Todo le llevó más tiempo del previsto, pero eso no era nada nuevo. La rehabilitación de un edificio llevaba su propio ritmo y, cuando se compaginaban dos obras grandes, los horarios siempre se iban al garete.
Salvo que fueras Owen.
En una de las obras el tejado estaba listo para entablillar, y en la otra iban a instalar ya las placas de yeso y el revestimiento de ladrillo. Se volvió a contemplar el edificio, al otro lado del aparcamiento, más allá de la enorme grúa. Ese nuevo techo lo cambiaba todo, la forma, la sensación de espacio y de equilibrio. Suponía que cualquiera podría ver ya su potencial.
Decidió concentrarse en otra cosa. No quería pensar en tablillas ni en placas de yeso. Quería pensar en llevarse a Esperanza Beaumont a la cama.
En realidad, no quería pensar en ello. Quería hacerlo.
Pasó a Recepción y echó un vistazo alrededor. Todo en orden, como siempre. Trató de imaginar que era un cliente que entraba allí por primera vez. Sí, decididamente, querría alojarse allí; no le importaría en absoluto.
Cuando se dirigía a la cocina, ella salió de su despacho a recibirlo.
Todo en orden allí también, desde el vestidito de verano y los taconazos sexis hasta la mata de pelo resplandeciente.
Se detuvo en seco cuando el perro de Ryder se acercó a ella meneando la cola.
—Donde voy yo, va Bobo —le dijo.
—Ah. Bueno. —Lo acarició distraída—. No he podido localizarte en el móvil.
—Se me ha olvidado cargarlo. —Y no le dolió nada que no hubiera sonado e interrumpido su trabajo un millón de veces—. Si necesitabas que trajera algo, puedo ir a buscarlo, siempre que no me lleve mucho tiempo.
—No, no es eso. Yo…
Pero él la agarró y la atrajo a su cuerpo. Si iba a ir por el mundo con ese aspecto, debía esperar que el hombre con el que había accedido a acostarse quisiera catarla.
Pero en cuestión de segundos decidió que de catarla solo, ni hablar. Tenían que subir. Si quería conversación, ya hablarían después.
Mucho después.
—Vamos arriba. Elige una habitación. Coge una llave.
—Ryder, espera.
—Me ducho primero. —Recordó algo tarde que llevaba una jornada entera de sudor y porquería encima—. Mejor aún, te puedes duchar conmigo.
—Ay, Dios —suspiró ella, levantando una mano a la vez que se apartaba—. Eso suena muy bien. Extraordinariamente bien. Pero tengo clientes.
¿En qué idioma le estaba hablando?
—¿Que tienes qué?
—Clientes. Arriba, en W y B. Imprevistos. Han venido hace un par de horas. He intentado llamarte, pero…
—Se suponía que no iba a haber nadie.
—Lo sé. No había nadie, pero han venido a la puerta y querían una habitación. No puedo rechazar a un huésped mientras tengamos habitaciones. No pretenderías que les dijera que se fueran, ¿verdad?
Se quedó mirándola. Vestidito de verano, piernas interminables, ojos pardos de los que te hacen un nudo en el estómago.
—¿Me lo preguntas en serio?
—Ryder, es mi trabajo. Por mí, les habría dicho que no tenemos sitio, créeme, pero no puedo hacer eso.
—Eres espantosamente responsable.
—Pues sí, lo soy. Esa es una de las razones por las que me contrató tu madre. Se han fugado, o están en ello. Mañana irán al juzgado a casarse y llevaban ya horas en la carretera.
—¿Y por qué no se han ido a un motel? Yo los llevo. Les pago la habitación.
—Ryder. —Se echó a reír, algo frustrada—. Él quería regalarle algo especial, dado que no va a poder tener una boda de verdad. Nos vio en el iPad en una parada, pero no llamó porque quería darle una sorpresa a ella. Han reservado dos noches para poder tener una especie de luna de miel, porque tienen que volver al trabajo, y hacer frente a sus familias.
—¿Y por qué te han contado todo eso?
—Te sorprendería lo que la gente le cuenta a una gerente. Además, son jóvenes, están ilusionados, enamorados, y él pensaba que, sin reserva, a lo mejor le diría que no si no había una historia romántica de fondo. Aunque no fuera mi trabajo, no habría podido negarme. Al padre de ella no le gusta él.
—A mí tampoco.
