Esperanza subió la cuesta que conducía a casa de Justine más tarde de lo previsto aquel domingo por la tarde. No obstante, había disfrutado del paseo campo a través por esas carreteras sinuosas con las ventanillas bajadas y el viento agitándole el pelo.
Un día perfecto para ir en descapotable, se dijo. Hubo un tiempo en que había querido comprarse uno, pero no le veía mucho sentido con la vida urbana que llevaba. Ahora no se lo veía por los inviernos largos y a menudo nevados del campo.
Ser tan práctica era una tortura.
Le gustaba el modo en que la casa de Justine parecía escondida en la espesura aun con lo grande que era.
Entendió por qué cuando vio a Justine arrancando hierbajos con un sombrero de paja de ala ancha, guantes púrpura y un cubo de rojo intenso al lado.
Cuando Esperanza paró y aparcó detrás de un trío de camionetas, un montón de perros se acercaron corriendo a olisquearla, a menear la cola, a dar brincos de alegría. Los dos labradores de Justine, Atticus y Finch, fue contando mientras abría la puerta del coche, los de Clare, Yoda y Ben, el de Ryder, Bobo… y… ¡ay, un cachorrito!
Los perros siguieron olisqueando y meneando la cola mientras los acariciaba.
—Tú debes de ser Spike. ¡Qué mono eres!
Justine, con los auriculares de botón colgando, dio unas palmadas.
—Muy bien, chicos, apartaos un poco. —Mientras hablaba, un carlino rodeó con andares de pato el enorme cubo rojo.
—Uf, si están por todas partes. —Riendo, se puso en marcha mientras Justine cogía el cubo lleno de hierbajos y se acercaba a saludarla.
—Sí, por todas. Este es Tyrone, y está algo aturdido.
—Los otros son tan grandes… Hola, Tyrone.
—Solo tiene una oreja, y aún está algo cohibido, pero, cuando coge confianza, es muy cariñoso.
Los tres niños corrieron hacia ellas desde el taller, Murphy apretando el paso para dar alcance a sus hermanos. Los perros, menos Tyrone, fueron aprisa a rodearlos.
—Mamá viene ahora —anunció Harry—. Tenemos sed.
—Nos va a traer bebidas. ¿Podemos tomarnos un «especial», Abu? ¿Eh?
Justine le volvió la visera a la gorra de Liam. Había estado haciendo acopio de zumos multivitamínicos y el «especial» consistía en echarle una gotita de ginger ale.
—Por mí, vale. Llévate a este. —Señaló al carlino—. Y ocúpate de que no se haga caca en mis suelos.
—¡Vale!
Murphy se abrazó a las piernas de Esperanza y la miró con cara de felicidad.
—Tenemos muchos perros. Tenemos más perros que nadie del universo.
—Ya lo veo.
—¡Esperad! ¡Esperadme! —gritó al ver que sus hermanos salían corriendo.
—Me parece que se acabó lo de estar sola con mis dos perros por un tiempo —dijo Justine, llevando los hierbajos a la compostadora—. Aunque los niños siempre estaban buscando una excusa para venir a verme, ahora vienen ellos con toda la tropa.
—Y a ti te encanta.
—Cada segundo. ¡Clare! —gritó Justine llevándose un puño a la cadera al verla bajar la cuesta desde el taller—. Podía haber traído yo las bebidas de los niños.
—No me viene mal hacer un poco de ejercicio, ni sentarme dentro un ratito. No te he oído llegar —le dijo a Esperanza—. Hay muchísimo ruido allí al fondo.
—También va a haber mucho ruido dentro —le hizo ver Justine.
—A eso ya estoy acostumbrada. De todas formas, me han echado del taller. Van a empezar a pintar y barnizar algo y no quieren que inhale los vapores.
—No he criado idiotas. Id dentro. Yo casi he terminado aquí y enseguida voy a echaros una mano con las fieras. Esperanza, ¿por qué no subes al taller y te enteras de cuándo van a poder hacer un descanso?
—Muy bien.
Se dirigió al taller y los perros salieron detrás de ella. Finch tenía los ojos como platos y llevaba en la boca una pelota vieja llena de babas.
—No pienso tocar eso —le dijo ella.
El animal la dejó caer a sus pies.
—Ya te he dicho que no la pienso tocar.
Repitió el proceso cada varios pasos, todo el camino al taller, cuyo porche estaba atestado de sillas, mesas, marcos de ventana viejos y diversos materiales que no supo identificar. Atronaba la música por las ventanas abiertas y se oían voces de hombre acaloradas por lo que podría ser una discusión, un debate o una disputa.
