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¿Hijos de nuestra historia o esclavos de ella?

Voy a impartir una sesión sobre creatividad e innovación para un grupo de participantes en un máster de Recursos Humanos del cual soy profesor. He preparado esta sesión con mucho esmero y uno de los métodos que voy a usar se basa en la utilización de un collage hecho a base de recortes de revistas. Las imágenes tienen en nosotros un gran poder para provocar asociaciones novedosas y con ese propósito yo lo voy a utilizar. El director del programa me acaba de presentar a los participantes y les ha comentado que de profesión soy cirujano general y del aparato digestivo.

Hasta entonces todo marcha bien y la clase parece bastante interesada en aquello que vamos a compartir. Dedico los primeros minutos de la sesión a hablar de la importancia que tiene el desplegar la creatividad que yace dormida en nuestro interior. Como analogía utilizo el ejemplo del gran escultor del Renacimiento Miguel Ángel Buonarotti cuando se le acercó un noble para felicitarle por la maravillosa escultura que había hecho de un simple bloque de mármol. Miguel Ángel le contesto que se equivocaba, que la escultura siempre había existido en el bloque de mármol y que él lo único que había hecho era quitar los fragmentos que sobraban.

Terminada la introducción, saco mi flamante collage y se lo presento a uno de los asistentes que se encuentra a mi derecha y en la mitad de la clase. Coloco el collage sobre su mesa y le pregunto que le parece. Me quedo mirándolo y me sorprendo al notar como empieza a cambiar su cara. Su mandíbula está tensa, sus ojos se llenan de agresividad. «¿Qué está pasando aquí?», me pregunto desconcertado al reconocer toda la ira que se refleja en su forma de mirar. Empiezo a buscar en el collage que puede haber desencadenado una reacción tan rápida e intensa. Nada, no encuentro nada hasta que de repente me fijo en que una de las fotos que he pegado en la cartulina es de un cirujano operando. Entonces una inesperada ráfaga de inspiración cruza por mi mente. A mí me han presentado como cirujano y en el collage aparece uno. Dejándome llevar más por una corazonada que por ninguna reflexión sutil, lo miro a los ojos y le pregunto: «¿Dime una cosa por favor, ti te caemos bien los cirujanos?».

Después de un titubeo, me dice que no, que los cirujanos no le gustamos nada.

En ese momento, me acuerdo de que lo peor que puedo hacer para crear una conexión con otro ser humano es defenderme o contraatacar cuando oigo lo que no me gusta oír. Considero que una respuesta tan valiente y franca por su parte me está invitando a mí a quitarme el traje de «experto» y ponerme el de «explorador».

Cuando uno lleva puesto ese traje de «experto» que nos hace pensar que lo sabemos todo, que lo comprendemos todo y que no hay nada nuevo que aprender, dejamos de escuchar a los demás. No tiene sentido escuchar a otra persona si ya creemos que lo sabemos todo. Esta falta de interés, la siente y la vive la otra persona como una falta de respeto y es lo que imposibilita que se pueda crear un vínculo basado en la confianza.

En esta ocasión, sin duda movido por su sinceridad, en lugar de defenderme o contraatacar explicando cuanto han hecho los cirujanos del mundo por mejorar la vida de la humanidad, he tenido la cordura suficiente como para ponerme el traje de «explorador» a fin de poder conocer y tal vez de llegar a descubrir algo valioso que, lejos de distanciarnos, acerque. Le pregunto por las razones que hay detrás de su rechazo a nosotros los cirujanos. Él se sincera y empieza a relatarnos algunas de las experiencias por las que ha pasado. Hay que reconocer que fueron lo suficientemente duras como para poder entender su forma de ver las cosas. Todo el mundo guarda silencio y escucha atentamente lo que nos está contando. Tras la ira, afloran el miedo y la tristeza. Emociones que habían permanecido encerradas durante mucho tiempo empiezan a salir. Cuando él siente que toda la clase valora su experiencia emocional, que se le entiende y que se le agradece mucho su valor y su sinceridad, empieza a relajarse y a sonreír. Es como si hubiera recuperado la alegría.

Su historia, su franqueza y su transformación han sido las claves para entender lo que ha ocurrido en una sesión que había empezado de una forma inesperada, que había trascendido el guión establecido y que había desplegado un espacio de posibilidad, mucho más práctico e infinitamente más valioso. Las personas que estuvimos allí nos dimos cuenta de que en aquella clase todos podíamos hablar de una forma clara y directa, que existía un espacio para dialogar con honestidad y para escuchar con autenticidad.