—Sí, a ti sí. O te gustaría. Lo siento mucho, pero…
—¿Qué ha sido eso? —la cortó y retrocedió a la puerta—. ¿Ha sido un grito?
—Ya empiezan otra vez. —Cuando volvió a mirarla, ceñudo, ella se encogió de hombros—. De verdad necesitaban una habitación.
—Es… ¡Dios! —Ladeó la cabeza y escuchó un poco—. Hay doble aislamiento, en suelos, techos y paredes. ¿Te dan siempre estos espectáculos sonoros?
—No. ¡No! Gracias a Dios. Es algo excepcional. Creo que por la frecuencia.
—¿Cuántas veces pueden hacerlo en un par de horas?
—No me refería a ese tipo de frecuencia —dijo ella, y lo vio sonreír—. Aunque…, ja, ja, ja, eso también. Hablaba de frecuencia sonora, como la radiofrecuencia. Aparte de que tienen las ventanas abiertas.
—¿Sí? —Ryder fue a la puerta y salió afuera. Escuchó los gritos, los gemidos, los chillidos mientras Esperanza le tiraba de las manos.
—¡Para ya! —insistió, riendo otra vez—. No está bien. Es una intromisión. Vuelve dentro.
—No soy yo el que tiene las ventanas abiertas. Merezco una compensación.
—No, de eso nada. Es más… —Consiguió llevarlo dentro, luego fue corriendo al mostrador y encendió su iPod.
—¿Para qué haces eso?
—Cotilla.
—Como si tú no hubieras estado escuchando.
—Solo hasta que he caído en lo que era. Bueno, e igual un poquito después. Lo siento mucho, Ryder, pero…
—Podemos pasar de ellos.
—¿Cómo dices?
—Que están ocupados. —Señaló al techo—. Muy ocupados con lo que hacen. Así que no les preocupa lo que hagas tú.
—No puedo. Resultaría violento, y poco profesional, y debo estar disponible. Terminarán saliendo de ahí, y querrán comer.
—Están quemando muchas calorías.
—Supongo que sí. Debo estar disponible cuando decidan salir.
Él la miró con los ojos fruncidos.
—Apostaría a que has sido girl scout.
—Perderías. No tenía tiempo para explorar. Mira, está ahí toda la comida. Avery nos ha preparado una comida estupenda, así que no tengo más que calentarla. Al menos podrías beber y comer algo.
Maldita la gana que tenía de irse a casa y gorronear algo.
—Necesito una ducha.
Ella le sonrió.
—Elige una habitación… salvo W y B.
—Me quedo con la de aquí abajo, que es la más alejada de… los huéspedes.
—Buena elección. Voy a por la llave.
—Llevo ropa de repuesto en la camioneta.
Salió antes de que Esperanza pudiera decirle que se llevara el perro.
—No te muevas de ahí —le ordenó a Bobo, y fue a su despacho a por la llave. Confiando en que el perro le hiciera caso, fue a Marguerite y Percy, abrió la puerta, encendió las luces y le echó a la habitación un vistazo rápido de gerente.
Volvió Ryder con una pequeña bolsa de lona; ella le ofreció la llave.
—¿Sabes cómo funciona todo?
—Todo menos tú, pero ya lo averiguaré.
—No es tan complicado.
Se quedaron un momento a la puerta de la habitación.
—Podrías poner un cartel. Dejarles el número de Vesta y un pack de cervezas.
—Sí, esa es la clase de servicio del que nos enorgullecemos en el Boonsboro. —Le puso una mano en el brazo—. Mañana libro. Puedo estar fuera hasta las nueve, las diez a lo mejor. Podría ir a tu casa.
—Eso estaría bien. Yo no tengo huéspedes inesperados.
—Considéralo una reserva. —Se apartó para que él pudiera cerrar la puerta.
Se lo había tomado mejor de lo que pensaba. Y, la verdad, mejor de lo que se lo había tomado ella al principio.
Volvió a la cocina, sacó lo que Avery les había preparado. Lo fue calentando para que pudieran comer en cuanto a él le apeteciera. Luego abrió una botella de vino y lo dejó oxigenarse.
Ella se merecía una copa de vino.
Mañana, se prometió, se centraría en sus asuntos personales, incluida su visita a casa de Ryder. Seguramente sería mejor así. No habría interrupciones, ni problemas, ni fantasmas que tuvieran ganas de jugar.
Solo ellos dos. Miró al suelo, donde Bobo dormitaba.
Bueno, los tres.