Asomó la cabeza por la puerta y vio hombres, muchas herramientas dentadas, pilas de madera, botes de pintura, estanterías abarrotadas de latas y frascos y sabe Dios qué más.
Finch entró de golpe y dejó caer la pelota a los pies de Ryder. Sin mirar apenas, sacó la pelota por la ventana de un puntapié.
El animal se tiró por la ventana en su busca. Se oyó un fuerte estrépito. Mientras ella retrocedía para asegurarse de que el perro estaba bien, vio rodar a Finch con la pelota entre los dientes y volver a entrar a toda velocidad en el taller.
—Madre mía —susurró ella. Reculó de nuevo, esta vez entrando en el taller. Levantó las manos justo a tiempo para coger la pelota y evitar que le diera en la cara.
—Buenos reflejos —comentó Ryder.
—Puaj. —Tiró la pelota fuera. Finch, pletórico de gozo, voló tras ella.
—Tampoco lanzas mal.
—Pues tú podías mirar un poco a dónde tiras esa cosa asquerosa.
—Habría salido por la ventana si no te hubieras puesto en medio. —Se sacó un plátano del bolsillo.
Lo miró solo cuando le ofreció y, en su lugar, buscó en el bolso un frasquito de gel desinfectante.
—No, gracias.
—¡Esperanza, mira mi barra! —Avery, vestida con bermudas militares, camperas y el pelo recogido con un pañuelo verde hierba, parecía más uno de los exploradores de la ruta de los Apalaches que una empresaria de hostelería. Esquivó como pudo el lío de herramientas eléctricas y tablones de madera para coger a Esperanza de la mano y tirar de ella—. Estos son los paneles que van sobre la barra. ¿A que son preciosos?
Ella no sabía mucho de carpintería, pero creyó ver potencial en aquella madera sin terminar, en sus detalles perfectamente definidos.
—¿Todo eso? Va a ser más grande de lo que imaginaba.
—¡Acércate! —Avery meneó el trasero—. Ya casi he decidido lo que quiero para la cubierta. No hago más que cambiar de opinión. Hoy vamos a empezar a pintar algunos paneles para que yo pueda ver cómo quedan.
—De «vamos» nada —la corrigió Owen.
—Pero si…
—¿Me meto yo en tu cocina?
—No, pero…
—¿Por qué?
Avery puso los ojos en blanco.
—Porque eres muy tiquismiquis, te empeñas en tenerlo todo bien colocadito como si fueran soldados en formación y te niegas a experimentar.
—Y tú no eres así. Por eso eres buena cocinera. Yo soy buen carpintero precisamente por ser tiquismiquis.
Hizo algo que Esperanza jamás se habría esperado del tiquismiquis de Owen. Se chupó el pulgar y frotó la madera sin pintar.
—Bien —dijo cuando la humedad resaltó el tono vivo, intenso de la pieza—. Ve a cocinar algo.
Cuando ella le enseñó los dientes, él rio, la atrajo hacia sí y le dio un besazo y un pellizco en el trasero.
Entonces vino Beckett de otra zona cargado con un par de latas grandes.
—Ya os he dicho que sabía dónde estaba. Hola, Esperanza.
—Si lo hubieras dejado donde lo puse yo, no habrías tenido que buscarlo.
—Señoras…
Esperanza se volvió hacia Ryder.
—No, no es a vosotras. Me refiero a ellos. Abrid las puñeteras latas —les dijo a sus hermanos—. Me gustaría terminar de pintar estas piezas en este siglo.
—Dejadme hacer un poquito —pidió Avery con la mejor de sus sonrisas—. Solo una esquinita de un panel pequeño. Así podré decir que yo también participé. Relájate, Owen.
—Sí —coincidió Beckett—. Relájate, Owen.
Así empezó otra discusión.
—¿Siempre es así? —le preguntó Esperanza a Ryder.
Ryder bebió un trago de Gatorade.
—¿Cómo?
Antes de que ella pudiera contestar, volvió Finch con la pelota. Se retiró justo a tiempo para que no le cayera, sucia y babeada, en el zapato. Ryder volvió a lanzarla de un puntapié por la ventana para que el perro, loco de contento, saltara a por ella.
—Jugaba al fútbol en el instituto —le explicó al ver que lo miraba ceñudo.
—¿No te da miedo que se haga daño?
