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Conozco tu intención aunque no lo sepas

En una conversación, uno de los elementos clave relacionado con el impacto que causamos en la otra persona es el tono de voz. Las personas somos muy sensibles al tono de voz, porque al fin y al cabo refleja el estado emocional de la persona que está hablando. El tono de voz es reconocido por el hemisferio derecho del cerebro a una velocidad muy superior a la que el hemisferio izquierdo registra el significado de las palabras.

El hemisferio izquierdo está vinculado con nuestra mente consciente, mientras que el derecho es la puerta al inconsciente. Éste, además, tiene un papel muy relevante en la puesta en marcha de las emociones, sobre todo de aquéllas que se denominan negativas. La emociones no son buenas o malas, lo que pueden es tener sentido en un determinado momento o no tenerlo, pueden ser funcionales o ser disfuncionales. Las emociones las clasificamos en positivas, como la alegría o el amor, y en negativas, como pueden ser el miedo, la tristeza o la ira. Todas las emociones, hasta las negativas, tienen un sentido. Es adecuado, por ejemplo, que experimentemos momentos de miedo que nos permitan actuar con cautela y no ser unos insensatos. En este caso, aunque la emoción es negativa, es al mismo tiempo funcional. Lo que ya no es adecuado es que vivamos permanentemente amedrentados, ya que en este caso la misma emoción se vuelve disfuncional.

La parte prefrontal del hemisferio derecho es el lugar desde el que se activan las emociones negativas y, además, como hemos visto, donde se captan los matices de la voz que reflejan de forma sutil la emocionalidad con la que se dicen las palabras; el tono de nuestra voz ya afecta al estado emocional de quien nos escucha antes incluso de que se haya interpretado el mensaje emitido. Esto quiere decir, en otras palabras, que el tono con el que decimos las cosas puede tener mucho más impacto en nuestros destinatarios que las palabras que usamos y, por tanto, que el mensaje que queremos transmitir. Una «buena noticia» dicha en un tono crispado tendrá un impacto negativo en el receptor y una mala noticia expresada con serenidad tendrá un impacto mucho más positivo que si se dijera, por ejemplo, con frustración o miedo.

Además, cuando ya de entrada nuestra situación emocional es negativa, por ejemplo, porque estemos enfadados, el impacto del tono adquiere aún mayor relevancia. Por mi propia experiencia he notado que el día que estoy más tenso, independientemente del motivo, tiendo a ser en exceso sensible con los comentarios que se me hacen y me resulta fácil encontrar provocaciones en lo que son simples diálogos. Ello implica que nuestro estado emocional es crucial para determinar el impacto que un mensaje tiene en nosotros.

Es domingo y Pedro se ha levantado temprano. Dos de sus hijos se han levantado poco después que él. En un «alarde de generosidad» les dice que les va a preparar el desayuno. Pedro les prepara con dedicación unas tostadas, un zumo y algunas cosas más. Durante esos minutos siente un especial orgullo de buen padre, de padre que se ocupa del bienestar de sus hijos. Les pone el desayuno sobre la mesa y entonces siente como un «jarro de agua helada» le cae sobre su cabeza. Uno de sus hijos está protestando por el desayuno. Pedro escucha que ante su protesta él le responde:

—Hijo mío, ¿qué protestas si el desayuno es estupendo? —Para su sorpresa, su hijo se echa a llorar. Pedro no entiende esa reacción tan inaudita porque lo que le había dicho a su hijo no explica para nada su reacción. Empieza a sentirse confuso y frustrado y a fin de poder comprender lo que está ocurriendo, le dice—: Javier, no entiendo por qué lloras, no te he dicho nada para que reacciones de esa manera.

El otro hijo, que está observando la escena y tras hacer, sin duda, un gran acopio de valor, contesta:

—Papá, todo el mundo lloraría si les hablaras como le has hablado a Javier.

Pedro queda desconcertado porque no se da cuenta de hasta que punto su propio tono le ha pasado desapercibido. «¿Cómo es posible que me pudieran hacer ese comentario si yo lo único que había pretendido era prepararles un desayuno?», se pregunta sin acabar de comprender.

De repente, lo que había pasado desapercibido a su mente ahora empieza a manifestarse con total claridad.

Cuando Pedro se ofreció a prepararles el desayuno, esperaba un agradecimiento por parte de sus hijos, por tanto, no hubo un verdadero acto de generosidad, porque cuando se espera el agradecimiento uno está simplemente envuelto en un intercambio comercial. Una cosa es que a uno le guste que se lo agradezcan y otra que lo espere. Pedro no sólo no ha recibido ningún agradecimiento y por tanto ha quedado decepcionado, sino que además ha recibido una protesta, con lo cual ha experimentado un mayor grado de resentimiento y frustración. Envuelto en esas emociones, ha perdido su equilibrio y se ha convertido en alguien deseoso de revancha, de desquite. Aunque las palabras que Pedro pronunció eran neutras, su tono no lo fue y por eso le transmitió a su hijo Javier el enfado que él sentía. Su hijo expresó su dolor con unas lágrimas que reflejaban su tristeza y su miedo.