Sacó dos copas del armario, y estaba a punto de servirse la suya cuando oyó pasos en las escaleras.
Típico, se dijo, y dejó la copa.
Asomó el pelo rubio de punta de Chip Barrow. Con unos vaqueros gastados, llevaba la misma camiseta vieja de los Foo Fighters que cuando se habían registrado. Solo que ahora del revés. Dudaba mucho que se hubiera dado cuenta.
Le dedicó una sonrisa adormilada y ebria de sexo que le dio mucha envidia.
—Hola. —Se aclaró la garganta—. Siento molestar.
—No es molestia. ¿Puedo ayudar en algo?
—Marlie y yo pensábamos cenar algo. Algo para llevar, que podamos…
—Hay una opción muy sencilla. —Aunque debían de tener una en el pack de bienvenida de su habitación, Esperanza abrió un cajón y sacó la carta de Vesta—. Está justo enfrente y lo traen al hotel si queréis.
—¿En serio? Magnífico. Una pizza estaría genial. Son buenas, ¿no?
—Muy buenas. Cuando hayáis decidido, os haré el pedido encantada.
—Yo ya sé lo que le gusta a Marlie —dijo con cara de felicidad—. Querríamos una familiar con pepperoni y con aceitunas negras. Y un postre de estos. El Chocolate Decadence. También tiene pinta de estar buenísimo.
—Y lo está, te lo aseguro.
—Mmm. ¿Nos lo podrían subir a la habitación y avisarnos llamando a la puerta?
—Sin problema. ¿Una botella de vino de obsequio?
—¿En serio? Sí, fenomenal.
—¿Tinto o blanco?
—Mmm, ¿por qué no lo elige usted? Ah, ¿y unas CocaColas también?
—Un segundo.
Esperanza sacó una bandeja, una cubitera y metió dos Coca-Colas en ella. Luego añadió el vino que había abierto para ella, las dos copas.
—Qué pasada. Marlie ha alucinado con la habitación. Hasta hemos encendido la chimenea. Ha empezado a hacer mucho calor, así que hemos abierto las ventanas, pero queda muy romántico con la chimenea encendida.
Ella se mordió el carrillo.
—Seguro que sí. Ahora os… Ah, Ryder. Este es Chip.
—Hola —dijo Chip.
—¿Qué tal?
—Fenomenal.
—¿Quieres que os suba esto? —se ofreció Esperanza.
—No, gracias. Ya lo subo yo. ¿Nos pide la pizza y eso?
—Enseguida. Calcula unos veinte minutos.
—Guay. Marlie va a flipar con el vino. Gracias.
—De nada.
Mientras Chip salía con la bandeja, Esperanza apretó los labios para no reírse.
—Fenomenal —susurró.
—¿Cuántos años tiene, doce?
—Veintiuno, los dos. La chica los cumplió la semana pasada. Me han parecido tan jóvenes que les he pedido el carnet. —Sacó otra botella de vino—. ¿Por qué no abres tú el vino mientras yo hago este pedido? Si prefieres cerveza, hay en la nevera.
—El vino está bien. —Un pequeño cambio de hábitos. Como con ella. Sirvió una copa para cada uno, probó la suya. Y decidió que quizá le gustaran los cambios.
En cuanto ella hizo el pedido, él señaló con la cabeza el fuego.
—¿Qué se cuece?
—Se calienta, no puedo apuntarme el tanto de haberlo cocinado. Medallones de ternera, patatas asadas, zanahorias y guisantes en crema de mantequilla. Y un pequeño aperitivo de vieira.
—Suena bien.
Esperanza sacó el aperitivo.
—Pruébalo y verás.
Cogió un poquito.
—Está bueno. La Pelirroja Buenorra es una artista.
—Lo es. Cuando estábamos en la facultad, ella trabajaba en una pizzería. Siempre sabía cuándo la había hecho ella. Estaba muchísimo más rica.
—Se tiró en plancha a por Vesta, y consigue que funcione.
—Sí, ella es de las que se tiran en plancha. —Decidiendo de pronto que podían seguir con la primera parte del plan de esa noche, sacó un plato de aceitunas y se sentó en un taburete. Aperitivo y charla allí, la cena en el Comedor. La fase tres tendría que esperar al día siguiente.
El perro se tumbó debajo de los taburetes.
—¿Te sorprendió que Avery y Owen empezaran a salir?
—No especialmente. Ella le había hecho tilín desde que éramos niños.