—Hasta ahora, nunca se lo ha hecho. Haznos un favor y llévate a la Pelirroja de aquí. Se tarda el triple con todo cuando hay mujeres alrededor.
—¡No me digas!
—Salvo que cuando coja una herramienta sepa usarla, sí. Además, si queréis hablar de lo del fantasma antes de que anochezca, más vale que te la lleves.
—Si la conoces bien, ya sabrás que no se va a marchar hasta que haya hecho su esquinita. Cuando la haga, yo me la llevo.
—Muy bien. —Cogió una encoladora y trazó una línea de gotas por el borde de lo que parecía una especie de encimera con estanterías.
—¿Qué va a ser eso?
—Un armario empotrado para la sala de camareras. Si te vas a quedar ahí de pie, pásame la grapa.
Ella echó un vistazo a una mesa sembrada de tornillos, herramientas, trapos, tubos de pegamento, y vio una grapa. Entonces notó algo por encima del pelo.
—¿Me estabas olisqueando?
—Hueles bien. Si te esfuerzas por oler bien, no te sorprenda que te olisqueen. —Sus ojos se encontraron por encima de una grapa de fijación—. ¿Por qué no vienes a mi casa cuando terminemos aquí?
—Tengo huéspedes.
—Tienes a Carolee.
Esa intensa sensación se apoderó de nuevo de ella, pero negó con la cabeza.
—Martes noche. —Se retiró antes de que le diera tiempo a arrepentirse—. Avery, vamos a quitarnos de en medio.
—Ya has hecho tu esquina, Pelirroja —dijo Ryder—. ¡Lárgate! Aquí no se permiten chicas.
—Los chicos son malos —dijo Avery, clavándole el dedo en la tripa a Ryder al pasar.
Cuando salieron fuera, donde los niños y los perros corrían como salvajes, enlazó su brazo en el de Esperanza.
—Percibo intensas vibraciones sexuales.
—Para ya.
—Las reconozco cuando agitan el aire. Sabes que vive a dos minutos de aquí.
—Tengo…
—Huéspedes. Aun así. Los polvos rápidos están infravalorados.
—Repito: no piensas más que en eso.
—Estoy prometida. Se supone que tengo que pensar en eso.
—Se supone que tienes que pensar en vestidos de novia y banquetes de bodas.
—Y en sexo. —Riendo, Avery se quitó el pañuelo y se peinó con los dedos—. No quiero elegir vestido aún. He estado viendo revistas y buscando ideas en internet, tratando de encontrar un estilo que me convenza. Como con el revestimiento de la barra.
—Avery… —Asombrada por la falta de prioridades románticas de su amiga, Esperanza suspiró—. Tu vestido de novia no es como la barra de un bar.
—Lo digo porque los dos tienen que ser exactamente como los quiero, tienen que ser fabulosos y emocionarme.
—Vale, tu vestido de novia es como el revestimiento de la barra.
Avery entró por la puerta de la cocina, donde Clare, sentada a la encimera, pelaba zanahorias. Justine, de pie, troceaba apio con el carlino enroscado a sus pies. Algo hervía en el fuego.
—Avery, va a venir tu padre.
—Genial. Así conocerá a los cachorros. —Se agachó a acariciar a Tyrone, que en ese momento se escondía debajo del taburete de Clare.
—Hoy, barbacoa —anunció Justine—. Ry me ha estado lanzando indirectas de cuánto echa de menos la ensalada de patata y he caído en que, con tres ayudantes, eso tenía fácil solución.
—Me encantaría echar una mano —dijo Esperanza—, pero tengo que volver dentro de una hora.
—He llamado a Carolee. Vigilará el fuerte hasta que vuelvas.
—En serio, debería irme, que venga ella a estar con la familia.
—A ella le da igual —insistió Justine—. Avery, ¿podrías preparar ese adobo que haces tú para este pollo? El picante. A nosotros nos gusta así. Ya haremos algo más suave para Harry y Liam. Sabe Dios que a Murphy le encanta el picante. El crío se comería los chiles como gominolas si lo dejáramos.
—Le gustan más aún que las gominolas —convino Clare—. Relájate —le dijo a Esperanza—. Así tendremos más tiempo para hablar de lo de Lizzy.
Eso era cierto, pensó Esperanza. Pero, de haber sabido que le iba a sobrar tiempo, habría aceptado la propuesta de Ryder de pasar un rato por su casa.
¿Quién pensaba ahora en sexo?