Aunque no lo entendamos, y muchas veces no lo compartamos, hay siempre una causa, una razón oculta por la cual las personas actuamos como lo hacemos. Sin esa información nos es muy fácil catalogar a los demás como antipáticos o raros y también es muy fácil que los demás nos puedan etiquetar a nosotros mismos de la misma manera porque desde su atalaya particular, desde su punto de vista, sea incomprensible que actuemos como lo hacemos. Si yo veo a una persona corriendo y soy incapaz de ver al tigre que la persigue, para mí la actuación de esa persona será en todo punto incomprensible. Conectar con una persona que ve las cosas como nosotros es fácil, congeniar con alguien que ve las cosas de forma completamente distinta no lo es. La clave para conectar no es juzgar, sino primero preguntar y segundo escuchar. Preguntar como aquéllos que de antemano reconocen no saber la respuesta y escuchar como quienes saben que hay algo nuevo por descubrir y por aprender. Cuando una persona se siente escuchada y se siente comprendida, se genera un vínculo de confianza que nos llena a todos de alegría y que inspira a los demás a hablar con honestidad. Hablar de una manera directa es algo que cuesta mucho. Casi todo el mundo piensa que es necesario, pero a la hora de la verdad, cuando hay que hacerlo, resulta más difícil practicarlo. Tememos que si hablamos de una manera directa, aunque lo hagamos con respeto, la relación se vaya a deteriorar y, sin embargo, con frecuencia lo que sucede es justo todo lo contrario.

Imaginemos por un momento que somos unos cocineros y queremos preparar un riquísimo pastel. Para ello, tenemos que escoger los mejores ingredientes, mancharnos un poco las manos al mezclarlos, poner las cantidades adecuadas, meter el preparado en el horno y dejar que la temperatura y el tiempo hagan el resto. Algo parecido pasa a la hora de «fabricar» un vínculo emocional con otra persona. Son necesarios una serie de «ingredientes». Por una parte, la sinceridad a la hora de expresar lo que uno siente y, por otra, la voluntad y el compromiso para intentar entender las causas profundas que existen detrás de lo que se siente. Hacer esto no es sencillo, ya que uno tiene que quitarse su traje habitual y ponerse el de «cocinero», empezar a poner los ingredientes y esperar que la «temperatura» del amor que se pone y el tiempo de cocción hagan el resto. El amor del que hablo aquí no es un sentimiento, sino que es una elección. Es tratar a alguien como si de verdad se le quisiera. Eso es lo que va a garantizarnos la paciencia, la persistencia, la humildad y la serenidad que son tan necesarias para escuchar a quien se encuentra esclavizado por la ira, la frustración o el resentimiento.

Todos nosotros somos hijos de nuestro pasado y de las experiencias que hemos tenido. Por eso, nuestras conversaciones, aunque nos parece que tienen lugar en el presente, en realidad suceden en el pasado. Si una persona ha tenido una experiencia muy pobre cuando ha trabajado en equipo, tal vez porque aquello fuese un caos donde nadie se responsabilizaba, o tal vez porque se produjo una lucha entre los que querían dominar y los que querían evitar ser sometidos, o tal vez porque al final alguien se colgó todas las «medallas», y ahora se le habla de la importancia de trabajar en equipo, es normal que percibamos una notable resistencia.

En muchísimos casos, es en nuestro pasado donde se encuentran las claves para entender nuestras conductas presentes. Por eso la resistencia del hoy no se explica ni se supera si no se entiende la experiencia del ayer. Que yo le exponga a esa persona que se resiste a trabajar en equipo todas las razones y las ventajas por las que hacerlo merece la pena no servirá, la mayor parte de las veces, para que el o ella lo vean como una oportunidad en lugar de como algo a evitar. Nuestro pasado interfiere en las conversaciones que tenemos en nuestro presente. Es natural que seamos hijos de nuestra historia, lo que entiendo que tenemos que evitar es el convertirnos en esclavos de ella. Yo he tenido experiencias de «trabajo en equipo» desastrosas y he tenido otras magnificas. Si soy incapaz de trascender mi pasado, es difícil que pueda inventar un futuro que no sea directamente predecible desde el pasado.

Me gustaría resumir lo visto en dos ideas fundamentales: la primera es que entrenar la comunicación directa y respetuosa es mucho más valioso que hablar por detrás, murmurar o quejarse de alguien que no está presente, y la segunda es que detrás de toda resistencia hay una razón que hace que, para la persona que la pone, esta tenga todo el sentido. Por eso la clave no es vencerla, sino comprenderla.