—Clare a Beckett desde el instituto, y le duró todos esos años.
—Él siempre tuvo claro que ella estaba con Clint. Nunca se metió en medio. Lo sufrió en silencio —añadió Ryder—. Salvo para los que vivíamos con él. Escribía unas canciones malísimas de esas de «tengo el corazón hecho pedazos» y las cantaba en su cuarto hasta que Owen y yo lo amenazamos con liarnos a ladrillazos con él.
—¿Ah, sí? —Rio, intentando imaginárselo—. Qué tierno. Lo de las canciones, no lo de los ladrillos. ¿Erais amigos de Clint?
—Sí, aunque no íntimos, la verdad. Jugábamos al fútbol, nos emborrachamos una o dos veces. Él estaba muy pendiente de Clare, y ella de él, y tenía pensado alistarse en el ejército.
—Con lo jóvenes que eran. Como Chip y Marlie.
—¿Quién?
—Wesley y Buttercup, los casi recién casados. Yo no conocí a Clare hasta que volvió a Boonsboro y Avery nos presentó. Después de la muerte de Clint.
—Fue una época difícil para ella. Se la veía…
—Sigue —dijo ella al ver que se interrumpía—. Dime.
—Frágil, me imagino. Como si fuera a hacerse añicos si la mirabas mucho. Dos críos, casi bebés, el enano por llegar. Pero no lo era. Frágil, digo; en el fondo, no. Clare tiene más agallas que nadie que yo conozca.
Aquel debía de ser su discurso más largo sobre alguien desde que lo conocía, pensó Esperanza. Más aún, dejaba ver su afecto y admiración profundos.
Ya había observado ese afecto y esa admiración por sus amigas, pero oírselo decir la emocionaba.
—Soy afortunada de tenerlas a Avery y a ella en mi vida. Si no fuera así, probablemente ahora estaría en Chicago en lugar de aquí. Donde creía que apuntaba mi brújula después de lo de Jonathan. Prefiero esto.
—No acabo de entender qué viste en él.
Esperanza dio un sorbo a su vino y estudió a Ryder.
—¿Quieres saberlo?
—Me tienes aquí sentado…
—Muy bien. No quiero compararme con Clint, con todos sus años de servicio, sus sacrificios, pero, igual que él, yo también tenía un plan de vida. Cosa de familia. Mi hermana quería ser veterinaria desde los ocho años y mi hermano siempre quiso ser abogado. A mí me encantaban los hoteles, los dramas, los rompecabezas, la gente, la constancia y el fluir de las cosas. Todo eso. De modo que mi plan de vida consistía en dirigir un hotel. El Wickham. Jonathan era parte del Wickham, y tenía tanta clase (o eso pensaba yo) y tanta elegancia como el hotel.
—Eso es lo que te pega.
—La clase y la elegancia tienen su atractivo —matizó—. Y él era encantador, créeme. Sabía de arte, de música, de vinos, de moda. Aprendí mucho, y quería hacerlo. Me perseguía, y eso resultaba halagador y excitante. Su familia me abrió las puertas, y eso se me subió a la cabeza. Mi plan de vida se expandió. Yo dirigiría el Wickham, me casaría con Jonathan. Seríamos una de las parejas más poderosas de Washington. Recibiría a celebridades, con brillantez; dirigiría el hotel, también con brillantez; terminaríamos teniendo un par de hijos a los que ambos adoraríamos, y bla, bla, bla… Sé lo tremendamente superficial que te suena todo esto.
—Eso no lo sé. Es un plan.
—Yo pensaba que lo quería, y eso influye. Pero no. —El darse cuenta de eso le había supuesto alivio y dolor—. No me partió el corazón, como era de esperar. Aunque me partió el ánimo, y eso rebaja mucho. Me hizo pedazos el orgullo, y de eso cuesta recuperarse. Pero no me partió el corazón, así que, en cierto sentido, ahora veo que también yo lo utilicé.
—Chorradas.
Aquella respuesta rápida y tajante la sorprendió.
—¿Eso crees?
—Eso creo. Él te persiguió, tú lo has dicho. Su familia le siguió el juego. Tenías motivos para creer que todo saldría según tu plan. Y pensabas que lo querías. Puede que fueras tonta, pero no lo utilizaste.
Se quedó pensativa.
—Creo que me gusta más la idea de haberlo utilizado que la de ser tonta.
—De todas formas, ya es historia.