—Me encantan las barbacoas —dijo, sonriendo a Justine—. ¿En qué os ayudo?
Justine le pasó un pelapatatas.
Ryder entró en la casa con sus hermanos, un puñado de niños y una manada de perros. Siguió el caos de inmediato. Carreras, brincos, peleas, gritos de quiero comer, beber. Su madre, como era de esperar, los ignoró o se dejó llevar. Avery se sumó a ellos, también normal. Clare afrontó la locura de los críos con una mirada que casi la partió en dos (esas cosas de madres) mientras Beckett cogía vasos para atender las demandas de los muertos de hambre.
Nada de eso sorprendió a Ryder.
Ver allí a Esperanza, sí.
Tenía al pequeño subido en el regazo y escuchaba con las convenientes caras de espanto y admiración el relato detallado y acelerado de su última hora.
Las mujeres habían empezado ya el vino, pero dudaba que la serenidad de ella se debiera a eso. A su juicio, se limitaba a lidiar con lo que le tocaba.
—¿Podemos picar algo? —preguntó Liam a Justine tirándole de la ropa—. Nos morimos de hambre.
—Vamos a comer en cuanto os lavéis y llegue Willy B.
—Eso puede ser dentro de una eternidad.
—Creo que será antes. De hecho, ya oigo acercarse la camioneta de Willy B.
También los perros, que salieron disparados por la puerta, excepto Tyrone, que siguió pegado a Justine como una lapa.
—Venga, lavaos las manos, que vamos a comer en la terraza.
Ryder abrió la nevera para coger una cerveza; entonces vio el cuenco de ensalada de patata. Sonrió.
—Las manos quietas —le ordenó Justine, viéndolo venir—. Ve a lavártelas.
Así que Esperanza comió pollo a la brasa y ensalada de patata en la terraza esa noche de principios del verano, pegada a Ryder, con los perros rondando lastimeros el patio en busca de alguna limosna.
Salvo Tyrone, que se sentó, a pesar de las protestas de Justine, en el regazo de Willy B., y lo miraba con absoluta devoción.
—Esto está buenísimo.
Justine arqueó las cejas.
—¿Cuánto le estás dando a escondidas a ese perro?
—Venga ya, Justine, si no le estoy dando nada. Es buen chico, ¿verdad que sí? Ni siquiera me pide. —Tyrone plantó las patas delanteras en el pecho inmenso de Willy B. y agitó la cola extasiado mientras le lamía la cara barbuda.
Luego apoyó la cabeza en el hombro de Willy B.
—Ya está —dijo Avery, meneando la cabeza—. Papá, ese perro ya es tuyo.
Willy B. lo miró con idéntica devoción y le acarició el lomo.
—Es mi primer nieto canino.
—No, digo que el perro es tuyo, que te lo quedas.
—¡Avery, cómo voy a llevarme a vuestro cachorro!
—Ese perro es tuyo. Reconozco un flechazo en cuanto lo veo, y ahora lo estoy viendo. Yo le gusto, y acabaría queriéndome, pero está loco por ti. Y tú por él. Te lo quedas.
—Avery tiene razón —convino Owen—. Estáis hechos el uno para el otro.
El perrito se acurrucó en los brazos grandes de Willy B.
—No quiero… —Tyrone se volvió, lo miró con sus ojos oscuros y saltones—. ¿Estáis seguros?
—Pásate a recoger sus cosas cuando vayas para casa. Ya tienes un regalo más del día del Padre.
—El mejor que me han hecho nunca. Pero si cambiáis de opinión…
—Papá… —Avery alargó la mano y le acarició con cariño el lomo a Tyrone—, el amor es el amor.
Sí, así era, pensó Esperanza. Y había mucho por allí esa noche de principios de verano.
Cuando acabaron de comer, consiguieron distraer a los niños con los juguetes que Justine había estado guardando en el cuarto de invitados, el que ahora ella veía como el cuarto de los niños.
Se quedaron sentados fuera mientras Esperanza les relataba los pormenores de su ajetreado viernes por la noche.
—Antes de que hablemos de lo que esto podría implicar, me gustaría preguntarte, Justine, si quieres que establezcamos alguna norma. ¿Les hablo a los clientes de Lizzy o no les digo nada?
—Me parece que una norma resultaría demasiado restrictiva. Tú ve haciendo lo que te parezca más oportuno en cada caso. Decide tú que decir a cada cliente, y en qué medida. Esta es la primera vez que Lizzy molesta a alguien —opinó Justine—. Además, parece que lo hizo a propósito. No le gustó que alguien te tratara mal.
