voy a por él.
—Avery, déjalo. Estoy bien. Aquí dentro se está mucho más fresco que fuera. Solo me he mareado un poco. Ya se me ha pasado.
—Cuando te vayas, te acompaño al coche, y si no estás bien, te llevo a casa.
—Hecho. Ahora relájate. Queda mucho verano. Y no le digas nada a Beckett. En serio —añadió Clare apuntándole con el dedo—. Él no ha pasado por esto antes. Yo sí. Si a los gemelos o a mí nos pasara algo raro, lo sabría. Son síntomas normales del embarazo en verano.
—Multiplicados por dos —intervino Esperanza.
—Dímelo a mí. Estoy inmensa y todavía me quedan meses. Ya dan pataditas —anunció, llevándose una mano a un lado y luego al otro—. Os juro que parece que ya se estén peleando.
—A ver… —dijeron Avery y Esperanza a la vez, acercándose a palpar.
—Uau. Pumba, pumba, pumba —señaló Esperanza.
—Qué maravilla, ¿no? Cuánta vida. Merece la pena ponerse un poco verde. Tu primer retoño para mediados de agosto, entonces —le dijo a Avery.
—Eso dicen, ahora. Voy a organizar una velada para amigos íntimos y familia, probablemente más cerca de septiembre, cuando esté todo perfecto. Tened paciencia.
—Ryder me mandó flores.
Avery la miró asombrada.
—¿Perdón?
—No, perdonad vosotras. —También atónita, se dio un golpecito en la sien—. ¡No sé por qué he soltado eso! Me ronda la cabeza.
—¿Qué pasa porque te mande flores alguien con quien tienes una relación? —le preguntó Clare.
—Nada. Me encanta que me regalen flores. Ha sido un detalle muy tierno. Ryder no suele ser tierno.
—En el fondo, sí —la corrigió Avery.
—Fue una disculpa, más que nada. Por entrometerse en mi plan de trabajo.
—Ah. Los hombres suelen hacer eso cuando el trabajo interfiere en el sexo.
—No. —Negó con la cabeza, sonriendo—. No fue por eso, porque no es así. Supongo que todavía estoy recuperando el tiempo perdido, porque me apetece incluso después de un día brutal. El caso es que me mandó flores. Ni siquiera discutimos, no.
—Lo de mandar flores a una mujer es su estilo —le dijo Avery—. No lo digo en el mal sentido. Me refiero a que se le da bien. A su madre le encantan las flores, por eso se le da bien.
—Entonces, ya está. Pero… hay más cosas. Quiero opiniones.
—Yo tengo una. Avery también.
—Yo, siempre.
—Vale. Cuando le di las gracias por las flores, me propuso ir al cine.
—Madre de Dios. —Tambaleándose, Avery se llevó la mano al corazón—. Qué horror. ¿Y luego? ¿Te propondrá que vayáis a cenar? ¿O al teatro? Sal corriendo. Volando.
—Bueno, ya vale. Hasta ahora no me había propuesto salir, no en ese plan. Nos quedamos en casa. Pedimos comida a domicilio o preparo yo cualquier cosa; muchas veces viene después de cenar. Tarde, si tengo huéspedes. Y hacemos el amor. ¿Y qué significa eso? ¿Cine, flores…? Y encima me regala una varita mágica.
—¿Una qué? —dijo Clare.
—Una de esas cosas que venden en el parque cuando hay fuegos artificiales. Una varita con una estrella, que se ilumina y tiene música.
—Aaah —fue la respuesta de Avery.
—Sí. Es adorable. Pero ¿por qué me compra una varita mágica?
—Porque es adorable —sugirió Clare—. Y tú no pudiste venir con nosotros. Qué tierno.
—Ya salió otra vez la palabrita. No entiendo qué significa, si significa algo. No estamos saliendo.
—Claro que sí —discrepó Clare con una sonrisa entre compasiva y divertida—. ¿Aún no lo pillas? Tienes una relación con Ryder.
—No es así. A ver, sí, claro, porque nos estamos acostando, pero…
—Las personas que se acuestan juntas se dividen en categorías muy concretas. —Avery se ayudó de los dedos para citarlas—. Rollos de una noche, que no es el caso; amigos con derecho a roce, que tampoco, porque no erais muy amigos antes del roce; placer por dinero, que queda descartada completamente; o dos personas que se gustan, se aprecian y tienen sexo juntas. Eso encaja, y se llama tener una relación. Asúmelo.
—Intento asumirlo. Tengo que entenderlo primero, y no sé si lo entiendo bien. No quiero hacerme ilusiones. Eso ya lo hice en su día.
—No lo compares con Jonathan ni por un instante —le advirtió Clare.
—No. Ni hablar. Soy yo. Lo que pasó con Jonathan, en parte, fue culpa mía. Me hice ilusiones y…
—Para el carro. —Avery levantó una mano—. ¿Jonathan te dijo que te quería?
—Sí.
—¿Te habló de futuro, de la posibilidad de que tuvierais uno juntos?
—Sí, lo hizo.
—Él es un capullo rastrero y mentiroso. Ryder, no. Si alguna vez te dice que te quiere, eso va a misa. Ya te he dicho que conozco a algunas con las que ha salido. Es un tipo tranquilo, no se compromete, o hasta ahora no lo ha hecho, pero no miente, ni engaña, ni se escaquea. ¿Mi opinión? Te aprecia. Se porta bien, y sí, es tierno. Decente y tierno. También puede ser antipático y desagradable. Tiene varias capas. Ve quitándoselas si quieres entenderlo.
—Opino igual que ella. Y te trajo esa varita del parque porque pensaba en ti —añadió Clare—. Te pide que salgas con él porque quiere pasar tiempo contigo y que te olvides un poquito del trabajo. Si tú no piensas en él, ni quieres estar con él salvo por el sexo, déjaselo claro.
—Por supuesto. Nunca le haría a nadie lo que Jonathan me hizo a mí. Sí pienso en él. Solo que no estoy segura de qué significa. Quizá me preocupe lo que pueda significar. No lo sé. Pensé que todo sería más fácil.
—Esto nunca es fácil. —Avery le pasó un brazo por la cintura a Esperanza—. No debería. Porque estar con alguien debería importar lo bastante como para que sea al menos un poquito complicado. ¿Vas a ir al cine?
—En realidad, le he propuesto que cenemos en su casa y veamos una película. Igual no debería haberlo hecho.
—Deja de buscarle tres pies al gato. —Clare se puso de pie—. Disfruta de él, y de ti misma. Deja que las cosas pasen.
—Eso se me da de pena.
—Inténtalo. Puede que se te dé mejor de lo que crees.
—Como se me dé fatal, la culpa va a ser tuya. Tengo que volver al hotel. Avery, me encanta tu local.
—Y a mí. Vamos, Clare, que te acompaño al coche, y te doy mi veredicto.
Se separaron en la calle. Clare cogió a Avery de la mano mientras cruzaban Main Street.
—Se está enamorando de él.
—Ya te digo. Tú y yo sabemos que es difícil resistirse a un Montgomery.
—Le compró una varita mágica, Avery. Yo diría que la cosa es mutua.
—Va a ser divertido verlo.