—Sí, lo es. ¿Y tú? Tienes dos hermanos que han querido a la misma chica desde que eran niños. ¿Tú, qué?
—¿Yo? —La idea le pareció graciosa—. No. Eso se lo dejo a Owen y a Beck.
—¿Nunca te han roto el corazón?
—Cameron Diaz. No sabe que existo. Me cuesta digerirlo.
Consiguió hacerla reír otra vez.
—Yo tengo el mismo problema con Bradley Cooper. ¿Qué les pasa?
—Eso digo yo. Estamos tan buenos como ellos.
—Por supuesto. Además, el cinturón de las herramientas te queda más natural a ti. Este tipo de accesorios son muy sexis —explicó ella—. Son como las cartucheras, las de los cowboys. Cuando una ve a un hombre con cinturón, ceñido con naturalidad, sabe que se las apaña bien.
—Mucho mérito para un simple cinturón de herramientas.
—A ti te gustan mis zapatos —dijo ella, señalándolo.
—¿Los taconazos?
—Sí, los taconazos. Me lo dices a menudo, lo que me hace pensar que te fijas. Y que te fijas en cómo me resaltan las piernas. —Sacó una y giró el pie—. Son bonitas. —Ladeó la cabeza y la sonrisa—. A lo mejor no tan largas como las de Cameron, pero son bonitas.
—No mientes. —Ryder la agarró por la pantorrilla, haciendo que girara hacia él. Cuando empezó a subirle la mano por la pierna, ella se apartó y se levantó enseguida.
—Deberíamos cenar. He pensado que estaríamos mejor en el Comedor.
Ryder la rodeó y apagó el horno. Luego se arrimó a ella y atacó.
Esta vez no fueron solo sus labios, también las manos, rápidas, impacientes, casi bruscas. El deseo, siempre a flor de piel cuando lo tenía cerca, se abrió paso e hizo que le flojearan las piernas.
Una parte aún cuerda de su ser reparó en lo indecoroso que resultaría aquello si entraban los clientes. Pero esa parte no fue lo bastante fuerte para frenar el instinto.
—Quédate ahí —le ordenó Ryder al perro, que suspiró y volvió a tumbarse.
Esperanza aún estaba tambaleándose cuando él la cogió de la mano y la sacó a rastras de la cocina.
—Ryder…
—Tienen vino, pizza y sexo. Será un milagro si salen de ahí en toda la noche. —Se detuvo un instante en el despacho de ella. M y P no, pensó, que tenía dos camas—. Aquí abajo, no. Vamos a necesitar una cama más grande.
—No puedo…
—¿Te apuestas algo?
Y el apartamento de ella tampoco. Ni loco se la iba a llevar a la tercera planta. Cogió la llave de T y O, salió con ella y se la llevó escaleras arriba.
—Pero si necesitan algo…
—Ya tienen lo que necesitan. Va siendo hora de que lo tengamos nosotros.
La hizo volverse en las escaleras, la estrujó contra la pared y la besó hasta que incluso la idea de protestar le pareció no solo imposible sino también absurda.
Si no lo tenía, y ya mismo, iba a explotar. Y entonces dejaría de haber gerente.
—Rápido —consiguió decir ella, y empezó a tirar de él.
Con la respiración entrecortada no solo de subir las escaleras, se colgó de él cuando llegaron a la segunda. Ahí fueron sus manos las que lo tomaron impacientes, cabalgando por sus caderas, subiendo por la espalda mientras se dirigían a la puerta dando tumbos.
—Rápido, rápido, rápido —le apremió ella, y le clavó los dientes en el hombro mientras él se peleaba con la llave.
Le temblaba la mano. Le habría resultado humillante si hubiera podido pensar. Pero solo sentía… deseo, deseo. Cuando la llave al fin entró, Ryder metió a Esperanza en la habitación, con la entereza justa para cerrar la puerta antes de tirarse en la cama con dosel.
—Déjate los taconazos —le dijo él.
Ella rio y lo atrajo hacia sí. La risa se transformó en un jadeo agradecido cuando él le bajó el vestidito hasta la cintura.
Su boca, sus manos, su peso, su aroma. Lo quería todo, lo necesitaba todo desesperadamente. Deseaba sentir cómo su miembro erecto empujaba en su interior, con desenfreno, más de lo que necesitaba respirar.
—Sí, sí. —Giró el rostro hacia su cuello—. Lo que sea, todo, por todas partes.