—Que hubiera tenido mejores modales —dijo Willy B., y le hizo cosquillas debajo del hocico a Tyrone, que gruñó feliz.
—Bueno, los buenos modales no son un requisito para un cliente que paga. Son un plus que se agradece. Lo cierto es que me ha tocado ver casos peores.
—Pero no hablamos de Ry —señaló Beckett, y sonrió cuando Ryder lo miró haciéndole burla.
—Yo creo que Lizzy está haciendo ciertas concesiones —siguió Esperanza—. Le he pedido que haga algunas más.
—¿Has vuelto a hablar con ella? —preguntó Owen.
—No exactamente. Yo hablo con ella a veces. Solo que ella no me contesta. Menos el viernes por la noche.
—Me parte el corazón —susurró Clare—. Eso que dijo de desvanecerse.
—Y, aun así, casi nunca parece triste. Mantiene la esperanza. —Beckett sonrió a Esperanza—. Incluso antes de que tú llegaras. No acabo de entender por qué habla de Ryder. Él se ha relacionado menos con ella que Owen o yo.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Ryder.
—No recuerdo haberte oído hablar mucho de ella hasta el día en que os la jugó a Esperanza y a ti en el Ático.
—Todos hemos pasado mucho tiempo en ese edificio, juntos y por separado. Ella y yo nos tolerábamos. Nos dejábamos espacio el uno al otro.
—¿La has visto alguna vez? —le preguntó Owen.
—No hace falta verla para saber que está ahí. Le caía mal Shawn, el carpintero al que contratamos nada más empezar, ¿os acordáis?
—A todos nos cayó mal Shawn cuando descubrimos que birlaba materiales para otros trabajos —señaló Owen.
—Y que le tiraba los tejos a la mujer de Denny. ¿Qué clase de imbécil intenta ligarse a la mujer de un policía, sobre todo cuando el policía es amigo de sus jefes, y encima a la mujer no le interesa?
—Antes de que nosotros lo caláramos y despidiéramos, a Lizzy ya le caía mal. Le escondía las herramientas, el almuerzo, los guantes, cosas así. Al principio creía que el tío era descuidado, luego encontré algunas de sus cosas en el viejo sótano, donde él no había estado. Estaban todas allí, bien colocaditas, y olían a madreselva.
—Tuvo mejor criterio que nosotros, entonces —decidió Owen.
—Eso parece. Alguna vez ha asustado a la cuadrilla, pero en broma. Y…
—Ajá —dijo Beckett señalándolo—. Nos estabas ocultando algo.
—No me parecía relevante, pero ya que profundizamos… —Ryder se encogió de hombros—. Cuando me encerró con Esperanza en el Ático, no fue la primera vez. Fue justo después de que Esperanza apareciera y mamá la contratara. En el acto.
—Lo que demuestra que también yo tengo buen criterio.
—Bueno, vale, sí. Puede que me irritara un poco que la contrataras tan rápido, sin preguntar a nadie.
—Fuiste un grosero —le recordó su madre—. Un grosero y un cabezota.
—Expresar una opinión no es ser cabezota. Grosero, vale. Y ya me disculpé —señaló—. Igual aún estaba un poco furioso. Volví arriba para trabajar un poco más. La puerta se cerró de golpe en cuanto entré, y no se abría. Aún no habíamos instalado las cerraduras, pero la condenada puerta no se abría.
—Te dio una buena lección —intervino Avery.
—¿Quién está contando la historia? Noté su olor y eso me cabreó aún más. Las ventanas no se abrían, la puerta no se abría. Me tenía atrapado. —Rio relajado—. No me quedaba más opción que rendirme. Entonces escribió tu nombre en la ventana, dentro de un corazoncito.
Esperanza lo miró sorprendida.
—¿Mi nombre?
—Dentro del corazón. Capté la indirecta. Que le caías bien, te quería por allí y ya podía hacerme a la idea. Me cabreó más, pero es inútil discutir con un fantasma.
—Y lo arreglaste poniéndote chulo conmigo. Dile a la gerente no sé qué, dile a la gerente no sé cuántos.
Ryder volvió a encogerse de hombros.
—A ella le pareció bien.
—Mmm…
—Quizá deberías intentar hablar con ella, Ryder —sugirió Clare—. Dado que te ha mencionado a ti concretamente. Y ahora que Esperanza y tú… os lleváis mejor.