Es paradójico saber que cuando no nos convertimos en maestros de nuestras propias emociones y de los significados que damos a las cosas, nuestro cerebro experimenta una especie de «secuestro», perdemos la perspectiva y la claridad mental, y quedamos prisioneros en un mundo ancestral donde solo tres respuestas pueden tener lugar: el ataque, la huida o el bloqueo.

En una conversación con otro ser humano, estas tres respuestas no tendrían por qué tener lugar. La mayoría de las «provocaciones» que nos hacen nuestros hijos y nuestros seres más queridos no tienen la intención de herirnos. Muchas de ellas solo ponen a prueba la solidez de nuestros vínculos. Detrás de esas aparentes «provocaciones», no pocas veces hay una petición de ayuda que para nosotros es muy difícil captar y comprender. Desde una reacción de ataque, huida o bloqueo no se hace posible crear el puente que conecte ambos mundos. Mientras entremos en el juego de ver quien tiene más razón, si nosotros o nuestros interlocutores, no podremos conectar. Hemos sido entrenados de manera sostenida en ese juego y por eso se nos da tan bien.

Si sintiésemos que ante un comentario nos tensamos, el corazón nos late con fuerza y empezamos a llenado de ira, de frustración y de resentimiento, ni hemos de intentar ignorar esas emociones pretendiendo que no existen, ni hemos de abrir en ese momento la boca porque pronunciaremos el discurso que después más vamos a lamentar. La prioridad en ese momento no es hablar, sino reequilibrarnos. El silencio en ese instante, lejos de otorgar nada a la otra persona, como muchas veces nos han inducido a pensar, se convierte para todos en el mejor aliado. Respirar hondo, contar hasta diez, subir unas escaleras, lo que sea menos abrir en ese momento la boca si lo que queremos es construir, en lugar de destruir. Una vez que hayamos conseguido un nivel mayor de equilibrio, es esencial volver con una estrategia que, aunque al comienzo nos parezca artificial, con el tiempo nos daremos cuenta de lo natural que nos resulta. Nuestra estrategia será especialmente efectiva si vamos por una parte provista de una pregunta que intente sondear en el sentir de la otra persona y por otra con un compromiso hacia nosotros mismos de escuchar sin interrumpir, sin argumentar, sin contraatacar, aunque no nos guste oír lo que nos dice. Recordemos lo difícil que es para los seres humanos expresar las emociones. Hemos aprendido a acallarlas, sobre todo si somos hombres. Hemos sido condicionados a creer que exteriorizar nuestro sentir es signo de vulnerabilidad y, sin embargo, y paradójicamente, cuando alguien lo hace ante nosotros, vemos un rasgo de valentía, porque los valientes no se esconden tras una artificiosa armadura de invulnerabilidad. No tienen vergüenza de manifestar que también ellos son humanos y que se puede ser extraordinario sin necesidad de ser infalible. Las emociones que más vergüenza nos da expresar son el miedo y la tristeza, que cuando no se expresan son transmutadas en resentimiento, que es el origen de gran parte de nuestra ira. Cuando alguien se pone las «orejas» especiales para escuchar la tristeza y el miedo, no se deja distraer por la expresión de la ira. Cuando uno está dolido y necesita expresar su sentir, antes de exponer su tristeza y su miedo manda una especie de globo sonda para ver si aquel territorio es seguro. Si ante la manifestación de la ira de nuestros hijos, nuestros maridos, mujeres y otros seres queridos reaccionamos, entonces nuestra escucha no invitara a que salgan las verdaderas emociones ocultas, la tristeza y el miedo. Muchas veces esa tristeza es por sentirnos solos y ese miedo es a no ser queridos. Tras la expresión de la tristeza y el miedo viene la aceptación, y tras ella surge una emoción que reluce más que el sol y que es la alegría. Es en ese momento cuando el puente entre ambos mundos ha sido construido. A partir de entonces la relación cogerá una nueva dinámica y abrirá posibilidades insólitas y conectara en un tiempo breve que pudo haber permanecido durante años separado.

Si nos importa una relación y queremos hace algo para transformarla, no repitamos la misma estrategia una y otra vez porque obtendremos el mismo resultado. Existen tácticas mucho más efectivas para lograr lo que queremos pagando un precio mucho menor. En una conversación difícil, no pongamos el peso en argumentar, sino en preguntar. Cuando uno pregunta y escucha, la otra persona se siente valorada, se siente respetada y puede empezar a confiar. El vinculo más importante que necesitamos crear es el de la confianza, porque si ella está presente, todo se vuelve posible. La seguridad es lo que supera nuestro miedo a hablar. Cuando confiamos en alguien, sabemos que podemos hablarle de cualquier cosa, porque nos valora y nos quiere por quienes somos y no por quienes aparentamos ser. Cuando uno se siente querido de esa manera, surge lo mejor que tenemos en nuestro interior. La valoración que esa persona siente por nosotros se transforma en la estimación que sentimos por nosotros mismos.