Aquella ola gigantesca la inundó, la recorrió entera, al fin. El calor, el placer, las rápidas punzadas de pánico y de locura. Manos duras en su carne; boca hambrienta en su pecho. Que tomaba, se nutría, destrozaba.
Más. Más. Más.
Ryder notó las manos de ella en su cinturón, manipulándolo, tirando de él, y su aliento caliente en el cuello, en el oído. Todo se desdibujó, el tacto de su piel, delicado como la seda, suave como el agua, caliente como la lava. Su voz en un grito de placer al levantarle el vestido y encontrarla. El movimiento, todo el movimiento, sus caderas, sus manos, sus piernas.
La boca de ella buscó la suya, se aferró a él con voracidad mientras levantaba las caderas, anclada a él. Punzadas de deseo lo desgarraron entero cuando ella le bajó los vaqueros y lo envolvió con la mano.
Y ella le enroscó las piernas en la cintura. Se tomaron presos de una especie de locura, todo viveza y desesperación, desatando un placer tan intenso que cortaba.
Ella se aferró a él mientras su cuerpo se sacudía, mientras la delicia de aquellas réplicas la estremecía y la agitaba. Luego, flojas, sus manos se deslizaron. Agotado, él se desplomó sobre ella, y se quedó allí quieto esperando a que su mente y su cuerpo volvieran a conectarse.
Lo había… aniquilado, descubrió. Y eso sí que era una novedad.
Cayó apenas en la cuenta de que llevaba las botas puestas y los vaqueros enroscados en los tobillos; el vestido de ella, un delicado bulto en su cintura.
No era precisamente lo que él había planeado. Y muchísimo menos lo que había esperado de ella.
Al fin Esperanza soltó una mezcla de suspiro y gemido.
—Dios. Dios. Gracias, Dios.
—¿Rezas o me das las gracias?
—Las dos cosas.
Él consiguió apartarse de ella y ambos se quedaron tumbados el uno al lado del otro, como estaban, prácticamente vestidos, aturdidos y plenamente satisfechos.
—Tenía un poco de prisa —dijo ella.
—A mí me lo vas a decir.
Esperanza volvió a suspirar y cerró los ojos.
—He sufrido una sequía considerable en cuanto a sexo. Hacía más de un año.
—¿Un año? Madre mía, tengo suerte de seguir vivo.
Ella contuvo una carcajada.
—Te aseguro que sí. ¿Y yo para qué me habré gastado dinero en ropa interior? Si ninguno de los dos lo ha apreciado…
No, se dijo, no era en absoluto lo que él había esperado. En todos los sentidos, muchísimo mejor.
—Ah, pero ¿llevabas ropa interior?
—Mira, aún la llevo. Solo que no donde debería estar.
Todavía tumbado boca arriba, él alargó la mano, la bajó, acarició el sujetador de encaje hecho un gurruño con el vestido alrededor de la cintura.
—Ya te lo puedes poner en su sitio. Lo agradeceré cuando te lo quite luego. La próxima vez lo haremos completamente desnudos.
—Me gusta eso de completamente desnudos. Tienes un cuerpo precioso, pero… bueno, con las prisas…
Volvió la cabeza, estudió su perfil… esos huesos fuertes, esas curvas prietas. Al poco, también él volvió la suya, de forma que se miraron a los ojos.
Condenadamente guapa, se dijo Ryder. Debería ser ilegal tener ese aspecto. Volvía locos a los hombres.
—Debemos de estar ridículos —susurró ella.
—No mires.
—Yo no miro si tú no miras. ¿Tienes hambre?
—Esa es una pregunta capciosa, teniendo en cuenta la situación.
Ella sonrió mientras se recolocaba el sujetador.
—¿Por qué no bajamos a comer y fingimos que somos adultos civilizados?
—Demasiado tarde para lo segundo.
—Nunca es demasiado tarde para ser civilizado.
—Ya estás pensando otra vez en los críos de W y B.
—Avery nos ha preparado una comida deliciosa, y deberíamos comérnosla. Así, de paso, estoy disponible por si me necesitan. Luego podemos subirnos el vino, si es que queda algo. Y podrás admirar mi ropa interior nueva.
—Es un buen plan. —Se levantó lo justo para subirse los boxers y los vaqueros—. E igual la próxima vez me da tiempo a quitarme las botas antes de que te abalances sobre mí.
Ella se puso bien el vestido y sonrió.
—No prometo nada.