—No hace falta que hables en clave —le dijo Justine—. Pero tienes razón.
—Ya me cuesta hablar con los vivos.
—No pierdes nada por intentarlo —insistió Esperanza—. Ella se siente unida a ti, a vosotros tres —les dijo a los hermanos—. Avery y yo hemos hablado de esto. Nos parece que, como habéis devuelto a la vida su casa, su hogar, se siente en deuda. Como vosotros y vuestra madre os habéis preocupado de restaurarlo, ponerlo bonito, darle calor otra vez, la habéis ayudado. No sabe estar en otro sitio, eso fue lo que dijo. Así que le gusta que alguien aprecie y valore el sitio donde se ve obligada a estar. Todos sois responsables de eso. Pero tú, Ryder, eres el que ha hecho el trabajo físico. Quizá a ti te cuente lo que no parece querer contarnos a los demás.
—Muy bien. Muy bien. Le preguntaré a la muerta.
—Con respeto —le advirtió su madre.
—Por otra parte —prosiguió Esperanza—, he recibido respuesta de mi prima y de la escuela. Mi prima promete enviarme lo que pueda. No se ha creído la historia de la fantasma ni un segundo. Me contesta muy divertida, en tono condescendiente, pero lo está investigando con entusiasmo, y le encanta que alguien más de la familia muestre interés, aunque no sea por la misma hermana. La bibliotecaria está haciendo todo lo que puede, pero se debe a su relación con la familia y al apoyo que esta lleva tiempo ofreciendo a la escuela, así que no puede pasarse de la raya. Hay cartas. Confía en poder escaneármelas en las próximas semanas.
—Has avanzado. —Owen se recostó en el asiento—. Mucho más que yo.
—Si todo sale bien y termino con una pila de documentos, te pasaré la mitad.
—Estoy listo y dispuesto.
Por la puerta abierta de la terraza se oyó discutir a los niños.
—No podía durar siempre —dijo Clare y se dispuso a poner orden.
—Ya voy yo. —Beckett la obligó a sentarse otra vez.
—Déjate querer —intervino Justine—. Los mimos del embarazo tampoco duran siempre. Además, tengo helado para sobornarlos. ¿Alguien más se apunta?
Se levantaron manos por toda la mesa.
—Os lo agradezco de veras —dijo Esperanza—, pero ahora sí que tengo que irme. Carolee ya lleva demasiado rato vigilando el fuerte. Gracias por la cena, y por todo. Ha sido estupendo.
—Lo repetiremos —prometió Justine—. Ah, y me gustaría ver esas cartas cuando recibas las copias.
—Te aviso en cuanto las tenga. Buenas noches.
Ryder estuvo veinte segundos dándose golpecitos en la rodilla con el dedo, luego se levantó de la mesa.
—Vuelvo enseguida.
Mientras iba hacia la puerta, Owen hizo unos ruidos exagerados de besos. Ryder le hizo una peineta y siguió adelante.
—Ay, mis chicos —suspiró Justine—. Mira que son elegantes.
Ryder alcanzó a Esperanza antes de que llegara al coche.
—Espera un minuto.
Ella se volvió; su pelo ondeó en el aire un instante.
—¿A qué hora estás libre el martes?
—Ah. Hacia las cinco ya habré terminado. Puede que a las cuatro y media.
—Me vale, siempre que pueda usar una de las duchas.
—El hotel es tuyo.
—No se trata de eso.
—Entonces, sí, puedes usar una de las duchas. La que quieras.
—Vale.
Al ver que él no decía nada, que se quedaba allí, provocándole esa sensación con su mirada fija, ladeó la cabeza.
—¿Qué? ¿Me vas a dar un beso de despedida?
—Ahora que lo mencionas…
La dejó sin aliento y queriendo más, mareada y temblorosa. El remate perfecto de una velada estival inesperada, se dijo.
—Con eso te vas apañando.
Sonrió y meneó la cabeza mientras se metía en el coche.
—Espero que te apañes tú. Buenas noches.
—Sí.
La vio recular y dar la vuelta. Cuando enfilaba el camino de entrada, sacó la mano por la ventanilla. Se quedó plantado donde estaba, y Bobo se acercó a sentarse a sus pies, a mirar al infinito como Ryder.
—Madre mía, Bobo, ¿qué es lo que tiene esta mujer? ¿Qué demonios tiene?
Algo inquieto por si llegaba a averiguarlo, regresó a casa con su perro.